18

Fracaso de una valerosa tentativa

Vio un elfo oscuro en el muelle de la isla; el varón agitaba los brazos y le hacía señas para que regresara. No parecía haber nadie más con él.

Catti-brie levantó a Taulmaril y disparó. La flecha hendió la oscuridad como la descarga de un rayo, se hundió en el pecho del sorprendido drow y lo lanzó hacia atrás más de tres metros. Catti-brie y Guenhwyvar pisaron la playa un minuto después. La joven tanteó el guardapelo y empezó a decir a la pantera que se dirigiera hacia la derecha, pero Guenhwyvar ya había percibido la proximidad de su amo y corría como el viento por el accidentado terreno en una trayectoria que la alejaba de la playa.

La mujer fue en pos del animal tan deprisa como le era posible, pero lo perdió de vista casi de inmediato cuando la pantera hizo un brusco giro al pie del montículo más próximo, levantando terrones del húmedo tepe bajo las zarpas.

Catti-brie escuchó un grito de sobresalto y, al rodear la base del montículo, vio a un soldado drow que miraba en dirección contraria, siguiendo con la vista, aparentemente, la carrera de la pantera. Tenía levantado uno de los brazos, apuntando con una ballesta de mano.

La joven disparó sobre la marcha, y la flecha salió alta e hizo un agujero en la piedra del montículo, dos dedos por encima de la cabeza del elfo oscuro. El soldado se volvió rápidamente y respondió al ataque, pero el dardo se clavó en el suelo, muy cerca de la mujer que se había zambullido y rodaba sobre sí misma.

Catti-brie encajó otra flecha con presteza y disparó a continuación, pero sólo atravesó la ondeante piwafwi del drow, que había saltado hacia un lado. El soldado cargó un dardo en la ballesta mientras se deslizaba sobre una rodilla, y apretó el arma.

Catti-brie disparó de nuevo, y la flecha atravesó la ballesta, la mano, la muñeca del drow, y se hundió profundamente en su pecho.

La joven había salido victoriosa del enfrentamiento, pero había perdido un tiempo muy valioso. Desorientada, tuvo que recurrir de nuevo al guardapelo, y reanudó la carrera.

Los feroces ataques de sus diestros contrincantes no tardaron en hacerse más mesurados a medida que Drizzt paraba cada golpe y a menudo se las arreglaba para realizar un contraataque eficaz. Uno de los drows manejaba ahora sólo un arma, pues la mano con la que había sostenido una daga la tenía apretada contra el costado para parar la hemorragia del tajo abierto por una cimitarra.

La seguridad de Drizzt en sí mismo crecía por momentos. ¿Cuántos enemigos había en la isla?, se preguntó, atreviéndose a pensar que tenía posibilidad de salir victorioso.

La sangre se le heló en la venas cuando oyó un rugido a sus espaldas y pensó que algún monstruo aliado había acudido en ayuda de sus contrincantes. Al soldado herido se le desorbitaron los ojos de terror y empezó a recular, pero eso no le sirvió de mucho consuelo a Drizzt. La mayoría de los aliados de los drows eran, en el mejor de los casos, criaturas inestables y caóticas, poseedoras de un poder increíble, imprevisible. Si lo que se agazapaba tras él era realmente algún monstruo invocado, algún aliado diabólico, entonces Drizzt era su blanco principal.

El drow que reculaba dio media vuelta y echó a correr, huyendo a lo largo del arrecife, y Drizzt aprovechó su partida para girarse un poco de lado e intentar echar un vistazo a lo que tendría que enfrentarse a continuación.

La figura de un felino negro pasó como un rayo junto a él, en persecución del enemigo que huía. Por un breve instante, el vigilante pensó que algún drow debía de tener una estatuilla similar a la suya, que tenía que haber invocado a una pantera muy parecida a Guenhwyvar. Pero entonces, instintivamente, Drizzt supo que era ella, Guenhwyvar. ¡Su Guenhwyvar!

La excitación dio paso rápidamente al desconcierto. Imaginó que Regis había llamado a la pantera en Mithril Hall, y que el animal lo había seguido hasta aquí. Sin embargo, aquello no tenía sentido, ya que Guenhwyvar no podía permanecer en el plano material el tiempo suficiente para hacer el viaje desde la fortaleza enana. Alguien tenía que haberse traído la figurilla hasta Menzoberranzan.

Una artera estocada salvó las defensas de Drizzt, y la punta del arma hendió la fina cota de malla y le dio un puntazo en el pecho. Aquello sacó al abstraído vigilante de su ensimismamiento, y le recordó que debía ocuparse de un enemigo y un problema por turno.

Su siguiente movimiento fue relampagueante; blandiendo y girando las cimitarras como un poseso, atacó al elfo oscuro por muy distintos ángulos. Pero el soldado drow estuvo a la altura de las circunstancias, y sus espadas frenaron y desviaron las mortíferas cuchillas curvas, e incluso logró golpear la caña de la bota de Drizzt cuando el vigilante intentó darle una patada en la rodilla.

«Calma, no te precipites», se exhortó para sus adentros Drizzt; pero, con la aparición de Guenhwyvar y tantos interrogantes sin respuesta, tener calma no era cosa fácil.

El drow que se había dado a la fuga dobló un recodo. Luego, con la pantera ganándole terreno por momentos, rodeó con el brazo indemne una estrecha estalagmita, giró hacia la derecha, y saltó por el borde del arrecife para caer en el barro con un chapoteo. Ya se había incorporado y se agachaba para recuperar la espada que había tirado cuando Guenhwyvar saltó sobre él, y lo tiró al agua.

El elfo se revolvió y pateó, y cuando acabó el revuelo las fauces de la pantera se cerraban sobre la garganta del drow y apretaban. El soldado tenía la cabeza fuera del agua, pero no podía respirar. Nunca volvería a respirar.

Guenhwyvar se apartó de su víctima y se dispuso a salvar de un salto los casi cuatro metros que la separaban del arrecife, pero se agazapó y giró la cabeza mientras rugía recelosa al ver aparecer flotando sobre ella una burbuja irisada. Antes de que la pantera tuviera tiempo de reaccionar, aquella cosa extraña estalló y roció al animal con una lluvia de partículas de alguna substancia hormigueante.

Guenhwyvar saltó hacia el arrecife, pero tuvo la impresión de que su meta se hallaba más y más lejos a cada momento. La pantera lanzó un rugido de protesta, comprendiendo la naturaleza de aquellas partículas, consciente de que la enviaban de vuelta a su propio plano de existencia.

Su rugido se perdió pronto entre el suave chapoteo de las aguas agitadas y el choque metálico de las armas en lo alto del arrecife.

Jarlaxle se recostó en la pared rocosa, reflexionando sobre este inesperado acontecimiento. Guardó el valioso silbato con el que había expulsado a la pantera de este plano, y levantó un pie para limpiar el barro que manchaba la puntera de la bota. Con aire indolente, el engreído mercenario volvió su atención al ininterrumpido estruendo del combate, seguro de que Drizzt Do’Urden sería reducido muy pronto.

Catti-brie estaba atrapada en un barranco; dos elfos oscuros se habían atrincherado detrás de unos pilares gemelos situados al frente, y un tercero la atacaba con su ballesta de mano desde su posición al pie de un cerro, a la izquierda. La joven se aplastó contra otra estalagmita para cubrirse lo mejor posible, pero se sentía vulnerable mientras los dardos rebotaban a su alrededor. De vez en cuando, lograba disparar su arco, pero sus enemigos estaban bien protegidos y las flechas se perdían inofensivas tras hacer saltar chispas al chocar contra las piedras.

Un dardo la arañó en la rodilla; otro la obligó a agacharse aún más y a mantener una postura forzada que le impedía disparar su arco. Catti-brie se asustó entonces, convencida de que la derrota era inminente. No tenía la menor posibilidad contra tres soldados drows bien adiestrados y bien armados.

Un dardo se clavó en el talón de su bota, pero no atravesó el cuero. La joven inspiró profundamente. Se dijo, obstinadamente, que tenía que defenderse, que agazaparse en su escondrijo no serviría de nada, que sería su muerte… y la de Drizzt.

El recuerdo de su amigo le dio ánimos, y se asomó un poco para disparar. Maldijo en voz alta mientras soltaba la flecha, pues sus adversarios estaban, una vez más, a cubierto.

¿O no? Catti-brie gateó rápidamente hacia la parte posterior de la estalagmita y la rodeó, aplastándose contra el suelo y poniendo todos los obstáculos posibles entre ella y el drow situado al pie del cerro. Ahora sería un fácil blanco para los dos soldados que tenía al frente, pero sólo si conseguían hacer algún disparo.

Taulmaril vibró repetida, continuamente, lanzando una lluvia de flechas. La joven no veía a los elfos oscuros, pero siguió disparando contra los pilares que les servían de cobertura. Las flechas rebotaban contra las estalagmitas gemelas, arrancaban chispas y hacían saltar por el aire multitud de esquirlas.

Al resultarles imposible asomarse para responder al ataque, los dos drows se acobardaron y huyeron a todo correr por el barranco. Catti-brie alcanzó a uno en la espalda y acto seguido encajó otra flecha para disparar al segundo.

Sintió un pinchazo en el costado y se volvió para hacer frente a otro enemigo que se encontraba a escasos tres metros de distancia y que la apuntaba con la ballesta de mano, sonriendo con suficiencia.

Catti-brie tensó el arco a toda velocidad; el drow abrió la boca y dejó escapar un grito de terror. La flecha lo alcanzó en pleno rostro y lo levantó en el aire.

La joven se miró el costado ensangrentado. Hizo un gesto de dolor al arrancarse el dardo; hecho esto, se incorporó y miró en derredor. No sabía con seguridad si el drow que acababa de matar era el mismo que la había atacado desde el pie del cerro, pero empezaba a sentir el efecto del insidioso veneno en sus miembros, y comprendió que no podía quedarse parada allí para comprobar si otros enemigos la acechaban por detrás. Con actitud resuelta, la joven empezó a trepar por la accidentada pared del barranco y, a no mucho tardar, se encontraba en lo alto del arrecife y echaba a correr intentando mantener la concentración y el equilibrio.

Centella trabó la espada del drow por la parte interior, y Drizzt hizo un movimiento rotatorio, de manera que las dos armas trazaron grandes círculos en el aire entre ambos combatientes. El soldado lanzó una estocada a fondo entre las cuchillas que giraban, pero la otra cimitarra de Drizzt salió a su encuentro y desvió la cuchilla a un lado.

El vigilante mantuvo el movimiento circular de Centella e incluso incrementó la velocidad de los giros. Las dos armas subieron y bajaron, y entonces fue Drizzt el que arremetió por el centro con estocadas arteras que obligaron a su oponente a recular, desequilibrado. Con su mayor agilidad, Drizzt controlaba las armas que giraban, y ambos combatientes comprendieron que el vigilante estaba ganando la partida.

El drow tensó los músculos e hizo fuerza contra Centella, que era exactamente lo que el taimado Drizzt estaba esperando. En el mismo instante en que sintió la presión sobre su arma, con la espada y la cimitarra de nuevo a la altura de sus ojos, frenó el movimiento de rotación, cruzó a Centella con un brusco giro de muñeca y golpeó la hoja de la espada por el lado contrario. Desequilibrado por el repentino cambio, el soldado drow trastabilló y no pudo frenar el impulso dado a su espada.

La cuchilla se desvió bruscamente hacia abajo y en diagonal, y lo torció hacia un lado. Intentó adelantar la otra espada para frenar el inminente ataque, pero la segunda cimitarra de Drizzt fue más rápida y se hundió en el lado de su abdomen.

El drow reculó, trastabillando; una de las espadas cayó al suelo.

Drizzt oyó un grito; alguien le dio un fuerte empellón en el hombro, haciéndolo chocar contra la pared. El vigilante aprovechó el impulso para rebotar en la piedra y giró sobre sí mismo, con las cimitarras en alto.

¡Entreri! Drizzt se quedó boquiabierto, con la guardia bajada.

Catti-brie divisó a Drizzt en el arrecife, vio caer al otro drow, agarrándose el costado, y gritó cuando otra forma oscura surgió de repente de una hendidura y se abalanzó sobre el vigilante. Aprestó su arco, pero comprendió que, si el cuerpo del enemigo no detenía su flecha, alcanzaría a Drizzt. Además, un creciente mareo se estaba apoderando de la joven a medida que el efecto del narcótico se propagaba por su riego sanguíneo.

Mantuvo levantado a Taulmaril, presto para disparar, pero los quince metros, más o menos, que la separaban de Drizzt le parecían kilómetros. Se tambaleó.

La espada de Entreri relucía con un brillo verdoso que revelaba de manera patente la identidad del asesino. Pero ¿cómo era posible?, se preguntó Drizzt. Había derrotado a este hombre, lo había dado por muerto en un ventoso barranco, a las afueras de Mithril Hall.

Por lo visto, alguien no lo había dado por muerto.

La espada inició el ataque con un mortífero doble golpe tradicional, el primero, bajo, dirigido a la cadera de Drizzt, y el siguiente, una estocada alta, que por poco acierta al vigilante entre los ojos.

Drizzt intentó recuperar el equilibrio y su aguzada percepción, pero Entreri lo acosaba sin tregua, lanzando tajos frenéticamente, sin dejar de gruñir. Una rápida patada alcanzó al vigilante en la rodilla, y Drizzt tuvo que zambullirse para apartarse de la pared en el mismo instante en que la refulgente espada verde se descargaba con violencia, haciendo saltar chispas a su paso.

El asesino, que gruñía como una alimaña, giró a la par que Drizzt y lanzó una cuchillada, cruzada y ascendente, con su puñal. La cimitarra del vigilante golpeó el arma más corta y la lanzó por el aire, pero el puño de Entreri se disparó, salvando el ángulo defensivo de la cimitarra.

Una fracción de segundo antes de que el puño del asesino se estrellara contra su nariz, Drizzt comprendió que Entreri había previsto, había provocado, esta maniobra defensiva.

El aturdido vigilante salió trastabillado hacia atrás. Sólo el hecho de que hubiera una estalagmita a sus espaldas evitó que Drizzt cayera por el borde del arrecife. Un segundo después, Entreri estaba sobre él otra vez. Saltaron chispas verdes y azules cuando una brutal arremetida de la espada del asesino arrancó a Centella de la mano de Drizzt.

El vigilante paró el siguiente golpe de revés con la otra cimitarra, pero, antes de tener tiempo de inclinarse para recoger el arma que había perdido, Entreri se agachó y, de un punterazo, arrojó a Centella por el borde del arrecife.

Sin haber recuperado todavía el equilibrio, Drizzt atacó con un golpe de arriba abajo que fue fácilmente frustrado, y el asesino contraatacó con un gancho tremendo que alcanzó de lleno a Drizzt en el estómago.

Sin darle respiro, la espada de Entreri trazó un amplio arco de dentro afuera que arrastró consigo la cimitarra del vigilante. Era una partida de ajedrez en la que Entreri jugaba con las piezas blancas y, no sólo llevaba la ventaja de salida, sino que no renunciaba a la ofensiva. Con la espada y la cimitarra separadas de sus cuerpos, el enfurecido asesino se lanzó sobre el vigilante y estrelló el codo en su rostro con tal fuerza que la cabeza de Drizzt chocó contra la pared brutalmente. La espada de Entreri golpeó de nuevo la cimitarra, primero hacia afuera, luego hacia arriba, y Drizzt, con el brazo levantado y el arma de su enemigo cernida sobre él, vio venir la muerte. Se zambulló hacia su derecha en el momento en que la espada descargaba el golpe, cortaba la capa, hendía la fina cota de malla y le abría un tajo en la axila, con lo que imprimió más velocidad a su movimiento evasivo.

El impulso lanzó a Drizzt por el borde del arrecife, y el vigilante cayó de cabeza al agua.

Instintivamente, Entreri saltó hacia adelante y rodó sobre sí mismo al advertir un destello por el rabillo del ojo. Una flecha que dejaba una estela plateada tras de sí zumbó por encima del hombre mientras rodaba y se perdió entre las piedras, dejando a Entreri tirado de bruces en el suelo y gimiendo; el hombre consiguió sacar una mano de debajo del cuerpo y acercó los dedos, centímetro a centímetro, al puñal que había dejado caer.

—¡Drizzt! —gritó Catti-brie, superando el mareo momentáneamente al ver caer a su amigo. Desenvainó la espada y aceleró el paso, sin decidir si rematar al asesino primero o correr en ayuda del inmóvil elfo oscuro.

Cerca del punto donde había tenido lugar la lucha, la joven tomó una decisión y giró hacia la estalagmita. Pero en ningún momento había tenido elección, pues el asesino se incorporó de un salto, aparentemente ileso. La flecha había errado el blanco, atravesando limpiamente la capa ondeante del hombre.

Catti-brie se enfrentó a él con los dientes apretados y los ojos velados por las lágrimas; desvió de un golpe la primera estocada que lanzó el asesino, y se llevó la mano al cinturón para empuñar la daga recamada. Sin embargo, sus movimientos eran lentos, pues el insidioso veneno del narcótico estaba consumiendo rápidamente la repentina descarga de adrenalina, y, mientras sus dedos se cerraban sobre la empuñadura de la daga, la espada le fue arrebatada de un seco golpe y se encontró con la punta de un puñal hincada en el dorso de su mano, inmovilizándosela sobre la empuñadura de la daga enjoyada.

La punta de la espada surgió ante ella, peligrosamente alta y peligrosamente franca.

Catti-brie supo que el fin estaba próximo y que todo su mundo se había venido abajo. Sintió el frío roce del acero deslizándose sobre la fina piel de su garganta.