14

Disfraz

—Espera aquí, Guen —susurró Catti-brie a la pantera.

Las dos observaban atentamente la amplia zona que se abría al frente, una caverna relativamente despejada de estalagmitas. El sonido de muchas voces goblins llegaba desde allí. Catti-brie imaginó que era el grupo principal de estas criaturas, que, sin duda, empezaban a estar nerviosas porque el grupo de exploradores no había regresado aún. Los pocos supervivientes del enfrentamiento con la muchacha y la pantera debían de venir pisándoles los talones. Las dos habían hecho un buen trabajo acosándolos y haciendo que huyeran por el corredor en la otra dirección, pero probablemente ya habrían dado media vuelta, y el escenario de la lucha estaba a menos de una hora de camino de aquí.

No parecía haber otro camino que diera un rodeo a la caverna, y Catti-brie no necesitó ver la horda de goblins para saber que esos malditos eran demasiados para presentarles batalla. Bajó la vista a sus manos, negras como el ébano, ya que su apariencia drow le daba cierta seguridad. Se atusó la espesa mata de pelo, que ahora era de un blanco puro en lugar de su habitual tono castaño rojizo, alisó la lujosa túnica, y echó a andar con aire desafiante.

Los centinelas goblins más próximos retrocedieron aterrados cuando la sacerdotisa drow entró en su guarida despreocupadamente. Sólo el hecho de ser tantos impidió que el grupo saliera de estampía, ya que, como había imaginado Catti-brie, había más de un centenar de goblins acampados aquí. Se alzaron una docena de lanzas, apuntadas en su dirección, pero la joven siguió caminando con firmeza hacia el centro de la caverna.

Los goblins cerraron filas a su alrededor cortándole cualquier vía de escape. Otros se agazaparon de cara al túnel por el que Catti-brie había salido, por si acaso aparecían más drows. A pesar de todo, el mar de cuerpos se apartaba al paso de la inesperada visitante; la actitud envalentonada y el disfraz de Catti-brie habían desconcertado a las criaturas.

La joven llegó al centro de la caverna, desde donde podía ver el túnel que se abría al otro lado, pero el mar de cuerpos no le abría paso con la prontitud de antes, lo cual la obligaba a caminar más despacio.

Finalmente tuvo que detenerse, rodeada por un cerco de lanzas que la apuntaban desde todas las direcciones; los murmullos de los goblins retumbaban en la caverna.

Gund ha, moga moga —exigió. Su dominio del lenguaje goblin era rudimentario, en el mejor de los casos, y no estaba segura de si había dicho «apartaos y dejadme paso», o «echad a mi madre a la cuneta». Esperaba que fuera lo primero.

—¡Moga gund, geek-ik moon’ga’woon’ga! —dijo con voz áspera un corpulento goblin, casi tan grande como un hombre, que se abrió paso entre la multitud hasta situarse frente a Catti-brie.

La joven se obligó a mantener la calma, a dominar, por un lado, el apremiante deseo de llamar a Guenhwyvar y echar a correr, y por otro, las ganas casi irresistibles de prorrumpir en carcajadas. Este era el jefe de los goblins, evidentemente, o el chamán de la tribu, como poco.

La criatura necesitaba unos cuantos consejos sobre moda. Llevaba botas negras de caña alta, como las de un noble, pero con los laterales cortados para dar espacio a sus anchos pies, semejantes a los de un pato. Los pantalones eran de mujer, ribeteados con largos flecos, y, aunque saltaba a la vista que se trataba de un macho, la criatura llevaba puestos calzón y corpiño, este último con copas para unos senos de gran tamaño. Varios collares desparejados, algunos de oro, otros de plata y uno de perlas, adornaban su escuálido cuello, y en todos y cada uno de sus dedos huesudos lucía un chabacano anillo.

Catti-brie identificó el tocado de la cabeza como religioso, aunque no recordaba de qué secta. Representaba un sol ardiente, orlado con largas cintas doradas, pero la muchacha estaba casi segura de que el goblin lo llevaba puesto al revés, pues el tocado se inclinaba hacia adelante, sobre la frente hundida de la fea criatura, con una de las cintas colgando incómodamente delante de su nariz.

Sin duda, el goblin pensaba que iba a la última moda con las ropas de las infortunadas víctimas de su tribu. Siguió divagando con su voz estridente, demasiado deprisa como para que Catti-brie entendiera algo más que alguna que otra palabra suelta. Luego, la criatura enmudeció bruscamente y se golpeó con el puño en el pecho.

—¿Hablas el lenguaje de la superficie? —preguntó la joven, buscando el modo de comunicarse. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para no perder los nervios, pues esperaba recibir un lanzazo en la espalda en cualquier momento.

El cabecilla goblin la miró con extrañeza, dando señales de que no había entendido una sola palabra de lo que le había dicho. Luego, sus ojos, que brillaban rojizos, recorrieron la figura de la joven de los pies a la cabeza, y acabaron por detenerse en el guardapelo que colgaba de su cuello.

Nying so, wucka —dijo mientras señalaba el guardapelo, luego a Catti-brie y por último el túnel de salida.

Si el guardapelo hubiera sido una joya corriente, la joven se lo habría dado de buena gana para que la dejaran pasar, pero necesitaba el objeto mágico si quería localizar a Drizzt. El goblin repitió su exigencia en un tono más perentorio, y Catti-brie comprendió que tenía que pensar algo rápidamente. Tuvo una súbita inspiración; sonrió y alzó un dedo.

Nying —dijo, imaginando que era el término que en el lenguaje goblin significaba «regalo». Dio dos palmadas fuertes y, sin volver la vista atrás, llamó—: ¡Guenhwyvar!

Los gritos de sobresalto que sonaron a su espalda le revelaron que la pantera había salido del túnel.

—Acércate despacio, Guen —indicó Catti-brie—. Ven a mi lado sin atacar.

La pantera avanzó pausadamente, a un ritmo constante, con la cabeza gacha y las orejas pegadas al cráneo. De vez en cuando, soltaba un rugido bajo, justo lo suficiente para mantener a raya a los goblins más cercanos. La multitud se apartó a los lados, dejando al magnífico felino un amplio paso que conducía a la sacerdotisa drow.

Poco después Guenhwyvar llegaba junto a Catti-brie y le daba suaves topetazos en la cadera.

Nying —repitió la joven, señalando primero a la pantera y a continuación al goblin—. Tú te quedas con el animal y yo salgo por ese túnel —añadió, acompañando sus palabras con gestos de las manos para hacerse entender.

El adefesio que era el rey de los goblins se rascó la cabeza, ladeando aún más el tocado.

—Bien, adelante, y haz una buena interpretación —susurró Catti-brie a la pantera, empujándola suavemente con la pierna.

Guenhwyvar alzó la vista hacia la joven, al parecer muy molesta con la estúpida pantomima, pero luego se acercó al cabecilla goblin y se tumbó a sus pies; ¡el feo rostro de la criatura adquirió un tinte cerúleo!

Nying —dijo Catti-brie otra vez, a la par que le indicaba por señas al goblin que debía acariciar al felino.

La criatura la miró con incredulidad, pero la joven insistió, engatusándolo, y poco a poco el goblin hizo acopio de valor para atreverse a tocar el suave y espeso pelaje del animal.

La sonrisa del goblin se ensanchó, dejando a la vista sus afilados dientes, y acarició al felino otra vez, con más seguridad. Repitió el gesto dos, tres veces, y en cada ocasión su mano pasaba con más firmeza sobre el lomo del animal. Entretanto, Guenhwyvar tenía clavada una mirada furibunda en Catti-brie.

—Bien, ahora te quedarás con este amistoso goblin —instruyó la joven al animal, poniendo buen cuidado en que su tono no delatara el verdadero sentido de sus palabras. Se dio unas palmaditas en la bolsa del cinturón, en la que llevaba guardada la estatuilla, y añadió—: Te llamaré, tenlo por seguro. —Se incorporó y miró al goblin a los ojos. Se tocó con la mano en el pecho y luego señaló el túnel de salida, con expresión ceñuda—. ¡Me voy! —declaró al tiempo que daba un paso al frente.

Al principio pareció que el reyezuelo goblin iba a interponerse en su camino, pero un rápido vistazo al felino lo hizo cambiar de opinión. Catti-brie había jugado su baza a la perfección; al permitir que el engreído líder conservara su dignidad, había reafirmado su propia imagen de ser una enemiga muy peligrosa, además de situar, muy estratégicamente, un poderoso aliado a los pies del cabecilla goblin.

Nying so, wucka —repitió la criatura mientras señalaba a Guenhwyvar y al túnel de salida antes de apartarse a un lado para dejar paso a la drow.

Catti-brie atravesó la caverna, y propinó una bofetada a un goblin que no se apartó de su camino con suficiente rapidez. La criatura reaccionó enarbolando su espada, pero la joven no se amilanó, y un grito del cabecilla goblin, que todavía tenía enroscada a sus tobillos a la pantera, frenó en seco el ataque de su secuaz.

Catti-brie se rio en su fea cara, y le mostró que llevaba empuñada una daga, una magnífica arma recamada, bajo los pliegues de su hermosa túnica.

Por fin entró en el túnel y siguió caminando pausadamente un buen trecho. Luego se detuvo, miró tras de sí, y sacó la estatuilla.

En la caverna, el cabecilla goblin alardeaba de su nueva adquisición ante la tribu, explicando lo listo que era y cómo se había aprovechado de «esa estúpida hembra drow» para adueñarse de su gato. No importaba que los demás goblins hubieran presenciado toda la escena; en la cultura goblin, la historia se recreaba casi a diario.

La mueca engreída del reyezuelo se desvaneció rápidamente cuando apareció a sus pies una niebla gris que envolvió a la pantera, y la forma material del animal empezó a disiparse.

El goblin prorrumpió en gritos de protestas y maldiciones, y se arrodilló en el suelo para sujetar a la pantera, que desaparecía a ojos vista.

Una zarpa enorme salió disparada entre las volutas grises, se cerró sobre el pescuezo del líder y tiró de la miserable criatura hacia sí. Luego sólo quedó la niebla, y el sorprendido y obtuso goblin se encontró haciendo un viaje con la pantera al plano astral.

Los otros goblins chillaron y echaron a correr en cualquier dirección, de modo que tropezaron y se atropellaron unos a otros. Algunos pensaron ir en persecución de la mujer drow, pero, para cuando quisieron organizarse, Catti-brie se encontraba ya muy lejos, corriendo a toda velocidad por el corredor y felicitándose por ser una chica tan lista.

Los túneles le resultaban familiares; demasiado familiares. ¿Cuántas veces un Drizzt Do’Urden más joven había recorrido estos mismos caminos, por lo general actuando como avanzadilla de una patrulla drow? Más tarde, Guenhwyvar lo había acompañado; ahora estaba solo.

Cojeaba ligeramente, ya que una de sus rodillas estaba debilitada todavía por el impacto del nuker.

Sin embargo, no quiso utilizar aquello como excusa para retrasar su marcha de Blingdenstone. Sabía que el tiempo apremiaba, y Belwar, aunque su partida apenaba al capataz, no había discutido la decisión de Drizzt de ponerse en camino; este detalle confirmó al drow su sospecha de que los demás svirfneblis querían que abandonara la ciudad.

Eso había ocurrido dos días atrás; dos días, y unos ochenta kilómetros de marcha a través de tortuosos corredores y cavernas. Drizzt se había cruzado con los rastros de, al menos, tres patrullas drows, lo que constituía un número de guerreros inusualmente elevado tan lejos de Menzoberranzan; un hecho que daba credibilidad a la manifestación de Belwar de que algo peligroso se estaba fraguando, que la reina araña estaba hambrienta. En las tres ocasiones, Drizzt podría haber rastreado las huellas del grupo drow e intentar unirse a él. Pensó en inventar alguna historia de que era un emisario de un comerciante de Ched Nasad. Las tres veces, a Drizzt le faltó valor para hacerlo, y continuó en dirección a Menzoberranzan aplazando el fatídico momento de entrar en contacto con los suyos.

Ahora los túneles le eran muy, muy conocidos, y ese momento se le echaba encima.

Midió cada paso que daba, guardando un completo silencio, al entrar en un túnel más amplio. Oyó algo de ruido un poco más adelante, el roce de muchos pies. No eran pies drows, de eso estaba seguro; los elfos oscuros no hacían ruido al andar.

El vigilante trepó por la irregular pared y avanzó a lo largo de un saliente rocoso que corría tres metros y medio por encima del suelo. Hubo un momento en que la cornisa se interrumpió, y Drizzt se vio obligado a colgarse de las puntas de los dedos para salvar a pulso el tramo perpendicular; pero eso no obstaculizó su avance, y siguió adelante en el más completo silencio.

Se quedó tan inmóvil como una estatua al oír más ruido de movimiento al frente. Por fortuna, el saliente volvía a ensancharse, y el vigilante pudo sostenerse sin ayuda de las manos; cauteloso, desenvainó las cimitarras, concentrándose para que Centella no emitiera su fulgor interno.

Guiado por el ruido de sorbidos giró en un recodo, y vio una horda apiñada de humanoides bajos que llevaban capas raídas, con las capuchas tan caladas que les cubrían el rostro. No decían una sola palabra, y deambulaban al buen tuntún; sólo sus pies, anchos como los de los patos, descubrieron a Drizzt que eran goblins.

Goblins esclavos, dedujo por su forma de moverse y su postura encorvada, reflejo de sus espíritus doblegados.

Drizzt siguió observando en silencio durante un rato, intentando localizar a los drows encargados de conducir al hatajo de esclavos. Había unos ochenta goblins por lo menos en esta caverna, apiñados en torno a la pequeña laguna que los drows llamaban el estanque de Heldaeyn, cogiendo agua con las manos y llevándosela a la boca como si hiciera muchos días que no bebían.

Probablemente era así. Drizzt atisbó un par de rotes, el pequeño ganado de la Antípoda Oscura, deambulando por los alrededores, y dedujo que este grupo había salido de la ciudad en busca de reses perdidas. En estas expediciones, a los esclavos se les daba poco o nada de comida, a pesar de que llevaban provisiones abundantes. Los guardias drows de la escolta, por el contrario, consumían generosas raciones, por lo general delante de los hambrientos esclavos.

El chasquido de un látigo hizo que los goblins se incorporaran y se apartaran del borde del estanque. Dos soldados drows, un varón y una mujer, aparecieron en el campo visual de Drizzt. Charlaban despreocupadamente y la mujer chasqueaba su látigo cada dos por tres.

Otro drow impartió algunas órdenes desde el otro lado de la caverna, y los goblins empezaron a alinearse en una fila irregular que más parecía un enjambre alargado que una formación ordenada.

Drizzt comprendió que este era el momento más oportuno de salir a descubierto. Los conductores de esclavos eran los grupos menos organizados y disciplinados de los regimientos de Menzoberranzan destinados a servicios fuera de la ciudad. Esta clase de tropa estaba formada generalmente por elfos oscuros de distintas casas y una dotación de jóvenes drows estudiantes de las tres escuelas de la Academia.

Drizzt se deslizó de la repisa silenciosamente y rodeó la esquina del muro; al salir a plena vista, ejecutó las acostumbradas señas manuales de saludo a los drows que estaban en la caverna, bien que sentía los dedos torpes realizando los intrincados movimientos.

La mujer dio un empujón a su acompañante varón para que se adelantara, y ella se situó a su espalda. Al punto, la mano del drow se alzó, sosteniendo una de las típicas ballestas de mano; el dardo, con toda probabilidad, debía de estar untado con un potente narcótico.

¿Quién eres?, preguntaron los dedos de la mujer por encima del hombro del soldado.

—El único superviviente de una patrulla que se aventuró cerca de Blingdenstone —respondió Drizzt.

—En tal caso, deberías estar en camino a Tier Breche para informar —contestó la mujer en voz alta.

El sonido de su voz, tan típico de las mujeres drows, unas voces que podían ser increíblemente melodiosas o increíblemente estridentes, hizo que los recuerdos de aquellos años lejanos acudieran en tropel a la mente de Drizzt; en ese momento fue plenamente consciente de que se encontraba a unos cuantos centenares de metros de Menzoberranzan.

—No tengo ningunas ganas de aparecer por allí solo —repuso Drizzt—. Y menos siendo portador de esa noticia.

El vigilante sabía que era un razonamiento perfectamente lógico. Si en realidad hubiera sido el único superviviente de una patrulla perdida, se lo habría sometido a un interrogatorio exhaustivo en la Academia drow, probablemente incluso lo habrían torturado hasta que los maestros estuvieran seguros de que no había actuado como traidor en la suerte corrida por la patrulla o hasta que muriera, ya fuera lo uno o lo otro lo que ocurriera primero.

—¿Cuál es la primera casa? —preguntó la drow mirando fijamente los ojos de color de espliego de Drizzt.

—Baenre —respondió inmediatamente, pues esperaba algún tipo de interrogatorio. Los espías de ciudades rivales no eran algo nuevo en Menzoberranzan.

—¿Su hijo más joven? —inquirió la mujer astutamente. Frunció los labios en una mueca lasciva y hambrienta, sin dejar de observar los insólitos ojos de Drizzt.

Por una afortunada coincidencia, Drizzt había asistido a la Academia en el mismo curso del hijo menor de la casa Baenre… siempre y cuando la anciana matrona Baenre no hubiera dado a luz a otro vástago en las tres décadas que llevaba ausente Drizzt.

—Berg’inyon —respondió con aire de seguridad mientras cruzaba las manos sobre el cinturón en un gesto jactancioso, pero que dejaba las empuñaduras de las cimitarras a su alcance.

—¿Quién eres? —inquirió la mujer otra vez, que se humedeció los labios, obviamente intrigada.

—Nadie que tenga importancia —repuso Drizzt, que esbozó una sonrisa en consonancia con la de la mujer y sostuvo su mirada con igual intensidad.

La drow dio una palmada en el hombro de su acompañante y le indicó con un ademán que se marchara.

¿Quedo relevado de este miserable servicio?, inquirió el varón con el lenguaje de señas, y una patente expresión esperanzada en su rostro.

—El bol ocupará tu puesto hoy —ronroneó la mujer, calificando a Drizzt con la palabra drow que describía algo misterioso o fascinante.

El soldado sonrió de oreja a oreja y se dispuso a guardar la ballesta de mano. Al reparar en que estaba amartillada y a punto, alzó la vista hacia un grupo cercano de goblins; su sonrisa se hizo aún más amplia y, en lugar de guardar el arma, apuntó para disparar.

Drizzt no alteró el gesto, aunque le dolía ver que se diera un trato tan ruin incluso a unos goblins.

—No —intervino la mujer, que sujetó al soldado por la muñeca. Luego quitó el dardo y lo reemplazó por otro—. El tuyo dormiría a la criatura —explicó con una aguda risita.

El varón la miró pensativo un instante, pero enseguida cayó en la cuenta. Apuntó a un goblin que se había quedado rezagado junto al estanque, y disparó. La criatura dio un brinco cuando el pequeño dardo se le clavó en la espalda. Hizo intención de volverse, pero se desplomó sobre el agua.

Drizzt se mordió los labios, comprendiendo, al ver los inútiles pataleos del goblin, que el dardo proporcionado por la mujer estaba impregnado con una poción paralizadora, pero que mantenía consciente a la desdichada criatura. El goblin, que apenas controlaba sus miembros, se ahogaría y, lo que era peor, sabría su cruel destino. Se las ingenió para arquear la espalda lo suficiente para sacar la cabeza del agua, pero Drizzt sabía que se cansaría mucho antes de que los efectos de la perversa pócima se pasaran.

El soldado rio de buena gana, guardó la ballesta en su pequeña funda, que llevaba sujeta en diagonal en la parte baja del tórax, y se metió por el túnel que había a la izquierda de Drizzt. Sólo se había alejado una docena de pasos cuando la mujer empezó a chasquear su látigo mientras impartía órdenes a los escasos guardias drows para que pusieran en marcha la caravana por el túnel de la derecha.

Un instante después, se volvió hacia Drizzt y le lanzó una mirada fría y amenazadora.

—¿Qué haces ahí parado? —lo apremió.

El vigilante señaló al goblin caído en el estanque; los pataleos de la criatura eran muy débiles y sólo sostenía la cabeza fuera del agua a duras penas. Drizzt se las arregló para soltar una risotada, como si le divirtiera el macabro espectáculo, pero en realidad se estaba planteando seriamente abalanzarse sobre la perversa mujer y atravesarla con sus cimitarras.

Mientras salían de la pequeña caverna, el elfo oscuro buscó la ocasión de llegar hasta el goblin y sacar a la criatura del agua para que tuviera alguna oportunidad de escapar a su triste destino, pero la drow no le quitó la vista de encima un solo momento, y Drizzt comprendió que tenía algo más en mente que el simple hecho de incluirlo en la caravana de esclavos. Después de todo, ¿por qué no se había marchado ella, en lugar de relevar al otro guardia, cuando el nuevo conductor de esclavos había llegado de manera tan inesperada?

Los últimos chapoteos del moribundo goblin siguieron a Drizzt fuera de aquel lugar. El drow renegado tragó saliva para quitarse el amargo sabor a bilis de la boca. Por muchas veces que lo presenciara, jamás se acostumbraría a la brutalidad de su gente.

Y Drizzt se alegraba de que fuera así.