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Futilidad

—¿Es este el sitio? —preguntó el camorrista a voz en grito a fin de hacerse oír por encima de aullido del viento. Había salido de Mithril Hall con Regis y Bruenor —de hecho, había obligado al halfling a que lo llevara— para buscar el cadáver de Artemis Entreri. «Las pistas se encuentran donde se encuentran», fue la explicación de Pwent, típicamente incomprensible.

Regis llevaba una capa grande para su talla, y se caló más la capucha para resguardarse del hiriente aguijonazo del aire. Se encontraban en una angosta garganta, más bien una cárcava, cuyas paredes parecían canalizar el fuerte viento como si fuera un torrente.

—Era por aquí —contestó el halfling, que se encogió de hombros para indicar que no estaba muy seguro.

Cuando había salido en busca del vapuleado Entreri había tomado una ruta más alta, siguiendo el barranco por la parte superior y otros salientes de la ladera. Estaba seguro de encontrarse en la zona en cuestión, pero la perspectiva desde esta posición cambiaba demasiado para tener la completa seguridad.

—Lo encontraremos, mi rey —aseguró Thibbledorf a Bruenor.

—Si es que sirve de algo —rezongó el abatido enano.

El tono descorazonado de su voz hizo que Regis se encogiera. Saltaba a la vista que Bruenor se hundía de nuevo en el pesimismo. Los enanos no habían encontrado una ruta a través del laberinto de túneles que había debajo de Mithril Hall, a pesar de haber un millar de soldados destacados en la tarea, y las noticias que llegaban del este tampoco eran esperanzadoras. Si Catti-brie y Drizzt habían ido a Luna Plateada, habían dejado atrás la ciudad hacía mucho tiempo. Bruenor empezaba a comprender la futilidad de todos sus esfuerzos. Habían pasado semanas y no se había encontrado una salida desde Mithril Hall que los condujera más cerca de los dos viajeros. El enano estaba perdiendo toda esperanza.

—¡Pero, mi rey! —bramó Pwent—. Él conoce el camino.

—Está muerto —le recordó Bruenor.

—¡Eso no importa! —gritó el camorrista—. Los clérigos pueden hablar con los muertos. Además, tal vez llevaba un mapa encima. ¡Oh, vamos, encontraremos esa condenada ciudad drow, os lo aseguro, mi rey! Mataré a todos esos drows malolientes… excepto al vigilante —añadió mientras hacía un guiño a Regis—, ¡y traeré de vuelta a casa a vuestra muchacha!

Bruenor se limitó a suspirar e indicó con una seña a Pwent que reanudara la marcha. Pese a sus protestas, el rey enano abrigaba la secreta esperanza de que ver el cadáver destrozado de Entreri le proporcionaría cierta satisfacción.

Siguieron caminando un rato, Regis atisbando bajo la capucha continuamente para orientarse. Por fin, el halfling localizó una estribación escarpada, una especie de prominencia rocosa.

—Allí —señaló—. Tiene que ser eso.

Pwent alzó la vista a lo alto de la cresta y después trazó una imaginaria línea perpendicular al fondo del barranco. Acto seguido se puso a cuatro patas y empezó a olisquear el terreno como si intentara rastrear el olor del cadáver.

Regis lo observó divertido y luego se volvió hacia Bruenor, que estaba de pie junto a la pared del barranco, con la mano apoyada en la roca, y sacudía la cabeza.

—¿Qué pasa? —le preguntó Regis mientras se acercaba a él. Al oír la pregunta del halfling y reparar en la actitud de su rey, Pwent corrió a reunirse con ellos.

Al aproximarse, Regis distinguió algo que colgaba de la pared rocosa, algo gris y enmarañado. Estrechó los ojos y lo miró con más detenimiento cuando Bruenor arrancó un poco de la extraña sustancia y lo sostuvo en alto.

—¿Qué es? —inquirió Regis otra vez, acercando la mano con cautela para tocarlo. Un filamento pegajoso se le quedó adherido en el dedo, y tuvo que sacudir la mano con fuerza para despegarse la viscosa substancia.

Bruenor tragó saliva varias veces. Pwent corrió hacia la pared y empezó a olisquearla; luego cruzó al otro lado del barranco para examinar el muro opuesto.

—Son los restos de una especie de telaraña —dijo el rey enano con expresión sombría.

Bruenor y Regis alzaron la vista al saliente rocoso y consideraron en silencio las consecuencias de una red tendida bajo el asesino mientras este se despeñaba.

Los dedos se movían demasiado rápido para que el asesino entendiera las instrucciones comunicadas en el lenguaje de señas. Sacudió la cabeza iracundo, y el irritado drow palmeó con sus manos, negras como el ébano, masculló «iblith» y se marchó.

Iblith, repitió para sus adentros Artemis Entreri. Era la palabra drow que significaba «basura», la que había oído con más frecuencia desde que Jarlaxle lo había traído a este miserable lugar. ¿Qué esperaba de él el soldado drow? Estaba empezando a aprender el intrincado código manual en el que el movimiento de los dedos era tan preciso y detallado que Entreri dudaba que uno de cada veinte humanos consiguiera dominarlo siquiera un poco. Además, también estaba esforzándose en aprender el lenguaje hablado de los drows. Conocía unas pocas palabras y tenía unos conocimientos elementales de la construcción de las frases para así ser capaz de expresar ideas sencillas.

Y conocía bien, demasiado bien, la palabra iblith.

El asesino se recostó en la pared de la pequeña cueva que era la base de operaciones de Bregan D’aerthe esta semana. Se sentía más insignificante que nunca. Cuando Jarlaxle lo había reanimado en una cueva situada en el barranco cercano a Mithril Hall, había pensado que la oferta del mercenario (más bien una orden, ahora lo comprendía) de llevarlo a Menzoberranzan era una oportunidad maravillosa, una gran aventura.

Pero esto no era una aventura, sino un verdadero infierno. Entreri era colnbluth, un no drow, viviendo entre veinte mil miembros de una raza que no tenía nada de tolerante. No es que odiaran a los humanos más de lo que odiaban al resto del mundo, pero, al ser un colnbluth, el en otros tiempos poderoso asesino se encontraba por debajo de los soldados de menor rango de Bregan D’aerthe. Hiciera lo que hiciera, matara a quien matara, en Menzoberranzan, Artemis Entreri jamás ascendería a una posición superior al puesto veinte mil uno.

¡Y las arañas! Entreri las odiaba, y los asquerosos bichos estaban por todas partes en la ciudad drow. Se criaban las variedades más grandes y venenosas, a las que se trataba como mascotas. Además, matar una araña era un crimen castigado con jivvin quui’elghinn, muerte por tortura. En el extremo oriental de la gran caverna, el sector tapizado de musgo y un bosquecillo de setas cercano al lago de Donigarten, donde Entreri trabajaba a menudo conduciendo esclavos goblins como si fueran ganado, las arañas pululaban a millares. Reptaban a su alrededor, trepaban por él, se descolgaban por hilos, suspendidas a escasos centímetros del rostro del atormentado hombre.

El asesino desenvainó su espada, que emitía un brillo verdoso, y sostuvo el aguzado filo frente a sus ojos. Al menos, ahora había más luz en la ciudad; por alguna razón que Entreri ignoraba, las luces mágicas y las titilantes antorchas habían proliferado en Menzoberranzan.

—No sería sensato teñir un arma tan maravillosa con sangre drow —dijo una voz familiar desde la puerta, expresándose en Común con soltura.

Entreri no apartó la mirada de la hoja de acero cuando Jarlaxle entró en la pequeña habitación.

—¿Supones que tengo bastante destreza para hacer daño a uno de los poderosos drows? —replicó el asesino—. ¿Cómo podría hacerlo alguien como yo, un iblith…?

La risa burlona de Jarlaxle interrumpió su fingida actitud desvalida. Entreri miró al mercenario, que llevaba el sombrero de ala ancha en la mano y jugueteaba con la pluma de diatryma.

—Nunca he subestimado tu pericia ni tus arrestos, asesino —aseguró el mercenario—. Has sobrevivido a varios enfrentamientos con Drizzt Do’Urden, y pocos en Menzoberranzan pueden alardear de eso.

—Era su igual en la lucha —masculló Entreri con los dientes apretados. El simple hecho de pronunciar las palabras lo mortificaba. Había combatido contra Drizzt en varias ocasiones, pero sólo en dos de ellas no había surgido algún imprevisto que interrumpiera prematuramente la contienda. En ambas ocasiones, Entreri había perdido. El asesino ansiaba desesperadamente equilibrar esa desventaja, probarse a sí mismo que era el mejor espadachín. Así y todo, tenía que admitir, al menos para sus adentros, que en el fondo no deseaba enfrentarse otra vez a Drizzt. Después de que el vigilante lo derrotara por primera vez en las fangosas alcantarillas de Calimport, no había pasado un solo día en el que Entreri no planeara la venganza, supeditando su vida a un único acontecimiento: medir de nuevo sus fuerzas con Drizzt. Pero después de que lo venciera por segunda vez, cuando acabó colgando, malherido y humillado, de un saliente rocoso en un barranco batido por el viento…

Pero ¿qué?, se preguntó Entreri. ¿Por qué ya no deseaba enfrentarse al renegado drow? ¿Se había dilucidado la cuestión? ¿Había quedado demostrado algo? ¿O simplemente es que tenía miedo? Las emociones perturbaban el ánimo de Artemis Entreri; eran algo tan ajeno a él, tan fuera de lugar como el propio asesino se sentía en la ciudad de los drows.

—Era su igual en el combate —musitó de nuevo con tanta convicción como le fue posible.

—Yo que tú no afirmaría tal cosa públicamente —contestó el mercenario—. Dantrag Baenre y Uthegental se disputarían el derecho a acabar contigo.

Entreri ni siquiera pestañeó, pero su espada refulgió como reflejando su orgullo y su cólera contenidos a duras penas. Jarlaxle se echó a reír otra vez.

—Se disputarían el derecho a luchar contigo —rectificó el mercenario mientras hacía una reverencia a modo de disculpa.

El asesino seguía estático, sin mover un solo músculo. ¿Recuperaría parte de su orgullo matando a uno de esos dos guerreros legendarios?, se preguntó. ¿O saldría derrotado otra vez y, lo que era peor aún que morir, tendría que vivir con esa humillación?

Entreri bajó bruscamente la espada y la enfundó en la vaina. Jamás se había sentido tan inseguro, tan indeciso. Incluso cuando no era más que un chiquillo que sobrevivía en el brutal ambiente callejero de las populosas ciudades de Calimshan, Entreri rebosaba confianza en sí mismo, y supo sacarle provecho. Pero no aquí, no en este sitio.

—Tus soldados me injurian y se burlan de mí —bramó de improviso, descargando su frustración con el mercenario.

Jarlaxle rio divertido y se cubrió la afeitada cabeza con su sombrero.

—Mata a unos cuantos —sugirió, y Entreri no supo discernir si el frío y calculador drow bromeaba o no—. Así los demás te dejarán en paz.

El asesino escupió en el suelo. ¿Dejarlo en paz? El resto esperaría a que se durmiera para cortarlo en pedacitos y alimentar con ellos a las arañas de Donigarten. Aquella idea sacó bruscamente a Entreri de sus cavilaciones y lo hizo encogerse. Había matado a una mujer drow, algo que en Menzoberranzan era mucho peor que matar a un varón; quizás en alguna de las casas de la ciudad ya estaban haciendo pasar hambre a sus arañas con vistas al próximo banquete de carne humana.

—Ah, qué pena que seas tan poco refinado —dijo el mercenario como si lo compadeciera.

Entreri suspiró y eludió los ojos mientras se limpiaba la saliva de los labios. ¿En qué se estaba convirtiendo? Cuando estaba en Calimport, en las cofradías, incluso entre los bajás y aquellos otros que se autodenominaban sus señores, había controlado la situación. Era un asesino a sueldo al que contrataban los ladrones más traicioneros e intrigantes de todos los Reinos, y, sin embargo, nadie había intentado jugársela a Artemis Entreri. ¡Cómo anhelaba volver a ver el pálido cielo de Calimport!

—No temas, abbil —dijo Jarlaxle, utilizando la palabra drow que significaba «amigo mío»—. Volverás a ver el amanecer. —El mercenario, que parecía haberle leído los pensamientos, sonrió al reparar en su expresión de sorpresa—. Tú y yo contemplaremos la aurora desde las puertas de Mithril Hall.

Entreri comprendió que iban de nuevo tras Drizzt. Esta vez, a juzgar por las luces en Menzoberranzan, y ahora entendía el motivo de tales luces, el propio clan Battlehammer acabaría aplastado.

—A no ser, claro está —continuó Jarlaxle con sorna—, que la casa Horlbar ponga demasiado empeño en descubrir que fuiste tú quien asesinó a una de sus madres matronas.

Tras tocar levemente el ala de su sombrero y dar un taconazo, el mercenario abandonó la habitación.

—¡Jarlaxle lo sabía! ¡Y la mujer era una madre matrona! —Sumido en la más negra desesperación, Entreri se recostó pesadamente en la pared. ¿Cómo iba a saber que la mala bestia del callejón era una condenada madre matrona?

Las paredes parecieron cerrarse sobre él, sofocándolo. Un sudor frío le perló la frente, y su respiración se tornó jadeante. Su mente se concentró en la posibilidad de escapar, pero toda idea se estrellaba contra las sólidas paredes de piedra. Estaba atrapado por el entorno tanto como por las espadas drows.

Había intentado escapar una vez, huyendo de Menzoberranzan por la salida oriental, más allá de Donigarten, pero no había llegado muy lejos. ¿Adónde podía ir? La Antípoda Oscura era un laberinto de túneles peligrosos y profundos pozos plagados de monstruos que el asesino no sabía cómo combatir. Entreri era una criatura de un mundo muy distinto de este, el mundo de la superficie. Desconocía las zonas salvajes de la Antípoda Oscura y no tenía la menor esperanza de poder sobrevivir mucho tiempo allí. Indudablemente, jamás hallaría el camino de vuelta a la superficie por sí mismo. Estaba atrapado, enjaulado, despojado de su orgullo y su dignidad, y, más pronto o más tarde, acabaría asesinado de una manera horrible.