Yo, Bill Glanton y Joshua Braxton nos paramos al borde del cañón y escuchamos las oraciones de tía Lavaca amortiguándose en la distancia mientras conducía a tío Jacob hacia el ámbito hogareño.
—Ahí va —dijo Joshua con amargura— la criatura más desgraciada de las Humbolts. Para eso sólo tengo lástima y desprecio. Tiene tanto miedo de esa mujer que no escucha la llamada de su propia alma.
—¿Y qué hay de nosotros? —dijo Glanton golpeando el suelo con su sombrero—. ¿Qué derecho tenemos a criticar a Jacob, cuando es a causa de las mujeres que nos escondemos en estas malditas montañas? Joshua, tú estás aquí porque temes a esa maestra solterona. Breck está aquí porque una chica de War Paint le dio calabazas. ¡Y yo estoy aquí amargándome la vida porque una pérfida mujer me hizo daño!
—Os aseguro —intervino Bill— que ninguna mujer va a arruinar mi vida. Ver a Jacob Grimes me ha enseñado una lección. No voy a comerme la cabeza aquí en las montañas en compañía de un viejo ermitaño amargado y un oso humano desgraciado en amores. ¡Iré a War Paint y reventaré la banca del salón de juego Yaller Dawg, luego marcharé a San Francisco a liarla como en los viejos tiempos! ¡Las luces brillantes me llaman, caballeros, y aceptaré la invitación! Será mejor para vosotros que tengáis corazón y volváis a vuestros respectivos corrales.
—Yo no —dije—. Si vuelvo a Bear Creek sin una chica, Gloria McGraw me hará la vida imposible.
—¿Regresar a Chawed Ear? —gruñó el viejo Joshua—. Mientras la vieja dama se encuentre en los alrededores frecuentaré los desiertos y la soledad, aunque tenga que hacerlo el resto de mi vida. Preocúpate de tus propios asuntos, Bill Glanton.
—Oh, se me olvidó decirte algo —repuso Bill—. Han sucedido tantas cosas que no he tenido tiempo de contártelo. Tu maestra solterona no volverá a Chawed Ear. Se marchó a Arizona hace tres semanas.
—¡Menuda noticia! —exclamó Joshua enderezándose y tirando su maza astillada—. Ahora puedo regresar y ocupar mi lugar entre los hombres... Un momento —dijo alcanzando su porra de nuevo—, ¡probablemente encontrarán alguna otra arpía que ocupe su lugar! Esa escuela «moderna» que tienen en Chawed Ear es una maldición y una ruina. Nunca nos desharemos de esas mujeres maestras de escuela. Será mejor permanecer aquí después de todo.
—No te preocupes —terció Bill—. He visto a la sustituía de la señorita Stark, y te puedo asegurar que a una chica tan joven y bonita como ella no se le ocurriría echarle el lazo a un viejo zopilote como tú.
Me espabilé de repente.
—¿Joven y bonita, dices? —pregunté.
—Y con más curvas que un cántaro —aseguró—. Es la primera vez que veo una maestra de escuela con menos de cuarenta y con una cara que no recuerda el principio de una larga sequía. Llegará a Chawed Ear mañana en la diligencia del Este y todo el pueblo se congregará para darle la bienvenida. El alcalde pretende leer un discurso, si está lo suficientemente sobrio, y ha reunido una banda de música para amenizar el acto.
—¡Malditos estúpidos! —resopló Joshua—. Yo no confío en la educación.
—No sé —dudé yo—. Hay momentos en los que me gustaría saber leer y escribir.
—¿Qué hay que leer aparte de las etiquetas de las botellas de whisky? —refunfuñó el viejo Joshua.
—Todo el mundo debería saber leer —afirmé desafiante—. Nunca hemos tenido una escuela en Bear Creek.
—Es gracioso cómo una cara bonita puede cambiar la opinión de un hombre —reflexionó Bill—. Aún recuerdo cuando la sita Stark te confesó lo mucho que le gustaría poder enseñar a la chavalería de Bear Creek; tú la miraste y le dijiste que iba contra los principios de Bear Creek dejar que su inocencia fuera contaminada por las influencias corruptoras de la educación, y que toda la gente se uniría para impedir semejante intoxicación.
Ignoré aquel comentario y continué:
—Es mi deber para con Bear Creek proporcionar cultura a las nuevas generaciones. Nunca hemos tenido una escuela, pero mira por dónde vamos a tener una, aunque tenga zumbar a todos los «cuernos musgosos» de las Humbolts. Yo mismo construiré la cabaña para la «jaula magna».
—¿Y de dónde sacarás una maestra? —preguntó el viejo Joshua—. Esa muchacha que viene a enseñar en Chawed Ear es la única en todo el condado. Y Chawed Ear no te la va a ceder.
—Lo harán —le aseguré—. Y si no lo hacen por las buenas, recurriré a la violencia. Bear Creek tendrá educación y cultura, aunque para conseguirlo la sangre me llegue hasta los tobillos.
—¡Venga, vamos! Estoy impaciente por echar a rodar la bola de las artes y las letras. ¿Estáis conmigo?
—¡Hasta que el infierno se congele! —aseguró Bill—. Tengo los nervios destrozados y necesito un poco de emoción, y siempre puedo contar contigo para conseguirla. ¿Tú qué dices, Joshua?
—Estáis locos —gruñó el viejo—. Pero yo he vivido aquí comiendo nueces y vistiendo una piel de pantera y no puedo andar presumiendo de cordura. De todas formas, sé que la única manera de llevarle la contraria a Elkins con éxito es matarlo, y tengo serias dudas de que fuera capaz de hacerlo aunque quisiera. ¡Adelante! Haré lo que sea para mantener la cultura alejada de Chawed Ear... Y no sólo por mis sentimientos hacia las maestras de escuela.
—Coge tu ropa, entonces —dije—, ¡y de prisa!
—Esta piel de pantera es todo lo que tengo —repuso.
—No puedes bajar a los asentamientos con esa facha —insistí.
—Puedo, y lo haré —protestó—. Mi aspecto es tan civilizado como el tuyo, con esa ropa hecha jirones a cuenta de ese oso. Tengo un caballo abajo en ese cañón. Lo cogeré.
Así que Joshua fue a por su caballo y Glanton a por el suyo; yo hice lo propio con Capitán Kidd y entonces comenzaron los problemas. Evidentemente Capitán pensó que Joshua era una especie de bicho, porque cada vez que éste se acercaba a él lo espantaba y lo hacía subirse a un árbol; y cuando Joshua trataba de bajar, Capitán Kidd se zafaba de mí y lo mandaba arriba de nuevo.
No tuve ninguna ayuda de Bill; todo lo que hizo fue reírse como una hiena hasta que Capitán Kidd se hartó de sus carcajadas y le pateó el vientre lanzándolo a través de un grupo de abetos. Cuando conseguí desenredarlo tenía un aspecto tan lamentable como el mío, porque lo que poco que quedaba de su ropa estaba hecho trizas. No pudimos encontrar el sombrero, así que hice tiras con los restos de mi camisa y se las até alrededor de la cabeza al estilo Apache.
Todos teníamos pinta de salvajes, pero yo estaba tan disgustado pensando en la cantidad de tiempo que malgastábamos mientras Bear Creek permanecía en la ignorancia, que la siguiente vez que Capitán Kidd fue a por Joshua lo agarré, le golpeé entre las orejas con mi revólver y eso tuvo algún efecto sobre él.
Y por fin nos pusimos en marcha, con Joshua sobre una enorme y vieja jaca que montaba a pelo con una jáquima, y a falta de armas de fuego su porra al hombro. Dejé a Bill que marchara entre él y yo, para mantener esa piel de pantera lo más lejos posible de Capitán Kidd, pero cada vez que el viento cambiaba y le llevaba el tufo, Capitán estiraba la cabeza y le arreaba un bocado a Joshua y a veces al caballo de Bill... y en ocasiones al propio Bill; los juramentos que éste dedicaba a su pobre y estúpido animal impactaban al oírlos.
Pero entre bromas y veras, como quien dice, avanzamos por el camino abajo y a la mañana siguiente salimos a la carretera de Chawed Ear, unas millas al oeste de la ciudad. Y allí nos topamos con nuestro primer ser humano... un tipo sobre una yegua pinta que, nada más vernos, dio un grito horrible y salió disparado por el camino en dirección a Chawed Ear como si el diablo le mordiera el trasero.
—¡Cojámosle y averigüemos si la sita ha llegado ya! —lo llamé y fuimos tras él gritando para que nos aguardara un minuto, pero él espoleó a su animal y antes de que hubiéramos avanzado unos pocos pies, la estúpida jaca de Joshua chocó contra Capitán Kidd, que olió la piel de pantera y la agarró con los dientes y empujó a Joshua y su montura tres millas a través de la maleza antes de que pudiera detenerlo. Glanton nos siguió y, por supuesto, cuando llegamos de nuevo a la carretera, el fulano de la yegua pinta había desaparecido ya de nuestra vista.
Así que nos dirigimos a Chawed Ear, pero todos los que vivían a lo largo del camino corrieron a sus cabañas, cerraron las puertas y nos dispararon a través de las ventanas a medida que avanzábamos por él.
—¡Malditos sean! Deben saber que pretendemos robarles a su maestra —dijo Glanton irritado después de que le mellaran una oreja con un rifle para búfalos.
—Quia, ellos no pueden saber eso —objeté—. Apuesto a que ha estallado la guerra entre Chawed Ear y War Paint.
—Bien, ¿y por qué me disparan entonces? —preguntó el viejo Joshua—. Yo no paro en War Paint como vosotros. Yo soy vecino de Chawed Ear.
—Dudo que te reconozcan con esas barbas y esa facha que llevas —dije—. De todos modos... Oh, ¿qué es eso?
Delante de nosotros, lejos en el camino, avistamos una nube de polvo, y sobre ella avanzaba una banda de hombres a caballo agitando sus armas y gritando.
—Bueno, sea cual sea la razón —razonó Glanton—, ¡será mejor no parar para averiguarlo! ¡Esos caballeros van tras nuestros pellejos!
—Salgamos del camino —dije yo—. ¡Llegaré a Chawed Ear hoy a pesar del infierno, el diluvio y de todos los hombres armados que pueden aparecer!
Así que nos internamos entre los árboles dejando un rastro que hasta un ciego podría seguir, pero no podíamos evitarlo; se lanzaron detrás de nosotros —serían unos cuarenta o cincuenta—, pero nos escabullimos y dimos rodeos y tomamos atajos que Joshua conocía, y cuando al fin llegamos a Chawed Ear, no había rastro de nuestros perseguidores. Tampoco había nadie a la vista en la ciudad. Todas las puertas y postigos estaban cerrados, incluso los de las cantinas y almacenes. Era algo muy extraño.
Mientras avanzábamos por la calle desierta alguien nos disparó con una escopeta desde una cabaña cercana y la perdigonada peinó las barbas del viejo Joshua. Aquello me cabreó: me dirigí a la cabaña, saqué mi pie del estribo y me lié a darle patadas a la puerta; en eso un fulano gritó y saltó por la ventana, Glanton lo agarró por el cuello y le arrebató su arma. Era Esaú Barlow, uno de los más destacados ciudadanos de Chawed Ear.
—Ditos buitres de Chawed Ear, ¿qué significa toda esta hostilidad? —rugió Bill.
—¿Eres tú, Glanton? —jadeó Barlow parpadeando.
—¡Sí, soy yo! —gritó Bill iracundo—. ¿Parezco un indio o qué?
—Sí... eh... Quiero decir que no te reconocí con ese turbante —repuso Barlow—. ¿Estoy soñando, o esos son Joshua Braxton y Breckinridge Elkins?
—¡Claro que somos nosotros, idiota! —resopló Joshua—. ¿Qué creías?
—Bueno —respondió Esaú frotándose el cuello—, ¡no lo sé! —lanzó una mirada a la piel de pantera de Joshua, se frotó los ojos y meneó la cabeza como si no terminara de creerse lo que veía.
—¿Dónde están todos? —exigió Joshua.
—Bueno —explicó Esaú—, hace poco Dick Lynch atravesó la ciudad con su montura lanzando espumarajos, y jurando que acababa de toparse con la partida de guerra más salvaje que nunca haya bajado de las colinas.
—«Chicos», nos contó Dick, «¡no eran indios ni hombres blancos! ¡Son esos malditos hombres salvajes de los que habló ese profesor de Nueva York! Uno de ellos es grande como un oso, sin camisa, y cabalga un caballo tan grande como un búfalo. Otro es tan feo y deforme como él, pero no tan grande y luce un tocado al estilo apache. El otro no lleva nada más que una piel de pantera y una maza y las greñas y las barbas le llegan hasta los hombros. Cuando me vieron profirieron los gritos más horripilantes que he oído y vinieron tras de mí como una partida piute. Me apresuré a la ciudad, avisando todo el mundo a lo largo del camino para que se hicieran fuertes en sus cabañas».
—Bueno —continuó Esaú—, después de oír aquello todo el mudo abandonó la ciudad con sus caballos y armas (salvo yo, por culpa de un forúnculo en un punto vital) y se concentró en la carretera para interceptar a la partida de guerra antes de que llegara a la ciudad.
—¡Vaya panda de chiflados! —dije soltando un bufido—. Escucha, ¿dónde está la casa de la nueva maestra?
—No ha llegado todavía —contestó—. Vendrá en la siguiente diligencia; el alcalde y la banda salieron para recibirla en Yaller Creek y escoltarla con honores hasta la ciudad. Se fueron antes de que Dick Lynch trajera noticias de los hombres salvajes.
—¡Bien, vamos allá! —animé a mis guerreros—. ¡Yo también quiero recibir esa diligencia!
Así que nos retiramos y galopamos como diablos por el camino abajo, y al cabo escuchamos una atronadora fanfarria delante de nosotros y a hombres aullando y disparando sus armas como cuando se celebra algo, de lo que colegí que la diligencia había llegado.
—¿Qué vas a hacer ahora? —preguntó Glanton, y en ese momento un estruendo estalló detrás de nosotros, miré y vi que se trataba de esos chiflados de Chawed Ear que habían estado persiguiéndonos, levantando polvo en el camino a nuestras espaldas y agitando sus Winchesters. Comprendí que sería inútil tratar de detenerlos y argumentar con ellos. Nos llenarían de plomo antes de que pudiéramos acercarnos lo suficiente para que escucharan lo que teníamos que decir. Así que grité:
—¡Vamos! Si se la llevan a su ciudad se harán fuertes contra nosotros y no la cogeremos nunca. ¡Tendremos que llevárnosla a la fuerza! ¡Seguidme!
Así que machacamos el camino y doblamos la curva, y allí estaba la diligencia subiendo por la carretera con el alcalde cabalgando junto a ella con el sombrero en la mano y una botella de whisky asomando de cada alforja y bolsillo. Peroraba a berrido limpio para hacerse oír sobre el infierno desatado por la banda. Soplaban metales de todo tipo, aporreaban tambores y arañaban arpas, y los caballos pifiaban y se encabritaban. Sin embargo escuchamos al alcalde decir:
—... así que le damos la bienvenida, señorita Devon, a nuestra pequeña y pacífica comunidad, donde la vida transcurre feliz y apaciblemente, y las almas de los ciudadanos rebosan leche y miel...
Y justo entonces aparecimos al final de la curva y caímos en tromba sobre ellos con la turba enfurecida detrás de nosotros gritando, maldiciendo y disparando a discreción.
Al minuto siguiente se montó el zipizape más formidable que hayáis visto nunca, con los caballos arrojando al suelo a sus jinetes, los hombres jurando y maldiciendo, y los animales del tiro de la diligencia desbocados y embistiendo al alcalde en su huida. Arremetimos contra la banda como un ciclón y nos dispararon y nos aporrearon en la cabeza con sus malditos instrumentos musicales, y justo en medio de la refriega la turba que nos seguía dobló la curva y se estrelló contra nosotros antes de que pudieran frenar sus monturas; se creó tal confusión que todos empezaron a luchar contra todos. El viejo Joshua atizaba a diestro y siniestro con su tarugo y Glanton afinaba la culata de su revólver sobre las testas de los músicos; yo por mi parte atropellaba a todo el mundo en mi carrera hacia la diligencia.
El tiro desbocado dio media vuelta y galopó en dirección al Océano Atlántico, y ni el conductor ni el acompañante armado eran capaces de detenerlo. Pero Capitán Kidd lo alcanzó en apenas una docena de trancos y yo dejé la silla de un salto y caí sobre los animales. El guardia trató de dispararme con su escopeta, así que lo arrojé a un grupo de alisos y no fue lo bastante rápido ni lo suficientemente listo para volar entre ellos.
Entonces le arrebaté las riendas al cochero e hice girar a esos caballos del demonio y la diligencia pivotó sobre una rueda durante un vertiginoso instante para estabilizarse al cabo de nuevo; volvimos rápidamente a la carretera y en un periquete estábamos en medio de la melé formada alrededor de Bill y Joshua.
En ese momento me di cuenta de que el conductor trataba de desjarretarme con un cuchillo de carnicero, así que lo arrojé de la diligencia, y no tiene ningún derecho a ir diciendo por ahí que me denunciará por haber aterrizado de cabeza en una trompa, de suerte que hicieron falta siete hombres para sacársela a tirones. Tendría que haberse fijado dónde caía cuando salió disparado de la diligencia a toda velocidad.
Me parece, además, que el alcalde es propenso a alimentar rencores mezquinos, de lo contrario no me tendría tanta tirria por haberle pasado por encima, accidentalmente, con las cuatro ruedas. Y tampoco es culpa mía que Capitán Kidd lo pisoteara; sólo seguía la diligencia porque sabía que yo iba en ella. Todo el mundo sabe que a cualquier caballo bien entrenado le irrita tropezar con alguien, por eso Capitán Kidd le mordió la oreja al primer «redil».
En cuanto a esos tipos que fueron atropellados y aplastados por la diligencia, yo no tenía nada personal contra ellos. Yo sólo trataba de socorrer a Joshua y a Bill, que eran superados en número en casi veinte a uno. Y aunque no lo sepan les hice un favor a esos idiotas, porque en apenas un minuto Bill empezaría a usar los extremos delanteros de sus hierros en lugar de las culatas, y la pelea habría derivado en una masacre. Glanton tiene un temperamento horrible.
Él y Joshua habían derribado a un buen número de enemigos, pero la suerte se volvía contra ellos cuando irrumpí en el escenario de la carnicería. Cuando la diligencia se estrelló contra la multitud me incliné y agarré a Joshua por el cuello y lo saqué de debajo de unos quince hombres que lo golpeaban a muerte con las culatas de sus armas y le tiraban de los bigotes, y lo coloqué en la parte superior con el resto del equipaje. En ese momento atravesamos a toda velocidad la melé formada en torno a Bill; me incliné y lo cacé al vuelo, pero tres de los hombres que lo tenían agarrado no lo soltaban, así que subí a los cuatro a bordo de la diligencia. Dirigí entonces el tiro con una mano mientras con la otra le sacudía de encima a Bill a esos tarados, como si fueran garrapatas en el pellejo de una vaca, y los arrojaba a la turba que nos perseguía.
Los hombres y bestias amontonados en el camino complicaron aún más los movimientos de Capitán Kidd, lanzado como iba tras la diligencia, y para cuando avistamos Chawed Ear de nuevo, nuestros enemigos habían quedado muy atrás.
Atravesamos la ciudad envueltos en una nube de polvo, y las mujeres y los chavales que se había aventurado a salir de sus cabañas chillaron y se encerraron de nuevo, a pesar de que no corrían ningún peligro. Pero la gente de Chawed Ear es muy rarita para sus cosas.
Cuando rebasamos el límite municipal en dirección a War Paint, le pasé las riendas a Bill, me descolgué por un costado de la diligencia y metí la cabeza en el habitáculo. Allí me aguardaba una de las chicas más bonitas que haya visto nunca, hecha un ovillo en un rincón y más pálida que el yeso; parecía tan asustada que pensé que se desmayaría, como había oído decir que las chicas del Este acostumbraban a hacer.
—¡Oh, respéteme! —suplicó juntando las manos delante de ella—. ¡Por favor, no me arranque la cabellera! ¡No hablo su idioma, pero si usted entiende el inglés, por favor, tenga piedad de mí!
—Cálmese, sita Devon —la tranquilicé—. No soy ningún indio, ni tampoco un hombre salvaje. Soy un hombre blanco, al igual que estos amigos de aquí. No le haríamos daño ni a una pulga. Somos tan refinados y sensibles como pueda imaginar. —En ese instante una rueda golpeó un tronco y la diligencia saltó en el aire, me mordí la lengua y rugí algo irritado:
—¡Bill, hijo de perra! ¡Frena los caballos antes de que suba y te arranque las pelotas!
—¡Inténtalo y verás lo que pasa, pedazo de tarugo! —respondió él, pero consiguió que los caballos se detuvieran, me quité el sombrero y abrí la portezuela de la diligencia. Bill y Joshua se apearon y miraron por encima de mi hombro.
—La señorita Devon —dije yo—, le pido disculpas por este recibimiento tan informal. Pero tiene usté delante a un hombre cuyo corazón sangra por el estado de ignorancia de su comunidad. Soy Breckinridge Elkins de Bear Creek, donde los corazones son puros y las intenciones nobles... pero la educación pobre.
»Tiene usté delante —continué— a un hombre que ha crecido en la ignorancia. No sé leer ni escribir mi propio nombre. Aquí Joshua, el de la piel de pantera, tampoco, y Bill, tres cuartos de lo mismo...
—Eso es mentira —protestó Bill—. Soy capaz de leer y... ¡Oomp! —se atragantó porque le hundí el codo en el estómago. No quería que Bill Glanton arruinara el efecto de mi discurso.
—Ésa es una excusa propia de hombres como nosotros —dije—. Cuando éramos cachorros no había escuelas en estas montañas, y cuidar que el cuchillo indio no entrara entre tu cráneo y tu pelo era más importante que escribir en una pizarra.
»Pero los tiempos han cambiado. Veo a las jóvenes generaciones de mi entorno crecer en la misma ignorancia que yo —continué perorando— y mi corazón sufre. Ellos no tienen las preocupaciones que yo tuve. Los indios se han ido, la mayoría, y una era de cultura debe florecer.
»Señorita Devon —dije—, ¿nos hará el favor de ir a Bear Creek y ser la maestra de nuestra escuela?
—¡Cómo! —dijo ella desconcertada—. Yo he venido al Oeste para enseñar en la escuela de un lugar llamado Chawed Ear, pero no he firmado ningún contrato...
—¿Cuánto iban a pagarle esos cazadores de serpientes? —pregunté yo.
—Noventa dólares al mes —respondió.
—Le pagaremos cien en Bear Creek —propuse—. Y pitanza y hospedaje gratis.
—¿Pero qué dirá la gente de Chawed Ear? —preguntó la muchacha.
—¡Nada! —dije de todo corazón—. Ya he arreglado eso. Tienen tanta simpatía por los intereses de Bear Creek, que no se les ocurriría criticar este pequeño cambio. ¡No podrían sacarte de Bear Creek ni con una yunta de bueyes!
—Parece algo extraño e irregular —repuso ella—, pero supongo que...
—¡Magnífico! ¡Excelente! Entonces todo está arreglado. ¡Vamos allá! —exclamé con entusiasmo.
—¿A dónde? —preguntó agarrándose al asiento cuando yo subía al pescante.
—Primero a War Paint —dije—, donde conseguiré algo de ropa para mí y un buen caballo para usté... porque nada con ruedas puede circular por el camino de Bear Creek, ¡y luego nos dirigiremos a su casa! ¡Arre, caballos! ¡La cultura va camino de las Humbolts!
Pues bien, unos días más tarde la nueva maestra y yo cabalgábamos tranquilamente por el sendero de Bear Creek, con una mula cargando su equipaje, y nunca habéis visto nada tan elegante... ropas compradas en tiendas y un sombrero con una pluma y zapatillas y todo. Iba montada en una silla de paseo que compré para ella... la primera que entró en las Humbolts. Era muy bonita; mi corazón latía salvajemente por la cultura cada vez la que la miraba.
Me desvié del camino principal para pasar junto al remanso en el arroyo donde Gloria McGraw llenaba su cántaro cada mañana y cada tarde. Era justo la hora en que ella pasaba por allí, y efectivamente allí estaba. Se enderezó al oír los caballos y empezó a decir algo, luego sus ojos se posaron sobre mi elegante acompañante y su preciosa boca roja se quedó abierta. Me detuve y me quité el sombrero con una educada reverencia que aprendí de un jugador en War Paint, y dije:
—Sita Devon, déjeme presentarle a la señorita Gloria McGraw, la hija de uno de los ciudadanos más importantes de Bear Creek. Señorita McGraw, aquí la señorita Margaret Devon, de Boston, Massachusetts, que viene a enseñar aquí.
—¿Cómo está usted? —saludó Margaret, pero Gloria no dijo nada. Se quedó allí, mirando, y el cubo se le escurrió de la mano y cayó al arroyo.
—Permítame recoger el cubo —dije comenzando a inclinarme sobre la silla para agarrarlo, pero ella empezó a actuar como si estuviera ofendida y dijo con una voz que sonaba forzada y antinatural: —¡No lo toques! ¡No toques nada mío! ¡Aléjate de mí! —¡Qué muchacha tan bonita! —dijo Margaret cuando nos alejábamos—. ¡Pero qué forma de actuar tan peculiar!
No dije nada porque hablaba conmigo mismo... bueno, reconozco que vi algo en Gloria McGraw en ese momento. Supongo que se dio cuenta de que no mentía cuando dije que traería un melocotón a Bear Creek conmigo. Pero por alguna razón no estaba disfrutando de mi triunfo tanto como había imaginado que haría.