15

Máscaras

Catti-brie nunca había visto criaturas así. Guardaban cierto parecido con los gnomos, al menos en estatura, pues medían alrededor de un metro, pero no tenían pelo en sus macizas cabezas, y su piel, a la luz de estrellas proporcionada por su diadema mágica, aparecía grisácea. Eran muy fornidos, casi tan musculosos como enanos, y, a juzgar por las excelentes herramientas que manejaban y las armaduras bien confeccionadas que llevaban, eran expertos mineros y artífices, como los enanos.

Drizzt le había hablado de los svirfneblis, los enanos de las profundidades, y la muchacha imaginó que eran miembros de esta raza a los que estaba observando. Sin embargo, no podía afirmarlo con seguridad, y temía que pudieran ser alguna ramificación de los perversos duergars, los enanos grises.

Se agachó en medio de un agrupamiento de estalagmitas altas y estrechas, en una zona de muchos corredores entrecruzados. Los enanos de las profundidades, si es que lo eran, habían aparecido por el lado opuesto, y ahora deambulaban por un sector ancho y llano del corredor, hablando entre ellos y sin apenas prestar atención al agrupamiento de estalagmitas que se alzaba a seis metros de distancia.

Catti-brie no estaba segura de cómo actuar. Si eran svirfneblis, y estaba bastante convencida de ello, podían resultar unos aliados muy valiosos, pero ¿cómo abordarlos? No hablaban el mismo idioma, eso era indudable, y probablemente estaban tan poco familiarizados con los humanos como Catti-brie lo estaba con ellos.

La joven decidió que lo más aconsejable era quedarse quieta hasta que las criaturas pasaran de largo. Pero Catti-brie desconocía las peculiaridades de la visión infrarroja y no comprendía que, al estar sentada entre las frías estalagmitas, la temperatura de su cuerpo, treinta grados más alta que la de la piedra, la hacía prácticamente rutilante a los ojos de los svirfneblis, adaptados para percibir el espectro infrarrojo.

Mientras la joven aguardaba agazapada, los enanos de las profundidades se desplegaron por los túneles a su alrededor intentando descubrir si esta drow, pues Catti-brie aún llevaba la máscara mágica puesta, estaba sola o formaba parte de un grupo. Pasaron unos cuantos minutos; la muchacha bajó la vista a su mano, pensando que había sentido algo en la piedra, como una leve vibración. Siguió mirando con extrañeza su mano, en la que sentía un hormigueo. Ignoraba que los svirfneblis se comunicaban con un método que en parte era telepatía y en parte psicoquinesis, transmitiéndose sus pensamientos entre sí a través de la piedra, y que una mano sensible podía percibir las vibraciones.

No sabía que ese ínfimo hormigueo regular era la confirmación de los exploradores svirfneblis de que esta drow agazapada entre las estalagmitas estaba sola.

Uno de los enanos que iba a la cabeza entró en acción de manera repentina, entonando unas cuantas palabras que Catti-brie no entendió y arrojando una piedra en su dirección. La joven se agachó más detrás de la piedra para resguardarse, e intentó decidir si rendirse o utilizar su arco y procurar asustar a las criaturas.

El lanzamiento quedó corto y la piedra se rompió al golpear en el suelo; los fragmentos se extendieron en una pequeña área delante del agrupamiento de estalagmitas. Esos fragmentos empezaron a echar humo y a sisear, y el suelo comenzó a temblar.

Antes de que Catti-brie tuviera tiempo de entender lo que estaba pasando, las piedras que tenía delante se hincharon como una burbuja gigantesca que adoptó la forma de un humanoide de cuatro metros y medio de altura y de torso tan amplio que ocupaba prácticamente el corredor. El ser tenía unos brazos enormes con los que habría podido hacer pedazos un edificio. Dos de las estalagmitas delanteras habían quedado atrapadas en la monstruosa creación y ahora servían como peligrosas picas que sobresalían del macizo torso del monstruo.

Al fondo del pasadizo, los enanos de las profundidades lanzaron gritos de guerra que resonaron en los corredores alrededor de la atemorizada mujer.

Catti-brie reculó a trompicones cuando una mano gigantesca se adelantó y arrancó la parte superior de una estalagmita. La muchacha soltó en el suelo la estatuilla y llamó a Guenhwyvar mientras colocaba con gestos frenéticos una flecha en su arco.

El elemental terrestre avanzó, y sus poderosas piernas se confundían con las estalagmitas al deslizarse entre ellas. Se movió otra vez para coger a la mujer, pero una flecha, seguida de una estela plateada, le atravesó el rostro pétreo y abrió una grieta entre los ojos del monstruo.

El elemental se irguió, tambaleándose, y luego utilizó sus manos para rehacer en una sola pieza la cabeza partida en dos. Se volvió hacia la agrupación rocosa, pero no vio a la mujer drow, sino a un enorme felino que flexionaba las poderosas patas traseras preparándose para saltar.

Catti-brie salió por detrás del afloramiento rocoso con intención de huir, pero los enanos surgían por todos los túneles laterales. Echó a correr por el pasadizo principal, pasando de una a otra estalagmita para cubrirse, sin atreverse a echar un vistazo a Guenhwyvar y al elemental, que habían quedado atrás. Entonces, algo la golpeó en la espinilla, haciéndola tropezar, y se fue de bruces al suelo. Se revolvió y vio a un svirfnebli que salía por detrás de un pilar, con un pico colocado todavía en el ángulo que la había hecho tropezar.

La joven levantó el arco mientras se sentaba, pero un golpe le arrebató el arma de las manos. Por puro instinto, rodó sobre sí misma hacia un lado; sin embargo, oyó las pisadas de tres enanos que avanzaban parejo a ella, con los pesados martillos en alto, listos para machacarla.

Guenhwyvar rugió y saltó en el aire, en un intento de pasar por encima del coloso y rodearlo. Pero el elemental era más rápido de lo que la pantera imaginaba, y una enorme mano pétrea se disparó, alcanzó al felino en pleno vuelo y lo arrastró hacia un macizo pecho. Guenhwyvar soltó un rugido de dolor cuando el pico de una estalagmita que sobresalía del torso del monstruo se hincó en su hombro; los enanos gritaron de alegría mientras corrían hacia su campeón, convencidos de que la drow y su inesperada aliada estarían liquidadas muy pronto.

Un martillo se precipitó sobre la cabeza de Catti-brie. La joven alzó su espada corta para interceptar el arma en la unión del mango y la cabeza, y la desvió hasta hacerla golpear contra el suelo con gran estruendo. Se escabulló mientras paraba y desviaba los ataques, intentando poner distancia suficiente entre ella y los enanos para poder incorporarse, pero los svirfneblis no le daban tregua, descargando sin cesar sus martillos con movimientos cortos y precisos para que la elfa oscura, que se agotaba a ojos vista, no tuviera oportunidad de lanzar contraataques efectivos.

El espectáculo de la maravillosa pantera, que pronto sería atravesada de parte a parte y aplastada, despertó la excitación de la victoria en un puñado de svirfneblis que seguían de cerca el combate, pero sólo produjo desconcierto en otros dos. Estos, llamados Seldig y Pumkato, habían jugado con una pantera como ésta cuando eran unos muchachitos, y, puesto que Drizzt Do’Urden, el drow renegado con el que habían compartido muchos ratos de ocio casi treinta años atrás, acababa dé pasar por Blingdenstone, presentían que la semejanza de la pantera no podía ser mera coincidencia.

—¡Guenhwyvar! —gritó Seldig, y la pantera respondió con un rugido.

El nombre, perfectamente pronunciado, causó un gran sobresalto a Catti-brie e hizo vacilar a los tres enanos que la rodeaban.

Pumkato, que había sido quien había invocado al elemental, ordenó al monstruo que se quedara quieto, y Seldig trepó rápidamente por el coloso valiéndose de su pico.

—¿Guenhwyvar? —preguntó, deteniéndose a escasos palmos de la cabeza de la pantera. Las orejas del felino se alzaron y miró con expresión lastimosa al enano, que le resultaba vagamente conocido.

—¿Quién es esa? —inquirió Pumkato, señalando a Catti-brie.

A pesar de no entender lo que decían los svirfneblis, la joven comprendió que nunca se le presentaría una oportunidad mejor. Tiró la espada al suelo, se llevó la mano a la cara, y arrancó de un tirón la máscara mágica, de manera que sus rasgos volvieron a ser de inmediato los de una joven humana. Los tres enanos de las profundidades recularon mientras gritaban, mirándola con una expresión desabrida que no tenía nada de halagüeña; daba la impresión de que su nueva apariencia les resultaba horrorosa para sus cánones.

Pumkato hizo acopio de valor para acercarse a la muchacha y se plantó frente a ella.

El enano conocía el nombre de la pantera, y Catti-brie confió en que reconociera otro. Se señaló a sí misma, luego abrió los brazos y los cerró con fuerza, como si abrazara a alguien.

—¿Drizzt Do’Urden? —preguntó.

Los grises ojos de Pumkato se abrieron de par en par; luego asintió con un cabeceo, como si no tuviera que haberlo sorprendido aquello. Disimulando su repulsión por el aspecto de la joven, el enano alargó una mano y ayudó a Catti-brie a levantarse.

Moviéndose con lentitud para que sus gestos no resultaran sospechosos, la joven sacó la estatuilla de la bolsa y despidió a Guenhwyvar. También Pumkato hizo que el elemental se fundiera de nuevo con la piedra.

Kolsen’shea orbb —susurró Jarlaxle esta frase arcana que rara vez se pronunciaba en Menzoberranzan y cuya traducción aproximada era «arrancar las patas a una araña».

La pared, en apariencia corriente, que había frente al mercenario reaccionó ante la contraseña. Onduló y se retorció hasta convertirse en una telaraña, y a continuación sus hilos se enrollaron hacia afuera de manera que dejaron un agujero a través del cual pasaron el mercenario y su acompañante humano.

Incluso Jarlaxle, que por lo general iba un paso por delante del resto de los drows, se quedó un poco sorprendido —gratamente sorprendido— al encontrarse con Triel Baenre esperándolo en el pequeño despacho que había al otro lado, en los aposentos privados de Gomph Baenre en Sorcere, la escuela de magia en la Academia drow. Jarlaxle tenía la esperanza de que Gomph estuviera allí para ser testigo de su restitución, pero Triel resultaba una testigo aún mejor.

Entreri se introdujo en la estancia detrás del mercenario y tuvo el sentido común de quedarse en un segundo plano, a la vista de la voluble Triel. El asesino examinó la extraña habitación que estaba permanentemente bañada en un suave fulgor azul, como casi todo el resto de la torre de los hechiceros. Había rollos de pergamino por todas partes: sobre el escritorio, encima de las tres sillas y por el suelo. Las paredes estaban repletas de estanterías en las que se amontonaban docenas de botellas y grandes redomas cerradas con tapones, y otros recipientes más pequeños en forma de relojes de arena, con las tapas quitadas y cajitas selladas colocadas a su lado. Un centenar de objetos curiosos, demasiado extraños como para que el habitante de la superficie pudiera siquiera colegir cuál era su utilidad, aparecían desperdigados en medio del revoltijo.

—¿Ahora traes al colnbluth a Sorcere? —comentó Triel, cuyas finas cejas se habían arqueado en un gesto de sorpresa.

Entreri tuvo cuidado de mantener la vista baja, aunque se las ingenió para echar unas cuantas ojeadas a la hija Baenre. Nunca había visto a Triel a una luz tan fuerte, y ahora pensó que la mujer no era muy hermosa para los cánones drows. Era demasiado baja y sus hombros resultaban anchos en exceso para sus angulosos rasgos faciales. Al asesino le parecía extraño que Triel hubiese alcanzado un rango tan alto en una sociedad clasista como la drow, que valoraba tanto la belleza física. Llegó a la conclusión de que su posición se debía al hecho de ser hija de la poderosa casa Baenre.

Entreri no entendía mucho el lenguaje drow, aunque comprendió que Triel lo acababa de insultar, probablemente. Por regla general, el asesino respondía a los insultos con las armas, pero no aquí, no estando tan lejos de su elemento, y no contra esta mujer en particular. Jarlaxle le había advertido hasta la saciedad que tuviera cuidado con Triel. La mujer sólo esperaba tener alguna excusa para matarlo; la perversa hija Baenre siempre buscaba algún pretexto para acabar con cualquier colnbluth, por no mencionar a unos cuantos drows también.

—Me acompaña a muchos sitios —respondió Jarlaxle—. No creí que tu hermano estuviera aquí para protestar por su presencia.

Los ojos de Triel recorrieron la habitación y se detuvieron en el fabuloso escritorio, hecho con lustrosos huesos de enanos, y el mullido sillón que había detrás. La estancia no se comunicaba con otras habitaciones, no tenía escondrijos evidentes y no se veía a Gomph por ninguna parte.

—Gomph debería estar aquí —razonó Jarlaxle—. En caso contrario ¿por qué una dama matrona de Arach-Tinilith iba a encontrarse en este lugar? Es una trasgresión de las reglas, si no recuerdo mal. Una infracción tan grave, al menos, como el que yo haya traído a un no drow a Sorcere.

—Cuídate de poner en tela de juicio los actos de Triel Baenre —amenazó la sacerdotisa.

Asanque —contestó el mercenario mientras hacía una profunda reverencia. Aquélla era una palabra ambigua que lo mismo podía significar «como tú digas» que «lo mismo te digo».

—¿Por qué estás aquí? —inquirió Triel.

—Sabías que venía —comentó Jarlaxle.

—Por supuesto —repuso la sacerdotisa con astucia—. Sé muchas cosas, pero querría oír qué explicación tienes para el hecho de haber entrado en Sorcere, a través de puertas reservadas para los maestros, y en los aposentos privados del archimago de la ciudad.

Jarlaxle metió una mano entre los pliegues de su capa negra y sacó la peculiar máscara de araña, el objeto mágico que le había permitido salvar la verja encantada de la casa Baenre. Los ojos de Triel, rojos como rubíes, se abrieron desmesuradamente.

—Tu madre me ordenó que devolviera esto a Gomph —dijo el mercenario con un cierto tono agrio.

—¿Aquí? —objetó Triel—. La máscara pertenece a la casa Baenre.

Jarlaxle no pudo ocultar una leve sonrisa, y miró a Entreri con la secreta esperanza de que el asesino estuviera entendiendo algo de la conversación.

—Gomph la restituirá —respondió el mercenario. Se acercó al escritorio de huesos de enanos, musitó una palabra inaudible, y metió rápidamente la máscara en un cajón, a pesar de que Triel había empezado a protestar.

La mujer se acercó al escritorio y miró el cajón cerrado con recelo. Evidentemente, Gomph lo debía de tener protegido con una contraseña secreta.

—Ábrelo —ordenó a Jarlaxle—. Guardaré la máscara para dársela a Gomph.

—No puedo —mintió el mercenario—. La contraseña varía cada vez que se utiliza. A mí se me dio sólo una.

Jarlaxle sabía que se traía entre manos un juego muy peligroso, pero Triel y Gomph apenas hablaban entre ellos, y el archimago, sobre todo en estos días con tantos preparativos en la casa Baenre, casi no acudía a su despacho de Sorcere. Lo que Jarlaxle necesitaba ahora era desprenderse públicamente de la máscara, para que así no se lo relacionara con ella en ningún sentido. Esa máscara de araña era el único medio en todo Menzoberranzan, hechizos incluidos, de que alguien pudiera salvar la verja mágica de la casa Baenre; y, si los acontecimientos tomaban el curso que Jarlaxle sospechaba, esa máscara podría convertirse muy pronto en una valiosa propiedad… y una evidencia incriminadora.

Triel entonó una queda salmodia, sin apartar la mirada del cajón cerrado. Captó los intrincados trazos de energía mágica, símbolos y runas de protección, pero se entretejían en una urdimbre demasiado compleja para desentrañarla con facilidad. Su magia era una de las más poderosas de Menzoberranzan, pero Triel temía sostener un pulso con el potencial mágico de su hermano. Tras lanzar una mirada amenazadora al taimado mercenario, se apartó del escritorio y cruzó el cuarto hasta llegar a Entreri.

—Mírame —ordenó en Común, el lenguaje de la superficie, lo que sorprendió al asesino, ya que muy pocos en Menzoberranzan dominaban este idioma.

Entreri alzó la vista y se enfrentó a la intensa mirada de Triel. Intentó mantener una actitud apacible, dar la imagen de un ser sumiso, con el espíritu doblegado, pero Triel era demasiado perspicaz para caer en ese tipo de argucias. Percibió la firmeza del asesino, y sonrió como si la aprobara.

—¿Qué sabes de todo esto? —preguntó.

—Sólo lo que Jarlaxle me cuenta —contestó Entreri, que dejó a un lado los disimulos y clavó una mirada inflexible en Triel. Si la mujer deseaba sostener una pugna de voluntades, entonces el asesino, que había sobrevivido y prosperado en las calles más peligrosas de toda la faz de Faerun, no cedería.

Triel sostuvo con idéntica firmeza la mirada del humano durante un largo rato y se convenció de que no sacaría mucho fruto de este formidable adversario.

—Salid de aquí —le dijo a Jarlaxle, utilizando todavía el lenguaje de la superficie.

El mercenario pasó presuroso junto a la hija Baenre y tiró de Entreri a su paso.

—Démonos prisa —le indicó Jarlaxle—. ¡Tenemos que estar lejos de Sorcere cuando Triel intente abrir ese cajón!

Dicho esto, abandonaron la estancia por la puerta de telaraña, que de inmediato recobró su apariencia de pared corriente a sus espaldas y silenció las inevitables maldiciones de la sacerdotisa.

Pero la hija Baenre estaba más intrigada que furiosa. Los derroteros de tres personas confluían en esta habitación: el suyo propio, el de su madre y ahora, al parecer, el de Jarlaxle. El mercenario se traía algo entre manos, estaba segura; algo en lo que estaba involucrado Artemis Entreri.

Cuando estuvieron a una distancia segura de Tier Breche y de la Academia, Jarlaxle le tradujo a Entreri la conversación sostenida con Triel.

—No le mencionaste la inminente llegada de Drizzt —comentó el asesino. Creía que esa información importante había sido el tema central de la breve conversación de Jarlaxle con la sacerdotisa, pero el mercenario no había tocado ese asunto.

—Triel tiene sus propios medios para obtener información —repuso Jarlaxle—. No quise facilitarle el trabajo. Al menos, no sin sacar a cambio un beneficio.

Entreri sonrió; luego se mordisqueó el labio inferior mientras digería las palabras del mercenario. Las intrigas no cesaban nunca en esta ciudad infernal, reflexionó. ¡No era de extrañar que a Jarlaxle le gustara tanto este sitio! El asesino casi deseó ser un drow, abrirse camino y crearse una posición como había hecho Jarlaxle, jugando con el peligro hasta rozar el desastre. Casi.

—¿Cuándo te ordenó la matrona Baenre que devolvieras la máscara? —preguntó.

Jarlaxle y él habían estado ausentes de Menzoberranzan durante un tiempo para acudir a la entrevista con el informante svirfnebli en las cavernas exteriores. Habían regresado poco antes de dirigirse a Sorcere, y el mercenario, que Entreri supiera, no se había acercado por la casa Baenre.

—Hace tiempo —contestó Jarlaxle.

—¿Y te dijo que la llevaras a la Academia? —insistió Entreri.

Aquello no tenía sentido para el asesino. Además, ¿por qué lo había llevado a él? Nunca lo había invitado a ir a un lugar tan importante, e incluso se había negado en una ocasión, cuando le pidió que lo dejara acompañarlo a Melee-Magthere, la escuela de guerreros. El mercenario le había explicado que llevar allí a un colnbluth, un no drow, sería arriesgado. Ahora, sin embargo, por alguna razón que no alcanzaba a entender, a Jarlaxle le había parecido conveniente llevarlo a Sorcere, la que era, con mucho, la escuela más peligrosa de la Academia.

—No especificó dónde debía devolver la máscara —admitió el mercenario.

Entreri guardó silencio, aunque no le pasó por alto la verdad implícita en la respuesta. La máscara de araña era una preciada posesión del clan Baenre, un punto débil potencial en sus resistentes defensas. Su lugar estaba en el seguro reducto de la casa Baenre, y en ninguna otra parte.

—Esa necia de Triel… —comentó el mercenario con actitud coloquial—. La misma palabra, asanque, le habría dado acceso al cajón. Debería saber que su hermano es lo bastante arrogante como para creer que nadie se atrevería a substraer algo de su propiedad y, por ende, que no perdería mucho tiempo en trucos de contraseñas.

Jarlaxle se echó a reír, y Entreri lo coreó, aunque se sentía más intrigado que divertido. El mercenario rara vez hacía o decía algo sin un propósito, y si le había contado todo esto era por alguna razón.

Pero ¿cuál?