17

Personificación de enemigos

¿Sabes quién es?, preguntaron los dedos del soldado imperativamente, en el intrincado código mudo.

Khareesa estaba estupefacta, sin entender a qué venía todo esto. Un contingente de drows bien armados había llegado a la isla de Rothe, exigiendo respuestas, interrogando a los esclavos orcos y goblins y a los pocos drows que estaban en la isla a su cuidado. No llevaban emblemas de casas y, que Khareesa supiera, eran varones exclusivamente.

Pero tal circunstancia no fue óbice para que la trataran con rudeza, sin el debido protocolo otorgado tradicionalmente a su sexo.

—¿Lo sabes? —preguntó el drow en voz alta. El sonido inesperado atrajo a dos camaradas del varón, que corrieron presurosos a su lado—. Se ha marchado a la ciudad —explicó, para calmar a sus compañeros.

Pero está de vuelta hacia aquí, contestó un cuarto drow en el silencioso lenguaje de las manos mientras se reunía con los otros. Acaban de transmitimos los destellos en clave desde la orilla.

La creciente intriga que rodeaba el incidente era más de lo que la curiosa Khareesa podía resistir.

—Soy Khareesa H’kar —manifestó, identificándose como una noble de una de las casas menos importantes, pero noble, al fin y al cabo—. ¿Quién es este varón del que habláis? ¿Y por qué es tan importante?

Los cuatro soldados intercambiaron una mirada astuta, y el que había llegado en último lugar se volvió hacia la mujer y la observó con una expresión maligna.

—¿Has oído hablar de Daermon N’a’shezbaernon? —preguntó en voz queda.

Khareesa asintió en silencio. Por supuesto que había oído hablar de la poderosa casa, más conocida por su apellido: Do’Urden. En tiempos había sido la octava casa de la ciudad, pero había tenido un final desastroso.

—¿Y de su hijo segundo? —continuó el varón.

Khareesa frunció los labios, vacilante. Empezaba a recordar la trágica historia de la casa Do’Urden, algo acerca de un renegado, cuando otro de los soldados le refrescó la memoria:

—Drizzt Do’Urden —dijo.

Khareesa empezó a mover la cabeza en señal de asentimiento —había oído mencionar ese nombre, de pasada—, pero, de repente, sus ojos se abrieron de par en par al caer en la cuenta de lo importante que era ese apuesto drow de ojos de color púrpura que había abandonado la isla de Rothe.

Esta mujer es una testigo, razonó uno de los varones.

No lo era, argumentó otro, hasta que le dijimos el nombre del renegado.

—Pero ahora lo es —insistió el primero, y las miradas de los cuatro se volvieron simultáneamente hacia la mujer.

Pero Khareesa ya había entendido el cruel juego que aquéllos se traían entre manos y había empezado a retroceder, alejándose de ellos, con la espada y el látigo en las manos. Se paró al sentir el leve pinchazo de la punta de otra espada en la espalda, a través de la fina cota, y levantó los brazos.

—La casa H’kar… —empezó, pero sus palabras se cortaron bruscamente cuando el elfo oscuro que tenía detrás hundió la excelente arma drow y atravesó la cota de malla y un riñón. Khareesa sufrió una sacudida cuando el varón extrajo la espada de un tirón. Cayó sobre una rodilla, intentando superar la agónica oleada de dolor y mantener sus armas firmemente aferradas.

Los cuatro soldados se le echaron encima. No podían quedar testigos.

La mirada de Drizzt estaba prendida en la ciudad extrañamente alumbrada mientras la balsa se deslizaba sobre las oscuras aguas del Donigarten.

¿Antorchas? La idea no se le quitaba de la cabeza, ya que estaba completamente convencido de que los drows se preparaban para una incursión masiva a la superficie. ¿Qué otro motivo podían tener para atormentar así sus sensibles ojos?

A medida que la balsa entraba en la rada de la isla de Rothe, avanzando entre las algas que infestaban sus aguas, Drizzt reparó en que no había otras embarcaciones atracadas en la isla. No le dio mayor importancia, y se encaramó a la proa, desde la que saltó ágilmente a la musgosa orilla. Los orcos no habían tenido tiempo de levantar los remos cuando otro drow pasó precipitadamente junto a Drizzt, saltó a la balsa, y ordenó a la tripulación de esclavos que pusieran rumbo a tierra firme.

Los orcos pastores de rotes estaban congregados en la orilla, sentados en cuclillas sobre el humus del musgo podrido y arrebujados en sus capas. No era algo insólito, ya que en realidad no tenían mucho que hacer. La isla era pequeña, apenas dos centenares de metros de longitud y la mitad de anchura, pero tenía una vegetación baja increíblemente densa, en su mayor parte musgos y hongos. El terreno era accidentado, lleno de hondonadas y cerros escarpados, y el trabajo principal de los orcos, aparte de trasladar los rotes desde la isla a tierra firme y dar caza a los animales extraviados, era simplemente tener cuidado de que ninguna cabeza del ganado cayera en uno de los barrancos.

En consecuencia, los esclavos se sentaban en la playa, silenciosos y taciturnos. A Drizzt le pareció que estaban algo nerviosos, pero, reconcomido por sus temores sobre lo que estaba ocurriendo en la ciudad, tampoco esta vez le dio mucha importancia. Echó un vistazo a los puestos de los guardias drows, y lo tranquilizó el hecho de que todos los elfos oscuros se encontraban en su lugar, silenciosos y tranquilos. La isla de Rothe no era un sitio donde abundaran los incidentes.

Drizzt se alejó de la rada y se encaminó al centro de la isla, al punto más alto del terreno. Allí se encontraba la única estructura, una casa pequeña de dos habitaciones, construida en los pies de setas gigantescas. Mientras caminaba, reflexionó sobre la estrategia que le convenía seguir, en el modo de sonsacar a Khareesa la información que necesitaba sin tener que recurrir a un enfrentamiento. Sin embargo, las cosas se estaban moviendo muy deprisa, y decidió que, si tenía que utilizar sus cimitarras para «convencerla», lo haría.

A unos tres metros de la construcción, Drizzt se paró y observó que la puerta se abría suavemente. Un soldado apareció en el umbral y, con aire indiferente, arrojó la cabeza cortada de Khareesa a los pies de Drizzt.

—No tienes escapatoria, Drizzt Do’Urden. Estás atrapado en la isla —declaró el drow.

Drizzt no volvió la cabeza, pero sus ojos se movieron a uno y otro lado intentando calcular las posibilidades que le ofrecía el entorno. Con movimientos imperceptibles, empezó a hurgar con la puntera de la bota en el blando musgo y hundió el pie hasta el tobillo en la mullida capa vegetal.

—Aceptaré tu rendición —continuó el drow—. No puedes…

El soldado enmudeció bruscamente cuando un pegote de tierra y musgo salió volando hacia su cara. Desenvainó la espada de golpe y levantó las manos instintivamente en un gesto defensivo.

Inmediatamente después de arrojar el pegote de musgo, Drizzt ya se lanzaba a la carga. El vigilante salvó los tres metros que lo separaban de su enemigo de un salto y cayó amagando una engañosa finta; pero, en lugar de eso, plantó una rodilla en el suelo, giró sobre ella y, aprovechando el impulso, dio un golpe bajo con Centella que alcanzó al sorprendido drow en la corva. El soldado dio una vuelta de campana al recibir la lacerante cuchillada, y se pegó un costalazo contra el suelo, aullando de dolor mientras se agarraba la pierna herida.

Drizzt advirtió la presencia de otros elfos oscuros dentro de la casa, así que se incorporó y echó a correr hacia la parte trasera de la estructura, para luego descender por la pronunciada pendiente del cerro. Se deslizó y rodó para coger velocidad; su mente era un torbellino de ideas embrolladas, y su desesperación crecía por momentos.

Unas cuantas docenas de rotes pastaban por el terraplén musgoso, y mugieron asustados cuando Drizzt se escabulló gateando entre ellos. El vigilante oyó varios chasquidos a sus espaldas, y escuchó el dardo de una ballesta de mano clavarse en una de las reses. El animal se desplomó, dormido antes de llegar al suelo.

Drizzt siguió gateando, intentando decidir en qué dirección huir. Había pasado muy poco tiempo en la isla, y nunca había estado en ella durante los años pasados en la ciudad, por lo que no estaba familiarizado con el terreno. Sin embargo, sabía que este lado del cerro terminaba en un profundo barranco, y creyó que era la mejor alternativa.

Se produjeron más disparos desde atrás; una jabalina se unió a las saetas. El estiércol y trozos de tepe volaron por el aire cuando los rotes, asustados por los proyectiles y los bruscos movimientos del elfo oscuro, empezaron a cocear, a punto de huir espantados. No eran animales grandes, ya que tenían algo menos de un metro de alzada hasta la cruz, pero sus hechuras eran macizas. Si se producía una desbandada de rotes y lo sorprendía a gatas, Drizzt sabía que acabaría aplastado.

Sus problemas se agravaron cuando se acercó al final de la manada, pues entre las patas de una res vio un par de botas. Sin pararse a pensar, Drizzt levantó un hombro y, arremetiendo de costado contra el rote, lo empujó pendiente abajo, contra su enemigo. Una cimitarra se alzó y resonó al chocar contra una espada que descendía; la otra cimitarra embistió por debajo del vientre de la vaquilla, pero el oponente drow retrocedió de un salto, poniéndose fuera de su alcance.

Drizzt flexionó las piernas e hizo palanca con todas sus fuerzas, aprovechando la pronunciada inclinación del suelo, para levantar al animal. El rote se alzó un poco en el aire, y luego se deslizó de costado y fue a chocar contra el drow. El soldado era lo bastante ágil como para pasar la pierna por encima de lomo del animal y saltar limpiamente al otro lado mientras giraba para enfrentarse a Drizzt. Pero el vigilante había desaparecido.

Un mugido a un lado fue la única advertencia que tuvo el drow antes de que el vigilante se abalanzara sobre él, con las cimitarras centelleando ferozmente. El sorprendido drow levantó las espadas a media altura al tiempo que giraba, y a duras penas consiguió detener el golpe de las cimitarras. Uno de sus pies resbaló, pero el soldado se incorporó rápidamente; sus ojos brillaban con ferocidad mientras sus espadas lanzaban mandobles a diestro y siniestro, manteniendo a raya a Drizzt.

El vigilante se desplazó veloz hacia la derecha para situarse de nuevo en un terreno más alto, pese a saber que esa maniobra lo dejaba de espaldas y desprotegido contra los arqueros de lo alto del cerro. Siguió moviendo sus cimitarras, con la mirada fija al frente, pero atento a los sonidos que llegaran por detrás.

Una espada atacó con una estocada baja; Centella frenó el golpe y desvió la hoja hacia abajo. Una segunda estocada llegó en paralelo a la primera, aunque un poco más alta, y la otra cimitarra de Drizzt respondió, adelantándose inesperadamente en un golpe a fondo y oblicuo que interceptó la trayectoria de la espada del drow, dirigida al brazo que Drizzt tenía más bajo.

El vigilante oyó un leve silbido a sus espaldas.

Su adversario esbozó una mueca maliciosa, creyendo que estaba a punto de dar un golpe efectivo cuando lanzó la espada en una estocada fulgurante, pero Drizzt movió a Centella con idéntica rapidez e impulsó el brazo del drow hacia afuera con su amplio movimiento lateral. Acto seguido, el vigilante bajó ambas cimitarras y tiró hacia arriba, usando la curvatura de las hojas para mantener las espadas en línea, dio una vuelta completa, levantando las armas por encima de su cabeza y se desplazó un paso para situarse al costado de su enemigo.

Su confianza en la puntería del lancero oculto no resultó defraudada, y su oponente directo movió las caderas hacia un lado en un frenético intento de esquivar la jabalina. La punta del arma lo rozó, sin embargo, y el drow hizo un gesto de dolor.

Drizzt lo apartó de un empellón, y el soldado resbaló ladera abajo, bien que recuperó el equilibrio a tiempo de hacer frente a la fulgurante acometida de su enemigo.

La cimitarra golpeó la espada una, dos, tres veces. La segunda cimitarra inició un movimiento más directo y artero, arremetiendo a fondo y en diagonal contra el vientre del drow.

Los movimientos defensivos del drow herido demostraron su pericia como espadachín al contener la violenta acometida, pero, con una pierna casi inutilizada por el dolor, se veía obligado a retroceder cada vez más deprisa a causa de la cuesta. Echó un fugaz vistazo a sus espaldas, y reparó en un espolón rocoso que se alzaba sobre el saliente, al borde de un talud de seis metros. Pensó dirigirse hacia el espolón y poner la espalda contra él para apoyarse. Sus compañeros descendían por la ladera a toda prisa; estarían a su lado en cuestión de segundos.

Segundos de los que no disponía.

Las dos cimitarras descargaron una rápida sucesión de golpes, chocando contra el acero de las espadas del drow, al que obligaron a retroceder cerro abajo. Cerca del talud, Drizzt arremetió con sus armas simultáneamente en trayectorias cruzadas y volvió las puntas de las espadas de su adversario. Luego se abalanzó con todo su peso contra el pecho del drow, que perdió el equilibrio y fue a chocar con el espolón rocoso. El aturdido soldado sintió como si le estallara la cabeza y se desplomó sobre el musgo, sabiendo que este renegado, Drizzt Do’Urden, y sus implacables cimitarras caerían sobre él.

Pero Drizzt no tenía tiempo ni deseos de rematar a su adversario. Antes de que el drow acabara de desplomarse, el vigilante había saltado por el borde del talud, confiando en encontrar musgo, y no afiladas rocas, en el fondo.

Lo que encontró fue barro, y cayó en medio de un chapoteo; se torció un tobillo y dio una vuelta de campana. Por fin consiguió incorporarse, y echó a correr tan deprisa como le era posible, zigzagueando entre las estalagmitas y manteniéndose agachado para protegerse con los pilares, pues suponía que los arqueros no tardarían en llegar al borde del saliente.

Estaba rodeado de enemigos por todas partes, y comprobó que los tenía muy cerca cuando atisbó una forma que corría en paralelo por una fila de estalagmitas que había a su derecha. Drizzt se metió detrás de un pilar y, en lugar de salir por el otro lado, dio la vuelta para salir al paso de su enemigo. Se tiró de rodillas al aparecer por detrás del segundo pilar y ejecutó una doble estocada cruzada y baja, esperando que su adversario se encontrara allí.

Centella golpeó una espada que apuntaba hacia abajo. Drizzt no había sacado una ventaja contundente con su maniobra, pero sí había cogido por sorpresa al drow, que tenía la otra espada en alto, preparada para descargar un golpe, cuando el vigilante lanzó una estocada ascendente con su segunda cimitarra, más deprisa de lo que había previsto su contrincante. La afilada punta se hincó en el diafragma del drow, y aunque Drizzt, que seguía deslizándose por el suelo con el impulso, no pudo extender el brazo lo suficiente para completar el movimiento, el drow cayó hacia atrás, contra la estalagmita, y quedó fuera de combate.

Sin embargo, había otro compañero detrás, y este soldado se abalanzó sobre el arrodillado Drizzt lanzando tajos con sus espadas ferozmente.

Sólo su reacción puramente instintiva salvó a Drizzt del ataque; el vigilante alzó las cimitarras sobre su cabeza, sintiendo más que viendo los movimientos de su enemigo. Consciente de su desventaja, Drizzt recurrió a la magia innata de su raza y lanzó un globo de oscuridad sobre sí mismo y su contrincante.

El repiqueteo de metal contra metal continuó; las armas chocaron entre sí, trabándose, deslizándose filo contra filo, y ambos combatientes recibieron cortes. Drizzt gruñó e intensificó la velocidad de sus movimientos, frenando estocadas y contraatacando, todavía con las cimitarras enarboladas sobre su cabeza. De manera gradual, el diestro vigilante cambió la postura hasta conseguir plantar un pie en el suelo y apoyar el peso en él.

Su enemigo se abalanzó repentinamente, ejecutando un doble golpe descendente, y a punto estuvo de irse de bruces al suelo cuando sus espadas no encontraron resistencia. Giró sobre sí mismo de inmediato al tiempo que trazaba un arco con las armas, pero las hojas casi se quebraron al estrellarse contra el pétreo pilar de la estalagmita.

En el ardor del combate, había olvidado la configuración del entorno, y que había una estalagmita muy cerca. El drow conocía la reputación de Drizzt Do’Urden, y de repente comprendió la magnitud de su error.

El vigilante, encaramado en un pequeño saliente del pilar, dio un respingo al oír el choque de las espadas contra la piedra, un poco más abajo de donde se encontraba; no lo complacía haber tenido que recurrir a esta maniobra. No pudo ver el ardiente fulgor azulado de Centella cuando la cimitarra descendió veloz en medio del globo de oscuridad.

Al cabo de un momento corría de nuevo; el tobillo le dolía aún, pero aguantaba bien su peso. Llegó al otro lado del barranco y trepó al saliente situado frente al cerro. El resalte se extendía hacia el extremo oriental de la isla. Drizzt creía que el lago estaba en esa dirección, no muy lejos; si podía llegar a él, intentaría cruzarlo a nado, y al infierno con las leyendas de monstruos bajo el agua. ¡Los enemigos que lo rodeaban sí eran reales!

Catti-brie escuchó los ruidos de refriega en la isla. El sonido llegaba claramente sobre las quietas y oscuras aguas del Donigarten. Escondida tras el pie de una seta, llamó a Guenhwyvar y echó a correr tan pronto como la niebla empezó a tomar una forma sólida.

Ya junto al lago, la joven, todavía insegura de su disfraz drow, eludió a los pocos elfos oscuros que rondaban por allí y llamó a un orco que se encontraba cerca. Luego señaló un bote, intentando hacer entender a la criatura que tenía que llevarla a la isla. El orco parecía estar nervioso o, al menos, aturdido. Se dio media vuelta y empezó a alejarse.

Catti-brie le propinó un puñetazo en la cabeza.

Acobardado y con evidente terror, el orco se volvió para mirar a la joven. Catti-brie lo empujó hacia el pequeño bote y, en esta ocasión, la criatura se subió a él y cogió un remo.

Antes de que la joven tuviera tiempo de reunirse con el orco, un drow la detuvo, agarrándola por el codo.

Catti-brie lo miró iracunda y gruñó, intentando engañarlo como había hecho antes con los otros soldados, pero este resuelto elfo oscuro no se tragó el anzuelo. En la otra mano sostenía una daga, y arrimó la punta a las costillas de la joven.

—¡Largo de aquí! —dijo—. ¡Bregan D’aerthe te ordena que te vayas!

Catti-brie no entendió una sola palabra, pero el desconcierto del drow fue mayor que el suyo cuando trescientos kilos de músculos y pelaje negro saltaron sobre él y lo arrastraron a varios metros del bote.

La joven se volvió iracunda hacia el orco, que simuló no haber visto nada y empezó a remar frenéticamente. Catti-brie volvió la vista hacia la orilla al cabo de un momento, temerosa de que Guenhwyvar se quedara atrás y tuviera que nadar todo el trecho hasta la isla.

Un fuerte chapoteo junto al bote, que a punto estuvo de hacerlo volcar, la convenció de lo contrario, y entonces fue la pantera la que se puso a la cabeza.

Aquello era demasiado para el aterrado orco. Con un chillido, la infeliz criatura saltó al agua y nadó con desesperación hacia la orilla. Catti-brie recogió el remo y no se molestó en mirar atrás.

Al principio, el saliente estaba despejado a ambos lados, y Drizzt oyó los silbidos de los dardos de las ballestas de mano al hendir el aire por encima de su cabeza. Por fortuna para él, los drows que disparaban estaban al otro lado del barranco, al pie del cerro, y las ballestas de mano no eran muy precisas a larga distancia.

Drizzt no se sorprendió cuando su cuerpo, en plena carrera, empezó a emitir un brillo de tonalidades púrpuras; los minúsculos fuegos fatuos prendieron a lo largo de sus brazos y de sus piernas, sin producir quemaduras, pero señalándolo claramente a sus enemigos.

Sintió un pinchazo en el hombro izquierdo, y rápidamente se llevó la mano a él y arrancó de un tirón el pequeño dardo. La herida era superficial, ya que el impacto del proyectil había perdido fuerza al chocar con la cota de malla de mithril que llevaba Drizzt. El vigilante siguió corriendo, confiando en que no hubiera entrado suficiente tóxico en su riego sanguíneo como para cansarlo.

El saliente giró a la derecha, poniendo a Drizzt de espaldas a sus enemigos. Se sintió aún más vulnerable entonces, pero sólo un instante, pues enseguida comprendió que el giro podía ser beneficioso para él al incrementar la distancia que lo separaba de las ballestas de mano. Poco después, mientras que los dardos zumbaban y rebotaban en el suelo detrás de él, el arrecife giró de nuevo hacia la izquierda, rodeando la base de otro cerro.

Esto dejaba las quietas aguas del Donigarten a la derecha de Drizzt, unos cuatro metros más abajo. Pensó en enfundar las cimitarras y saltar al lago allí mismo, pero en esta zona había muchas rocas dentadas que sobresalían del agua para correr ese riesgo.

El arrecife continuó despejado a su derecha en su mayor parte mientras lo recorría a toda velocidad, y sólo alguna que otra estalagmita interrumpía el borde del talud. El cerro se alzaba a su izquierda, protegiéndolo de los distantes arqueros, pero no de enemigos más próximos, razonó. Al doblar un pequeño recodo, descubrió en el último instante que al otro lado había una oquedad, y en ella aguardaba el enemigo.

El soldado salió de un salto y se plantó frente a Drizzt, blandiendo una espada y una daga.

Una de las cimitarras apartó la espada a un lado, y Drizzt lanzó una estocada de frente con su otra cimitarra, sabiendo que sería interceptada por la daga. Cuando las armas se trabaron, tal como era de esperar, el vigilante aprovechó el impulso para desviar la daga hacia afuera al tiempo que propinaba un rodillazo al vientre del drow.

A continuación cerró los brazos extendidos y estrelló simultáneamente las empuñaduras de ambas cimitarras contra el rostro de su contrincante. De inmediato extendió de nuevo los brazos, temiendo que la espada o la daga se volvieran contra él, pero su enemigo no estaba en condiciones de tomar represalias. El perverso drow cayó de bruces al suelo, inconsciente, y Drizzt saltó sobre él y continuó corriendo.

El vigilante se había superado a sí mismo. Los instintos salvajes bullían en su interior, y estaba convencido de que no había un solo drow que pudiera derrotarlo. Volvía a ser el cazador, la encarnación de una furia primitiva, apasionada.

Un elfo oscuro salió de detrás de la siguiente estalagmita; Drizzt se deslizó sobre una rodilla y giró en una maniobra similar a la que había usado contra el drow a la puerta de la casa de setas.

Esta vez, sin embargo, su enemigo tenía más tiempo para reaccionar y su espada apuntó hacia el suelo para frenar el golpe.

El cazador sabía que haría eso.

El pie adelantado de Drizzt se clavó en el suelo, y el vigilante giró sobre sí mismo al tiempo que su otro pie trazaba un amplio arco y lanzaba una patada que alcanzó al sorprendido drow en la barbilla y lo arrojó por el borde del arrecife. Consiguió agarrarse tras resbalar unos cuantos palmos, aturdido por el golpe y convencido de que este enemigo de ojos de color púrpura acabaría con él de un momento a otro.

Pero el cazador ya se había marchado corriendo, volando para alcanzar la libertad.

Drizzt vio a otro drow que le obstruía el paso; este tenía el brazo levantado en horizontal ante sí, probablemente apuntándolo con una ballesta de mano.

El cazador fue más veloz que el dardo. Actuó guiado por el instinto, y comprobó que no estaba equivocado cuando la centelleante cimitarra interceptó el proyectil.

Al instante, Drizzt se echaba sobre el drow y sobre su compañero, que salió de detrás del pilar más próximo. Los dos soldados blandieron furiosamente sus armas, creyendo que su superioridad numérica era ventaja suficiente.

No conocían al cazador. Pero Artemis Entreri, cuyos relucientes ojos rojizos observaban la escena desde una oquedad cercana, sí lo conocía.