19

Soberbia

Está vivo, señaló el soldado a Jarlaxle tras examinar al vigilante inerte.

El jefe mercenario indicó al soldado que diera la vuelta al caído Drizzt para que la cabeza quedara fuera del agua. Jarlaxle miró sobre el quieto lago, consciente de que el estruendo de la lucha se había propagado a través de sus aguas. Divisó el brillo distintivo, azul pálido, de los discos flotantes —unas creaciones de energía mágica utilizadas tradicionalmente para transportar a las madres matronas por la ciudad— sobrevolando la orilla opuesta en dirección a la isla. Jarlaxle sabía que transportaban soldados de la casa Baenre.

Déjalo aquí, señaló el jefe mercenario a su subordinado. Y también su equipo.

Inducido por una repentina idea, Jarlaxle sacó el silbato, se lo llevó a los labios, y se volvió hacia Drizzt, haciendo sonar una nota aguda. La vibración del silbato le reveló que el vigilante llevaba una armadura mágica de manufactura tan excelente, al menos, como la drow, y Jarlaxle suspiró pesaroso al fijarse en la intensidad del encantamiento de Centella. Le habría gustado añadir la cimitarra a su colección de armas, pero en Menzoberranzan era de dominio público que Drizzt Do’Urden combatía con dos cimitarras y, si faltaba una, el mercenario se buscaría problemas con la matrona Baenre.

Drizzt llevaba consigo poco más que tuviera atributos mágicos, a excepción de un objeto que llamó poderosamente la atención del mercenario. Su magia era muy fuerte, desde luego, y brillaba con los matices característicos de hechizos de sugestión, exactamente la clase de objeto al que el calculador Jarlaxle sabía sacar mejor partido.

El soldado, que había puesto boca arriba al inconsciente vigilante para que no tuviera metida la cabeza en el agua fangosa, dio un paso hacia su jefe, pero el mercenario lo detuvo con un gesto.

Coge el colgante, ordenaron los dedos de Jarlaxle.

El secuaz giró sobre sus talones y reparó por primera vez en los discos flotantes que se aproximaban.

¿Baenre?, articuló en silencio mientras se volvía hacia su jefe.

Encontrarán su presa, respondió Jarlaxle con aire seguro. Y la matrona Baenre sabrá quién le entregó a Drizzt Do’Urden en bandeja.

A Entreri no le preocupaba esta vez quién era la mujer drow que estaba a punto de matar. Actuaba de común acuerdo con Bregan D’aerthe, y esta drow, al igual que la de la casa de setas, se había entremetido y era una testigo.

No obstante, una ojeada oportuna le descubrió algo que lo hizo frenarse: una familiar daga recamada colgada del cinturón de esta drow.

Entreri estudió a la mujer con detenimiento, sin apartar la punta de la espada de su garganta, por la que corrían unas gotitas de sangre. Deslizó el afilado extremo del arma hacia arriba, con habilidad, y notó un leve resalte en la suave piel, por debajo de la barbilla.

—¿Por qué estás aquí? —preguntó, falto de aliento, con genuina sorpresa. Sabía que esta mujer no había llegado a Menzoberranzan con Drizzt; en caso contrario, el consejero Firble de Blingdenstone la habría mencionado, y Jarlaxle, ni que decir tiene, se habría enterado de su presencia.

No obstante, aquí estaba, demostrando poseer un ingenio y unos recursos increíbles.

Entreri movió la espada otra vez y, con delicadeza, apoyó la punta de la cuchilla contra el suave resalte; una leve presión fue suficiente para quitarle la máscara mágica.

Catti-brie luchó desesperadamente para disipar el creciente terror que la embargaba. Le estaba ocurriendo algo muy parecido a la primera vez que había caído en las garras de Artemis Entreri; el asesino despertaba en ella un pavor casi irracional, un profundo miedo que ningún monstruo, ni siquiera un dragón o un demonio de Tarterus, le había hecho sentir.

Aquí estaba otra vez, inexplicablemente vivo, con la espada apoyada en su vulnerable garganta.

—Un inesperado premio extra —manifestó Entreri. Soltó una risa maligna, como si estuviera decidiendo la forma de sacar mejor partido de su prisionera.

Catti-brie pensó en saltar por el borde del arrecife, y, si hubiera estado en un acantilado de trescientos metros, lo habría hecho sin dudar. Sintió que el vello de la nuca se le erizaba y que el sudor le perlaba la frente.

—No —musitó.

Una expresión desconcertada asomó al rostro de Entreri.

—¿No? —repitió el asesino, sin comprender que el comentario de la joven iba dirigido a sí misma.

—Has sobrevivido —dijo Catti-brie, con la mirada prendida en el asesino—. Para establecerte entre aquellos más semejantes a ti.

La leve mueca que contrajo los rasgos de Entreri le hizo comprender que no le había gustado nada esa descripción. Su suposición quedó confirmada cuando el hombre la golpeó con la empuñadura de la espada; la nariz le empezó a sangrar, y un feo verdugón apareció en su mejilla.

La joven se tambaleó hacia atrás, pero se recuperó de inmediato y sostuvo la mirada del asesino con firmeza. No le daría la satisfacción de verla aterrorizada. Esta vez, no.

—Debería matarte —susurró Entreri—. Muy, muy despacio.

—Entonces, hazlo —replicó Catti-brie, riéndose en su cara—. No te tengo miedo. No desde que vi que Drizzt es superior a ti.

Entreri, ciego de furia, estuvo a punto de atravesarla con la espada, pero se contuvo.

—Era —rectificó con expresión maligna, desviando la mirada hacia el borde del arrecife.

—Os he visto caer a ambos en más de una ocasión —afirmó Catti-brie imprimiendo en su voz tanta convicción como le era posible en estos terribles momentos—. ¡No os daré por muertos a ninguno de los dos hasta que haya tocado vuestros fríos cadáveres!

—Drizzt está vivo —sonó un susurro a sus espaldas, articulado en perfecto Común.

Jarlaxle y dos soldados de Bregan D’aerthe se revinieron con el asesino. Uno de ellos se detuvo para rematar al drow herido en el costado, que todavía se retorcía.

Dominado por la rabia, Entreri arremetió de nuevo contra Catti-brie, pero en esta ocasión la muchacha levantó una mano y desvió el golpe con un diestro giro de muñeca.

Jarlaxle se interpuso entre los dos y observó a Catti-brie con un interés más que pasajero.

—Por la araña bendita de Lloth —exclamó el mercenario, que levantó una mano y acarició la mejilla magullada de la muchacha.

—Baenre se aproxima —le recordó el soldado que estaba detrás, utilizando el lenguaje drow.

—Claro —contestó Jarlaxle distraídamente, de nuevo en el lenguaje de la superficie. Parecía totalmente absorto en la exótica mujer que tenía ante sí—. Debemos ponernos en marcha.

Catti-brie adoptó una postura más erguida, como si esperara el golpe fatal en cualquier momento. En lugar de ello, Jarlaxle alargó la mano y le quitó la diadema ceñida a la frente, dejándola cegada con tanta efectividad como si le hubiera arrancado los ojos. La joven no ofreció resistencia cuando le arrebataron a Taulmaril y la aljaba, y supo que fue Entreri el que sacó de la funda la daga enjoyada de un rudo tirón.

Una mano fuerte, pero sorprendentemente gentil, la agarró del brazo por encima del codo, y la condujo lejos de allí… Lejos de Drizzt.

De nuevo capturado, pensó Drizzt, aunque esta vez sabía que la acogida que tendría no sería tan placentera como su estancia en Blingdenstone. Se había metido en la tela de la araña, le había llevado la ansiada presa hasta la mesa de banquetes.

Estaba sujeto con grilletes a una pared, colgado de manera que tenía que apoyarse en las puntas de los pies para no descargar todo su peso en las laceradas muñecas. No recordaba cómo había venido a parar aquí ni sabía cuánto tiempo llevaba colgado en la oscura y sucia habitación, pero las muñecas le dolían y mostraban la ardiente inflamación de verdugones a su visión infrarroja, como si las tuviera despellejadas. También le dolía el hombro izquierdo, y sentía una desagradable tirantez a lo largo de la axila y la parte superior del pecho, donde la espada de Entreri lo había alcanzado.

Imaginó, sin embargo, que alguna sacerdotisa debía de haber limpiado y curado el tajo, pues la herida era mucho peor cuando se había precipitado por el arrecife. Pero tal suposición no sirvió para levantarle el ánimo, pues por lo general las víctimas destinadas al sacrificio tenían que estar en la mejor condición física posible antes de ser entregadas a la reina araña.

No obstante, a pesar del dolor y del desamparo, el vigilante se esforzó por encontrar cierto consuelo. En el fondo de su corazón, Drizzt había sabido desde el principio que esto terminaría así, que sería capturado y asesinado para que sus amigos de Mithril Hall pudieran vivir en paz. La muerte era algo que tenía asumido desde hacía mucho tiempo, y se había resignado a esa posibilidad cuando partió de Mithril Hall. Entonces ¿por qué esta angustia, este desasosiego?

La habitación no era más que una cueva con grilletes acoplados a lo largo de las tres paredes, y una jaula colgada del techo. Su examen de la celda fue interrumpido bruscamente cuando la puerta, reforzada con guarniciones de hierro, se abrió con un chirrido y dos mujeres drows, que vestían los uniformes de soldados, entraron en la habitación y se pusieron firmes a ambos lados del umbral.

Drizzt apretó las mandíbulas y endureció el gesto, decidido a enfrentarse a la muerte con dignidad.

Un illita entró por la puerta.

Drizzt se quedó boquiabierto, pero enseguida recobró la compostura. ¿Un desollador mental?, se preguntó, estupefacto. Pero, cuando reflexionó un momento sobre la presencia de la criatura, comprendió que debía de estar en las mazmorras de la casa Baenre. La conclusión no presagiaba nada bueno, ni para él ni para sus amigos.

Dos sacerdotisas drows —una baja, con aire malévolo y rostro anguloso con la boca prieta en un frunce perpetuo, y la otra más alta, de porte más solemne, pero no menos impresionante— entraron detrás del illita. Entonces apareció la legendaria y envejecida madre matrona, cómodamente sentada en un disco flotante, acompañada por otra mujer, una versión más joven y hermosa de la matrona Baenre. Cerrando la comitiva venían dos varones, guerreros, a juzgar por su atuendo y sus armas.

El brillo del disco de la matrona Baenre permitió a Drizzt cambiar la visión al espectro de luz normal, y entonces reparó en un montón de huesos apilados debajo de otro par de grilletes.

Drizzt miró de nuevo hacia el séquito, a los dos varones, y sus ojos se detuvieron un largo instante en el más joven. Le pareció que era Berg’inyon, un condiscípulo de la Academia drow, el segundo mejor guerrero de la clase de Drizzt… detrás de él.

Las tres mujeres jóvenes se desplegaron en línea detrás del disco de la matrona Baenre; los dos varones se quedaron junto a las guerreras drows, en la puerta. El illita, para sorpresa —y profunda inquietud— de Drizzt, paseó frente al prisionero y sus tentáculos ondearon cerca de su rostro, rozándole la piel, atormentándolo. Drizzt había visto unos tentáculos como éstos sorber el cerebro de un elfo oscuro, y tuvo que apelar a toda su fuerza de voluntad para mantener la entereza ante la proximidad de aquella repulsiva criatura.

—Drizzt Do’Urden —dijo la matrona Baenre.

Sabía su nombre. Mala señal. De nuevo sintió crecer en su interior la incómoda sensación de desasosiego y ahora empezaba a entender el motivo.

—¡Noble necio! —espetó de repente la matrona—. ¡Venir a Menzoberranzan sabiendo que tu miserable cabeza está puesta a precio! —De manera inesperada, la anciana bajó del disco, se abalanzó sobre el prisionero, y lo abofeteó—. ¡Noble y arrogante necio! ¿Tuviste la desfachatez de creer que te saldrías con la tuya? ¿Crees que lo que ha sido durante cinco mil años podría ser cambiado por un infeliz como tú?

La violenta diatriba sorprendió a Drizzt, pero mantuvo la expresión impasible, la mirada fija al frente.

El gesto ceñudo de la matrona Baenre desapareció repentinamente, reemplazado por una sonrisa retorcida. Drizzt había odiado siempre ese rasgo característico de su gente. La idiosincrasia voluble e impredecible de los elfos oscuros siempre cogía de improviso a amigos y enemigos por igual, impidiendo que un prisionero o un invitado supiera con certeza qué terreno pisaba.

—Satisfagamos tu orgullo, Drizzt Do’Urden —declaró la matrona con una risita—. Te presento a mi hija, Bladen’Kerst Baenre, segunda después de Triel. —Señaló a la mujer que estaba en el medio. Luego indicó a la más baja de las tres—. Y esta es Vendes Baenre. La otra es Quenthel. Detrás, están mis hijos, Dantrag y Berg’inyon, al que ya conoces.

—Bien hallado —dijo Drizzt a Berg’inyon con tono animoso, ingeniándoselas para esbozar una sonrisa con el saludo, por lo que se ganó otra bofetada de la madre matrona.

—Seis Baenre han venido a verte, Drizzt Do’Urden —prosiguió la anciana matrona, y el vigilante deseó que no repitiera su nombre a cada frase—. Deberías sentirte honrado, Drizzt Do’Urden.

—Daría palmas de alegría si pudiera —contestó—. Pero… —Se miró las manos encadenadas, y ni siquiera parpadeó cuando llegó la siguiente bofetada, que se veía venir.

—Sabes que serás entregado a Lloth —manifestó la madre matrona.

—En cuerpo, pero jamás en espíritu —replicó, mirándola directamente a los ojos.

—Bien —ronroneó la mujer—. No morirás deprisa, lo prometo. Serás toda una fuente de información, Drizzt Do’Urden, ya lo verás.

Por primera vez desde que se había iniciado la conversación, el semblante de Drizzt se ensombreció.

—Yo lo torturaré, madre —se ofreció Vendes, anhelante.

—¡Duk-Tak! —reprendió la matrona Baenre mientras se volvía hacia su hija con brusquedad.

«Duk-Tak», repitió Drizzt para sus adentros, y entonces reconoció el nombre. En el lenguaje drow, duk-tak significaba, literalmente, «verdugo diabólico». También era el apodo de una de las hijas Baenre —esta, al parecer— cuyas «obras artísticas», en forma de elfos oscuros convertidos en estatuas de ónice, se exponían a menudo en la Academia drow.

—Fantástico —rezongó Drizzt.

—¿Has oído hablar de mi preciada hija? —preguntó la matrona, volviéndose hacia el prisionero—. Se divertirá contigo, Drizzt Do’Urden, te lo prometo. Pero no antes de que me proporciones una valiosa información. —El vigilante dedicó una mirada desdeñosa a la envejecida mujer.

»Eres capaz de soportar cualquier tortura —añadió la matrona—. Eso no lo pongo en duda, pobre necio. —Levantó su arrugada mano para acariciar al illita, que seguía a su lado—. Pero ¿podrás resistir los asaltos de un desollador mental?

Drizzt se sintió palidecer. En una ocasión había estado prisionero de los crueles illitas, que lo convirtieron en un pobre y desventurado idiota, con su mente doblegada a la voluntad irresistible de las espantosas criaturas. ¿Podría rechazar semejantes ataques?

—¡Creíste que esto acabaría aquí, oh, necio altruista! —rio la matrona Baenre—. ¡Nos lo has servido en bandeja, mi muy noble, estúpido, arrogante necio!

Drizzt notó centuplicada la sensación de angustia. No pudo ocultar su estremecimiento cuando la madre matrona siguió hablando; sus palabras seguían un curso ineludible que desgarró el corazón del vigilante.

—Eres sólo una de las presas —dijo—. Y nos ayudarás en la conquista de otra. Mithril Hall será nuestra, más fácilmente ahora que hemos quitado de en medio al aliado más poderoso del rey Bruenor Battlehammer. Y ese mismo aliado nos revelará los puntos débiles de las defensas enanas.

»¡Methil! —llamó con tono perentorio, y el illita se situó directamente frente a Drizzt.

El vigilante cerró los ojos, pero sintió los cuatro tentáculos de la grotesca cabeza de la criatura, semejantes a los de un pulpo, tantearle la cara, como si buscara unos puntos específicos.

Drizzt gritó de terror y sacudió la cabeza frenéticamente, e incluso logró morder uno de los tentáculos.

El illita reculó.

—¡Duk-Tak! —llamó la matrona Baenre, y una anhelante Vendes se adelantó presurosa y estrelló el puño, cubierto con placas de bronce, en la mejilla de Drizzt. Lo golpeó otra vez, y otra más, incrementando la velocidad, disfrutando la tortura.

—¿Tiene que estar consciente? —preguntó con un tono casi suplicante.

—¡Basta! —oyó Drizzt contestar a la matrona Baenre, aunque la voz le llegaba de muy lejos.

Vendes lo golpeó una vez más, y después el vigilante sintió los tentáculos tanteándole la cara de nuevo. Intentó protestar, mover la cabeza, pero le faltaban fuerzas para hacerlo.

Los tentáculos encontraron un agarre; Drizzt sintió pequeñas pulsaciones de energía recorriéndole la cara.

Sus gritos durante los diez minutos siguientes fueron puramente instintivos, primitivos, mientras la mente del desollador sondeaba su cerebro, transmitiendo imágenes horrendas que dispersaban sus ideas y aniquilaban cualquier defensa mental que Drizzt era capaz de levantar. Se sentía expuesto, vulnerable, despojado de sus más íntimas emociones.

Durante todo el proceso, aunque Drizzt no lo sabía, luchó valientemente, y, cuando Methil se apartó de él, el illita se volvió hacia la matrona Baenre y se encogió de hombros.

—¿Qué has descubierto? —inquirió la añosa mujer.

Es muy fuerte, respondió Methil telepáticamente. Harán falta más sesiones.

—¡Continúa! —espetó la matrona.

—Si lo hago, morirá —repuso Methil en una voz extraña que sonaba como un gorgoteo—. Mañana.

La matrona reflexionó un instante, y luego hizo un gesto de aquiescencia. Miró a Vendes, la diabólica Duk-Tak, y chasqueó los dedos. A su gesto, la salvaje drow empezó a actuar con frenesí.

Drizzt se hundió en un mundo de negrura.