No sé cuánto tiempo cabalgué aquella noche antes de que la neblina roja a mi alrededor se disipara y pudiera ver dónde estaba. Sabía que seguía el camino de War Paint y eso era todo. Imaginaba que la sita Margaret y Pembroke se dirigirían allí, y estaba seguro de que Capitán Kidd los alcanzaría antes de que llegaran, sin importar la ventaja que me llevaran. Aún debí cabalgar unas horas más antes de recobrar por completo el juicio.
Fue como despertar de un mal sueño. Me detuve en la cresta de un ribazo y oteé el panorama frente a mí, viendo cómo el camino se hundía en la hondonada y asomaba en la siguiente cresta. Estaba a punto de amanecer y todo aparecía silencioso y gris. Observé el polvo del camino y descubrí las huellas frescas del caballo de Pembroke; calculé que no estarían a más de tres o cuatro millas por delante de mí. Los alcanzaría en apenas una hora más.
Pero entonces pensé: «¡Qué demonios! ¿Estoy majareta o qué? Las chicas tienen derecho a casarse con quien les apetezca, y si ella es tan idiota para preferirle a él, ¿de qué serviría interponerme en su camino? Yo no le tocaría ni un pelo de la cabeza; sin embargo, he tratado de herirla de la peor manera posible: disparando a su amado ante sus ojos». Me sentía tan avergonzado y tan triste que necesitaba desahogarme gritando...
—¡Id con mi bendición! —grité amargamente agitando un puño en la dirección que llevaban, luego tironeé de las riendas de Capitán Kidd y me dirigí de regreso a Bear Creek. No tenía intención de permanecer mucho tiempo allí soportando las chuflas de Gloria McGraw, pero necesitaba coger algo de ropa. La que llevaba estaba totalmente carbonizada, había perdido mi sombrero y los perdigones en mi hombro me picaban de cuando en cuando.
A una milla más o menos por el camino de vuelta crucé la carretera que va de Cougar Paw a Grizzly Run; tenía hambre y sed, así que me desvié hacia a la cantina que acababan de construir en el cruce de Mustang Creek.
El sol no había salido aún cuando me detuve frente al enganche, desmonté y entré en la fonda. El camarero dio un grito y cayó de espaldas a una tina de agua y botellas de cerveza vacías; empezó a pedir auxilio y vi a un tipo observándome desde una de las puertas que daban acceso al local. Había algo en él que me resultaba familiar, pero no lo reconocí en aquel momento.
—Cállate y sal de esa bañera —le dije al tabernero con petulancia—. Soy yo, y necesito un trago.
—Discúlpame, Breckinridge —dijo él incorporándose con dificultad—. Ahora te reconozco, pero soy un hombre nervioso y no sabía cuáles eran tus intenciones cuando atravesaste esa puerta con el pelo y las pestañas quemadas y lo que queda de tu ropa y tu piel ennegrecidas por el hollín. ¿Qué demonios...?
—Ahórrate los juicios «estétricos» y sírveme whisky —gruñí sin ganas de jaleo—. Y despierta al cocinero y dile que me fría un poco de jamón y unos huevos.
Así que dejó la botella sobre la barra, metió la cabeza en la cocina y gritó:
—¡Saca un jamón y pon huevos en la plancha; Breckinridge Elkins necesita forraje!
—¿Quién era ese tipo que me miraba desde la puerta hace un rato? —le pregunté cuando volvió.
—Oh, ése —dijo—. Es un hombre casi tan famoso como tú: Wild Bill Dono van, ¿lo conoces?
—¡Y tanto! —resoplé echando un trago—. Trató de arrebatarme a Capitán Kidd cuando yo era un membrillo. Me vi obligado a darle una mano de hostias antes de que atendiera a razones.
—Es el único hombre de tu tamaño que conozco —afirmó el cantinero—. Aunque ni su pecho ni sus brazos son tan gruesos como los tuyos. Lo invitaré a entrar y así podréis charlar de los viejos tiempos.
—Aguanta la respiración —gruñí—. Lo único que deseo hacer con ese coyote es acariciarle la barbilla con la culata de mi pistola.
Aquello pareció intimidar un poco al camarero. Se parapetó tras la barra y comenzó a abrillantar jarras de cerveza mientras yo devoraba mi desayuno con sombría grandeza, deteniéndome lo justo para gritarle a alguien que echara de comer a Capitán Kidd. Tres o cuatro peones salieron a hacerlo, y como les daba miedo llevar a Capitán Kidd al comedero, lo llenaron y se lo llevaron a él, así que sólo uno de ellos recibió una patada en el vientre. Es virtualmente imposible para un hombre corriente esquivar a Capitán Kidd.
Pues bien, acabé mi desayuno mientras ellos rescataban al mozo de establo del fondo del comedero, y le dije al tabernero:
—No tengo dinero para pagar lo que hemos comido Capitán y yo, pero marcharé a War Paint avanzada la tarde o esta noche, y cuando consiga el dinero te lo enviaré. Ahora estoy sin blanca, pero no seguiré pobre mucho tiempo.
—De acuerdo, Breckinridge —respondió mirando mi cráneo quemado con morbosa fascinación—. Oye, no tienes ni idea de la pinta que tienes con esa sesera calva y...
—¡Cierra el pico! —grité iracundo. Los Elkins somos muy sensibles en lo tocante a nuestra apariencia personal—. Esto no es más que un trastorno temporal que no puedo evitar. No quiero oír nada más sobre el tema. ¡Mataré al hijo de perra que se recree en mi condición de achicharrado! —Me até un pañuelo alrededor de la cabeza, monté a Capitán Kidd y me largué a casa.
Llegué a la cabaña de pá mediada la tarde y mi parentela se congregó a mi alrededor para extraerme el plomo del pellejo y reparar otros desperfectos que había sufrido. Má hizo que cada uno de mis hermanos me prestará una prenda, y las arregló para que me sentaran bien.
—Por mucho que me esmere —se quejó—, no hay manera. Jamás en la vida he visto un hombre tan descuidado con su ropa como tú. Si no es el fuego son los cuchillos de caza y si no los perdigones.
—Los chicos siempre serán chicos, má —terció pá—. Breckinridge está lleno de vida y entusiasmo, ¿no es así, hijo?
—Y a juzgar por su aliento —resopló Elinor—, yo diría que también está lleno de licor.
—Precisamente ahora estoy lleno de tristeza y remordimientos —confesé con amargura—. La cultura ha fracasado en Bear Creek y mi confianza se ha visto traicionada. He protegido a una serpiente con acento británico y me ha mordido. Estoy hundido hasta las rodillas en las ruinas de la educación y el romance. Bear Creek se revuelca de nuevo en la ignorancia, la barbarie y el licor de maíz, ¡y yo me lamo las heridas de un amor no correspondido como un viejo lobo después de una pelea con una jauría de perros!
—¿Qué piensas hacer? —preguntó pá impresionado.
—Marcharé a War Paint —dije resignado—. No voy a quedarme aquí a soportar las chuflas de Gloria McGraw. Me sorprende que no se haya presentado aún a echarme sal en la herida.
—No tienes dinero, Breck —apuntó pá.
—Ya conseguiré algo —respondí—. Aunque aún no sé cómo. Me voy ahora. No esperaré a que Gloria caiga sobre mí con su venenoso sarcasmo.
Así que partí hacia War Paint tan pronto me quité de encima todo el hollín. Tomé prestado el Stetson de Garfield y me lo calé hasta las orejas para ocultar mi escandalosa calva, porque estaba terriblemente afectado por ello.
El ocaso me alcanzó a pocas millas del lugar donde el camino se cruza con la carretera entre Cougar Paw y Grizzly Run, y justo antes de que el sol se ocultara fui saludado por un caballero de aspecto singular.
Era alto y desgarbado... tan alto como yo, aunque no pesaría más de cien libras. Sus manos colgaban unos tres pies fuera de las mangas y su cuello, con una nuez enorme, sobresalía de su camisa como una grúa; vestía una levita de cola larga y un sombrero hongo en vez de un Stetson. Además montaba su animal como si fuera un columpio, y los estribos eran tan cortos que sus huesudas rodillas casi le llegaban al nivel de los hombros. Llevaba las perneras de los pantalones por encima de las botas, y su aspecto en general era lo más ridículo que había visto nunca. Capitán Kidd dio un resoplido de fastidio al verlo y pretendía patear a su vieja y huesuda jaca alazana en el vientre, pero no se lo permití.
—¿Es usted, por ventura? —preguntó aquella aparición señalándome con un dedo acusador—. ¿Es Breckinridge Elkins, el puma de las Humbolts?
—Yo soy Breckinridge Elkins —le contesté con recelo.
—Ya lo supuse —murmuró ominosamente—. He recorrido un largo camino para encontrarle, Elkins. Sólo puede haber un sol en el cielo, mi rugiente oso de las montañas. Sólo puede haber un campeón en el Estado de Nevada. ¡Ése soy yo!
—Oh, ¿usté lo es? —dije oliéndome la trifulca—. Bueno, yo opino lo mismo respecto a un único sol y un solo campeón. Parece demasiado flaco y desgarbado para ser tan fanfarrón, pero no le niego a nadie una pelea y menos después de haber viajado tanto para buscarla. ¡Desmonte para que pueda machacarle el esqueleto con espíritu libre y constructivo! No hay nada que deseé más en este momento que varear unos cuantos acres de enebros con su cadáver y festonear las peñas con sus entrañas.
—Confunde usted mis intenciones, mi amigo sediento de sangre —dijo—. No me refería a un combate mortal. Por lo que tengo entendido usted es imbatible en ese campo. ¡No, no, señor Elkins! Reserve su ferocidad personal para los osos y las riñas a puñal de sus montañas natales. Yo le reto a algo completamente distinto.
»Entiéndame bien, mi orangután esgrimidor de cuchillos de las serranías. La fama está sacudiéndose la melena. Soy Jugbelly Judkins, y mi talento es beber sin templanza. Desde las costas del Golfo tapizadas de encinas hasta los cerros de Montana castigados por el sol —hablaba como un predicador—, aún no he hallado a un caballero con el que pueda beber, sentado a una mesa, desde la salida a la puesta del sol. He conocido a bebedores legendarios de la llanura y la montaña, y todos cayeron derrotados sin gloria y empapados en ron. Muy lejos de aquí oí a unos tipos hablar de usted, alabando no sólo su genio para alterar las facciones de su prójimo, sino también su capacidad para aguantar el licor de maíz. Así pues he venido a arrojarle el guante a sus pies, por así decirlo.
—Ah —exclamé—, usté lo que quiere es un duelo alcohólico.
—Querer es una palabra floja, mi amigo homicida —dijo—. ¡Yo se lo exijo!
—Pues bien, vamos allá —respondí—. Iremos a War Paint entonces, allí hay un montón de caballeros que gustan de las apuestas fuertes.
—¡Al diablo con el lucro deshonesto! —resopló Jugbelly—. Mi rústico amigo, yo soy un artista. Yo no actúo por dinero. Mi reputación es lo que defiendo.
—Bueno... entonces —titubeé—, hay una taberna en Mustang Creek que...
—¡Que se pudra! —exclamo—. Me repugnan esas exhibiciones vulgares en las posadas y tabernas baratas, amigo mío. Yo tengo mi propio polvorín para la guerra. ¡Sígame!
Sacó a su jaca del camino y yo lo seguí a través de la espesura durante aproximadamente una milla, hasta que nos detuvimos frente una pequeña cueva en un acantilado con densos matorrales alrededor. Se metió en la cueva y sacó una jarra de un galón de licor.
—Escondí aquí una buena provisión de este líquido espirituoso —me explicó—. Éste es un lugar muy apartado por donde nunca pasa nadie. ¡No seremos interrumpidos, mi musculoso aunque débil mental gorila de las cumbres!
—Pero... ¿qué nos apostaremos? —pregunté—. No tengo ni un pavo. Me dirigía a War Paint para buscar trabajo en alguna concesión minera a cambio de un salario, hasta que tuviera una buena racha jugando al póquer, pero...
—¿No ha considerado jugarse a ese gigantesco caballo que monta? —dijo mirándome fijamente.
—¡Jamás en la vida! —juré solemnemente.
—Está bien —dijo—. Dejemos las apuestas. ¡Nos batiremos sólo por el honor y la gloria! ¡Que comience la sangría!
Así que empezamos. Primero un trago él y luego otro yo; la jarra quedó vacía al cuarto trago que tomé, así que sacó otra, que también vaciamos, y entonces otra más... su provisión no parecía tener límite. Debió haber llevado allí una recua entera de mulas de carga. Nunca había visto a un hombre tan flaco beber como él. Observé su licor atentamente, pero el vaso se vaciaba cada vez que bebía, así que estaba seguro de que no fingía. Su enorme vientre se hinchaba por momentos y era realmente cómico verlo tan enjuto y con esa enorme panza abultando su camisa hasta que los botones salieron disparados.
No voy a deciros lo mucho que bebí, porque no me creeríais. Pero antes de la medianoche el claro estaba sembrado de jarras vacías y los brazos de Jugbelly estaban tan cansados de levantarlas que casi no podía moverse. Pero la luna, el claro y todo lo demás giraba en un torbellino en torno a mí y él ni siquiera se tambaleaba. Parecía pálido y demacrado, y al fin exclamó con tono de asombro:
—¡No lo hubiera creído de no haberlo visto con mis propios ojos!
Mas siguió tomando y yo hice lo propio, porque no podía consentir que un flacucho vividor me humillara así; su vientre se infló más y más y temí que estallara de un momento a otro, y el remolino a mi alrededor se convirtió en un ciclón.
Después de un rato le oí murmurar:
—Esta es la última jarra, si no cae ahora no lo hará nunca. ¡Por Dios, no es humano!
Eso no tenía ningún sentido para mí, pero me tendió la jarra con este desafío:
—¿Se atreve, mi amigo de vientre abismal?
—¡Traiga acá! —dije afirmando mis piernas y logrando una aceptable estabilidad. Di un gran trago y... ¡ya no supe nada más!
Cuando desperté el sol estaba muy alto por encima de los árboles. Capitán Kidd pastaba la hierba cercana pero Jugbelly había desaparecido, así como su montura y todas las jarras vacías. No quedaba ninguna señal que demostrara que hubiera estado allí alguna vez, sólo un sabor en mi boca que no puedo describir, porque soy un caballero y hay palabras que un caballero no debe utilizar. Me sentía como si me hubiera pateado el trasero a mí mismo. Era la primera vez que bebía hasta perder el sentido... vapuleado por un mamarracho esquelético, ¡qué vergüenza para un Elkins!
Ensillé a Capitán Kidd y me dirigí a War Paint; me detuve a pocas varas de distancia, me bebí cinco o seis galones de agua de un manantial y me sentí mucho mejor. Reanudé la marcha, pero antes de llegar al camino oí quejarse a alguien, me detuve y vi a un tipo sentado en un tronco, llorando como si tuviera el corazón roto.
—¿Cuál es el problema, amigo? —le pregunté, y él se enjugó las lágrimas y me miró triste y melancólico. Era un fulano escuálido con largos bigotes.
—Míreme —dijo lloriqueando—, soy una criatura vapuleada por la cruel marea del infortunio. El destino me ha tendido la mano desde el fondo del abismo. ¡Ése soy yo! —dijo, y sollozó amargamente.
—¡Anímate! Hay que agarrar al toro por los cuernos, dita sea —le dije irritándome por momentos—. Deja de lloriquear y dime qué te ocurre. Soy Breckinridge Elkins. Tal vez pueda ayudarte.
Ahogó algunos sollozos y habló:
—Pareces un hombre impulsivo y de corazón noble. Mi nombre es Japhet Jalatin. En mi juventud me enemisté con un hombre rico, poderoso y sin escrúpulos. Me tendió una trampa y me envió al trullo por algo que no hice. Conseguí escapar y me vine al Oeste con un nombre falso. Trabajando duro amasé una pequeña fortuna que pretendía enviar a mi afligida esposa y mis pequeñas hijas. Pero anoche descubrí que había sido reconocido y que los sabuesos de la ley iban tras mi pista. Tengo que huir a México. Mis seres queridos no tendrán nunca mi pasta.
»Oh —continuó—, ¡si sólo conociera a un tipo a quien confiársela hasta que pudiera escribir a mi mujer contándole dónde está para que viniera a por ella! Pero no me fío de nadie. Ese hombre podría revelar dónde la consiguió y los polizontes encontrarían de nuevo mi pista y me perseguirían día y noche.
Me miró con desesperación y añadió:
—Joven, tú pareces un tipo honesto. ¿No te gustaría guardarme este dinero hasta que mi esposa pueda venir a por él?
—Claro, yo lo haré —respondí—. El tipo se levantó de un salto y corrió a su caballo, que tenía atado allí cerca, y trajo un saco de piel de ante que puso en mis manos.
—Guárdalo hasta que mi esposa venga a por él —dijo—. ¡Y prométeme que no le dirás a nadie cómo lo conseguiste, salvo a ella!
—¡Ni tirando de mí dos caballos salvajes! —le aseguré—. Ningún Elkins faltó nunca a su palabra.
—¡Que Dios te bendiga, muchacho! —lloró, y me tomó la mano entre las suyas y la zarandeo arriba y abajo como si fuera la palanca de una bomba; luego saltó sobre su caballo y desapareció.
Mientras guardaba el saco en mis alforjas pensé que el mundo está lleno de seres curiosos. Sin más, reanudé la marcha hacia War Paint.
Pretendía hacer un alto en la cantina de Mustang Creek para desayunar algo, pero no llevaba mucho avanzado en el camino donde me crucé con Jugbelly, cuando escuché cascos de caballo detrás de mí y alguien gritó:
—¡Alto en nombre de la ley!
Me giré y vi un grupo de jinetes cabalgando hacia mí procedentes de Bear Creek; el sheriff iba en cabeza y junto a él pá y los tíos John Garfield, Bill Buckner y Bearfield Gordon. Un forastero llamó a esos cuatro hombres «los patriarcas de Bear Creek». No sé a qué se refería, pero ellos generalmente deciden cuestiones que están más allá del control público, como quien dice. Detrás venían unos treinta hombres más, la mayoría de los cuales reconocí como ciudadanos de Chawed Ear, y por lo tanto no estaban en mi lista de amistades. También, para mi sorpresa, reconocí a Wild Bill Donovan entre ellos, con su pelo negro y espeso cayéndole hasta los hombros. Otros cuatro desconocidos de aspecto hosco cabalgaban a su vera.
Todos los hombres de Chawed Ear llevaban escopetas recortadas y aquello me escamó, porque todo apuntaba a que venían a por mí y yo no había hecho nada salvo robarles a su maestra unas semanas antes; si aquello merecía un arresto ya lo habrían intentado antes, cavilé.
—¡Ahí está! —gritó el sheriff señalándome con su recortada—. ¡Manos arriba!
—¡No seas estúpido! —rugió pá arrebatándole la escopeta de las manos cuando empezaba a levantarla—. ¿Quieres que os haga picadillo a ti y a tu maldita patrulla? Ven aquí, Breckinridge —dijo, y avancé hacia ellos algo desconcertado. Observé que pá estaba preocupado. Frunció el ceño y se tiró de la barba. La expresión en los rostros de mis tíos era de apaches cabreados.
—¿Qué diablos significa todo esto? —pregunté.
—¡Quítate el sombrero! —ordenó el sheriff.
—Mira, hijo zancudo de un zorrillo sarnoso —respondí con vehemencia—, si estás tratando de burlarte de mí, déjame decirte que...
—No está bromeando —gruñó pá—. Quítate el sombrero.
Lo hice, totalmente desconcertado, y al punto cuatro hombres del grupo comenzaron a gritar:
—¡Es él! ¡Es el tipo! Llevaba un pañuelo, pero cuando se quitó el sombrero vimos que no tenía ni un pelo en la cabeza.
—Elkins —dijo el comisario—, ¡quedas arrestado por el asalto a la diligencia de Chawed Ear!
Eché mano a mis armas automáticamente. Fue sólo un movimiento instintivo que realicé sin pensar, pero el alguacil gritó y se agachó, y los hombres de la patrulla tiraron sus armas y pá espoleó su montura para interponerse entre nosotros.
—¡Bajad todos las armas! —rugió apuntándome con un revólver y a la patrulla con el otro—. ¡Al primer hombre que dispare lo dejo seco!
—¡No pretendo disparar a nadie! —berreé—. Pero, ¿qué cuernos está pasando aquí?
—¡Como si no lo supiera! —se burló alguien de la patrulla—. Trata de hacerse el inocente, je, je, je... ¡Gltip!
Pá se aupó sobre los estribos y le arreó en la cabeza con el cañón de su revólver derecho, el tipo cayó al suelo y allí se quedó con la sangre goteándole de la sien.
—¿Alguien más tiene otro chiste? —rugió pá fulminando al pelotón con una mirada terrible. Evidentemente nadie contestó, así que se dio la vuelta para hablarme y vi gotas de sudor perlando su frente y no todas eran a causa del calor. Dijo:
»Breckinridge, anoche a primera hora la diligencia de Chawed Ear fue asaltada a unas pocas millas al otro lado de Chawed Ear. El tipo que lo hizo no sólo robó el dinero, los relojes y otras pertenencias de los pasajeros y la saca del correo, también disparó al cochero, el viejo Jim Harrigan, sólo por pura maldad. Ahora Jim se pasea por Chawed Ear con una bala en la pierna.
»¡Estos cerebros de mosquito creen que tú lo hiciste! Llegaron a Bear Creek antes del amanecer... la primera vez que una patrulla se atreve a entrar allí, y fue gracias a tus tíos y a mí que los muchachos no los masacraron. Bear Creek está bien defendido. Estos ganapanes —pá señaló desdeñosamente a los cuatro hombres que aseguraban haberme identificado— iban en la diligencia. Ya conoces a Ned Ashley, eminente comerciante de Chawed Ear. Los otros son forasteros. Sus nombres son Hurley, Jackson y Slade. Dicen haber perdido mucho dinero.
—¡Así es! —afirmó Jackson—. Yo llevaba un saco de ante repleto de monedas de oro y ese canalla me lo robo. ¡Te digo que ése es el hombre que lo hizo! —me señaló a mí; pá se volvió hacia Ned Ashley y dijo:
—Ned, ¿tú qué dices?
—Vaya, Bill —admitió Ashley a regañadientes—, odio decirlo, pero no veo quién más pudo haber sido. El ladrón era del tamaño de Breckinridge y ya sabes que no hay muchos hombres tan grandes como él. No cabalgaba a lomos de Capitán Kidd, por supuesto; montaba una gran jaca baya. Iba embozado, pero al marcharse se quitó el sombrero y todos vimos su cabeza a la luz de la luna. El pelo había desaparecido de ella, igual que en la de Breckinridge; no como si fuera calvo, sino como si se lo hubiera quemado o afeitado recientemente.
—Bueno —dijo el sheriff—, a menos que tenga una coartada demostrable tendré que arrestarlo.
—Breckinridge —terció pá—, ¿dónde estuviste anoche?
—Por ahí, emborrachándome en los bosques —respondí.
Sentí un filo de duda en el aire.
—No sabía que pudieras beber tanto como para emborracharte —dijo pá—. No te gusta mucho, de todos modos. ¿Qué hiciste? ¿Estabas pensando en esa maestra?
—No —insistí—. Conocí a un caballero con un sombrero hongo llamado Jugbelly Judkins y me retó a un duelo alcohólico.
—¿Ganaste? —preguntó pá con ansiedad.
—¡Quia! —confesé avergonzado—. Perdí.
Pá masculló algo ininteligible y el sheriff lo interrumpió:
—¿Puedes mostrarnos a ese tal Judkins?
—No sé adonde ha ido —confesé—. Se había largado cuando recuperé el conocimiento.
—¡Qué contratiempo! —se burló Wild Bill Donovan mesándose amorosamente su larga y negra melena y escupiendo al suelo.
—¿Quién te ha pedido tu opinión? —gruñí sediento de sangre—. ¿Qué estás haciendo en las Humbolts? ¿Tratas de robarme de nuevo a Capitán Kidd?
—Olvidé ese incidente hace mucho tiempo —dijo—. No alimento rencores mezquinos. Cabalgaba por el camino a este lado de Chawed Ear cuando vi venir la patrulla y los acompañé para no perderme la diversión.
—Tendrás más diversión de que la puedas digerir si sigues burlándote de mí —le prometí.
—¡Basta ya! —bufó pá—. Breckinridge, incluso yo tengo que admitir que tu coartada parece un poco rara. ¡Una criatura llamada Jugbelly con un sombrero hongo! Suena a chufla. A pesar de todo buscaremos a ese maldito ganapán, y si lo encontramos y nos aclara dónde estuviste anoche, entonces...
—¡Él guardó mi oro en sus alforjas! —gritó Jackson—. ¡Yo lo vi! ¡Es la misma silla! ¡Registrad las bolsas y apuesto a que lo encontraréis!
—Adelante, buscad —les invité, y el sheriff se acercó muy cautelosamente a Capitán Kidd, mientras yo impedía que le reventara la sesera de una coz. Metió la mano en las bolsas y jamás olvidaré la mirada de pá cuando el sheriff extrajo el saco de ante que Japhet Jalatin me había dado para su custodia. Ya no me acordaba de él.
—¿Cómo explicas esto? —exclamó el alguacil. No dije nada. Un Elkins nunca falta a su palabra, ni aunque lo cuelguen por ello.
—¡Es mío! —gritó Jackson—. Encontrarás mis iniciales grabadas: «JJ», de Judah Jackson.
—Así es —anunció el sheriff—. «JJ», de Judah Jackson, es correcto.
—¡No significa eso! —protesté—. Significan... —entonces me detuve; no podía decirle que significaban Japhet Jalatin sin romper mi palabra y revelar su secreto.
»No es suyo —gruñí—. Yo no se lo robé a nadie.
—Entonces, ¿dónde lo encontraste? —me interrogó el sheriff.
—No es asunto tuyo —dije malhumorado.
Pá avanzó hacia mí y vi gotas de sudor rodando por su rostro.
—¡Bueno, di algo, maldita sea! —rugió—. ¡No te quedes ahí parado! Ningún Elkins ha sido acusado de ladrón antes, pero si lo hiciste, ¡confiésalo! ¡Exijo que me digas dónde encontraste el oro! Si no lo cogiste de la diligencia, ¿por qué no dices dónde lo hiciste?
—No puedo revelarlo —murmuré.
—¡Calderas de Pedro Botero! —berreó pá—. ¡Entonces tú debiste asaltar esa diligencia! ¡Qué oprobio para Bear Creek! Pero estos tipejos de ciudad no te encerrarán en la cárcel, aunque te hayas convertido en un ladrón. ¡Tan sólo sincérate y confiesa que lo hiciste y trituraremos a toda esta condenada cuadrilla si es preciso!
Vi a mis tíos amartillando sus Winchesters detrás de él, pero yo estaba demasiado confundido por el cariz que estaban tomando los acontecimientos para pensar con claridad.
—¡Yo no asalté esa maldita diligencia! —grité al fin—. No puedo decirte de dónde saqué que el oro... pero no lo robé de la cochina diligencia.
—¡Así que además de ladrón eres un mentiroso! —sentenció pá apartándose de mí como si yo fuera un reptil—. ¡Nunca pensé que diría esto! A partir de hoy... —dijo agitando un puño delante de mi cara—... ¡ya no eres hijo mío! ¡Te repudio! Cuando te dejen salir del trullo no se te ocurra volver a Bear Creek. Podemos ser gente sencilla y ruda; puede que nos disparemos y acuchillemos entre nosotros frecuentemente; pero en Bear Creek nadie mintió ni robó ganado jamás. Yo podría perdonar el robo, quizás incluso el balazo al pobre y viejo Jim Harrigan. Pero no puedo perdonar una mentira. ¡Vamos, muchachos!
Y él y mis tíos se volvieron al galope por el sendero hacia a Bear Creek con la mirada al frente y las espaldas rectas como tablas. Los seguí con los ojos humedecidos, sintiendo que el mundo se caía a pedazos. Era la primera vez en mi vida que veía a mi gente darle la espalda a un hombre de Bear Creek.
—Bueno, ¡al lío! —dijo el sheriff tendiéndole el saco a Jackson, y en eso volví a la vida. La esposa de Japhet Jalatin no pasaría el resto de su vida en la miseria si yo podía evitarlo. En un súbito tirón le arrebaté el saco y di de espuelas a mi montura. Con una fuerte embestida Capitán Kidd derribó a Jackson y a su caballo, pasó por encima de ellos y se internó en la espesura mientras aquellos estúpidos de la patrulla trasteaban torpemente sus armas. No paraban de gritar y maldecir detrás de mí y dispararon unas cuantas veces, pero en un periquete estuve fuera de su alcance y cabalgué como un trueno hasta llegar a un arroyo que conocía. Desmonté y agarré un enorme peñasco plantado en el lecho del arroyo; sólo la parte superior sobresalía por encima del agua, que allí tendría una profundidad de tres pies. Tiré de él, lo levanté, empujé el saco debajo y dejé que el peñón descansara de nuevo sobre su base. El oro estaría seguro. Nadie sospecharía nunca que estaba escondido allí, y no era probable que alguien levantara la roca sólo por diversión y encontrara el oro accidentalmente. Pesaba tanto como una mula adulta.
Capitán Kidd se perdió entre los árboles cuando la patrulla surgió de los matorrales; aullaban como indios y me disparaban con sus recortadas mientras trepaba a la orilla totalmente empapado.
—¡Atrapad ese caballo! —ordenó el sheriff—. ¡El oro está en las alforjas!
—Nunca cogeréis a ese demonio —les aseguró Wild Bill Donovan—. Lo conozco bien.
—¡Tal vez Elkins lo lleve consigo! —vociferó Jackson—. ¡Buscadlo!
No me resistí mientras el sheriff me quitaba mis armas y me colocaba un par de macizos grilletes en las muñecas. Aún estaba como adormecido tras vera pá y a mis tíos darme la espalda de esa manera. Lo único que acerté a pensar hasta ese momento fue en ocultar el oro, y una vez hecho aquello mi cerebro se negó a seguir funcionando.
—¡Elkins no lo lleva encima! —gruñó el sheriff después de registrar mis bolsillos—. ¡Id tras ese caballo!, disparad si no podéis atraparlo.
—No servirá de nada —les advertí—. No está en las alforjas. Lo escondí en un lugar que jamás encontraréis.
—¡Buscad en todos los árboles huecos! —ordenó Jackson, y añadió siniestramente—: Podemos obligarlo a hablar...
—Silencio —se impuso el sheriff—. Cualquier cosa que le hagáis podría enfurecerle. Ahora se conduce dócilmente, pero veo un extraño brillo en sus ojos. Lo encerraremos en la cárcel antes de que cambie el viento y le dé por decorar el paisaje con los cadáveres de mis ayudantes.
—Soy un hombre roto —dije con tristeza—. Mi propio clan me desprecia y no tengo amigos. ¡Llevadme a la cárcel, si queréis! Cualquier lugar es triste para un hombre repudiado por su familia.
Un tipo que montaba un poderoso animal me hizo sitio en su montura y la patrulla se cerró a mi alrededor apuntándome con sus escopetas; así emprendimos la marcha.
Era de noche cuando llegamos a Chawed Ear, pero todo el mundo estaba en las calles para recibir a la patrulla y su trofeo. No vi ningún rostro amistoso entre la multitud. Era muy impopular en Chawed Ear desde que les robé a la maestra. Busqué al viejo Joshua Braxton, pero alguien dijo que estaba en un viaje de prospección.
Se detuvieron en una cabaña de troncos junto a la cárcel; algunos hombres estaban trabajando en ella.
—Ésa de ahí —me explicó el comisario— es tu cárcel particular; construida especialmente para ti. Tan pronto llegó la noticia de que habías asaltado la diligencia, puse a quince hombres a levantarla y justo la están acabando ahora.
Bueno, yo no creo que nadie pueda construir nada en una noche y un día capaz de detenerme, pero tampoco tenía intención de derribarla. Estaba descorazonado. Lo único en lo que podía pensar era en la forma en que pá y los tíos se alejaron dejándome deshonrado y arrestado.
Entré como me ordenaron, me dejé caer en el catre y los escuché atrancar la puerta por fuera. Había tipos con antorchas en el exterior, y a la luz que entraba por la ventana pude ver que se trataba de una cárcel sólida. Tenía una sola habitación, con una puerta que daba a la calle y un ventanuco en la pared apuesta. El piso estaba revestido de tablones y las paredes y el techo conformados por gruesos troncos; había una pesada columna en cada esquina anclada en hormigón —algo nuevo en aquellas montañas— y el cemento no había fraguado aún. Los barrotes de la ventana eran gruesos como la muñeca de un hombre y se hundían en los troncos de la solera y el dintel; las juntas entre los troncos estaban selladas con cemento. La puerta estaba hecha con tablones de cuatro pulgadas de espesor y reforzada con flejes de hierro, y las bisagras eran gruesos pernos metálicos alojados en sólidos zócalos de acero; la puerta disponía de un pesado cerrojo y tres grandes trancas de madera sujetas en soportes de hierro.
Todo el mundo se apelotonaba alrededor de la ventana para mirarme, pero me tapé el rostro con las manos y no les presté atención. Trataba de pensar, pero todo a mi alrededor daba vueltas y más vueltas. Entonces el sheriff retiró a todo el mundo salvo a los que permanecerían de guardia y, apoyando la cabeza en los barrotes, dijo:
—Elkins, tal vez todo sería más fácil para ti si nos dijeras dónde ocultaste el oro.
—Cuando lo haga —respondí con tristeza—, habrá en el infierno una capa de hielo tan gruesa que el diablo podrá patinar sobre ella.
—Muy bien —espetó—. Si lo prefieres así... calculo que te caerán unos veinte años por esto.
—Bah —resoplé—, déjame con mi miseria. ¿Qué es una pena de prisión para un hombre que ha sido repudiado por su propia familia?
Se retiró de la ventana y oí que le decía a alguien:
—No sirve de nada. Esos demonios de Bear Creek son los blancos más incivilizados que he visto en mi vida. Su testarudez es inquebrantable. Enviaré algunos hombres a buscar el oro alrededor de ese arroyo donde lo encontramos. Tengo la impresión de que lo escondió en algún árbol hueco de por allí. Es una especie de oso; probablemente lo ocultó y luego corrió a meterse en ese arroyo para despistarnos. Pensó que nos haría creer que lo dejó en la orilla opuesta. Apuesto a que lo metió en algún árbol a este lado del arroyo.
»Comeré algo y me echaré un rato; no he pegado ojo en toda la noche. Vigiladlo atentamente, y avisadme si la gente se arremolina alrededor de la cárcel con intenciones raras.
—No hay nadie cerca de la cárcel ahora —afirmó una voz familiar.
—Lo sé —dijo el sheriff—. Están todos bebiendo en las cantinas. Pero Elkins tiene un montón de enemigos aquí, y no es difícil de imaginar lo que pasaría si lo sacaran antes del amanecer.
Le oí alejarse y luego se hizo el silencio, a excepción de los murmullos de unos hombres en algún lugar cercano, aunque demasiado bajos para distinguir lo que decían. Podía oír sonidos procedentes de la ciudad, fragmentos de canciones y algún grito de vez en cuando, pero no disparos de armas, como es habitual. La cárcel estaba en un extremo de la ciudad y la ventana miraba en la otra dirección, hacia un estrecho calvero bordeado de grandes árboles.
Al cabo de un rato un hombre se acercó y se asomó a la ventana; a la luz de las estrellas vi que se trataba de Wild Bill Donovan.
—Bueno, Elkins —dijo—, ¿crees que has encontrado al fin la cárcel capaz de contenerte?
—¿Qué diablos haces aquí? —murmuré.
Dio unas palmaditas a su escopeta y dijo:
—Yo y cuatro de mis amigos hemos sido nombrados guardias especiales. Pero te diré lo que voy a hacer. No me gusta ver a un hombre tan hundido como tú, repudiado por su propia familia y al borde de pasarse al menos quince años en el trullo. Me dirás dónde escondiste el oro y me darás a Capitán Kidd, y yo contribuiré a que puedas escapar antes de la mañana. Tengo un caballo muy veloz escondido en esos matorrales, justo a la derecha, ¿lo ves? Puedes montar ese animal y salir del condado antes de que el sheriff te eche el guante. Todo lo que tienes que hacer es darme el oro y a Capitán Kidd. ¿Qué dices?
—Jamás te daría a Capitán Kidd —respondí—; ¡ni para evitar la horca!
—Tú mismo —se burló—; quizá tengas algo de profeta. Se habla mucho de la soga justiciera en la ciudad esta noche. Esta gente no ha olvidado que lisiaste al viejo Jim Harrigan.
—¡Yo no le disparé, maldita sea tu alma! —le espeté.
—No tendrás tiempo de probarlo —dijo, y dándose la vuelta caminó hacia el otro extremo de la cárcel con su escopeta bajo el brazo.
Pues bien, no sé cuánto tiempo estuve allí sentado, penando con mi cabeza entre las manos. Los ruidos de la ciudad parecían débiles y lejanos. No me importaba si venían y me linchaban antes del amanecer, estaba desmoralizado. Habría gritado de haber reunido la energía suficiente, pero no tenía fuerzas ni para eso.
Entonces alguien susurró:
—¡Breckinridge! —Levanté la cabeza y vi a Gloria McGraw mirándome desde la ventana con la luna creciente a su espalda.
—Vete y déjame —le dije aturdido—. Todo lo que me ha sucedido podría ocurrirte a ti.
—¡No voy a dejarte! —insistió—. ¡He venido a ayudarte y lo haré, no me importa lo que digas!
—Será mejor que Donovan no te vea conversando conmigo —le advertí.
—He hablado con él —explicó—. No quería que me acercase a la ventana, pero le dije que iría a pedirle permiso al sheriff y accedió a darme diez minutos para charlar contigo. Escucha: ¿se ofreció a ayudarte a escapar si hacías algo por él?
—Sí —dije—. ¿Por qué?
Ella apretó los dientes un poco.
—¡Me lo imaginaba! —exclamó—. ¡Sucia rata! Vine atravesando el bosque y recorrí a pie los últimos cientos de pies para echar un vistazo a la cárcel, antes de salir a campo abierto. Hay un caballo atado entre los matorrales y un tipo escondido detrás de un tronco justo al lado apuntando con una escopeta recortada. Donovan te odia desde que le ganaste a Capitán Kidd. Pretende disparate mientras tratas de escapar. En cuanto vi aquella celada me figuré algo así.
—¿Cómo llegaste aquí? —pregunté, viendo que iba en serio en lo de querer ayudarme.
—Seguí a la patrulla y a tus parientes cuando bajaron de Bear Creek —explicó—. Cabalgué oculta tras los árboles y alcancé a oír lo que decían cuando te detuvieron en el camino. Cuando todos se fueron seguí a Capitán Kidd, lo capturé y...
—¡Tienes a Capitán Kidd! —exclamé asombrado.
—Así es —asintió—. Los caballos tienen con frecuencia más sentido común que los hombres. Regresó al arroyo donde te había visto la última vez y parecía al borde de la desesperación al no encontrarte. Dejé a mi caballo suelto para que regresara a casa y vine a Chawed Ear con Capitán Kidd.
—Bueno, estoy atrapado como una comadreja —me quejé amargamente.
—Los caballos saben quiénes son sus amigos —dijo ella—. Lo que no puede decirse de algunos hombres. ¡Breckinridge, echa esto abajo! ¡Derrumba esta maldita cárcel y corramos a las colinas! Capitán Kidd nos espera detrás de ese grupo de grandes robles. ¡Nunca te atraparán!
—No me quedan fuerzas, Gloria —confesé desesperado—. Mi potencia se derramó como el licor de una jarra rota. ¿Y de qué serviría reventar la cárcel aunque pudiera? Soy un hombre marcado, un hombre roto. Mi propia familia me desprecia. No tengo amigos.
—¡Sí que los tienes! —protestó—. Yo no te abandonaré. ¡Estaré a tu lado hasta que el infierno se congele!
—¡Pero la gente cree que soy un ladrón y un mentiroso! —repuse al borde del llanto.
—¿Qué me importa lo que piensen? —repuso—. Estaría contigo aunque hubieras hecho todo eso... ¡pero yo sé que no lo hiciste!
Por un momento no pude distinguirla porque mi vista se había nublado, pero tanteando encontré su mano aferrada al barrote de la ventana, y le hablé:
—Gloria, no sé qué decir, he sido un estúpido, pensé cosas malas de ti y...
—Olvídalo —me cortó—. Escucha: si no escapas de aquí, no podremos demostrar a esos tarados que no asaltaste la diligencia. Y tenemos que hacerlo rápido, porque esos forasteros, Hurley, Jackson y Slade recorren las cantinas de la ciudad calentando a la gente de Chawed Ear para que te linchen. Una turba sedienta de sangre llegará de la ciudad en cualquier momento. ¿No quieres contarme dónde tienes ese oro que encontraron en tus alforjas? Sé que no lo robaste, pero si me lo dijeras podría ayudarnos.
—No puedo decírtelo —afirmé sacudiendo la cabeza—. Ni siquiera a ti. Juré no hacerlo. Un Elkins nunca rompe un juramento.
—Ya... —repuso—. ¿Conociste a un forastero que te dio un saco de oro para su esposa e hijos hambrientos, y te hizo jurar que no revelarías su procedencia porque su vida corría peligro?
—¿Cómo lo sabes? —exclamé con asombro.
—¡Así que era eso! —exclamó brincando de entusiasmo—. ¿Que cómo lo sé? Porque te conozco so bobo, ¡lo que te falta de cerebro te sobra de corazón! Escucha: ¿No ves qué hay detrás de todo esto? Todo ha sido cuidadosamente planeado.
—Jugbelly te hizo beber para dejarte fuera de combate y evitar que tuvieras una coartada. Luego alguien que se parecía a ti asaltó la diligencia y le disparó al viejo Harrigan en la pierna para agravar la fechoría. Entonces ese tipo, como se llame, te dio el oro para que fuera hallado en tu poder.
—Parece razonable... —admití asombrado.
—¡Lo tienen bien estudiado! —aseguró—. Ahora todo lo que tenemos que hacer es encontrar a Jugbelly y al tipo que te dio el oro, y la jaca baya que montaba el ladrón. Pero antes hay que descubrir al hombre que te odia tanto como para meterte en este aprieto.
—Eso será difícil —dije—. Nevada hierve de rufianes que darían sus muelas por hacerme daño.
—Un hombre grande —musitó ella—. Lo suficientemente grande como para que lo confundieran contigo, con la cabeza rapada y que monta una gran yegua baya. ¡Hum! Alguien que te odia a muerte y con la suficiente inteligencia para montar este tinglado...
Y justo entonces Wild Bill Donovan dobló la esquina de la cárcel con su escopeta bajo el brazo.
—Ya has hablado bastante con ese pajarillo enjaulado, muchacha —rugió—. Ahueca ya. El jaleo se hace más intenso en la ciudad, y no me sorprendería ver a un buen montón de gente viniendo hacia la cárcel de un momento a otro... con una corbata para tu amiguito.
—Apuesto a que arriesgarías tu vida para defenderlo —se burló ella.
Se rió, se quitó el sombrero y se mesó su espesa y bruna cabellera.
—Ese salteador de diligencias no merece que malgaste ni una gota de sangre —contestó—. Pero me gusta tu aspecto, muchacha. ¿Por qué perder el tiempo con un tipo como ése cuando tienes a un hombre como yo a tú lado? ¡Su cabeza parece a una cebolla pelada! Su pelo no tiene ninguna posibilidad de crecer, porque será colgado mucho antes. ¿Por qué no elegir a un hombre atractivo como yo, con esta mata de pelo?
—Se quemó la cabellera tratando de salvar una vida humana —protestó ella—. Algo que no puede decirse de ti, ¡gran simio!
—¡Ja, ja, ja! —rió—. Aún conservas el coraje... ¡Así me gustan las chicas!
—Quizá deje de gustarte —dijo de pronto—, cuando te diga que he encontrado la yegua baya que montabas anoche.
Empalideció como si le hubieran disparado y soltó:
—¡Estás mintiendo! ¡Nadie puede encontrarla donde la escondí...!
Se quedó súbitamente bloqueado, pero Gloria dio un grito.
—¡Lo sabía! ¡Fuiste tú! —y antes de que pudiera detenerla, ella lo agarró de la melena y tiró. Su cabellera se desprendió y se le quedó en la mano: ¡su cabeza estaba tan pelada como la mía!
—¡Una peluca, como sospechaba! —exclamó Gloria—. ¡Tú robaste la diligencia! Te afeitaste la cabeza para parecerte a Breckinridge... —él la agarró, le tapó la boca con la mano y gritó:
—¡Joe, Tom, Buck! —y al ver a Gloria debatiéndose entre sus garras rompí los grilletes como si fueran cuerdas podridas, los enrollé alrededor de los barrotes y tiré de ellos. Los troncos en los que estaban hincados se quebraron como madera quemada y me abrí paso a través de la ventana como un oso forzando un gallinero. Donovan soltó a Gloria y echó mano de su escopeta para volarme la sesera, pero ella agarró el cañón y tiró de él con todas sus fuerzas para que no pudiera acertarme; mis pies tocaron el suelo cuando tres de sus secuaces surgieron de detrás de una esquina de la cárcel.
Quedaron tan sorprendidos de verme libre y venían a tanta velocidad, que no pudieron frenar y corrieron directos hacia mí, yo los apreté contra mi pecho y deberíais haber escuchado los crujidos y chasquidos de sus huesos. Apretujé un poco a aquellos tres y luego los arrojé en todas direcciones, como un oso que se deshace de una jauría de sabuesos. Dos de ellos se fracturaron el cráneo contra la cárcel y el otro se partió las piernas en un tocón de árbol.
Entretanto Donovan había perdido su arma y huía bosque a través; Gloria le pisaba los talones recortada en mano disparando contra él, pero le sacaba tanta ventaja en ese momento que lo único que consiguió fue picotear su piel con los perdigones, aunque el forajido gritaba como si lo estuvieran matando. Empecé a correr tras él, pero Gloria me detuvo.
—¡Se dirige al caballo del que te hablé! —jadeó—. ¡Coge a Capitán Kidd! ¡Tendremos un caballo de refresco si lo cogemos!
¡Bang! Tronó una escopeta entre los árboles, y la voz enloquecida de Donovan bramó:
—¡Hijo de perra! ¡Que no soy Elkins, que soy yo! ¡El juego ha terminado, hay que largarse!
—¡Déjame ir contigo! —gritó otra voz, que supuse sería la del tipo al que Donovan había ordenado que me acribillara si yo accedía a escapar—. ¡Mi caballo está al otro lado de la cárcel!
—¡Apártate, idiota! —gruñó Donovan—. ¡Este animal no puede llevar dos jinetes! —¡Wham! Imaginé que habría golpeado a su compinche en la cabeza con su revólver—. ¡Te lo mereces por haberme rellenado la piel de perdigones! —rugió Donovan mientras se internaba en el bosque.
En aquel momento alcanzamos los robles donde estaba atado Capitán Kidd, me aupé a la silla y Gloria saltó detrás de mí.
—¡Yo voy contigo! —dijo ella—. ¡No discutas! ¡Adelante!
Me dirigí hacia la arboleda en la que Donovan había desaparecido, y al introducirme en ella vimos a un tipo tirado en el suelo con una escopeta en la mano y la cabeza abierta. Incluso en medio de mi justa ira tuve un instante de alegría al pensar que Donovan había sido rellenado de perdigones por alguien que, evidentemente, lo había confundido conmigo. Las acciones de los malvados siempre se vuelven contra ellos.
Donovan había seguido en línea recta a través de la espesura, dejando un rastro entre los arbustos que hasta un ciego podría seguir. Podíamos oír su caballo galopando entre los árboles que teníamos por delante, y al cabo de un rato el golpeteo se amortiguó y escuchamos los cascos resonando sobre un terreno duro, así que supuse que había salido a un camino y pronto nosotros hicimos lo mismo. Aunque iluminado por la luz de la luna, aquel camino era tan sinuoso que no podíamos ver gran cosa delante de nosotros, si bien el ruido de los cascos no se desvanecía y comprendimos que lo estábamos alcanzando. La criatura montada por el forajido era veloz, pero estaba seguro de que Capitán Kidd le soplaría la nuca en menos de una milla.
Al rato vimos un pequeño claro frente a nosotros y una cabaña en él con luz de velas iluminando sus ventanas; Donovan surgió de entre los árboles, desmontó de un saltó y su caballo huyó al bosque, luego corrió hacia la puerta y gritó:
—¡Dejadme entrar, mermados del demonio! ¡Nos han descubierto y tengo a Elkins detrás de mí!
La puerta se abrió, cayó a cuatro patas en su interior y gritó: —¡Cierra la puerta y echa el cerrojo! ¡Ni siquiera él podrá echarla abajo! —y alguien más gritó:
—¡Soplad las velas! ¡Ahí está, en el límite del claro! Las armas de fuego empezaron a rugir y las balas me pasaron zumbando, así que dejé a Capitán Kidd a cubierto, desmonté y agarré un tronco enorme que no estaba muy podrido aún, y corrí por el claro directo hacia la puerta. Aquello despistó a los tipos de la cabaña y sólo uno me disparó acertando en el tronco. Un instante después toqué a la puerta... o mejor dicho, mi ariete la golpeó a plena potencia y ésta, arrancada de sus bisagras y astillada se estrelló en el interior aplastando con su peso a tres o cuatro hombres, que juraron en arameo y cananeo.
Irrumpí en la cabaña pisoteando los restos de la puerta y todo estaba a oscuras, pero un poco de resplandor lunar entraba por las ventanas y distinguí tres o cuatro figuras borrosas frente a mí. Me recibieron a plomazo limpio, pero la oscuridad les privó de un blanco aceptable y sólo me alcanzaron en algunos lugares sin importancia. Así que me abalancé sobre ellos, los rodeé con mis brazos y empecé a barrer el piso con todos a la vez. Noté la presencia de varios cuerpos en el suelo por la forma en que gritaron cuando los taconeé; de cuando en cuando palpaba una cabeza con el pie y le arreaba una buena patada. No sabía a quiénes tenía agarrados porque la cabaña estaba tan llena de humo de pólvora en ese momento que la luz de la luna no penetraba en la estancia. Pero ninguno de aquellos tipos era lo suficientemente grande para ser Donovan, y ninguno de los que pisoteaba gritaba como él, así que empecé a despejar la estancia arrojándolos uno a uno a través de la puerta; cada vez que lo hacía, escuchaba un crujido que no pude entender hasta que comprendí que Gloria debía estar apostada en el exterior con un tarugo, golpeándolos en la cabeza al salir.
Al cabo de un rato la cabaña estaba vacía salvo por mí y una figura que se afanaba en esquivarme a fin de ganar la puerta; así que le puse las manos encima, lo volteé por encima de mi cabeza y me disponía a lanzarlo a través de la puerta, cuando gritó:
—¡Cuartel, mi titánico amigo, cuartel! ¡Me rindo y exijo ser tratado como prisionero de guerra!
—¡Jugbelly Judkins! —exclamé. —El mismo —dijo—... o lo que queda de él.
—¡Salgamos fuera donde pueda hablar con usté! —gruñí buscando a tientas mi camino hacia la puerta con él. Nada más salir, recibí un terrible golpe en la cabeza y al cabo Gloria gritó como un alce herido.
—¡Oh, Breckinridge! —se lamentó—. ¡No imaginaba que fueras tú!
—¡No importa! —repuse agitando ante ella mi trofeo—. ¡Tengo a mi cortada agarrada del cuello! Jugbelly Judkins —dije con severidad bajándole al suelo y agitando mi enorme puño bajo su nariz—, si valora en algo su alma inmortal, ¡hable y diga dónde pasé la última noche!
—Bebiendo licor conmigo a una milla del camino de Bear Creek —jadeó mirando con cara de espanto los cuerpos que cubrían el suelo frente a la cabaña—. ¡Lo confesaré todo! ¡Lléveme al fortín! Mis pecados se han vuelto contra mí. Soy un hombre roto. Sin embargo, no soy más que un instrumento en manos de una mente maestra, al igual que esos descarriados hijos del pecado que yacen ahí...
—Uno de ellos trata de escabullirse —informó Gloria atizándole un garrotazo en la parte posterior del cuello. El «descarrilado» hijo del pecado cayó sobre su vientre y aulló con una voz familiar.
Me acerqué a toda prisa y me incliné para verlo de cerca.
—¡Japhet Jalatin! —grite—. ¡Maldito ladrón, me dijiste que tu mujer se moría de hambre!
—Si le dijo que tenía una esposa pecó de modestia —terció Jugbelly—. Tiene tres, que yo sepa, incluyendo una india piute, una muchacha mexicana y una mujer china en San Francisco. Hasta donde yo sé todas están lozanas y saludables.
—Me han engañado como a un bobo —rugí rechinando los dientes—. ¡Me han manejado como a una marioneta! ¡Mi naturaleza confiada ha sido atropellada! ¡Mi fe en la humanidad se ha agriado! ¡Sólo la sangre puede lavar esta infamia!
—No se desquite con nosotros —rogó Japhet—. Todo fue idea de Donovan.
—¿Dónde está? —grité mirando en torno.
—Conociéndole como le conozco —dijo Judkins tanteándose la mandíbula para ver si estaba rota en más de un lugar—, diría que se escabulló por la puerta trasera cuando la lucha alcanzó su clímax y que corrió hacia el corral oculto entre los árboles detrás de la cabaña, donde guardaba la yegua que montó la noche que asaltó la diligencia.
Del cinturón canana de uno de ellos, Gloria sacó uno de los revólveres que nunca tuvieron oportunidad de usar.
—Ve tras él, Breck. Yo me encargo de estos coyotes —dijo.
Eché un vistazo a los despojos que gemían en el suelo y decidí que podría con ellos, así que silbé a Capitán Kidd y, sorprendentemente, vino a mí. Monté y me dirigí hacia los árboles detrás de la cabaña y, mientras lo hacía, vi a Donovan lanzarse como un rayo en dirección opuesta sobre una gran yegua baya. La luna lo volvía todo tan brillante que parecía de día.
—¡Detente y pelea como un hombre, turón sarnoso! —lo desafié, pero su única respuesta fue un plomazo de su revólver, y al ver que no respondía a su fuego, dio de espuelas a la jaca que montaba a pelo y enfiló el camino a las altas colinas.
Era un buen animal, pero no tenía ninguna posibilidad contra Capitán Kidd. Estábamos sólo a unos cientos de pies por detrás y ganando terreno rápidamente cuando Donovan llegó a una cresta desnuda con vistas a un valle. Miró por encima del hombro, y al ver que lo alcanzaría en las siguientes cien yardas, saltó a tierra y se puso a cubierto detrás de un pino solitario a corta distancia del límite de la espesura. No había arbustos alrededor de él y para ganarlo tendría que cruzar un espacio abierto e iluminado por la luna, y cada vez que asomaba la gaita entre los árboles, me disparaba. Así que me mantuve al amparo de la vegetación, lancé mi reata y agarré la parte superior del pino; hecho lo cual espoleé a Capitán Kidd en dirección contraria con todo su peso y capacidad pulmonar, y lo arrancó de raíz.
Cuando cayó, dejando a Donovan sin protección alguna, éste corrió hacia el borde del valle, pero yo salté y agarré una roca del tamaño de la cabeza de un hombre y se la arrojé, acertándole justo encima de la rodilla. Cayó a tierra rodando, arrojó lejos de sí sus revólveres y gritó:
—¡No dispares! ¡Me rindo!
Enrollando mi lazo, me llegué hasta donde yacía retorciéndose de dolor y le dije:
—Deja ya de quejarte. ¿Tú me has oído a mí gimotear así?
—Llévame a una cárcel segura y cómoda —lloriqueó—. Soy un hombre hundido. Mi alma está llena de remordimiento y mi piel de perdigones. Mi pierna está rota y mi espíritu aplastado. ¿De dónde sacaste el cañón con el que me disparaste?
—No tengo ningún cañón —repuse con dignidad—. Sólo te he tirado una piedra.
—¡Pero el árbol cayó! —exclamó incrédulo—. ¡No me digas que no usaste artillería!
—Lo laceé y tiré de él —confesé, y él suspiró y se desplomó al oírlo—. Ahora perdóname si te ató las muñecas a la espalda y te cargo sobre Capitán Kidd. Seguramente te arreglaran esa pierna en Chawed Ear si te acuerdas de recordármelo.
Gimoteó lastimeramente durante todo el camino a la cabaña; cuando llegamos, Gloria había maniatado a todas las comadrejas, que no paraban de gemir como almas en pena. Hallé un corral cerca de la casa donde estabulaban sus caballos, así que los ensillé, coloqué a sus jinetes encima y les até las piernas a los estribos. Luego formé un tren atando la cola de un caballo a la cabeza del anterior —reservando uno para Gloria— y nos dirigimos a Chawed Ear.
—¿Qué piensas hacer ahora, Breck? —preguntó Gloria cuando partimos.
—Llevaré a estas alimañas de vuelta a Chawed Ear —dije con decisión—, y les obligaré a recitar su historia al sheriff y a los ciudadanos. Pero mi triunfo se vuelve polvo y ceniza en mi boca cuando pienso en la forma en que mi gente me ha tratado.
Gloria no dijo nada; ella es una mujer de Bear Creek y sabe cómo siente nuestra gente.
—Lo ocurrido aquí esta noche —razoné amargamente—, me ha enseñado quiénes son mis amigos... y quiénes no lo son. De no haber sido por ti, estos bandidos estarían riéndose de mí mientras yo me pudría en la cárcel.
—Yo nunca te volvería la espalda si estuvieras en un lío, Breck —aseguró ella.
—Ahora lo sé. Te había juzgado mal.
Nos acercábamos a la ciudad arrastrando nuestra quejumbrosa caravana, cuando a través de los árboles frente a nosotros vimos un resplandor de antorchas en el claro donde se levantaba la cárcel; se trataba de hombres a caballo y una oscura marea humana que se balanceaba de un lado a otro. Gloria se detuvo.
—¡Es una turba, Breck! —exclamó con un nudo en la garganta—. No te escucharán. Están sedientos de sangre. Te abatirán antes de que puedas explicarte. Espera a...
—No esperaré a nada —atajé—. ¡Entregaré a estos coyotes y les taparé la boca con ellos! ¡Haré que esos estúpidos escuchen mis «pelagatos»! Después me sacudiré el polvo de las Humbolts y me marcharé lejos: cuando la familia le da a uno la espalda, es el momento de desaparecer.
—¡Mira allí! —me interrumpió Gloria.
Habíamos dejado el bosque y permanecíamos en el límite del calvero, al amparo de algunos robles.
Los «justicieros del cáñamo» estaban allí con sus antorchas y escopetas... ¡pero arrinconados contra la cárcel con sus rostros más pálidos que la cera y entrechocando sus rodillas! ¡Y frente a ellos, a caballo y con armas en sus manos, vi a pá y a cada hombre útil para la lucha de Bear Creek! Algunos sujetaban teas que iluminaban los rostros de más Elkins, Garfield, Gordon, Kirby, Grimes, Buckner y Polk de los que esos demonios de Chawed Ear hayan visto juntos alguna vez. Muchos de esos hombres no se habían alejado tanto de Bear Creek en su vida. Pero todos estaban allí. Bear Creek había desembarcado en Chawed Ear.
—¿Dónde está, mofetas sarnosas? —rugió pá blandiendo su rifle—. ¿Qué habéis hecho con él? ¡Fui un estúpido y un perro abandonando a mi propia carne y sangre a estos hurones! ¡No me importa si es un ladrón o un mentiroso, o lo que sea! ¡Ningún hombre de Bear Creek se pudrirá en una maldita cárcel para gente de ciudad! ¡Vengo a por él y me propongo llevarlo a casa, vivo o muerto! ¡Y si lo habéis asesinado, arrasaré Chawed Ear hasta los cimientos y lisiaré a todos sus ciudadanos sanos! ¿Dónde está, malditas alimañas?
—¡Juro que no lo sé! —jadeó el sheriff, pálido y tembloroso—. Cuando me enteré de que se preparaba un linchamiento me presenté tan rápido como pude y llegué al mismo tiempo que ellos, pero lo único que encontramos fue la ventana de la cárcel arrancada como ves, y tres hombres yaciendo sin sentido aquí y otro más allá entre los árboles. Eran los guardias, pero no han recobrado el sentido aún para contarnos lo que pasó. Nos disponíamos a buscar a Elkins cuando aparecisteis, y...
—¡No busquéis más! —grité avanzando hacia el resplandor de las antorchas—. ¡Aquí estoy!
—¡Breckinridge! —exclamó pá—. ¿Dónde has estado? ¿Quiénes están contigo?
—Unos caballeros que tienen algunas palabras que decirle a la asamblea —dije mostrando mi cadena de cautivos a la luz de las antorchas. Todos enmudecieron al verlos—. Les presento al señor Jugbelly Judkins; es el más hábil encantador de serpientes que he conocido, así que propongo que sea él quien pronuncie el sermón. No lleva su sombrero hongo ahora, pero tampoco está amordazado. ¡Desembuche, Jugbelly!
—La confesión sincera es buena para el alma —dijo—. Ruego la atención de la multitud, mientras mis palabras me llevan derecho a la penitenciaría... —se habría oído caer un alfiler cuando comenzó.
»Donovan había meditado largamente sobre cómo apartar a Capitán Kidd de Elkins. Trazó cuidadosamente su plan, de modo que no corriera ningún riesgo personal en la operación. Fue un proceso que exigió mucha dedicación. Reunió a un grupo de artistas muy versátil: la flor y nata del mundo del hampa... si puedo hablar por mí.
»La mayoría de nosotros nos refugiamos en aquella cabaña allá en las colinas, de la cual Elkins nos arrojó recientemente. A partir de ahí recorrió toda la región... Donovan, quiero decir. Una mañana se encontró a Elkins en la cantina de Mustang Creek. Le escuchó decir que estaba en la ruina, también que regresaba a Bear Creek y que se dirigiría a War Paint a última hora de la tarde. Todo esto, junto con la sesera chamuscada de Elkins, le dio una idea de cómo llevar a cabo lo que había planeado.
»A mí me ordenó interceptar a Elkins, emborracharlo y mantenerlo en las colinas toda la noche. Y luego desaparecer, de modo que quedara sin coartada. Mientras estábamos bebiendo allí, Donovan asaltó la diligencia. Se había rapado la cabeza para hacerse pasar por Elkins y disparó al viejo Jim Harrigan para inflamar los ánimos de la ciudadanía.
»Hurley, Jackson y Slade fueron sus secuaces. El oro que Jackson dio a Elkins pertenecía en realidad a Donovan. Este, tan pronto asaltó la diligencia, pasó el oro a Jalatin, que se apresuró hacia el lugar donde Elkins y yo habíamos estado empinando el codo. Donovan regresó entonces a la cabaña, ocultó la yegua y se colocó la peluca para disimular su calva; montó otro caballo y se dedicó a recorrer la carretera de Cougar Paw a Grizzly Run, sabiendo que pronto una patrulla se dirigiría a Bear Creek.
»Lo que ocurrió tan pronto la diligencia llegó a su destino. Hurley, Jackson y Slade juraron que habían conocido a Elkins en Yavapai y lo señalaron como el hombre que asaltó la diligencia. Ashley y Harrigan no pudieron asegurarlo, pero admitieron que el ladrón se le parecía. Los caballeros de Chawed Ear, que saben mucho de eso, comenzaron la construcción de una cárcel especial tan pronto se enteraron del asalto, y enviaron la patrulla a Bear Creek junto con Ashley y los tres impostores que afirmaron reconocer a Elkins. Por el camino se encontraron a Donovan, como estaba planeado, y éste se unió al grupo.
»Mientras tanto Elkins y yo estábamos en pleno duelo alcohólico, hasta que él perdió el conocimiento bien pasada la medianoche. Entonces recogí las jarras, las escondí y regresé a la cabaña para ocultarme hasta que pudiera abandonar la región. Jalatin llegó al lugar cuando yo lo abandonaba, y esperó a que Elkins despertara a la mañana siguiente y le contó una milonga sobre una mujer al borde de la inanición, y le entregó el oro que debería guardar para ella haciéndole prometer que no revelaría a nadie su origen. Donovan sabía que el gran oso no faltaría nunca a su palabra, ni aun para salvar su cuello.
»Bueno, como todos ustedes saben, la patrulla no encontró a Elkins en Bear Creek. Así que empezaron a buscarlo, junto a pá y algunos de sus tíos, y lo encontraron cuando se incorporaba a la carretera procedente del lugar donde él y yo mantuvimos nuestro duelo. Inmediatamente Slade, Hurley y Jackson comenzaron a gritar que él era el asaltante, y fueron respaldados por Ashley, que es un hombre honesto, aunque erróneamente pensara que Elkins era culpable al ver su cráneo pelado. Donovan planeaba disparar a Elkins mientras trataba de escapar. El resto ya es historia... historia bélica, podría añadir.
—¡Bien dicho, Jugbelly! —exclamé descargando a Donovan de mi caballo y poniéndolo a los pies del sheriff—. Ésa es la historia, y todos estáis implicados en ella. Yo he hecho mi parte del trabajo y me lavo las manos.
—Hemos cometido una gran injusticia contigo, Elkins —se disculpó el sheriff—. Pero, ¿cómo podíamos saber nosotros que...?
—Olvídalo —le corté, y entonces se acercó pá. La gente de Bear Creek no somos muy habladores, pero decimos mucho con pocas palabras.
—Me equivoqué, Breckinridge —murmuró con brusquedad, y con eso dijo más de lo que mucha gente expresaría en un largo discurso—. Por primera vez en mi vida admito que he cometido un error. Pero —añadió señalando a Jugbelly Judkins con el dedo —, ¡la única mancha en el expediente de Elkins es el hecho de que perdiera la consciencia soplando con un espécimen como ése!
—Salí airoso de la prueba —admitió modestamente Jugbelly—. ¡Un triunfo de la mente sobre el músculo, mis amigos defensores de la ley y el orden!
—¿La mente?... ¡y un cuerno! —exclamó Jalatin con saña—. ¡Ese coyote no probó ni un sorbo de licor! Trabajaba como prestímano en una feria cuando Donovan lo contrató. Tenía un estómago de goma bajo la camisa y derramó el licor en su interior. No hubiera podido beber más que Breckinridge Elkins sin ese artificio, ¡el condenado truhán!
—Admito la acusación —suspiró Jugbelly inclinando la cabeza en señal de vergüenza.
—Bueno —dije—, he visto peores hombres que tú en eso, y aunque no puedas superarme en nada, me engañaste con tu maldito odre de goma.
—Gracias, mi generoso amigo —contestó, y pá se adelantó con su caballo y dijo:
—¿Vienes a casa Breckinridge?
—Ve tú delante —contesté—. Yo iré con Gloria.
Así enfilaron la carretera pá y los hombres de Bear Creek, formando una sola hilera con sus rifles resplandeciendo a la luz de las antorchas y sin decir una palabra; sólo los crujidos de las sillas y el suave tintineo de los cascos, como generalmente cabalgan los hombres de las montañas. Y cuando se perdieron de vista, los ciudadanos de Chawed Ear suspiraron aliviados y agarraron a Donovan y a su banda con entusiasmo y los encerraron en la cárcel... la única que no había reventado, quiero decir.
—Se acabó —dijo Gloria arrojando lejos su maza—. Ahora partirás en busca de aventuras, ¿no es así, Breckinridge?
—No —respondí—. Mis equivocados parientes se han redimido ante mis ojos.
Permanecimos allí un minuto mirándonos el uno al otro, y al cabo ella dijo:
—Tú... tú... ¿no tienes nada que decirme, Breckinridge?
—¡Cómo! ¡Pues claro que sí! —protesté—. Estoy muy agradecido por lo que has hecho.
—¿Eso es todo? —preguntó apretando un poco los dientes.
—¿Qué más quieres que diga? —respondí perplejo—. ¿No acabo de darte las gracias? Hubo un tiempo en que quise decirte más cosas, y probablemente te habrías enfadado, pero sabiendo lo que piensas de mí...
Gloria puso cara de asombro, y antes de que supiera lo que estaba haciendo, cogió una piedra del tamaño de una sandía y me atizó con ella en la cabeza. Me pilló tan desprevenido que caí al suelo de culo, y cuando la miraba sin saber qué decir, una luz se hizo en mi interior.
—¡Ella me ama! —exclamé.
—¡Me preguntaba cuánto tiempo te llevaría descubrirlo, tarugo! —me reprendió.
—¿Pero qué hizo que me trataras de esa manera? —pregunté de inmediato—. ¡Pensé que me odiabas!
—Tú deberías saberlo —dijo acurrucándose en mis brazos—. Me enfadaste aquella vez que sacudiste a pá y a esos bobos hermanos míos. Yo no sentía la mayoría de las cosas que dije. Pero tú te enojaste y dijiste algunas cosas que me volvieron loca, y después de aquello mi orgullo me impidió actuar de otra forma. Nunca he amado a ningún otro chico, pero no podía admitirlo mientras tú estabas en la cima del mundo, pavoneándote con dinero en los bolsillos y rodeado de chicas bonitas y todo el mundo deseando ser amigo tuyo. Te quería a rabiar, pero no podía seguir adelante. ¡Yo no me humillaría ante ningún condenado hombre! Pero ya viste lo rápido que acudí cuando más necesitabas un amigo, ¡grandísimo granuja!
—Entonces me alegro de que todo esto haya sucedido —admití—. Me ha hecho ver las cosas claras. Jamás amé a ninguna otra chica. Cuando estaba con otras sólo trataba de olvidarte y darte celos. Pensé que te había perdido y pretendía conseguir a la siguiente mejor. Ahora lo sé y lo admito. Nunca he visto una muchacha a menos de cien millas que pudiera compararse a ti en apariencia, en nervio y todo lo demás.
—Celebro que hayas recuperado el juicio por fin, Breckinridge —aseguró Gloria.
Salté sobre Capitán Kidd y acomodé a Gloria detrás de mí, y el cielo se teñía de color rosa y los pájaros empezaban a alzar el vuelo cuando iniciamos nuestro regreso a Bear Creek.