Menzoberranzan
La balsa se deslizaba lentamente a través del Donigarten, el pequeño y oscuro lago del extremo oriental de la gran caverna que albergaba a Menzoberranzan. Drizzt iba sentado en la proa de la embarcación, mirando hacia el oeste a medida que la caverna se abría ante él, si bien, con la visión infrarroja, la imagen le parecía extrañamente borrosa. Al principio lo achacó a las corrientes cálidas del lago y no le dio mayor importancia. Estaba preocupado, absorto en imágenes mentales del pasado y del presente, perturbado por el tumulto de recuerdos reavivados en su interior. El rítmico gemido de los remeros orcos a sus espaldas le permitió recobrar el sosiego suficiente para que las evocaciones acudieran a su memoria de una en una.
El vigilante drow cerró los ojos y cambió de manera voluntaria la percepción del espectro infrarrojo a la de luz normal. Recordaba el esplendor de las estructuras de estalagmitas y estalactitas de Menzoberranzan, sus intrincados y artísticos diseños resaltados por el brillo de los fuegos fatuos púrpuras, azules y rojos.
No estaba preparado para lo que vio cuando abrió los ojos. ¡La ciudad estaba llena de luz! No sólo con fuegos fatuos, sino con deslumbrantes puntos amarillos y blancos, el brillo de antorchas y luz mágica de hechizos. Por un breve instante, Drizzt se permitió creer que la presencia de la luz podía ser una remota señal de un cambio en las perversas costumbres de los elfos oscuros. Siempre había relacionado la perpetua penumbra de la Antípoda Oscura con el malvado comportamiento de los drows, o, al menos, había pensado que la tiniebla era un resultado congruente con el oscuro proceder de los suyos.
¿Por qué las luces? Drizzt no era tan arrogante como para pensar que estaban de algún modo relacionadas con su persecución. No creía ser tan importante para los drows, y no tenía mucho más en lo que basarse aparte de las sospechas de los enanos de que se estaba fraguando algo tortuoso. Por supuesto, no tenía la menor idea de que los planes que se llevaban a cabo estaban dirigidos a un ataque masivo a la superficie. Hubiera querido preguntar a uno de los drows sobre este asunto —la mujer, en particular, tendría alguna información— pero ¿cómo podía sacar a colación el tema sin descubrirse como un forastero?
Como respondiendo a sus pensamientos, la mujer apareció a su lado y se sentó embarazosamente cerca de él.
—Los días son muy largos en la isla de Rothe —dijo con tono insinuante; la atracción que sentía por el elfo oscuro se reflejaba palpablemente en sus relucientes ojos rojos.
—Jamás me acostumbraré a la luz —contestó Drizzt, cambiando de tema y volviendo la vista hacia la ciudad. Sus ojos seguían adaptados al espectro de luz normal, y esperaba que sus comentarios dieran pie a una conversación sobre el tema—. Me hace daño en los ojos.
—Por supuesto —ronroneó la mujer, que se aproximó más e incluso enlazó el brazo de Drizzt con su mano—. Pero te habrás acostumbrado cuando llegue el momento.
¿Cuando llegue el momento? ¿El momento de qué?, quiso preguntar Drizzt, pues sospechaba por el tono de su voz que la mujer se refería a un acontecimiento específico. Pero no se le ocurría la forma de plantearle la pregunta, y, cuando la mujer se apretó contra él, comprendió que tenía otros problemas más acuciantes.
En la cultura drow, un matriarcado, los varones eran subordinados, y rehusar los requerimientos sexuales de una mujer era buscarse un grave problema.
—Soy Khareesa —le susurró al oído—. Dime que deseas ser mi esclavo.
Drizzt se incorporó de un brinco y desenvainó las cimitarras. Le dio la espalda a Khareesa y miró fijamente el lago para dejar claro a la mujer que su intención no era amenazarla.
—¿Qué ocurre? —inquirió ella, sorprendida.
—Un movimiento en el agua —mintió Drizzt—. Una contracorriente apenas perceptible, como si algo grande acabara de pasar debajo de la balsa.
Khareesa frunció el entrecejo, pero se puso de pie y escudriñó el oscuro lago. En Menzoberranzan era de dominio público que seres tenebrosos moraban en las profundidades de las aguas, por lo general quietas, del Donigarten. Uno de los juegos con los que se divertían los encargados de los esclavos era hacer que goblins y orcos nadaran desde la isla a la otra orilla, para ver si alguno de ellos era arrastrado bajo las aguas a una muerte horrible.
Transcurrieron unos momentos de silencio, en los que el único sonido era el de los continuos canturreos gemebundos de los orcos que remaban a ambos lados de la balsa.
Otro drow se reunió con Drizzt y Khareesa en la proa, y miró con fijeza la cimitarra del vigilante, que emitía un fulgor azulado.
Estás señalando nuestra posición a cualquier enemigo que haya en la zona, advirtieron sus manos en el lenguaje de signos.
Drizzt envainó las cimitarras y cambió su percepción visual al espectro infrarrojo.
Si nuestro enemigo está debajo del agua, entonces el movimiento de la embarcación nos delata más que cualquier luz, respondieron sus manos.
—No hay enemigos —intervino Khareesa mientras ordenaba al otro drow con un ademán que regresara a su puesto. Cuando se hubo marchado, se volvió hacia Drizzt y lo miró con expresión lasciva.
»¿Eres guerrero? —preguntó, observando detenidamente al varón de ojos de color púrpura—. ¿Un jefe de patrulla, quizá?
Drizzt asintió con un cabeceo y no mentía; en realidad había sido jefe de patrulla.
—Estupendo —comentó Khareesa—. Me gustan los varones que valen la pena. —Desvió la mirada y reparó en que se aproximaban rápidamente a la isla de Rothe—. Quizás hablemos más tarde.
Luego se dio media vuelta y se alejó moviendo los brazos hacia atrás de manera que los vuelos de su túnica se alzaban dejando a la vista sus bien formadas piernas.
Drizzt dio un respingo, como si lo hubiera abofeteado. Lo último que Khareesa tenía en mente era hablar. El elfo oscuro no podía negar que era hermosa, con rasgos refinados, una espesa mata de pelo bien arreglada y un cuerpo de formas firmes y armoniosas. Pero, durante los años vividos entre los drows, Drizzt Do’Urden había aprendido a mirar más allá de la belleza y la atracción físicas. Drizzt no separaba lo físico de lo emocional. Era un espléndido guerrero porque luchaba con el corazón, y, del mismo modo que no combatía por el mero placer de combatir, tampoco tenía trato carnal con una mujer sólo para satisfacer un deseo físico.
—Después —repitió Khareesa mientras le lanzaba una ojeada por encima de su perfecto y delicado hombro.
—Cuando los gusanos te hayan dejado en los huesos —musitó Drizzt entre dientes, aunque esbozaba una sonrisa falsa. Por alguna razón, pensó en Catti-brie, y la sensación cálida que despertó en él esa imagen expulsó el frío dejado por la lujuriosa mujer drow.
Blingdenstone cautivó a Catti-brie a pesar de su situación apurada y de que el trato que los svirfneblis le dispensaron distaba mucho de ser amistoso. La despojaron de sus armas, su cota, sus joyas e incluso las botas, y la condujeron a la ciudad sólo con la ropa imprescindible. Los enanos de la escolta no la trataron con brutalidad, pero tampoco fueron amables. Le ataron los brazos por los codos fuertemente, y la subieron y tiraron de ella por los angostos y pedregosos accesos de las antesalas defensivas de la ciudad.
Cuando le quitaron la diadema, los enanos descubrieron enseguida su función y, tan pronto como dejaron atrás las antesalas, devolvieron el valioso objeto a Catti-brie. Drizzt le había hablado a la joven de este lugar, de la natural armonía de los enanos con su entorno, pero nunca había imaginado que las palabras del drow tuvieran tanta exactitud. Los enanos de la superficie eran mineros, los mejores del mundo, pero los svirfneblis superaban esa descripción. Parecían ser parte de la piedra, criaturas que formaban un todo con la roca. Sus casas podrían haber sido peñascos rodados y esparcidos al azar en una lejana erupción volcánica, y sus corredores, el cauce sinuoso de un antiguo río.
Un centenar de pares de ojos siguió los pasos de Catti-brie mientras era conducida a través de la ciudad propiamente dicha. La joven se daba cuenta de que, probablemente, era el primer miembro de la raza humana que veían los svirfneblis, y no la molestaba su interés ya que ella misma se sentía fascinada por los enanos de las profundidades. Sus rasgos, que en los túneles exteriores parecían tan grises y hoscos, ahora resultaban más suaves, más afables. Se preguntó cómo sería una sonrisa en el rostro de un svirfnebli, y deseó verlo. Estos eran los amigos de Drizzt, se repetía una y otra vez, y el buen criterio del vigilante drow le devolvía la confianza.
La llevaron a un cuarto pequeño y redondo, y un guardia le indicó con un gesto que se sentara en una de las tres sillas de piedra. Catti-brie lo hizo, aunque sintió renacer su inquietud; recordaba lo que Drizzt le había contado sobre una silla svirfnebli en la que unos grilletes mágicos lo sujetaron e inmovilizaron.
Sin embargo, ahora no ocurrió tal cosa y, al cabo de un momento, un enano muy peculiar entró en el cuarto sosteniendo el guardapelo mágico con el retrato de Drizzt en el extremo de una «mano» que era un zapapico de mithril.
—Belwar —exclamó Catti-brie, pues no podía haber dos enanos que encajaran tan perfectamente con la descripción que Drizzt le había hecho de su mejor amigo svirfnebli.
El muy honorable capataz se frenó en seco y observó a la mujer con desconfianza; saltaba a la vista que el hecho de que lo reconociera lo había cogido por sorpresa.
—Drizzt… Belwar —dijo la joven mientras se ceñía a sí misma como si abrazara a alguien. Se señaló y añadió—: Catti-brie… Drizzt —y repitió el gesto.
No sabían una sola palabra del idioma del otro, pero, en muy poco tiempo y valiéndose del lenguaje universal de gestos, Catti-brie se había ganado la confianza del capataz e incluso le había explicado que buscaba a Drizzt.
No le gustó el gesto grave plasmado en el semblante de Belwar ante esta última indicación, y su respuesta, una única palabra, el nombre de una ciudad drow, no fue alentadora; Drizzt había ido a Menzoberranzan.
Le dieron de comer unas setas cocinadas y otros productos con aspecto de plantas que le eran desconocidos; también le devolvieron sus pertenencias, incluido el guardapelo y la figurilla de ónice, pero no la máscara mágica.
Entonces la dejaron sola durante lo que le parecieron horas, sentada en la penumbra de la luz de estrellas, bendiciendo a Alustriel en silencio por su valioso regalo y pensando en lo espantoso que habría sido su viaje sin el Ojo de Gato. ¡Ni siquiera habría podido ver a Belwar para reconocerlo!
Seguía pensando en el capataz cuando el enano regresó finalmente, acompañado por otros dos svirfneblis que vestían túnicas largas y ligeras, muy distintas de las prendas toscas, de un material semejante al cuero reforzado con placas metálicas, que era el atuendo típico de la raza. Catti-brie imaginó que los recién llegados eran personajes importantes, quizá consejeros.
—Firble —explicó Belwar mientras señalaba a uno de los svirfneblis, que no parecía muy contento.
La joven dedujo el motivo poco después, cuando Belwar la señaló a ella primero, a Firble seguidamente y por último a la puerta mientras pronunciaba una larga frase de la que Catti-brie sólo entendió una palabra: Menzoberranzan.
Firble gesticuló indicándole que lo siguiera, al parecer impaciente por ponerse en camino, y Catti-brie, pese a lo mucho que le habría gustado quedarse en Blingdenstone y conocer mejor a los fascinantes svirfneblis, estuvo completamente de acuerdo. Drizzt le sacaba ya mucha ventaja. Se levantó de la silla y echó a andar hacia la puerta, pero la mano-pico de Belwar la sujetó por el brazo y la joven se volvió hacia el capataz.
El enano cogió la máscara mágica que llevaba en su cinturón y se la tendió a la muchacha.
—Drizzt —dijo mientras señalaba con su mano-martillo el rostro de Catti-brie—. Drizzt.
La joven asintió con la cabeza, comprendiendo que el capataz consideraba una idea sensata que adoptara la apariencia de una drow cuando entrara en los túneles. Catti-brie dio media vuelta para marcharse pero, siguiendo un impulso, se giró de nuevo hacia Belwar y le dio un beso en la mejilla. Sonriendo agradecida, la joven salió de la casa y, con Firble a la cabeza, abandonó Blingdenstone.
—¿Cómo convenciste a Firble para que la condujera a la ciudad drow? —preguntó el otro consejero al capataz cuando estuvieron a solas.
—¡Bivrip! —exclamó Belwar. Hizo entrechocar sus manos de mithril y, al punto, chispas y arcos de energía brotaron de ellas y se extendieron por su superficie. Miró irónicamente al consejero, que estalló en una carcajada chillona, al más puro estilo svirfnebli. Pobre Firble.
Drizzt se alegró de tener que escoltar a un grupo de orcos desde la isla a tierra firme, aunque sólo fuera para esquivar a la ansiosa Khareesa. La mujer lo vio partir desde la orilla con una expresión entre encorajinada y expectante, como dando a entender que Drizzt podría haberse escabullido, pero sólo de momento.
Una vez que la isla quedó atrás, el elfo oscuro apartó de su mente todo pensamiento sobre la drow. Su misión, y el peligro, lo aguardaban en la otra orilla, en la ciudad propiamente dicha, y, para ser sincero, no sabía por dónde ni cómo empezar. Temía que el único recurso factible era su rendición, que no tendría más opción que entregarse para proteger a los amigos que había dejado atrás.
Pensó en Zaknafein, su padre y amigo, que había sido sacrificado a la malvada reina araña en su lugar. Pensó en Wulfgar, el amigo perdido, y los recuerdos del joven bárbaro intensificaron su resolución.
No dio explicaciones a los sorprendidos drows encargados de los esclavos que esperaban la balsa en la playa. Su expresión, por sí sola, advertía que no era aconsejable hacerle preguntas cuando pasó por el campamento y dejó atrás el Donigarten.
Poco después se movía fácilmente, con cautela, por los tortuosos pasajes de Menzoberranzan. Pasó cerca de varios elfos oscuros y bajo la atenta —y más que interesada— mirada de docenas de centinelas de casas que vigilaban desde los parapetos de las estalactitas huecas. Drizzt no conseguía librarse de la insensata idea de que podían reconocerlo; se había repetido infinidad de veces que llevaba más de treinta años ausente de Menzoberranzan, que Drizzt Do’Urden, incluso la casa Do’Urden, eran ya pasado en la historia de la ciudad.
Pero, si tal cosa era cierta, ¿por qué se encontraba aquí, en un sitio donde no deseaba estar?
Drizzt habría querido tener una piwafwi, la capa negra que era la típica prenda exterior del atuendo drow. Su capa, de un tejido grueso y caliente de color verde bosque, era más indicada para el medio ambiente del mundo exterior y, a los ojos observadores que vigilaban su paso, podía relacionarlo con ese sitio rara vez visitado. Mantuvo la capucha bien echada y siguió caminando. Esta sería una de las muchas excursiones al interior de la propia ciudad, pensó a medida que se iba familiarizando de nuevo con las sinuosas avenidas y los oscuros callejones.
El parpadeo de una luz al girar una esquina lo sorprendió e hirió sus ojos, adaptados al espectro infrarrojo; se pegó contra la pared de una estalagmita, y su mano, oculta bajo la capa, aferró la empuñadura de Centella.
Un grupo de cuatro varones drows apareció por la esquina, charlando despreocupadamente y sin prestar atención a Drizzt. Este advirtió, al cambiar su visión al espectro de luz normal, que lucían el emblema de la casa Baenre, ¡y que uno de ellos llevaba una antorcha!
Pocas cosas había visto en toda su vida que le resultaran más chocantes que esta. ¿Por qué la antorcha?, se preguntó repetidamente; presintió que todo estaba relacionado, de algún modo, con él. ¿Estarían preparando los drows una ofensiva contra alguna localidad de la superficie?
La idea le provocó un hondo estremecimiento. Los soldados de la casa Baenre llevaban antorchas, habituaban sus ojos a la luz para atenuar progresivamente la fotofobia propia de las criaturas de la Antípoda Oscura. Drizzt estaba aturdido, sin saber qué hacer. Tendría que regresar a la isla de Rothe, decidió por último; su ubicación, apartada de la ciudad, la convertía en la mejor base de operaciones que cabía esperar. Quizá podría conseguir que Khareesa le dijera el motivo de tantas luces, y así sacar algo en limpio la próxima vez que se aventurara en la ciudad.
Volvió sobre sus pasos, la capucha calada, tan absorto en sus pensamientos que no reparó en unos movimientos que repetían los suyos como una sombra; pocos en Menzoberranzan advertían la presencia de Bregan D’aerthe.
Catti-brie no había visto nunca algo tan misterioso y maravilloso y, a la luz de las estrellas que alumbraba su visión, el brillo de los pilares de estalagmitas y de las colgantes estalactitas parecía aún más hermoso. Los fuegos fatuos de Menzoberranzan resaltaban las fabulosas tallas, algunas de figuras definidas (la mayoría arañas), y otras de formas abstractas, surrealistas y bellas. Le habría gustado venir a este lugar en otras circunstancias, pensó. Le habría gustado ser una exploradora que descubría una Menzoberranzan deshabitada para poder estudiar y asimilar sin riesgo la increíble maestría arquitectónica drow y sus vestigios.
Porque, por mucho que la impresionara la magnificencia de la ciudad drow, Catti-brie estaba aterrorizada. Veinte mil drows, que era tanto como decir veinte mil enemigos mortales, la rodeaban.
Para contrarrestar el miedo, la joven apretó entre sus dedos el guardapelo mágico de Alustriel y recordó el retrato guardado en su interior, la imagen de Drizzt Do’Urden. Él estaba aquí, en alguna parte, muy cerca; sus sospechas se confirmaron cuando el guardapelo emitió una repentina oleada de calor.
Luego se enfrió. Catti-brie procedió de manera metódica, volviéndose hacia el norte, a los túneles secretos por los que Firble la había traído hasta aquí. El guardapelo continuó frío. Entonces giró a la izquierda, mirando hacia el oeste, de cara a una sima cercana —la Grieta de la Garra, era su nombre— y a los grandes y amplios escalones naturales que conducían a un nivel superior. Luego se giró al sur, hacia el sector más alto y espléndido de todos, a juzgar por los complejos y brillantes diseños de las residencias. El guardapelo continuaba frío, pero empezó a calentarse a medida que la joven siguió girando sobre sí misma, mirando, más allá de los pilares de estalagmitas más cercanos, al sector oriental, relativamente despejado.
Drizzt estaba allí, hacia el este. Catti-brie respiró hondo un par de veces a fin de calmar los nervios e hizo acopio de valor para abandonar la protección que le ofrecía el túnel. Se miró las manos de nuevo, y también su ondeante túnica; su disfraz drow, aparentemente perfecto, le proporcionó cierta seguridad en sí misma. Hubiera querido tener a Guenhwyvar a su lado —recordando los momentos en Luna Plateada cuando la pantera había recorrido las calles junto a ella— pero no estaba segura del recibimiento que tendría el animal en Menzoberranzan. Lo último que deseaba era llamar la atención.
Avanzó rápida y calladamente, con la capucha de la túnica bien echada sobre el rostro. Caminaba algo encorvada, y mantenía aferrado el guardapelo para que la guiara y le diera fuerzas. Puso gran empeño en eludir las atentas miradas de muchos centinelas de las casas, y volvió la cabeza a otro lado cuando se cruzó con algún drow en la avenida.
Casi había pasado la zona de estalagmitas y alcanzaba a ver el prado de musgo, el bosquecillo de setas e incluso el lago que había más allá, cuando dos drows salieron repentinamente de las sombras, obstruyéndole el paso, bien que sus armas seguían enfundadas.
Uno de ellos le hizo una pregunta, que la joven, naturalmente, no entendió. Dio un respingo de manera inconsciente, y advirtió que la miraban fijamente a los ojos. ¡Los ojos! Claro, no tenían el brillo de la visión infrarroja, según le habían informado los svirfneblis. El soldado le repitió la pregunta, con un tono más firme, y luego echó un vistazo sobre su hombro, hacia el lecho de musgo y el lago.
Catti-brie imaginó que estos dos eran parte de una patrulla, y que querían saber qué asuntos la traían por este sector de la ciudad. No le pasó inadvertida la actitud cortés con que se dirigían a ella, y entonces recordó lo que Drizzt le había contado sobre la cultura drow.
Ella era una mujer; ellos, simples varones.
Se repitió la indescifrable pregunta, y Catti-brie respondió con un gruñido colérico. Uno de los soldados se llevó las manos a las empuñaduras de las espadas, pero la joven los señaló con el dedo y gruñó de nuevo, amenazadoramente.
Los dos varones se miraron con evidente desconcierto. A su entender, esta sacerdotisa era ciega o, al menos, no utilizaba la visión infrarroja pese a que las luces de la ciudad no eran tan fuertes como para no necesitarla. Por lógica, no le habría sido posible ver los movimientos con claridad, y sin embargo, a juzgar por la forma en que apuntaba con el dedo, sí lo había hecho.
Catti-brie soltó otro gruñido y les hizo un gesto para que se apartaran de su camino. Con gran sorpresa por su parte (y un profundo alivio), los soldados retrocedieron, observándola con desconfianza pero sin hacer nada amenazante.
Iba a reemprender la marcha, agachando la cabeza para ocultar el rostro con la capucha, pero cambió de opinión. Esto era Menzoberranzan, una ciudad llena de temerarios elfos oscuros, rebosante de intrigas; un lugar donde estar enterado —incluso fingir estar enterado—, de algo que tu rival ignoraba, podía salvarte la vida.
Catti-brie se retiró la capucha y se irguió mientras sacudía la cabeza para que la espesa melena blanca quedara libre de los pliegues. Clavó en los dos varones una mirada penetrante, malévola, y se echó a reír.
Ellos huyeron a todo correr.
La sensación de alivio fue tan fuerte que la hizo tambalearse. Inspiró hondo otra vez, apretó el guardapelo entre sus dedos, y se encaminó hacia el lago.