Diosa insaciable
Normalmente, el consejero Firble de Blingdenstone disfrutaba de sus expediciones fuera de la profunda ciudad enana, pero no hoy. El hombrecillo se encontraba en una pequeña cámara, si bien sus dimensiones le parecían enormes ya que se sentía muy vulnerable. Mataba el tiempo dando puntapiés a las piedras sueltas del suelo, por lo demás liso, con las manos enlazadas a la espalda y, de vez en cuando, se pasaba los dedos por su casi calva cabeza, enjugando las gotitas de sudor.
Una docena de túneles desembocaba en esta cámara, y a Firble lo consoló un poco saber que cuarenta guerreros svirfneblis aguardaban cerca para acudir prestos en su ayuda, incluidos varios chamanes con piedras encantadas con las que podían invocar elementales terrestres. Sin embargo, Firble conocía a los drows de Menzoberranzan, la ciudad situada setenta kilómetros al este de Blingdenstone, mejor que cualquier otro svirfnebli, y ni siquiera la presencia de la escolta armada conseguía que se sintiera tranquilo. El consejero enano sabía bien que si los elfos oscuros habían planeado hacer de este encuentro una emboscada, entonces ni todos los enanos ni toda la magia de Blingdenstone serían quizá suficientes.
Un taconeo familiar sonó en el túnel que se abría al otro lado de la cámara y, un instante después, apareció Jarlaxle, el extraordinario mercenario drow, con su sombrero de ala ancha adornado con una enorme pluma de diatryma y su chaleco corto que dejaba a la vista el musculoso estómago. Se encaminó hacia el enano, lanzando al tiempo rápidas ojeadas a uno y otro lado para abarcar la escena en conjunto, y luego se inclinó en una profunda reverencia mientras hacía una ostentosa floritura con el sombrero.
—¡Saludos! —dijo Jarlaxle cordialmente, a la par que se erguía y, con unos rápidos movimientos de malabarismo, se pasaba el sombrero a lo largo del brazo para, con un brusco impulso, lanzarlo al aire en un giro que lo colocó sobre su afeitada cabeza.
—Muy animado te veo hoy —comentó Firble.
—¿Y por qué no iba a estarlo? —preguntó el drow—. ¡Es otro día glorioso en la Antípoda Oscura! Un día para disfrutarlo.
Firble no parecía muy convencido, pero sí sorprendido, como siempre, por el dominio del lenguaje svirfnebli demostrado por el drow. Jarlaxle lo hablaba con la soltura y la facilidad de cualquier habitante de Blingdenstone, si bien el mercenario utilizaba la sintaxis más común a la lengua drow, y no la forma inversa preferida por la mayoría de los enanos.
—Muchas cuadrillas de mineros svirfneblis han sido atacadas —dijo Firble con un tono que rayaba la acusación—. Cuadrillas que trabajaban al oeste de Blingdenstone.
Jarlaxle sonrió con fingida inocencia y alzó las manos.
—¿Ched Nasad? —sugirió, haciendo referencia a la otra ciudad drow más próxima.
—¡Menzoberranzan! —afirmó Firble. Ched Nasad estaba a muchas semanas de viaje—. Uno de los elfos oscuros llevaba el emblema de una casa de Menzoberranzan.
—Bandas de camorristas —razonó Jarlaxle—. Guerreros jóvenes en busca de diversión.
Los labios de Firble casi desaparecieron al apretarlos en un gesto iracundo. Tanto Jarlaxle como él sabían que las incursiones drows no eran obra de unos jóvenes pendencieros. Los ataques habían sido coordinados y ejecutados a la perfección, con el resultado de muchos svirfneblis asesinados.
—¿Qué más puedo decir? —preguntó Jarlaxle inocentemente—. Sólo soy un peón en el juego. —Firble resopló desdeñoso—. Agradezco la importancia que me atribuyes —añadió el mercenario sin perder comba—. Oh, vamos, querido Firble, ya hemos discutido esto anteriormente. Los acontecimientos están fuera de mi control esta vez.
—¿Qué acontecimientos? —lo apremió Firble.
Jarlaxle y él se habían reunido en otras dos ocasiones en el transcurso de los dos últimos meses para tratar este mismo tema. La actividad drow cerca de la ciudad svirfnebli se había incrementado de manera alarmante. En cada entrevista, Jarlaxle había hecho alusiones muy ambiguas acerca de grandes acontecimientos, pero nunca había dicho nada concreto ni le había hecho revelación alguna a Firble.
—¿Hemos venido para jugar a los equívocos otra vez? —exclamó el mercenario con cansancio—. De verdad, querido Firble, empiezo a estar harto de tus…
—Hemos capturado a un drow —lo interrumpió el enano, cruzándose de brazos, como si la noticia fuera importante, La expresión de Jarlaxle se tornó incrédula y el elfo oscuro abrió las manos como diciendo: «¿y qué?».
—Creemos que este drow es oriundo de Menzoberranzan —prosiguió Firble.
—¿Una mujer? —preguntó Jarlaxle, pensando que el enano, quien aparentemente consideraba vital su información, debía de estar refiriéndose a una gran sacerdotisa. El mercenario no había oído comentarios sobre la desaparición de ninguna sacerdotisa, salvo, naturalmente, la de Jerlys Horlbar, que para el caso no contaba.
—Un varón —contestó Firble, y de nuevo la expresión de Jarlaxle se tornó dubitativa.
—Entonces, ejecutadlo —razonó el pragmático mercenario.
El enano tensó los brazos cruzados y empezó a dar golpecitos con el pie en el suelo, impaciente.
—Vamos, Firble, ¿de verdad crees que tener prisionero a un varón drow pone a vuestra ciudad en situación de negociar? —inquirió el mercenario—. ¿Esperas que vuelva corriendo a Menzoberranzan suplicando por la vida de un varón? ¿Esperas que las madres matronas regentes pongan fin a la actividad en esta zona por salvarlo?
—¡Entonces, admites actividad autorizada en esta zona! —replicó el svirfnebli, que apuntaba con el dedo a Jarlaxle como si pensara que había pillado al mercenario en un renuncio.
—Hablo hipotéticamente —lo corrigió Jarlaxle—. Di por buena tu suposición para poder sacar una conclusión acertada de tus intenciones.
—No tienes ni idea de cuáles son mis intenciones, Jarlaxle —afirmó Firble. Sin embargo, saltaba a la vista que la actitud fría del mercenario estaba poniendo nervioso al enano. Siempre ocurría lo mismo. Firble sólo se reunía con el drow cuando la situación en Blingdenstone era crítica, y a menudo estos encuentros le salían muy caros en gemas y otros tesoros—. De acuerdo, fija tu precio.
—¿Mi precio?
—Mi ciudad corre peligro —repuso Firble con aspereza—. ¡Y tú sabes por qué!
El mercenario no respondió. Se limitó a sonreír y se apartó un poco del enano.
—También sabes el nombre del drow que hemos capturado —continuó Firble, intentando parecer tan astuto como él. Por primera vez, el mercenario dejó entrever su interés, aunque muy brevemente.
En realidad, Firble no tenía intención de llevar la conversación tan lejos. No quería revelar la identidad del «prisionero». Después de todo, Drizzt Do’Urden era amigo de Belwar Dissengulp, el muy honorable capataz. Drizzt nunca había sido enemigo de Blingdenstone, e incluso había ayudado a los svirfneblis veinte años atrás, cuando estuvo en la ciudad por primera vez. Según se decía, el drow renegado había ayudado a los svirfneblis otra vez a su regreso, combatiendo contra su propia gente en los túneles.
Aún así, la lealtad de Firble para con su gente y su ciudad estaba antes que nada, y, si revelar el nombre de Drizzt a Jarlaxle ayudaba a los enanos en la apurada situación actual, si servía para descubrir cuáles eran esos acontecimientos tan importantes a los que el mercenario hacía constantes alusiones, para Firble merecía la pena pagar ese precio.
Jarlaxle guardó un largo silencio, intentando calcular hasta dónde podía llevar esta conversación que tan repentinamente había tomado un rumbo interesante. Supuso que el drow era algún malhechor, quizás un antiguo miembro de Bregan D’aerthe a quien habían dado por perdido en los túneles exteriores. O quizá los enanos habían echado el lazo a un noble de una de las casas de mayor rango, lo que sería un buen botín. Los ojos de Jarlaxle, rojos como rubíes, brillaron con la perspectiva de los beneficios que Bregan D’aerthe podría obtener por el supuesto noble.
—¿Tiene nombre ese prisionero? —preguntó el mercenario.
—Un nombre familiar para ti y para nosotros —contestó Firble, creyéndose muy listo y suponiendo que ahora dominaba la situación, algo que no solía ocurrir en los tratos con el astuto mercenario.
Su enigmática respuesta, sin embargo, había dado más información a Jarlaxle de lo que había sido su intención. Pocos drows eran conocidos por sus nombres entre los enanos de Blingdenstone, y el mercenario podía averiguar fácilmente el paradero de esos contados elfos oscuros. Los ojos de Jarlaxle se abrieron de par en par bruscamente, pero enseguida recobró la compostura mientras su mente seguía el hilo de una nueva posibilidad.
—Háblame de esos acontecimientos —exigió Firble—. ¿Por qué Menzoberranzan se está acercando tanto a Blingdenstone? ¡Dímelo y, a cambio, yo te daré el nombre de ese drow!
—Dámelo o no, eso queda a tu elección —se burló Jarlaxle—. En cuanto a los acontecimientos, ya te he dicho que busques a los responsables en Ched Nasad, o entre jóvenes revoltosos, quizás estudiantes de la Academia.
Firble empezó a dar brincos, con los puños levantados como si tuviera intención de abalanzarse sobre el imprevisible mercenario y propinarle un puñetazo. Su sensación de superioridad, de estar en ventaja, había sido borrada de un plumazo.
—Querido Firble —dijo el mercenario con tono apaciguador—. Sinceramente, no deberíamos reunirnos a menos que tuviéramos asuntos más importantes que discutir. Tú y tu escolta no deberíais estar tan lejos de la ciudad en estos tiempos conflictivos, de verdad.
Sin poder remediarlo, el pequeño svirfnebli dejó escapar un gemido de frustración ante las repetidas insinuaciones del mercenario de que algo terrible estaba pasando, de que la creciente actividad drow estaba relacionada con un plan de gran envergadura.
Pero Jarlaxle —con el brazo izquierdo cruzado sobre el pecho, el codo del otro apoyado en la mano, y la barbilla descansando en la palma derecha— mantenía una actitud imperturbable, dando la impresión de que todo aquello le resultaba divertido. Firble comprendió que hoy no obtendría ninguna información veraz, así que saludó con una brusca inclinación de cabeza, giró sobre sus talones, y salió de la cámara propinando patadas a todas las piedras que encontró en su camino.
El mercenario mantuvo su postura relajada durante un tiempo después de la marcha del enano y luego, con actitud despreocupada, alzó una mano e hizo un gesto de llamada dirigido al túnel que había a sus espaldas. Por él salió un humano, si bien sus ojos tenían el brillo rojizo de la visión infrarroja, común entre las razas de la Antípoda Oscura, y que era un regalo de una gran sacerdotisa.
—¿Te pareció divertido? —preguntó Jarlaxle en el lenguaje de la superficie.
—Y muy instructivo —respondió Entreri—. Cuando lleguemos a la ciudad, no te costará mucho trabajo descubrir la identidad del drow capturado.
Jarlaxle miró al asesino con extrañeza.
—¿Aún no la has adivinado?
—No tengo noticias de que haya desaparecido ningún noble —contestó Entreri, aprovechando para observar detenidamente al mercenario mientras hablaba. ¿Es que se le había pasado algo por alto?—. Indiscutiblemente, su prisionero tiene que ser un noble, ya que su nombre no sólo es conocido para ti, sino para los enanos. Un noble, o un comerciante drow ambulante.
—Supón que te digo que el drow que está en Blingdenstone no es un prisionero —insinuó Jarlaxle mientras una sonrisa irónica se plasmaba en su semblante, negro como el ébano.
Entreri lo miró fijamente, sin comprender, aparentemente, lo que intentaba insinuarle el mercenario.
—Ah, claro —dijo al cabo de un momento Jarlaxle—. No estás al corriente de los acontecimientos que tuvieron lugar hace años y, por lo tanto, es imposible que ates cabos. Hubo una vez un drow que abandonó Menzoberranzan y, durante su viaje a la superficie, hizo un alto para vivir entre los enanos un tiempo. Aunque jamás habría imaginado que regresaría.
—No puedes estar refiriéndote a… —empezó Entreri, que se quedó casi sin aliento.
—¡Precisamente! —confirmó Jarlaxle mientras volvía la vista hacia el túnel por el que Firble había desaparecido—. Por lo visto, la mosca ha venido a las arañas.
Entreri no salía de su asombro. ¡Drizzt Do’Urden de vuelta en la Antípoda Oscura! ¿Qué consecuencia tenía eso en la proyectada incursión a Mithril Hall? ¿Se dejarían de lado los planes? Y él, ¿se vería privado de la última oportunidad de volver a ver la superficie?
—¿Qué vamos a hacer? —le preguntó al mercenario con un asomo de desesperación en el tono de voz.
—¿Hacer? —repitió Jarlaxle. Se echó hacia atrás y rio con todas sus ganas—. ¿Hacer? —dijo otra vez, como si la idea fuera absurda—. ¡Vaya, pues quedarnos sentados y disfrutarlo, por supuesto!
Su respuesta no sorprendió demasiado a Entreri, sobre todo después de que el asesino recapacitara un momento. A Jarlaxle le encantaban las ironías —por eso medraba en el caótico mundo de los drows— y este giro inesperado en los acontecimientos cumplía con todos los requisitos. Para Jarlaxle la vida era un juego en el que había que participar y divertirse sin reparar en las consecuencias o la integridad.
En otros tiempos, Entreri habría convenido totalmente con esa actitud, incluso la había adoptado de vez en cuando, pero no ahora. Era mucho lo que estaba en juego para el pobre y desesperado Artemis Entreri. La presencia de Drizzt a tan poca distancia de Menzoberranzan planteaba serios interrogantes para el futuro del asesino, un futuro que se presentaba realmente negro.
Jarlaxle se echó a reír otra vez con todas sus ganas. Entreri estaba muy serio, con la mirada prendida en el túnel que se dirigía hacia la ciudad enana, pero lo que veía en realidad con los ojos de su imaginación era el rostro, los ojos de color violeta, de su más odiado enemigo.
Para Drizzt fue un gran alivio verse en un entorno familiar. Se dijo que debía de estar soñando, pues la pequeña vivienda de piedra estaba exactamente como la recordaba, incluida la hamaca en la que se encontraba tumbado.
Pero Drizzt sabía que esto no era un sueño, y lo sabía por el hecho de que no sentía nada de cintura para abajo, ni las cuerdas de la hamaca ni siquiera un cosquilleo en sus pies descalzos.
—¿Ya has despertado? —llegó la pregunta desde la habitación trasera, más pequeña, de la vivienda. Las palabras conmovieron profundamente al elfo oscuro, pues habían sido pronunciadas en el lenguaje svirfnebli, esa curiosa mezcla de melódicas inflexiones elfas y fuertes consonantes enanas. El significado de las palabras svirfneblis cobró sentido de inmediato en la mente de Drizzt, pese a que no había oído ni hablado este idioma desde hacía más de veinte años. Le costó trabajo volver la cabeza para mirar al capataz que se acercaba a él.
El corazón le dio un vuelco al verlo.
Belwar había envejecido un poco, pero todavía se conservaba fuerte. Entrechocó sus «manos» al comprobar que, efectivamente, Drizzt, su antiguo amigo, estaba despierto.
Al elfo oscuro le complació ver aquellas manos, unas obras de arte de mithril, que coronaban los brazos del enano. El propio hermano de Drizzt había cortado las manos de Belwar el día en que el capataz y el elfo oscuro se conocieron. Una cuadrilla de mineros svirfneblis y una patrulla drow habían sostenido una batalla, y, al principio, Drizzt había caído prisionero de Belwar. Pero Dinin vino raudo en ayuda de su hermano y las tornas cambiaron enseguida.
Dinin habría matado a Belwar de no ser por la intervención de su hermano menor, si bien Drizzt dudó que su intento de salvar la vida del enano hubiera merecido la pena, ya que Dinin dio la orden de mutilarlo. En la cruel Antípoda Oscura, las criaturas tullidas no solían sobrevivir mucho tiempo.
Cuando Drizzt se encontró de nuevo con Belwar el día que entró en Blingdenstone como refugiado de Menzoberranzan, descubrió que, a diferencia de lo que ocurría entre los suyos, los svirfneblis habían socorrido a su compañero herido fabricando unos ingeniosos apéndices que se acoplaban a los muñones. En el brazo derecho, el muy honorable capataz (como los enanos de las profundidades llamaban a Belwar) llevaba un martillo de mithril adornado con runas mágicas y dibujos de criaturas fabulosas, incluido un elemental terrestre. El zapapico doble que Belwar llevaba en el brazo izquierdo no era menos espectacular. Eran unas herramientas formidables para cavar y luchar, y aún las hacía más formidables el hecho de que los chamanes svirfneblis las hubieran dotado con poderes mágicos. Drizzt había visto a Belwar excavar un agujero a un ritmo tan rápido que parecía que en lugar de ser de sólida roca la pared fuera de tierra.
Se alegraba de ver que Belwar había seguido prosperando, que su primer amigo de otra raza, su primer amigo de verdad aparte de Zaknafein, se encontraba bien.
—Magga cammara, elfo —comentó el svirfnebli con una risita mientras caminaba alrededor de la hamaca—. ¡Pensé que nunca te ibas a despertar!
Magga cammara, repitió para sus adentros Drizzt. «Por las piedras». La curiosa frase, que Drizzt no había oído hacía más de veinte años, hizo que el elfo oscuro se sintiera a gusto y trajo a su mente el recuerdo de aquellos días tranquilos que había pasado en Blingdenstone como invitado de Belwar.
Salió de su ensoñación y reparó en que el enano se había parado a sus pies y los observaba detenidamente.
—¿Qué tal los sientes? —preguntó Belwar.
—No los siento —contestó Drizzt.
El enano movió la calva cabeza arriba y abajo y se rascó la prominente nariz con la punta del zapapico.
—Es el efecto del golpe del nuker —comentó.
Drizzt no contestó, pero su expresión era de desconcierto.
—Te atizaron con un nuker —repitió Belwar mientras se dirigía hacia un armario empotrado. Enganchó la puerta con el zapapico y la abrió; luego manipuló con cuidado las dos «manos» para coger un objeto que había dentro y lo sacó para mostrárselo a Drizzt.
»Un arma de nuevo diseño —explicó—. Se inventó hace cosa de cinco años.
Drizzt pensó que el objeto semejaba la cola de un castor, con un mango corto para agarrarlo en la parte más estrecha, y el extremo más ancho curvado en un ángulo agudo. Toda la superficie era lisa, con la notable salvedad de un borde aserrado.
—Esto es un nuker —dijo Belwar mientras lo alzaba. El arma se le escurrió y cayó al suelo. El enano se encogió de hombros y golpeó sus manos de mithril—. ¡Suerte que tengo mis propias armas! —comentó, a la par que entrechocaba de nuevo el zapapico y el martillo.
»Y tú tienes suerte, Drizzt Do’Urden, de que algunos de los svirfneblis que estaban en la batalla te reconocieran —añadió. El elfo oscuro resopló; en estos momentos no se sentía muy afortunado—. Podrían haberte golpeado con el borde aserrado. ¡Te habrían partido la espina dorsal!
—Me siento como si la tuviera partida —comentó Drizzt.
—No, no, sólo insensibilizada. —Belwar se dirigió de nuevo a los pies de la hamaca y tocó con la punta del zapapico en la planta de uno de los pies del drow. Drizzt hizo una mueca de dolor y dio un respingo—. ¿Ves? Ya empiezas a recuperar la sensación —lo animó Belwar, y, esbozando una sonrisa maliciosa, pinchó la planta del pie otra vez.
—Y volveré a caminar, capataz —juró el elfo oscuro que, a pesar del gran alivio que sentía, habló con un tono amenazador para seguir el juego a su amigo.
—¡Eso tardará un poco más! —Belwar repitió el pinchazo y se echó a reír—. ¡Pero, prepárate, porque muy pronto también empezarás a sentir cosquillas!
Drizzt tenía la impresión de haber vuelto a los buenos tiempos de antaño; incluso parecía que le hubieran quitado la carga de los acuciantes problemas que lo agobiaban. Qué alegría volver a ver a su viejo amigo, este enano que lo había acompañado, por pura lealtad, a las regiones salvajes de la Antípoda Oscura, que había sido capturado junto con él por los desolladores mentales, y había luchado codo con codo a su lado para escapar.
—Fue una coincidencia, afortunada tanto para mí como para tus colegas que estaban en los túneles, que me encontrara en aquella zona en aquel preciso momento —dijo Drizzt.
—No creo que fuera sólo cosa de casualidad —contestó Belwar, y una expresión sombría sustituyó la alegre de antes—. Las luchas son algo frecuente ahora. Una a la semana, por lo menos, y muchos svirfneblis han muerto.
Drizzt estrechó los ojos e intentó asimilar la desagradable noticia.
—Se dice que Lloth está hambrienta de sangre —continuó Belwar—, y la vida no ha sido fácil para los enanos de Blingdenstone últimamente. Estamos intentando descubrir la causa.
Drizzt se reafirmó en su decisión; ahora, más que nunca, estaba convencido de que había hecho bien regresando. Allí había algo más que un simple intento de volver a capturarlo. Lo que había dicho Belwar, aquella afirmación de que Lloth estaba hambrienta, parecía atinada.
Otro pinchazo fuerte en la planta del pie le hizo abrir los ojos bruscamente y vio al capataz mirándolo sonriente, superado ya, al parecer, su sombrío estado de ánimo por los recientes acontecimientos.
—¡Basta de preocupaciones! —declaró Belwar—. ¡Han pasado veinte años y tenemos mucho que contarnos! —Se agachó a coger una de las botas de Drizzt y olisqueó la suela—. ¿Encontraste la superficie? —preguntó, sinceramente ilusionado.
Los dos amigos pasaron el resto del día intercambiando historias, si bien Drizzt fue el que más habló al ser el que había estado en un mundo tan diferente. Muchas veces, Belwar dio un respingo de asombro y otras muchas rio; en un momento determinado, compartió tristeza y lágrimas con su amigo drow, al parecer sinceramente apenado por la pérdida de Wulfgar.
Drizzt supo entonces que había vuelto a encontrar a otro de sus más queridos amigos. Belwar escuchaba atentamente, con interés, cada palabra de Drizzt, facilitando que el elfo oscuro lo hiciera partícipe de sus emociones más íntimas de los últimos veinte años con el callado respaldo de un verdadero amigo.
Después de cenar, Drizzt dio unos cuantos pasos vacilantes, y Belwar, que ya había visto antes los efectos debilitadores de un nuker bien manejado, le aseguró al drow que estaría corriendo otra vez por los corredores llenos de escombros dentro de uno o dos días.
Era una buena noticia… a medias. Ni que decir tiene que a Drizzt lo alegraba saber que se curaría, pero una pequeña parte de su ser deseaba que el proceso se hubiera alargado un poco más para que su estancia con Belwar fuera más extensa. El elfo oscuro sabía que, en cuanto sus condiciones físicas se lo permitieran, habría llegado el momento de terminar el viaje, de regresar a Menzoberranzan e intentar poner fin a la amenaza.