12

Estar a la altura de las circunstancias

—Podemos derrumbar todo este sector —señaló el general Dagnabit, poniendo el regordete dedo en un punto del mapa extendido sobre la mesa.

—¿Derrumbarlo? —bramó el camorrista—. Si lo hundís, ¿cómo vamos a matar a esos apestosos drows?

Regis, que había convocado esta reunión, observó con incredulidad a Dagnabit y a los otros tres comandantes enanos agrupados en torno a la mesa. Luego volvió la vista hacia Pwent.

—El techo aplastaría a esos apestosos drows —explicó.

—¡Bah! —resopló el camorrista—. ¿Qué hay de divertido en eso? Yo quiero engrasar mi armadura con sangre drow, pero con vuestro estúpido plan tendré que pasarme un mes cavando para encontrar un cadáver contra el que restregarme.

—Dirige la carga de este lado —sugirió Dagnabit, señalando otro sector de corredores dibujados en el mapa—. Los demás dejaremos que nos saques treinta metros de ventaja antes de seguirte.

Regis lanzó una mirada severa al general, que repitió con todos y cada uno de los otros enanos, quienes movían la cabeza arriba y abajo en señal de conformidad. Dagnabit bromeaba sólo a medias, y Regis lo sabía. No había muchos en el clan Battlehammer que llorarían si el maloliente Thibbledorf Pwent era una de las bajas en la posible batalla contra los elfos oscuros.

—Derrumbad el túnel —aceptó Regis para atraer de nuevo su atención al asunto que tenían entre manos—. Necesitaremos unas defensas firmes aquí y aquí —añadió, señalando los dos únicos sectores abiertos en el complejo de túneles inferiores—. Tengo una reunión hoy mismo con Berkthgar de Piedra Alzada.

—¿Es que piensas traer aquí abajo a los apestosos humanos? —preguntó Pwent.

Incluso los enanos, partidarios del olor penetrante a cuerpos polvorientos y sudorosos, torcieron el gesto ante el comentario. En Mithril Hall se decía que el tufo del sobaco de Pwent podía hacer que se marchitara la flor más resistente desde una distancia de cincuenta metros.

—No tengo pensado qué hacer con los humanos —respondió Regís—. Ni siquiera les he hablado de mi sospecha de que los drows preparan un ataque. Si aceptan unirse a nuestra causa, y no veo motivos para que no lo hagan, imagino que lo más sensato sería mantenerlos lo más lejos posible de los túneles inferiores, aun en el caso de que decidiéramos alumbrar esos pasadizos.

—Una sabia decisión, no cabe duda —opinó Dagnabit al tiempo que hacía un gesto de aprobación—. Los hombres altos son más apropiados para combatir en las laderas. Me da en la nariz que los drows atacarán también rodeando las montañas, además de venir por los túneles.

—Los hombres de Piedra Alzada estarán esperándolos —añadió otro enano.

Desde las sombras de una puerta entreabierta, situada a un lado de la habitación, Bruenor Battlehammer observaba la escena con curiosidad. Estaba sorprendido por la rapidez con que Regis se había puesto al mando de la situación, sobre todo teniendo en cuenta que el halfling no disponía de su colgante con el rubí hipnótico. Tras soltar una buena reprimenda a Bruenor por no actuar con la rapidez y la firmeza que requería el caso y por sumirse de nuevo en su anterior actitud autocompasiva al perder el rastro de Drizzt y Catti-brie, el halfling, con Pwent pisándole los talones, había ido al encuentro del general Dagnabit y los otros comandantes militares.

Lo que sorprendía a Bruenor no era el hecho de que los enanos se metieran en preparativos de guerra con tan buena disposición, sino que Regis parecía haberse puesto al mando. El halfling, ni que decir tiene, había fraguado una mentira para asumir ese papel. Aprovechando la recaída de Bruenor en la apatía, Regis simulaba mantener reuniones con el rey enano y después convocaba a Dagnabit y a los otros jefes militares y fingía ser el portavoz de las órdenes de Bruenor.

Cuando descubrió el engaño, el rey enano quiso estrangular al halfling, pero Regis le había plantado la cara y ofreció, muy sinceramente, retirarse a un segundo plano si Bruenor quería ponerse al mando.

El enano hubiera querido poder hacerlo, deseaba desesperadamente recobrar ese nivel de energía, pero toda idea relacionada con la guerra lo conducía inevitablemente a recuerdos de sus recientes batallas anteriores, casi todas ellas al lado de Drizzt, Catti-brie y Wulfgar. Paralizado por aquellos dolorosos recuerdos, Bruenor se limitó a dar permiso al halfling para que se retirara y siguiera adelante con su pantomima.

Dagnabit era un buen estratega, pero su experiencia era muy limitada en cuanto a cualquier otra raza aparte de la enana y la estúpida goblin. Regis, en cambio, se contaba entre los mejores amigos de Drizzt, y había escuchado las historias del elfo oscuro referentes a su tierra y a su gente cientos de veces. También había sido uno de los mejores amigos de Wulfgar, de manera que comprendía a los bárbaros, a quienes los enanos necesitarían como aliados si la guerra tenía lugar.

Así y todo, Dagnabit nunca había simpatizado con nadie que no fuera enano, y el hecho de que aceptara sin reservas el consejo de un halfling —¡y de uno no conocido precisamente por su valentía!— sorprendía sobremanera a Bruenor.

También le remordía la conciencia. Bruenor conocía a los elfos oscuros y a los bárbaros tanto o más que Regis, y sabía las tácticas enanas mejor que nadie. Habría debido estar en esa mesa, señalando los sectores en el mapa; él habría debido ser, con Regis a su lado, quien negociara con Berkthgar el Intrépido.

Bruenor bajó la vista al suelo; se pasó una mano por la frente y a lo largo de la grotesca cicatriz que le surcaba el rostro. Sintió un dolor en el hueco de la cuenca ocular. Su corazón, también, estaba hueco, vacío por la pérdida de Wulfgar, partido por la certeza de que Drizzt y su adorada Catti-brie se encontraban en un grave peligro.

Los acontecimientos desencadenados estaban fuera del alcance de sus responsabilidades como rey de Mithril Hall. Su principal dedicación era para con sus hijos, uno de ellos perdido para siempre y la otra desaparecida, y para con sus amigos. La suerte de Catti-brie y de Drizzt ya no estaba en sus manos; sólo podía esperar que triunfaran, que sobrevivieran y volvieran a su lado, pues no tenía posibilidad alguna de reunirse con ellos y protegerlos.

Y jamás volvería a reunirse con Wulfgar.

El rey enano suspiró y dio media vuelta; caminó lentamente de regreso a su habitación vacía, sin advertir siquiera que la reunión había terminado.

Regis observaba a Bruenor en silencio desde la puerta, deseando fervientemente tener su colgante de rubí para intentar al menos reavivar el fuego del quebrantado enano.

Catti-brie examinó con desconfianza el ancho pasadizo que se extendía al frente, intentando distinguir formas precisas entre las numerosas estalagmitas. Había llegado a una zona donde el fango se alternaba con la piedra, y había visto las huellas claramente: eran de goblins, y muy recientes.

Ante ella surgía el lugar perfecto para una emboscada. Sacó una flecha de la aljaba sujeta a la parte posterior de la cadera, y aprestó su arco mágico, Taulmaril, el Buscador de Corazones. Metida bajo un brazo, lista para dejarla caer, estaba la figurilla de la pantera. Sopesó la conveniencia de llamar o no a Guenhwyvar; no tenía la certeza de que los goblins estuvieran por los alrededores —todos los pilares del pasaje parecían inofensivos—, pero sentía erizado el vello en la nuca.

La lógica se impuso a los instintos y la muchacha decidió no invocar al felino. Se pegó a la pared de la izquierda y empezó a avanzar lentamente, encogiéndose cada vez que el barro pegado a las botas sonaba al levantar un pie.

Había dejado atrás una docena de estalagmitas cuando la joven hizo un alto, arrimada todavía a la pared izquierda, y escuchó otra vez. Todo parecía estar tranquilo, pero no conseguía librarse de la sensación de que alguien vigilaba cada paso que daba, de que algún monstruo estaba al acecho a corta distancia, esperando para saltar sobre ella y estrangularla. ¿Es que iba a ser así todo el camino a través de la Antípoda Oscura?, se preguntó. ¿Acabaría volviéndose loca con los peligros imaginados? O, peor aún, ¿las falsas alarmas por corazonadas equivocadas la llevarían a bajar la guardia y cuando surgiera un peligro real la pillaría desprevenida?

Catti-brie sacudió la cabeza para despejar la mente y escudriñó el entorno al tenue fulgor mágico de las estrellas. Otra ventaja del regalo de la dama Alustriel era que los ojos de Catti-brie no emitían el delator brillo rojo de la visión infrarroja. Sin embargo, la joven, inexperta en tales temas, desconocía ese detalle; sólo sabía que las formas que había un poco más adelante le resultaban muy ominosas. El suelo y las paredes no eran tan sólidos como en otras partes del túnel. El fango y el agua fluían libremente por varios sectores. Muchas de las estalagmitas parecían tener extremidades: quizá brazos de goblins manejando armas mortíferas.

De nuevo, Catti-brie se obligó a desechar esas ideas inquietantes y reanudó la marcha, pero se frenó en seco al instante. Había escuchado un ruido, un leve rasponazo, como el que haría la punta de un arma al rozar contra la piedra. Permaneció inmóvil largo rato, pero no oyó nada más, así que volvió a repetirse que no debía dejarse llevar por la imaginación.

Pero ¿acaso las huellas de goblins habían sido producto de su imaginación?, se preguntó mientras adelantaba otro paso.

Catti-brie dejó caer la figurilla de la pantera y giró veloz sobre sus talones, con el arco presto para disparar. Saliendo de detrás de la estalagmita más próxima, un goblin cargaba contra ella, con su feo y aplastado rostro exhibiendo una sonrisa maliciosa, y una espada oxidada y mellada enarbolada en la mano.

La joven disparó a quemarropa y la flecha plateada apenas había perdido contacto con la cuerda del arco cuando la cabeza del monstruo estalló en una lluvia de chispas multicolores. La flecha siguió volando y centelleó de nuevo al cortar un trozo de estalagmita.

—¡Guenhwyvar! —llamó Catti-brie a la par que aprestaba el arco.

Sabía que tenía que moverse, que la lluvia de chispas había marcado claramente esta zona. Reparó en la niebla gris que empezaba a arremolinarse a sus pies y, consciente de que el proceso de materialización estaba consumado, recogió la figurilla y se alejó corriendo de la pared. Saltó sobre el cadáver del goblin y se escabulló por detrás de la estalagmita más cercana. Mientras zigzagueaba entre otros dos pilares, atisbó por el rabillo del ojo una figura agazapada. Una flecha voló en aquella dirección, dejando un rastro plateado tras de sí que hendió la oscuridad, y alcanzó su blanco. Pero Catti-brie no sonrió por su acierto, pues la estela luminosa reveló la presencia de una docena de feos humanoides que se deslizaban entre las estalagmitas.

Prorrumpiendo en gritos y aullidos, los goblins se lanzaron a la carga.

Junto a la pared, la niebla gris dio paso a la forma tangible de la poderosa pantera. Guenhwyvar había notado la urgencia de la llamada y estaba alerta, con las orejas aplastadas contra el cráneo y los ojos, dos puntos verdes relucientes, reconociendo y valorando de un vistazo la situación. Silenciosa como la noche, la pantera avanzó con rápidas y largas zancadas.

Catti-brie se alejó de la pared dando un rodeo para situarse en el flanco del grupo que se acercaba. Cada vez que dejaba la cobertura de una estalagmita, disparaba una flecha; la mitad de los tiros se estrellaban contra la piedra, y la otra mitad acertaba a dar en los goblins. Sabía que la confusión jugaba a su favor, que tenía que evitar que las criaturas se organizaran o, de lo contrario, acabarían rodeándola.

Otra flecha surcó el aire, y a su luz Catti-brie vio un blanco más cercano: un goblin agazapado tras el pilar de piedra hacia el que se dirigía. Corrió hacia un lado de la estalagmita, se frenó de golpe, y cambió de dirección mientras intentaba encajar otra flecha en el arco con gestos frenéticos.

El goblin rodeó el pilar y se lanzó a la carga, con la espada por delante. Catti-brie golpeó lateralmente con el arco y a duras penas desvió la estocada. Oyó un chapoteo a sus espaldas, seguido de un siseo, y se tiró de rodillas al suelo de manera instintiva.

El goblin lanzado a la carga pasó sobre la forma de la joven, repentinamente agazapada, y fue a chocar contra su sorprendido aliado. No obstante, los dos se incorporaron rápidamente, tanto como Catti-brie. La joven adelantó el arco para mantenerlos a raya mientras que con la otra mano aferraba la daga enjoyada que llevaba en el cinturón.

Conscientes de su superioridad numérica, los goblins atacaron… y rodaron por el suelo con el impacto de trescientos kilos de pantera que se precipitaron sobre ellos.

Guen —musitó agradecida la muchacha, que giró sobre sus talones al tiempo que sacaba una flecha de la aljaba. Como había supuesto, los goblins se acercaban rápidamente por detrás.

La cuerda de Taulmaril emitió su vibrante tañido una, dos, tres veces consecutivas, abriendo brechas en las filas enemigas. La joven aprovechó los súbitos y mortíferos estallidos de luz como cobertura y echó a correr, pero no retrocediendo, como sabía que los goblins esperaban que hiciera, sino hacia adelante, volviendo sobre su ruta original.

Consiguió engañarlos y se agazapó detrás de una ancha estalagmita; casi soltó la risa cuando un goblin apareció a sus espaldas frotándose los ojos doloridos por la cegadora luz, y volviéndose para mirar al lado contrario.

A menos de metro y medio de distancia, Catti-brie disparó su arco y la flecha se hundió en la espalda del goblin y lanzó a la criatura por el aire.

Catti-brie dio media vuelta y corrió a la parte posterior de la ancha estalagmita. Oyó el rugido de Guenhwyvar, coreado por los alaridos de otro grupo de goblins. Un poco más adelante, una forma agazapada corrió para huir de la joven, y Catti-brie levantó el arco, lista para quitar otro obstáculo de su camino.

Algo la golpeó en la cadera, y la muchacha soltó la cuerda del arco; la flecha pasó zumbando muy lejos de su blanco y abrió un agujero en la pared.

Catti-brie se tambaleó, sobresaltada y dolorida. Se golpeó la espinilla en un saliente de la roca y a punto estuvo de irse de bruces al suelo, aunque consiguió frenarse clavando una rodilla en el suelo. Al llevar la mano a la aljaba para coger otra flecha, notó el cálido flujo de la sangre que manaba copiosamente por una profunda herida en la cadera. Sólo entonces la aturdida muchacha fue consciente de las lacerantes oleadas de dolor.

Se obligó a mantener la serenidad y giró sobre sí misma a la par que encajaba una flecha.

El goblin estaba sobre ella; su aliento, apestoso y ardiente, salía a bocanadas entre sus amarillentos dientes; tenía la espada enarbolada para descargar un golpe descendente.

Catti-brie disparó. El goblin saltó en el aire y cayó de nuevo sobre sus pies. Detrás de él, otro goblin recibió el impacto de la flecha en plena barbilla, y el poderoso proyectil le reventó el cráneo por detrás.

Catti-brie creyó que estaba perdida. ¿Cómo podía haber fallado? ¿Es que la flecha había pasado por debajo del brazo del goblin cuando la criatura saltó? No lo entendía, pero tampoco tenía tiempo ahora para pensar en ello. Estaba convencida de que iba a morir de un momento a otro, pues no podía maniobrar con el arco lo bastante rápido como para frenar la acometida del goblin. No podía para la estocada mortal.

Pero la espada no se precipitó sobre ella. El goblin se quedó parado, completamente inmóvil durante lo que a Catti-brie le pareció una eternidad. Entonces, la espada cayó al suelo y resonó con estrépito al chocar contra la piedra; una especie de silbido sonó en el centro de la caja torácica del goblin, seguido de un chorro de sangre. El monstruo se desplomó a un lado, muerto.

Catti-brie comprendió entonces que la flecha había dado en el blanco certeramente, atravesando limpiamente el pecho del primer goblin para ir a clavarse en el segundo.

La joven se obligó a ponerse de pie. Intentó correr, pero nuevas oleadas de dolor le recorrieron el cuerpo y, antes de saber qué le había ocurrido, estaba otra vez en el suelo, sobre una rodilla. Notó una sensación de frialdad en el costado y el estómago revuelto por la náusea; horrorizada, vio que otro miserable goblin se acercaba rápidamente a ella blandiendo una maza con pinchos.

Haciendo acopio de todas sus fuerzas, Catti-brie esperó hasta el último momento y lanzó un trallazo con el arco. El goblin chilló y retrocedió, eludiendo el golpe, pero su movimiento dio tiempo a Catti-brie para desenvainar su espada corta y la daga recamada.

Se incorporó, dominando el dolor y la náusea.

El goblin articuló algo con su desagradable y chillona voz, algo amenazador, comprendió Catti-brie, pese a que sonaba como el típico parloteo gemebundo de los goblins. La despreciable criatura se abalanzó repentinamente sobre ella, agitando la maza arriba y abajo, y Catti-brie retrocedió de un salto.

Una agónica punzada de dolor le recorrió el costado y a punto estuvo de hacerle perder el equilibrio. El goblin reanudó su ataque, agazapado y balanceándose, presintiendo la victoria.

Seguía hablándole, zahiriéndola, aunque la joven no podía entender lo que decía. Soltó una risita maliciosa y señaló la pierna herida de Catti-brie.

La muchacha confiaba en poder vencer al goblin, pero temía que esa victoria no sirviera para nada. Aun cuando Guenhwyvar y ella ganaran la batalla, ya fuera matando a los goblins o haciéndolos huir, ¿qué vendría a continuación? La pierna apenas la sostenía y en este estado no podía seguir adelante con su misión; además, dudaba que pudiera desinfectar y vendar la herida debidamente. Puede que los goblins no la mataran, pero la habían detenido, y los agudos dolores no dejaban de atormentarla.

Los ojos se le pusieron en blanco y empezó a tambalearse. De improviso, sus pies se asentaron en el suelo firmemente y sus ojos se enfocaron de nuevo en el momento en que el goblin, que se había tragado el anzuelo, cargaba contra ella. Cuando la criatura comprendió la estratagema, intentó frenarse, pero resbaló en el barro.

El goblin blandió la maza frenéticamente, pero la espada corta de Catti-brie, la interceptó, trabándose con uno de los pinchos. Consciente de que no le restaban fuerzas suficientes para desviar la maza a un lado, la muchacha se adelantó hacia el goblin y, plegando el brazo de la espada contra el costado, obligó a que el del goblin se cerrara en torno a su cuerpo mientras giraba.

Entretanto, la daga enjoyada se abría paso hacia el vientre de la criatura. El goblin levantó el brazo libre para frenar la puñalada, y la punta de la daga sólo se hundió superficialmente.

Catti-brie no sabía cuánto tiempo podía aguantar el forcejeo. Se estaba quedando sin fuerzas rápidamente; lo único que quería era tirarse al suelo, hecha un ovillo, y perder el sentido.

Entonces, con gran sorpresa por su parte, el goblin lanzó un grito de dolor y empezó a sacudir la cabeza atrás y adelante, revolviéndose frenéticamente en un intento de separarse de la joven. Catti-brie, que mantenía a raya la peligrosa maza a duras penas, tuvo que avanzar parejo a él.

Una descarga de energía se transmitió a través de la daga y le recorrió el brazo.

La joven no entendía lo que pasaba, ni a qué se debía aquello; el goblin sufrió una serie de violentas convulsiones, cada una de las cuales envió otra oleada de energía a su contrincante.

La criatura se desplomó contra una piedra, y el brazo con que había frenado el golpe colgó inerte. Al no encontrar resistencia, y llevada por el mismo impulso, la daga se hundió hasta la empuñadura. La siguiente descarga de energía casi derribó a Catti-brie; los ojos de la joven se desorbitaron en una expresión de horror al comprender que el arma de Artemis Entreri había absorbido, literalmente, la fuerza vital del goblin para transferírsela a ella.

El goblin estaba despatarrado sobre el borde curvo de la estalagmita, con los ojos muy abiertos y el cuerpo sacudido por las convulsiones de la muerte.

Catti-brie retrocedió, extrayendo la daga ensangrentada. Le costaba trabajo respirar mientras contemplaba el arma con una mezcla de incredulidad y repugnancia.

Un rugido de Guenhwyvar le recordó que la batalla no había terminado. Guardó de nuevo la daga en el cinturón y giró sobre sus talones al tiempo que pensaba que tenía que encontrar su arco. Había dado dos zancadas cuando de pronto cayó en la cuenta de que se apoyaba en la pierna sin dificultad.

Desde algún punto en las sombras, un goblin arrojó una lanza, que chocó en la piedra justo detrás de la joven y la sacó de su ensimismamiento. Catti-brie se deslizó sobre el fango y recogió el arco sobre la marcha. Echó un vistazo a la aljaba y comprobó que su poderosa magia ya había reemplazado las flechas gastadas.

También vio que había dejado de sangrarle la herida. La muchacha se pasó la mano por la cadera con recelo y tocó una gruesa costra que cubría la reciente herida. Sacudió la cabeza con incredulidad, apretó el arco y empezó a disparar.

Sólo un goblin más se acercó a Catti-brie, escabullándose alrededor de la ancha estalagmita. La muchacha tiró el arco y empezó a desenvainar sus otras armas para la inminente lucha cuerpo a cuerpo, pero se frenó en seco (¡como también se frenó en seco el goblin!) cuando la zarpa de la enorme pantera se descargó sobre la cabeza de la criatura y las afiladas garras se hundieron en la frente inclinada.

Guenhwyvar tiró de la criatura hacia sí con una fuerza tan salvaje y repentina que una de las botas embarradas del monstruo se quedó en el mismo punto donde el goblin había estado de pie. Catti-brie volvió la vista a la zona situada a sus espaldas mientras las poderosas fauces de Guenhwyvar se cerraban sobre la garganta del goblin y empezaban a apretar.

La joven no vio más enemigos, pero disparó una flecha para alumbrar el final del corredor. Media docena de goblins huían en tropel, y Catti-brie lanzó otra andanada de flechas que los fue cazando uno tras otro.

Seguía disparando un minuto después —su aljaba encantada nunca se quedaba sin flechas— cuando Guenhwyvar se acercó a ella y le dio un suave topetón en la pierna, solicitando una caricia. Catti-brie respiró hondo y bajó la mano al musculoso flanco de la pantera mientras su mirada se posaba en la daga recamada que descansaba impasible en su cinturón.

Había visto blandir el arma a Entreri, había sentido el roce de la hoja en su propia garganta una vez. La muchacha se estremeció al recordar aquel espantoso momento, aún más horrible ahora, que sabía los terribles atributos del arma.

Guenhwyvar rugió quedamente y la empujó con suavidad para que se pusiera en marcha. Catti-brie comprendió el apremio de la pantera; según le había contado Drizzt, los goblins rara vez viajaban por la Antípoda Oscura en pequeños grupos. Si había habido veinte aquí, lo más probable es que hubiera doscientos en las proximidades.

La muchacha miró el túnel que había a sus espaldas, por el que había venido y por el que los goblins se habían dado a la fuga. Por un instante consideró la idea de ir en aquella dirección, abrirse paso entre los pocos goblins que huían y regresar al mundo exterior, donde pertenecía.

Fue un pensamiento fugaz, una momentánea debilidad disculpable. Sabía que tenía que seguir adelante, pero ¿cómo? Catti-brie bajó la vista de nuevo a su cinturón; sonrió y desató la máscara mágica. La alzó ante sí, sin estar siquiera segura de cómo funcionaba.

Miró a Guenhwyvar y se encogió de hombros; luego acercó la máscara a su rostro.

No ocurrió nada.

Sosteniéndola con fuerza, pensó en Drizzt, imaginándose a sí misma con la piel negra como el ébano y los rasgos angulosos de un drow.

Una sensación cosquilleante se extendió por todos los poros de su cuerpo. Un instante después, apartaba la mano de la máscara, que se sujetó por sí misma. Catti-brie parpadeó varias veces pues, a la mágica luz de estrellas proporcionada por el Ojo de Gato vio el brillo perfectamente negro de su mano extendida, y sus dedos más esbeltos y delicados de lo que eran normalmente.

¡Qué fácil había sido!

Catti-brie hubiera querido tener un espejo para comprobar su disfraz, aunque en el fondo de su corazón sabía que era impecable. Recordó la perfección con que Entreri había emulado la apariencia de Regis a su regreso a Mithril Hall, desde su físico hasta su indumentaria. Este último pensamiento la hizo bajar la vista a sus anodinas ropas. Evocó las historias de Drizzt sobre su tierra natal, sobre las fabulosas y perversas sacerdotisas de Lloth.

En un abrir y cerrar de ojos, la desgastada capa de viaje de la joven se convirtió en una rica túnica de tornasolado tejido púrpura y negro. Sus botas eran negras ahora y las puntas se habían curvado suavemente hacia arriba. Sin embargo, sus armas no habían cambiado y, a juicio de Catti-brie, la daga enjoyada de Entreri encajaba a la perfección con su actual atuendo.

De nuevo, la mente de la joven se centró en la maligna arma. Una parte de sí misma deseaba arrojarla al barro, enterrarla en algún lugar donde nadie la encontrara jamás. Llegó incluso a cerrar los dedos sobre la empuñadura.

Pero enseguida la soltó, se reafirmó en su resolución y alisó su vestimenta drow. La daga la había ayudado; sin ella, ahora estaría lisiada y perdida, si no muerta. Era un arma, como su arco, y, aunque sus brutales propiedades atentaban contra sus principios, Catti-brie acabó por aceptarlas.

No la incomodó tanto llevar consigo la daga a medida que los días se convirtieron en una semana y después en dos. Esta era la Antípoda Oscura, un mundo donde sólo sobrevivían los fuertes y los violentos.