Pá extrajo el decimonono perdigón de mi hombro y dijo:
—Los cochinos son más nocivos para la paz de una comunidad que el escándalo, el divorcio y el licor de maíz juntos. Y cuando el cochino es un cerdo salvaje —añadió dejando de afilar su cuchillo sobre una porción chamuscada de mi cráneo— y se mezcla con una maestra de escuela, un forastero inglés y una jauría de parientes sedientos de sangre, el resultado es más espantoso de lo que un hombre pacífico puede soportar. No te muevas hasta que Buckner te haya cosido la oreja.
Pá estaba en lo cierto. Yo no tenía culpa de nada de cuanto había sucedido. La rotura de la pierna de Joe Gordon fue accidental, y Erath Elkins miente cuando dice que le aplasté cinco costillas adrede. Si tío Jeppard Grimes se hubiera ocupado de sus asuntos, no tendría las posaderas rellenas de perdigones para pájaros, y tampoco pueden echarme en cara que la cabaña de mi primo Bill Kirby ardiera por los cuatro costados; y mucho menos lo de la oreja de Jim Gordon, que Jack Grimes arrancó de un disparo. Sostengo que los demás tuvieron más culpa que yo, y estoy dispuesto a eliminar de mi camino a cualquiera que no esté de acuerdo conmigo.
Pero me estoy adelantando. Dejadme volver a los días en que la cultura levantaba por primera vez la cabeza entre los sencillos habitantes de Bear Creek.
Pues bien, como acabo de decir, estaba determinado a que la educación prendiera en las nuevas generaciones; así que reuní a la gente en un claro lo suficientemente alejado para que la sita Devon no se asustara por el estruendo de la argumentación y la dialéctica, y les expuse mis puntos de vista. Las opiniones difirieron violentamente como siempre ocurre en Bear Creek, pero cuando se asentó el polvo y se dispersó el humo, encontré que la mayoría de la gente accedió a ver las cosas a mi manera. Algunos estaban radicalmente en contra y dijeron que nada bueno saldría de los libros, pero después de barrer el claro con seis o siete de ellos, admitieron que podría tener alguna ventaja después de todo y accedieron a que sita Margaret culturizara un poco a sus mocosos.
Luego me preguntaron cuánto dinero le había prometido, y cuando dije que cien al mes me gritaron que eso era mucho más que todo el dinero que circula en Bear Creek en un año. Pero me conformé con eso. Propuse que cada familia contribuyera con lo que pudiese: miel, pieles de oso, licor de maíz o lo que fuera; yo lo llevaría en una mula a War Paint cada mes y lo convertiría en dinero en efectivo. Agregué que yo les recordaría gustosamente su óbolo a finales de cada mes para asegurarme de que nadie me remoloneara su contribución.
Luego discutimos sobre dónde construir la escuela; yo quería levantarla entre la cabaña de pá y el corral, pero él intervino y dijo que le disgustaría tener una escuela cerca de su casa, con un puñado de críos gritones asustando a todos los bichos comestibles. Añadió que si se construía a menos de una milla de su terruño sería porque alguien en Bear Creek tenía un dedo más rápido en el gatillo y un ojo más preciso que los suyos. Así que después de algunos debates, en el curso de los cuales cinco de los principales ciudadanos de Bear Creek resultaron seriamente magullados, se acordó construir la escuela cerca del asentamiento de Apache Mountain. De todos modos, aquel era el lugar más poblado de Bear Creek. El primo Bill Kirby accedió a alojar a sita Devon como parte de su contribución a su salario.
Pues bien, mejor hubiese sido levantar la escuela cerca de la cabaña de pá y alojar a la sita con nosotros, pero yo estaba satisfecho, porque de esa manera podría verla siempre que quisiera. De hecho lo hice a diario, y cada vez me parecía más hermosa. Las semanas pasaron y todo iba bien. Visitaba a Margaret todos los días y ella me enseñaba a leer y escribir, aunque fue un proceso muy lento. Progresaba poco en mi educación y mucho —creía yo— en mi historia de amor, cuando la paz y el romance encontraron un obstáculo insalvable en la forma de un cerdo salvaje llamado Daniel Webster.
Todo empezó cuando ese forastero llegó cabalgando por el sendero de War Paint con Tunk Willoughby. Tunk no carga con más cerebro que el recomendado por la ley, pero en ese momento demostró buen juicio, porque después de soltar su carga en su destino no se detuvo. Se limitó a entregarme una nota y señalar al pollo sin decir una palabra, mientras sostenía educadamente su sombrero entre las manos.
—¿Qué insinúas con ese gesto? —le pregunté irritado, y me explicó:
—Me quito el sombrero en señal de respeto a los difuntos. Traer un espécimen como éste a Bear Creek es como arrojarle una liebre a una manada de lobos hambrientos.
Lanzó un suspiro, meneó la cabeza y se puso el sombrero de nuevo.
—Requiencatispace —murmuró.
—¿De qué diablos estás hablando?
—Es latín —aclaró—. Significa: «descanse en paz».
Dicho lo cual puso pies en polvorosa y me dejó a solas con el forastero, que acariciaba a su cayuse todo el rato y me miraba como si yo fuera una curiosidad o algo así.
Hice venir a mi hermana Ouachita para que me leyera la nota, porque ella había aprendido a hacerlo de la sita Margaret; decía:
«Querido Breckinridge: Quiero presentarte al señor J. Pembroke Pemberton, un deportista inglés que conocí recientemente en Frisco. Está muy contrariado porque no ha encontrado aventuras en América y pensaba irse a África a cazar leones y elefantes, pero yo lo he persuadido para que se quede conmigo, pues sé que vivirá más emociones en Bear Creek en una semana de las que viviría en África o cualquier otro lugar en un año. Pero el mismo día que llegamos a War Paint me encontré con un viejo conocido de Texas del que no diré nada malo, pero ojalá ese hijo de perra me hubiera disparado en otra parte que no fuera la pierna izquierda, en la que ya tenía tres balas que nunca me pudieron extraer. De todos modos no podré acompañar a mister Pemberton a Bear Creek. Confío en que tú le lleves a alguna cacería de osos, le procures otras diversiones y le protejas de tus parientes. Sé que es una grave responsabilidad la que te traslado, pero estoy seguro de que harás esto por tu amigo: William Harrison Glanton».
Estudié a J. Pembroke. Era un jovencito de tamaño mediano y parecía un poco flojucho. Tenía el pelo amarillo y las mejillas sonrosadas como una chica; vestía unos pantalones de sarga y unas botas de montar de color canela que veía por primera vez. Llevaba una especie de abrigo muy gracioso con bolsillos y un cinturón que él llamaba «tres cuartos», y un gran sombrero como un hongo hecho de corcho con una cinta roja alrededor. Montaba un caballo percherón cargado con todo tipo de utillaje y cinco o seis escopetas y rifles diferentes.
—Así que tú eres J. Pembroke —le dije, y él respondió:
—¡Oh, seguro! Y sin duda tú eres la persona que el señor Glanton me describió como Breckinridge Elkins.
—Así es —afirmé—. Desmonta y ven. Tenemos carne de oso y miel para cenar.
—Perdona por tomarme tantas confianzas —empezó a decir mientras desmontaba—, pero me preguntaba, viejo amigo, si la... ah... magnitud de tu talla, no sería algo extraordinario.
—No lo sé —respondí sin tener la menor idea de lo que estaba hablando—. Yo siempre voto a la lista demócrata.
Empezó a decir algo más, pero justo entonces pá y mis hermanos John, Bill, Jim, Buckner y Garfield salieron a la puerta para ver qué era ese jaleo, y él se puso pálido y farfulló:
—Te pido perdón; el gigantismo parece ser la regla por estos pagos.
—Pá dice que los hombres no son ni la mitad de lo que eran cuando él era un zagal —le dije—, pero no nos arreglamos mal.
Pues bien, J. Pembroke atacó esos filetes con buena voluntad, y cuando le dije que iríamos a cazar osos al día siguiente, me preguntó cuántos días de viaje serían necesarios para ello.
—¡Caramba! —exclamé—. No hay que viajar para cazar osos por aquí. Si olvidas echar el pestillo de tu puerta esta noche, mañana podrías encontrarte compartiendo la litera con uno. El que nos estamos zampando fue sorprendido por mi hermana Elinor detrás de la cabaña cuando trataba de asaltar el corral de los cerdos, ayer por la noche.
—¡Cielos! —exclamó mirándola de forma peculiar—. ¿Y puedo preguntarle, señorita Elkins, el calibre del arma que utilizó?
—Lo golpeé en la cabeza con el radio de una rueda de carro —dijo ella, y el movió la cabeza y murmuró:
—¡Extraordinario!
Pembroke durmió en mi cama y yo lo hice en el suelo esa noche; nos levantamos al amanecer y nos preparamos para salir tras los osos. Mientras Pembroke se afanaba con sus armas, pá salió, se tiró de los bigotes, sacudió la cabeza y dijo:
—He ahí un joven educado, pero temo no esté tan sano como debiera. Acabo de ofrecerle unos tragos de mi jarra, y al primer sorbo se puso morado y casi se ahoga hasta morir.
—Bueno —dije ajustando las cinchas de Capitán Kidd—, he aprendido a no juzgar a los extraños por la manera en que toleran el alpiste de Bear Creek. Se necesita ser un hombre de montaña para beber nuestro licor de maíz.
—Espero que todo vaya bien —suspiró pá—. Pero es un espectáculo lamentable ver a un hombre joven que no puede aguantar tu licor. ¿Adonde lo llevas?
—Más allá de Apache Mountain —dije—. Erath vio un oso pardo enorme allí anteayer.
—Hum —murmuró pá—. Por una curiosa coincidencia la escuela se encuentra al pie de Apache Mountain, ¿no es así, Breckinridge?
—Tal vez sí y tal vez no —le respondí con dignidad, y me marché con Pembroke ignorando el comentario sarcástico que pá me gritó mientras nos alejábamos:
—Tal vez haya una conexión entre leer libros y cazar osos pero, ¿quién soy yo para decirlo?
J. Pembroke era muy buen jinete, pero usaba una silla de aspecto muy cómico sin cuerno ni teja, y llevaba el arma más extraña que había visto nunca. Era un rifle de dos cañones, y dijo que era un rifle para elefantes. Era lo suficientemente grande para derribar una colina. Le sorprendió que yo no llevara ningún rifle y me preguntó qué haría si nos topábamos con un oso. Le dije que era asunto suyo dispararlo, pero que si fuera necesario que yo entrara en acción, mis revólveres bastarían.
—¡Cielos! —exclamó—. ¿Quieres decir que puedes derribar a un oso con un disparo de pistola?
—No siempre —precisé—. A veces tengo que golpearlo en la cabeza con el cañón para tumbarlo.
No dijo nada durante mucho rato después de aquello.
Pues bien, cabalgamos hasta el pie de la ladera de Apache Mountain, atamos los caballos en una hondonada y nos internamos a pie en la espesura. Ese era un buen lugar para los osos, porque acuden con mucha frecuencia en busca de los cochinos del tío Jeppard Grimes, que corretean sueltos por toda la falda de la montaña.
Pero como siempre ocurre cuando uno busca algo especial, no vimos ni un condenado oso.
A media tarde recorríamos una vertiente de la montaña donde se asentaban los Kirby, los Grimes y los Gordon. Media docena de familias tenían sus cabañas a una milla más o menos las unas de las otras; no sé por qué demonios quieren apiñarse de esa manera, a mí me ahogaría, pero pá dice que ellos siempre fueron raritos para sus cosas.
No teníamos a la vista el asentamiento, pero la escuela no estaba lejos y le dije a J. Pembroke:
—Espera aquí un momento y tal vez aparezca un oso. La sita Devon está enseñándome a leer y escribir y es la hora de mi lección.
Dejé a Pembroke sentado en un tocón de árbol con su rifle para cazar elefantes, atravesé el bosque y salí al camino en cuyo extremo inferior se encontraba el asentamiento; la escuela acababa de cerrar, la chavalería estaba de camino a casa y Margaret me esperaba en la escuela de troncos.
Estaba sentada en su escritorio hecho a mano cuando entré, agachando la cabeza para no golpearme con el dintel de la puerta y quitándome educadamente el Stetson. Me pareció algo cansada y desanimada, y le dije:
—¿Han montado esos pequeños diablos algún zipizape, sita Margaret?
—Oh, no —dijo—. Son muy amables... de hecho me he dado cuenta de que la gente en Bear Creek es siempre muy cortés cuando no se matan unos a otros. He acabado por acostumbrarme a que los chicos vengan con sus pistolas y cuchillos de caza a la escuela, pero al mismo tiempo me parece algo muy inútil. Esto es muy diferente a todo lo que conozco... estoy desanimada y me dan ganas de dejarlo.
—Se acostumbrará —la consolé—. Todo será diferente cuando se haya casado con algún joven honesto y fiable.
Ella me miró con asombro y preguntó:
—¿Casarme con alguien aquí en Bear Creek?
—¡Claro! —dije sacando pecho involuntariamente—. Todo el mundo se pregunta cuándo fijará la fecha. Pero empecemos con la lección. He aprendido las palabras que me escribió ayer.
Pero ella no me escuchó y dijo:
—¿Tienes alguna idea de por qué los señores Joel Grimes y Esaú Gordon dejaron de visitarme? Hasta hace unos días uno u otro venían a verme a la cabaña del señor Kirby todas las noches.
—No se preocupe ahora por ellos —la tranquilicé—. Joel podrá andar con muletas antes de una semana, y Esaú ya puede caminar sin ayuda. Yo siempre trato a mis parientes lo mejor posible.
—¿Te peleaste con ellos? —exclamó la muchacha.
—Sólo quería avisarles de que no quería ningún tropiezo con ellos —le aseguré—. Soy fácil de llevar, pero no me gusta la competencia.
—¿Competencia? —sus ojos relampaguearon y me miró como si nunca antes me hubiera visto. ¿Quieres decir que tú... y que yo...?
—Bueno —dije modestamente—, todo el mundo en Bear Creek se pregunta cuándo fijará la fecha de nuestro «pandemonio». Las chicas no permanecen solteras mucho tiempo por estos lares... Eh, ¿qué le ocurre?
Ella se volvía más y más pálida, como si le hubiese caído mal el almuerzo.
—Nada... —repuso con voz débil—. ¿Quieres decir que la gente cree que me casaré contigo?
—Claro —afirmé.
Ella murmuró algo que sonó como «¡Dios mío!» y se pasó la lengua por los labios y me miró como si estuviera a punto de desmayarse. Bueno, no hay muchas mozas que tengan la oportunidad de casarse con Breckinridge Elkins, así que no la culpo por emocionarse tanto.
—Has sido muy amable conmigo, Breckinridge —dijo débilmente—. Pero yo... esto es tan repentino... tan inesperado... nunca pensé... jamás soñé que...
—No quiero presionarla —le dije. Tómese su tiempo. La próxima semana sería muy precipitado. De todos modos, tendría que construir nuestra cabaña y...
¡Bang!, tronó un arma de fuego... demasiado fuerte para ser un Winchester.
—¡Elkins! —era Pembroke llamándome desde la ladera—. ¡Elkins! ¡Date prisa!
—¿Quién es ése? —preguntó ella incorporándose como si estuviera sentada sobre un muelle.
—Oh —dije con disgusto—, es un estúpido forastero amigo de Bill Glanton. Me parece que un oso lo ha agarrado por el cuello. Iré a ver.
—¡Iré contigo! —dijo, pero por la forma en que Pembroke gritaba pensé que sería mejor no perder tiempo en llegar hasta él, de modo que no la esperé y ella me siguió a cierta distancia cuando remonté la cuesta y me reuní con él corriendo entre los árboles. Farfullaba con entusiasmo.
—¡Lo alcancé! —chilló—. Estoy seguro de haberle acertado. Pero se escabulló entre los matorrales y no me atreví a seguirlo porque esas bestias son terribles cuando están heridas. Un amigo mío fue atacado por una de ellas en el sur de África y...
—¿Un oso? —pregunté.
—¡No, no! —me corrigió—. ¡Un jabalí! ¡El bruto más cruel que haya visto nunca!
—Oh, no hay jabalíes en las Humbolts —bufé—. Espera aquí, iré a ver a qué le has disparado.
Vi algunas salpicaduras de sangre sobre la hierba, así que a algo le había dado. Pues bien, no me había alejado ni un centenar de pies de Pembroke cuando me topé con tío Jeppard Grimes.
Tío Jeppard, por si no lo he mencionado antes, fue uno de los primeros hombres blancos en llegar a las Humbolts y viste pieles de gamo con flecos y mocasines lo mismo que hace cincuenta años. Llevaba un cuchillo de caza en una mano y agitaba algo en la otra como una bandera de la rebelión, también echaba espumarajos por la boca.
—¡Condenado asesino! —vociferó—. ¿Ves esto? ¡Es la cola de Daniel Webster, el mejor semental de cerdo salvaje que jamás hoyara las Humbolts! ¡Ese estúpido forastero tuyo trató de asesinarlo! ¡Le arrancó la cola de un disparo, justo encima de sus cojones! ¡Le ensañaré que no puede mutilar a mis animales! ¡Le arrancaré el corazón!
E interpretó una danza guerrera agitando la cola de cerdo y su puñal.
E interpretó una danza guerrera agitando la cola de cerdo y su puñal, y maldiciendo en inglés, en español y en lengua apache al mismo tiempo.
—Cálmese, tío Jeppard —dije con severidad—. Él no tiene muchas luces, y pensó que Daniel Webster era un jabalí como los que hay en África e Inglaterra y otros lugares del extranjero. No quería hacer daño.
—«¡No quería hacer daño!» —repitió tío Jeppard ferozmente—. ¡Y Daniel Webster con menos cola que una liebre!
—Está bien —dije—, aquí tienes una pieza de oro de cinco dólares por la cola de tu maldito cochino, ¡y deja en paz a Pembroke!
—El oro no resarce mi honor —se quejó amargamente, sin embargo agarró la moneda como un kiowa agarraría un bistec—. Olvidaré mi indignación por el momento. Pero me aseguraré de que ese maníaco no siga mutilando a mi valioso ganado.
Y diciendo esto se marchó mascullando cosas ininteligibles.
Regresé al lugar donde dejé a Pembroke, y allí estaba él charlando con sita Margaret, que acababa de llegar. Tenía más color en su rostro del que le había visto recientemente.
—¡Qué agradable encontrar a una muchacha como usted aquí! —estaba diciendo Pembroke.
—¡No más sorprendente que encontrarse a un caballero como usted! —dijo ella con una sonrisa.
—Oh, un deportista vaga por toda clase de lugares apartados —fanfarroneaba, y viendo que no se había percatado de mi presencia, intervine:
—Bueno Pembroke, no he encontrado tu cerdo salvaje pero me topé con su dueño.
Me miró empalideciendo visiblemente y balbuceó:
—¿Cerdo salvaje? ¿Qué cerdo salvaje?
—Al que le arrancaste la cola con ese estúpido rifle para elefantes —repuse—. Escucha: la próxima vez que veas un cochino recuerda que no hay jabalíes en las Humbolts. Hay unos bichos muy parecidos en el sur de Texas, pero tampoco hay ninguno de esos en Nevada. Así que la próxima vez recuerda que no es más que uno de los puercos de tío Jeppard Grimes y abstente de disparar.
—Oh, de acuerdo —respondió ausente, y siguió hablando con la sita Margaret.
Así que cogí el rifle para elefantes que había dejado distraídamente a un lado y dije:
—Bueno, se ha hecho tarde. Vamos. Esta noche no volveremos a la cabaña de pá. Nos quedaremos en la del tío Saúl Garfield, al otro extremo del asentamiento de Apache Mountain.
Como ya he dicho, esas cabañas se encuentran muy próximas unas de otras. La cabaña de tío Saúl estaba al final del asentamiento, pero a escasas trescientas yardas de la del primo Bill Kirby, donde se alojaba la sita Margaret. Las otras cabañas estaban al otro lado de la de Bill, en su mayoría a lo largo del camino, arriba y abajo de sus cuestas.
Les dije a Margaret y a Pembroke que se adelantaran mientras yo iba en busca de los caballos. Los alcancé cuando llegaban al asentamiento; Margaret entró en la cabaña de Kirby y al cabo un torrente de luz surgió de su habitación. Ella poseía una de esas lámparas modernas de aceite, la única que existía en Bear Creek. Velas y teas de resina son suficientemente buenas para nosotros. También había colgado unos trapos en las ventanas que ella llamaba cortinas. Nunca habéis visto nada igual; os digo que era más finolis de lo que podáis imaginar.
Proseguimos nuestro camino hacia la cabaña de tío Saúl —yo tiraba de los caballos—, y al cabo de un rato Pembroke dijo:
—¡Una criatura maravillosa!
—¿Te refieres a Daniel Webster? —le pregunté.
—¡No, hombre, no! —aclaró—. Me refiero a la señorita Devon.
—Sí que lo es —convine—. Será una buena esposa para mí.
Se contrajo como si lo hubiera apuñalado y su rostro empalideció en la oscuridad.
—¿Para ti? —balbuceó—. ¿Una buena esposa para ti?
—Claro —dije tímidamente—, ella no ha fijado la fecha aún, pero estoy seguro de que el corazón de esa chica es mío.
—¡Oh! —exclamo. «¡Oh!», como su tuviera dolor de muelas. Luego titubeó un poco y añadió—: Supongamos, y se trata sólo de una suposición, que aparece otro aspirante a su corazón, ¿qué harías?
—¿Quieres decir si algún hijo de un zorrillo sarnoso tratara de robarme a mi chica? —exclamé girándome súbitamente, lo que hizo que se tambaleara hacia atrás—. ¡Robarme a mi chica! —grité viéndolo todo de color rojo sangre—. Yo... yo...
Como no me salían las palabras agarré un árbol grande y lo arranqué de raíz; luego lo partí en dos sobre mi rodilla y arrojé los trozos sobre un cercado al otro lado del camino.
—¡Qué idea tan estúpida! —resoplé jadeando con pasión.
—Con eso ya me hago una idea —murmuró, y ya no dijo nada más hasta que llegamos a la cabaña y vi a tío Saúl Garfield de pie a la luz de la puerta mesándose la negra y larga barba.
A la mañana siguiente parecía que Pembroke había perdido el interés en los osos. Dijo que de tanto caminar por las laderas de Apache Mountain le habían salido agujetas. Nunca oí hablar de semejante cosa, pero nada que venga de esos forasteros me sorprende: son una raza de flojuchos, así que le pregunté si le gustaría ir a pescar camino abajo y dijo que perfecto.
Pero no llevábamos pescando ni una hora cuando dijo que deseaba volver a la cabaña de tío de Saúl para echar una cabezadita, e insistió en ir solo, así que me quedé donde estaba y llené la cesta de truchas.
Volví a la cabaña hacia el mediodía y pregunté a tío Saúl si Pembroke había despertado ya.
—¿Qué demonios dices? —contestó tío Saúl—. No lo he visto desde que se marchó contigo camino abajo esta mañana. Espera... ¿no es aquél que viene por el lado contrario?
Pues bien, Pembroke no dijo dónde había estado toda la mañana, y yo no le pregunté, porque los forasteros, por lo general, no tienen ninguna razón para nada de lo que hacen.
Comimos las truchas que había pescado y después de la cena se estiró, cogió su escopeta y dijo que le gustaría salir a cazar algunos pavos salvajes. Nunca oí hablar de nadie que cazara nada del tamaño de un pavo con escopeta, pero no dije nada porque los forasteros son así.
Así que nos encaminamos hacia las laderas de Apache Mountain, y me detuve en la escuela para decirle a sita Margaret que probablemente no volvería a tiempo para mi lección de lectura y escritura; ella me dijo:
—¿Sabes?, hasta que conocí a tu amigo el señor Pembroke no comprendía la diferencia que existe entre los hombres como él y... bueno, los hombres de Bear Creek.
—Ya lo sé —asentí—. Pero no se cebe con él. Es un buen tipo, sólo que no tiene muchas luces. No todo el mundo puede ser tan espabilado como yo. Hágame un favor, sita Margaret, me gustaría que fuera usté muy amable con ese pobre diablo, porque es un conocido de mi amigo Bill Glanton de War Paint.
—Descuida, Breckinridge —respondió ella con sinceridad, le di las gracias y me marché con mi enorme y varonil corazón golpeando en mi gigantesco pecho.
Pembroke y yo nos internamos entre los árboles, y no habíamos avanzado demasiado trecho cuando empecé a sospechar que alguien nos estaba siguiendo. Escuché el crujido de ramitas al ser pisadas y me pareció ver una figura borrosa oculta tras unos arbustos. Pero cuando llegué allí había desaparecido y no encontré ninguna huella sobre las agujas de pino. Ese tipo de cosas me ponen muy nervioso, porque no escasean los tipos que querrían agujerearme el cuerpo a traición, aunque sabía que ninguno de ellos se atrevería a seguirme en mi propio territorio. Si alguien iba detrás nuestro debía ser uno de mis parientes, y lo haría para salvarme el culo, pues no se me ocurría ninguna razón por la que alguno de ellos quisiera dispararme.
Pero me cansé de aquello y dejé a Pembroke en un pequeño claro mientras yo me alejaba furtivamente para investigar un poco. Pretendía describir un gran círculo alrededor del claro y ver si podía descubrir al intruso, pero apenas me había separado de Pembroke cuando escuché una detonación.
Regresé a la carrera y hete aquí que Pembroke venía gritando:
—¡Lo tengo! ¡Lo tengo! ¡Aceité al condenado aborigen!
Llevaba la cabeza gacha cuando surgió de entre los arbustos y corría hacia mí cuando, en su entusiasmo, me golpeó tan fuerte en el vientre que rebotó como una pelota de goma y aterrizó en un matorral con sus elegantes botas de montar agitándose salvajemente en el aire.
—¡Ayúdame, Breckinridge! —chillaba—. ¡Sácame de aquí! ¡Nos vienen pisando los talones!
—¿Quiénes? —pregunté tirando de él por un pie y ayudándolo a incorporarse.
—¡Los indios! —gritó dando brincos y agitando frenéticamente su escopeta humeante—. ¡Los malditos pieles rojas! ¡Disparé a uno de ellos! ¡Lo vi escondiéndose entre los arbustos! Vi sus piernas y supe inmediatamente que era un indio porque usaba mocasines en vez de botas. Escucha... ¡Es él!
—Un indio no puede maldecir así —le aseguré—. ¡Has disparado a tío Jeppard Grimes!
Ordenándole que se quedara allí, corrí entre los arbustos guiándome por los gritos enloquecidos que llenaban horriblemente el aire, y apartando unos matorrales vi a tío Jeppard rodando por el suelo y apretándose con ambas manos la humeante trasera de sus pantalones de piel de gamo. Daba miedo escuchar sus juramentos.
—¿Está usté herido, tío Jeppard? —pregunté solícito. Esto provocó otra ensordecedora sarta de chillidos.
—Tengo los sudores de la muerte —aseguró con acento horrible—, ¡y te quedas ahí como un pasmarote burlándote de mi agonía! ¡Mi propia sangre! —me reprochó tío Jeppard con pasión.
—Oh —dije—, esos perdigones para pájaros no matarían ni a una pulga. No pueden haber penetrado demasiado en su viejo y curtido pellejo. Acuéstese sobre su vientre, tío Jeppard, afilaré mi cuchillo de caza en mi bota y le sacaré ese plomo de las posaderas.
—¡No me toques! —me rechazó incorporándose dolorosamente—. ¿Dónde está mi rifle? ¡Alcánzamelo! ¡Te exijo que me traigas aquí a ese asesino británico para pueda llenarle de plomo! El honor de los Grimes ha sido mancillado y mis pantalones nuevos arruinados. ¡Nada más que la sangre puede limpiar esta mancha en el honor de la familia!
—Bueno —protesté—, usté no tenía ningún derecho a andar espiándonos de esa manera...
Aquí tío Jeppard profirió un grito estridente y doloroso.
—¿Cómo que no? —aulló—. ¿Acaso un hombre no tiene derecho a proteger su propiedad? Lo seguía para asegurarme de que no mutilaba a ninguno de mis marranos. ¡Y ahora va y me dispara a mí en el mismo lugar! ¡Es un demonio con apariencia humana... un monstruo que recorre estas colinas derramando la sangre de los inocentes!
—¡Quia! Pembroke pensó que era usté un indio —repuso.
—Él creyó que Daniel Webster era un jabalí asesino —farfulló tío Jeppard—. Él creyó que yo era Jerónimo. ¡Creo que acabará con todas las almas de Bear Creek con sus confusiones y aún así lo defenderás! Cuando las cabañas de tus familiares hayan quedado reducidas a cenizas y éstas se mezclen con sangre de tu mismo linaje, espero que estés satisfecho... ¡Traer a un asesino extranjero a una comunidad pacífica!
Aquí la emoción embargó a tío Jeppard, se tiró de los bigotes y a continuación sacó la moneda de oro de cinco dólares que le di por la cola de Daniel Webster y me la arrojó.
—¡Te devuelvo tu sucia limosna! —dijo con amargura—. ¡El día de la venganza está próximo, Breckinridge Elkins, y el Señor de los Ejércitos pateará las posaderas de los que se vuelven contra los de su propia sangre!
—¿Las de quién? —pregunté, pero se limitó a gruñir y se marchó cojeando a través de los árboles, gritando por encima del hombro:
—Todavía hay hombres en Bear Creek capaces de hacer justicia a los ancianos y los desvalidos. ¡Atraparé a ese inglés asesino aunque sea lo último que haga, y te arrepentirás de haberlo protegido, grandísimo tarugo!
Regresé adonde Pembroke me aguardaba, desconcertado y, evidentemente, esperando ver aparecer una partida de indios entre los arbustos para arrancarle la cabellera, y le dije con disgusto:
—Vamos a casa. Mañana te llevaré lejos de Bear Creek para que puedas disparar en cualquier dirección sin acertar a ningún cerdo salvaje u hombre anticuado en posición embarazosa. Cuando tío Jeppard Grimes enloquece tanto como para tirar el dinero, es el momento de engrasar el Winchester y atarse el extremo de las cartucheras a los muslos.
—¿A los muslos? —dijo sin entender nada—. Pero, ¿qué pasa con los indios?
—¡No hay ningún indio, dita sea! —aullé. No hemos visto ninguno por aquí desde hace cuatro o cinco años. Pero, ¡qué demonios!... ¡Vamos! Se hace tarde. ¡La próxima vez que veas algo que no entiendas pregúntame antes de disparar! Y recuerda: por más feroz y peludo que te parezca, lo más probable es que se trate de un honrado ciudadano de Bear Creek.
Era de noche cuando' llegamos a la cabaña de tío Saúl, y Pembroke miró hacia atrás por el camino, en dirección al asentamiento, y dijo:
—¡Cielos!, ¿será un mitin político? ¡Mira, un desfile con antorchas!
Miré y al punto le ordené: ¡Rápido, métete en la cabaña y quédate ahí!
Se puso pálido, pero al fin repuso:
—Si hay algún peligro, insisto en...
—Insiste todo lo que quieras —le corté—, pero métete en casa y no salgas. Yo me encargaré de esto. Tío Saúl, vigile que no se mueva de ahí.
Tío Saúl es hombre de pocas palabras. Dio una chupada a su pipa, agarró a Pembroke por el cuello y la trasera de sus pantalones, lo arrojó al interior de la cabaña, cerró la puerta y se sentó en el porche.
—No hace falta que se meta en esto, tío Saúl —le dije.
—Tienes muchos defectos, Breckinridge —gruñó—. Tampoco tienes muchas luces, pero eres hijo de mi hermana favorita... y no he olvidado esa mula coja que Jeppard me cambió por un animal sano en el 69. ¡Déjales que vengan!
¡Y vaya si vinieron! Los hijos de Jeppard, Jack, Buck y Esaú, y Joash y Polk County se situaron frente a la cabaña; y Erath Elkins, y una turba de Gordon, Buckner y Polk, todos más o menos familiares míos excepto Joel Braxton, que no era pariente de ninguno de nosotros, pero que no me gustaba porque le ponía ojitos a la sita Margaret. Tío Jeppard no estaba entre ellos. Algunos portaban antorchas y Polk County Grimes portaba una soga con un nudo corredizo.
—¿Adonde creéis que vais con esa reata? —les pregunté con severidad, plantando mi enorme masa corporal en su camino.
—¡Entréganos al homicida! —exigió Polk County agitando la cuerda sobre su cabeza—. ¡Danos a ese invasor extranjero que dispara a cochinos y a indefensos ancianos oculto en la vegetación!
—¿Y qué pretendéis hacer con él? —Je pregunté.
—¡Ahorcarlo! —respondió con sincero entusiasmo.
Tío Saúl sacudió la ceniza de su pipa, se puso en pie y estiró esos brazos suyos que parecen nudosas ramas de roble; sonrió bajo su barba negra como un lobo viejo y dijo:
—¿Dónde anda mi querido primo Jeppard? ¿Es que no puede hablar por sí mismo?
—Tío Jeppard estaba sacándose los perdigones del trasero cuando lo dejamos —explicó Jim Gordon—. Vendrá directamente aquí. Breckinridge, no tenemos ningún problema contigo, pero queremos a ese inglés.
—Negativo —bufé—. Bill Glanton confía en que se lo devuelva vivo y con todos sus miembros, y...
—¿Es que quieres perder el tiempo argumentando con ellos, Breckinridge? —me reprendió Tío Saúl con suavidad. ¿No sabes que es totalmente inútil tratar de razonar con la descendencia de un criador de mulas cojas?
—¿Qué estás sugiriendo, vejestorio? —preguntó burlonamente Polk County.
Tío Saúl se acercó a él con expresión benevolente y le dijo con suavidad:
—Uso argumentos morales... ¡Como éste! —y atizó a Polk County bajo la quijada y lo mandó de cabeza hacia el patio delantero, donde aterrizó en un barril entre cuyos restos permaneció inconsciente hasta que fue rescatado y reanimado algunas horas más tarde.
Pero nadie podía detener a tío Saúl cuando elegía el camino de la guerra. Tan pronto se deshizo de Polk County, saltó siete pies en el aire, entrechocó los talones tres veces, entonó el grito rebelde y lanzó los brazos alrededor del cuello de Esaú Grimes y Joel Braxton y comenzó a barrer con ellos la explanada frente a su cabaña.
Aquello fue el inicio de la contienda, y no hay lugar en el mundo donde la mutilación se practique con tanto fervor y entusiasmo como en una de nuestras discusiones familiares.
Cuando Polk County aterrizó tan dolorosamente en el interior del barril, Jack Grimes me puso una pistola en la jeta. La aparté de un palmetazo justo cuando disparaba y el plomó me pasó rozando y le arrancó una oreja a Jim Gordon. Temía que Jack hiciera daño a alguien si seguía disparando de forma tan imprudente, así que le di un golpecito de advertencia con el puño izquierdo y... ¿cómo iba yo a saber que le dislocaría la mandíbula? Pero Jim Gordon parecía pensar que yo era el culpable de que perdiera la oreja, porque profirió un aullido enloquecedor, me apuntó con su recortada y escupió plomo por ambos cañones. Me agaché justo a tiempo de evitar que la andanada me volara la cabeza, y recibí la mayor parte de la doble descarga en el hombro, mientras que el resto se clavó profundamente en las posaderas de Steve Kirby. Que te dispare así un pariente es irritante, pero controlé mi temperamento y me limité a arrebatarle el arma a Jim y astillarle la culata sobre su cabeza.
Entretanto, Joel Gordon y Buck Grimes se habían aferrado cada uno a una de mis piernas y trataban de derribarme; Joash Grimes se afanaba en sujetarme el brazo derecho, el primo Pecos Buckner me golpeaba en la cabeza por detrás con un mango de hacha y Erath Elkins venía hacia mí de frente blandiendo un cuchillo de caza. Me agaché y agarré a Buck Grimes del cuello con la mano izquierda y, haciendo un barrido con la derecha, aticé a Erath; pero con esta mano tuve que arrastrar y voltear a Joash porque no quería soltarse, así que sólo pude estampar a Erath contra el cercado que rodeaba la propiedad de tío Saúl.
En ese momento me percaté de que mi pierna izquierda estaba libre y de la inconsciencia de Buck Grimes, así que solté su cuello y comencé a dar patadas al aire para reactivar la circulación, y no es culpa mía que se me enredara una espuela en el mostacho de tío Jonathan Polk y se lo arrancara de cuajo. Me sacudí de encima a Joash y le confisqué a Pecos el mango de hacha, porque vi que podría herir a alguien si seguía balanceándolo de forma tan temeraria, y no sé por qué me acusa de fracturarle el cráneo cuando se estrelló contra un árbol; tuvo tiempo de sobra para fijarse dónde caía mientras cruzaba volando el jardín de la cabaña. Y si Joel Gordon no hubiera sido tan terco tratando de rajarme tampoco habría acabado con la pierna rota.
Me encontraba en desventaja al no querer lisiar a ninguno de mis parientes, pero como a ellos no parecía importarles que yo acabara en el otro barrio, y a pesar de mis precauciones, el número de víctimas aumentó a un ritmo que desalentaría a cualquiera no natural de Bear Creek. Son los tipos más testarudos del mundo: tres o cuatro se me pegaron a las piernas una vez más, negándose a reconocer que no podían derribarme de esa manera, y Erath Elkins, habiéndose quitado de encima los restos del cercado, volvió a la carga con su puñal.
Llegados a ese punto comprendí que debería recurrir a la violencia a pesar de mis escrúpulos, así que cogí a Erath Elkins y le propiné un abrazo de oso... esto explica cómo se le rompieron cinco costillas y por qué desde entonces no me dirige la palabra, aunque nunca he visto la necesidad de ofenderse por tonterías. De hecho, si no lo hubiera levantado de nuevo, habría comprendido lo considerado y delicado que fui con él, incluso en el fragor de la batalla. De haberlo dejado allí quizá lo hubiera hecho pulpa —sin querer— mientras taconeaba a los caídos en el suelo. Por eso lo arrojé cuidadosamente lejos de la melé, y miente con descaro cuando dice que pretendía ensartarlo en la horca de Ozark Grimes; ¡ni siquiera vi el maldito aparejo!
Fue entonces cuando alguien se abalanzó sobre mí con un hacha cercenándome una oreja y empecé a perder los estribos. Cuatro o cinco de mis parientes me pateaban, golpeaban y mordían por todo el cuerpo, y hasta las naturalezas más tímidas y pacíficas tienen un límite. Expresé mi descontento con un berrido de ira que hizo caer las hojas de los árboles y saqué a pasear ambos puños: mis parientes cayeron en el jardín como caquis después de una helada. Agarré a Joash Grimes de los tobillos y comencé a voltearlo y golpear con él a esos idiotas malaconsejados en la cabeza, y por la forma en que gritaba cualquiera diría que no era un hombre quien lo zarandeaba. La explanada frente a la cabaña parecía ya un campo devastado por los apaches, cuando la puerta se abrió y un diluvio de agua hirviendo cayó sobre nosotros.
Al menos un galón chorreó por mi cuello, pero no le di mucha importancia; sin embargo los demás interrumpieron su ofensiva y comenzaron a rodar por el suelo gritando y maldiciendo; tío Saúl se zafó de los cuerpos maltrechos de Esaú Grimes y Joel Braxton y gritó:
—¡Mujer! ¿Qué diablos estás haciendo?
Tía Zavalla Garfield, que estaba de pie en la puerta con un balde en la mano, respondió:
—¿Queréis dejar de pelearos, idiotas? El inglés se ha largado. Salió por la puerta trasera cuando empezó la refriega, ensilló su rocín y desapareció. ¿Dejaréis ya de zumbaros, so descerebrados, o queréis otro bañito? ¡Señor, Señor! ¿Qué es esa luz?
Alguien venía gritando desde el asentamiento, y reparé en un peculiar resplandor que no provenía de las antorchas que aún seguían ardiendo. Medina Kirby, una de las chicas de Bill, apareció aullando como un comanche.
—¡Nuestra cabaña está ardiendo! —gritaba—. ¡Una bala perdida atravesó la ventana y reventó la lámpara de aceite de la señorita Margaret!
Con un grito de espanto abandoné la lucha y me apresuré a la cabaña de Bill, seguido por todos aquellos capaces de mantenerse en pie. Habían sido disparados muchos tiros al aire durante la trifulca y uno de ellos debió atravesar la ventana de la sita Margaret. Los Kirby habían sacado la mayor parte de sus pertenencias al jardín y algunos llevaban agua del arroyo, pero la cabaña ardía por los cuatro costados.
—¿Dónde está la señorita Margaret? —grité.
—Debe estar dentro aún —chilló la señora Kirby—. Una viga cayó y atrancó su puerta, así que no pudimos abrirla y...
Cogí una de las mantas que las chicas habían rescatado, la sumergí en un barril de agua de lluvia y corrí hacia la habitación de Margaret. No tenía más que una puerta, que daba a la estancia principal de la cabaña, y estaba atascada como me habían dicho; sabía que nunca conseguiría meter mis hombros a través de la ventana, así que agaché la cabeza y arremetí contra la pared con todas mis fuerzas y desplacé de su lugar cuatro o cinco troncos abriendo un hueco lo suficientemente grande para atravesarlo.
El humo que llenaba la habitación me cegó por completo, pero pude ver una silueta tanteando a un lado de la ventana. Una viga ardiendo cayó del techo y se quebró sobre mi cabeza desintegrándose en un centenar de brasas candentes que rodaron por mi cuello y se metieron bajo mi camisa, pero ni me inmuté. Cargué a través del humo, a punto de fracturarme la espinilla con una cama o algo así, y envolví a la figura con la manta mojada alzándola en mis brazos. Se resistía salvajemente y, aunque la manta amortiguaba su voz, capté algunas palabras que jamás hubiera imaginado que sita Margaret usara, aunque supuse que era cosa de la histeria; y era como si llevara espuelas, pues veía las estrellas cada vez que me coceaba.
En ese momento la habitación era un horno, el techo se venía abajo y ambos habríamos muerto abrasados de haber tratado de volver al agujero abierto en la pared opuesta. Así que agaché la testa y me abrí paso a través de la pared más cercana a cabezazo limpio, quemándome las cejas y el pelo en el intento, y salí tambaleándome entre las ruinas con mi preciosa carga para caer en los brazos de mis familiares que se agolpaban fuera.
—¡La he salvado! —jadeé—. ¡Salga de la manta! ¡Está segura ahora, sita Margaret!
—¡Mierda! —se escuchó bajo la manta. Tío Saúl tanteó debajo de ella y dijo:
—¡Dios mío, si ésta es nuestra maestra, se ha dejado crecer unos hermosos bigotes desde la última vez que la vi!
Tiró de la manta... ¡para revelar el rostro patilludo de tío Jeppard Grimes!
—¡Por las calderas de Satanás! —exclamé—. ¿Qué haces aquí?
—¡Me dirigía al linchamiento, estúpido descerebrado! —gruñó—. Vi que la cabaña de Bill estaba ardiendo, así que me colé a través de la ventana trasera para salvar a la sita Margaret. Ella se había ido, pero ha dejado una nota. ¡Me disponía a salir por la ventana cuando me agarraste, pedazo de tarugo!
—¡Trae acá esa nota! —grité arrebatándosela—. ¡Medina, ven aquí y léemela!
La nota decía:
«Querido Breckinridge. Lo siento, pero no puedo permanecer en Bear Creek por más tiempo. Ya era suficientemente difícil para mí, pero sugerir que me casara contigo fue el colmo. Has sido muy amable conmigo, pero sería demasiado duro para mí casarme con un oso pardo. Por favor, perdóname. Me he fugado con J. Pembroke Pemberton. Saldremos por la ventana trasera para evitar cualquier problema y nos alejaremos en su caballo. Despídeme de los niños. Nos iremos a Europa de luna de miel.
»Con cariño, Margaret Devon».
—¿Y ahora qué tienes que decir? —se burló tío Jeppard.
—¿Dónde está mi caballo? —grité súbitamente enajenado—. ¡Los seguiré! ¡No pueden hacerme esto! ¡Le arrancaré la cabellera aunque tenga que seguirlo hasta Europa o al infierno! ¡Fuera de mi camino!
Tío Saúl me agarró cuando me sumergía entre la multitud.
—Calma, calma, Breckinridge —protestó tratando de frenarme con sus piernas mientras yo lo arrastraba por el camino—. No puedes hacerle nada. Ella es libre para hacer lo que desee. Ha hecho su elección y...
—¡Aléjate de mí! —grité zafándome de él—. ¡Cabalgaré tras su pista, y no vive el hombre que pueda detenerme! ¡Mi vida será un infierno cuando Gloria McGraw se entere de esto, y sólo me resarcirá el pellejo de ese británico! ¡No hay furia en el averno como la de un Elkins despechado! ¡Apártate de mi camino!