Dicen que cuando una criatura está herida de muerte generalmente regresa a su guarida para morir, así que tal vez por eso me dirigí a Bear Creek cuando abandoné Teton Gulch aquella noche; había tenido más civilización de la que podría digerir en una buena temporada.
Pero cuanto más me acercaba a Bear Creek más pensaba en Gloria McGraw y el sudor brotaba profusamente cada vez que imaginaba lo que diría de mí, pues le había enviado un mensaje por medio de uno de los muchachos Braxton diciendo que llevaría a Dolly Rixby a Bear Creek como la señora Elkins.
Le di tantas vueltas a aquello que cuando alcancé el desvío de Chawed Ear lo tomé y lo seguí. Había conocido a un tipo unas pocas millas más atrás que me habló de un rodeo que iba a celebrarse en Chawed Ear, así que pensé que sería una buena forma de ganarse un dinerito y evitar a Gloria al mismo tiempo. Pero olvidé que tenía que pasar junto a la cabaña de unos familiares.
La razón por la que detesto las tarántulas, los lagartos venenosos y las mofetas rabiosas es que me recuerdan mucho a la tía Lavaca Grimes, con la que mi tío Jacob Grimes se casó en un momento de enajenación mental, cuando ya era mayorcito para tener más sentido común.
La voz de esa mujer hace que le rechinen a uno los dientes y tiene el mismo efecto sobre Capitán Kidd, que no se asusta de nada por debajo de un ciclón. Así que cuando sacó la cabeza de su cabaña cuando yo pasaba junto a ella y gritó: «¡Breck-in-ri-i-idge!», Capitán Kidd saltó como si le dispararan y trató de arrojarme a tierra.
—Deja de atormentar al pobre animal y ven aquí —ordenó tía Lavaca mientras yo trataba de salvar mi vida de las salvajes contorsiones de Capitán Kidd—. Siempre pavoneándose. Nunca he visto a nadie tan insolente y desconsiderado...
Siguió ladrando hasta que logré dominarlo y lo dirigí hacia a la escalinata de la cabaña.
—¿Qué quiere usté, tía Lavaca? —dije educadamente.
Me dedicó una mirada desdeñosa, se llevó las manos a las caderas y me miró como si yo fuera algo que no le gustara oler.
—Quiero que vayas a buscar a tu tío Jacob y me lo traigas a casa —dijo al fin—. Está fuera en una de sus estúpidas juergas de prospección. Salió furtivamente antes del amanecer con la yegua y una mula de carga... Ojalá me hubiera despertado para agarrarlo. ¡Le habría arreglado el cuerpo! Si te das prisa podrás alcanzarlo a este lado de la brecha de la Montaña Embrujada. Tráelo de vuelta aunque tengas que cazarlo a lazo y atarlo a la silla. ¡Viejo estúpido! Buscar oro con todo el trabajo que tiene en los campos de alfalfa. Dice que no es un granjero. ¡Uh! Ya le daré yo prospecciones... ¡Anda a por él!
—Pero no tengo tiempo de perseguir a tío Jacob por toda la Montaña Embrujada —protesté—. Me dirijo al rodeo de Chawed Ear. Quiero ganarme unos pavos laceando toros bravos...
—¡Laceando toros! —me espetó—.¡Valiente majadería! ¡Menudo holgazán estás hecho! No pienso quedarme a discutir todo el día con un bobo como tú. De todos los «los buenos para nada», tarugos y cabezas huecas que conozco...
Cuando tía Lavaca empieza así más vale que uno se ponga en marcha. Es capaz de hablar sin parar durante tres días y tres noches sin repetirse, con su voz aumentando en volumen y estridencia todo el tiempo hasta romperle los tímpanos a cualquiera.
Ella seguía gritándome mientras cabalgaba por el sendero hacia la brecha de la Montaña Embrujada, y seguí oyéndola mucho después de perderla de vista.
¡Pobre tío Jacob! Nunca tuvo mucha suerte en sus prospecciones, pero andar por ahí tirando de su mula es mejor que escuchar a tía Lavaca. La voz de una mula es dulce y suave en comparación.
Algunas horas más tarde remontaba el largo repecho que llevaba a la brecha, y creí que había alcanzado al viejo cuando algo vino zumbando ladera abajo y mi sombrero salió volando. Dirigí rápidamente a Capitán Kidd detrás de unos matorrales y miré hacia la brecha, y vi la grupa de una mula de carga sobresaliendo de un grupo de rocas.
—¡Deje ya de dispararme, tío Jacob, dita sea! —grité.
—Quédate donde estás —su voz me llegaba traviesa y guerrera—. Sé que Lavaca te envió a por mí, pero no volveré a casa. Por fin tengo algo grande y no quiero que me molesten.
—¿Qué quieres decir? —pregunté.
—Date la vuelta o te lleno de plomo —aseguró—. Voy tras la Mina Perdida Embrujada.
—Lleva usté cincuenta años buscando esa cosa —le reproché con un bufido.
—Esta vez la encontré —dijo—. Le compré un mapa a un mexicano borracho en Perdición. Uno de los indios que ayudó a ocultar con rocas la boca de la cueva era antepasado suyo.
—¿Por qué no fue él a buscarla y cogió el oro? —le pregunté.
—Tiene miedo de los fantasmas —dijo tío Jacob—. Los mexicanos son muy supersticiosos. De todos modos, éste prefiere sentarse y beber. Hay millones en oro en esa mina. Te dispararía antes de volver a casa. Ahora puedes marcharte en paz o venir conmigo. Podría necesitarte en caso de que mi mula de carga no fuera suficiente.
—Iré con usté —contesté impresionado—. Tal vez tenga algo, después de todo. Baje su Winchester, voy a salir.
Un viejo flaco y de pellejo curtido surgió de detrás de una roca y dijo:
—¿Y qué pasará con Lavaca? Si no regresas conmigo ella misma vendrá a por nosotros, es así de cabezota.
—Usté sabe escribir, ¿no es así, tío Jacob? —le pregunté.
—Sí —contestó él—, siempre llevo un pedazo de lápiz en mis alforjas. ¿Por qué?
—Le escribiremos una nota. Joe Hopkins siempre pasa por la brecha una vez a la semana de camino a Chawed Ear. Debería pasar por aquí hoy mismo. Clavaremos la nota en un árbol para que la vea y se la lleve a ella.
Así que arranqué la etiqueta de una lata de tomates que tío Jacob llevaba en su mochila, y él cogió su trozo de lápiz y escribió lo que yo le dije:
«Querida tía Lavaca: Me llevo a tío Jacob montaña arriba, no trates de seguirnos, no es oro del bueno lo que persigo. Breckinridge».
Lo doblamos y le dije a tío Jacob que escribiera en el reverso:
«Amigo Joe: Por favor, llévale esta nota a la señora Lavaca Grimes en el camino de Chawed Ear».
Era una suerte que Joe supiese leer. Hice que tío Jacob me leyera lo que había escrito para asegurarme de que lo había hecho bien. La educación es una ventaja en su caso, pero nunca compensó su sentido común de pollino. Como por un milagro lo había hecho bien, así que clavé la nota en una rama de abeto y tío Jacob y yo nos encaminamos hacia los picos más altos. Empezó a contarme otra vez toda la historia de la Mina Perdida Embrujada, como si no lo hubiera hecho ya unas cuarenta veces. Parece que fue un viejo buscador quien, unos sesenta años antes, se topó con una cueva cuyas paredes eran de oro puro y cuyo suelo estaba tan lleno de pepitas, grandes como melones, que un hombre no podía caminar sobre él. Pero los indios lo descubrieron y lo hicieron salir, y en su huida se perdió y casi murió de hambre y sed en el desierto y acabó por enloquecer. Cuando llegó a un asentamiento y finalmente consiguió recordar, organizó una expedición con el fin de regresar al lugar, pero nunca pudo encontrarlo. Tío Jacob dijo que los indios habían ocultado la boca de la cueva con rocas y maleza para que nadie pudiera descubrirla. Le pregunté cómo sabía él que los indios habían hecho tal cosa, y respondió que eso era de dominio público. Dijo que hasta un idiota debería saber que eso es lo que hicieron.
—Esa mina —explicó tío Jacob—, se encuentra en un valle oculto situado entre los picos más altos y lejanos. Nunca la he visto, y creo haber explorado a fondo estas montañas. No hay nadie que esté más familiarizado con ellas que yo... salvo el viejo Joshua Braxton. Pero es lógico pensar que la cueva sea condenadamente difícil de hallar, o ya habría sido encontrada. Según este mapa de aquí, ese valle perdido está más allá de
Wildcat Canyon. No hay muchos hombres blancos que sepan dónde está. Allí nos dirigimos.
Mientras tío Jacob hablaba habíamos dejado la brecha atrás y avanzábamos bordeando la cara de un escarpado peñasco. Cuando la rebasamos, vimos aparecer dos figuras a caballo por el otro lado, avanzando en la misma dirección que nosotros de forma que nuestros caminos convergieron. Tío Jacob los vio y metió mano a su Winchester.
—¿Quiénes son esos? —gruñó.
—El más grande es Bill Glanton —dije yo—. Nunca he visto al otro.
—Ni tú ni nadie, fuera de un espectáculo de monstruos —masculló tío Jacob.
El otro tipo era una especie de explorador de aspecto muy cómico, con botas de cordones, un casco de corcho y grandes anteojos. Montaba a caballo como si estuviera repanchingado en una mecedora y sostenía las riendas como si pensara pescar algo con ellas. Glanton nos saludó. Era de Texas, pura sangre: parco en palabras y generoso con el plomo, pero él y yo siempre nos habíamos llevado bien.
—¿Adonde os dirigís? —preguntó tío Jacob.
—Soy el profesor Van Brock, de Nueva York —dijo el forastero mientras Bill echaba mano de su taco de tabaco—. He contratado al señor Glanton, aquí presente, para que me guíe por las montañas. Ando tras la pista de una tribu de cavernícolas que, según rumores bien fundamentados, han habitado la Montaña Embrujada desde tiempos inmemoriales.
—Escúchame, enano cuatro ojos —dijo tío Jacob airado—, ¿qué son esas risotadas de caballo?
—Le aseguro que la frivolidad equina está muy lejos de mis pensamientos —respondió Van Brock—. Mientras recorría la región en aras de la ciencia, escuché los rumores a los que me he referido. En un villorrio que posee la singular denominación de Chawed Ear, conocí a un anciano buscador que asegura haber visto a uno de los aborígenes, vestido con la piel de un animal salvaje y armado con una porra. El troglodita, dijo él, emitió un grito muy peculiar y penetrante al verlo y se perdió entre las cuevas de las colinas. Estoy seguro de que es un superviviente de una raza pre-india y estoy decidido a investigarlo.
—No hay criaturas como ésa en estas colinas —resopló tío Jacob—. Yo he recorrido todos sus rincones durante cincuenta años y no he visto ningún «troglodícola» de ésos.
—Bueno —intervino Glanton—, hay algo sobrenatural ahí arriba, yo mismo he escuchado algunas historias curiosas. Nunca pensé en cazar hombres salvajes, pero desde que esa camarera de Perdición me abandonó para fugarse con un vendedor de crecepelos, agradezco la oportunidad de perderme en las montañas y olvidar la perfidia del género femenino. ¿Qué estáis haciendo aquí? De prospección, ¿no? —dijo mirando las herramientas sobre la mula.
El otro tipo era una especie de explorador de aspecto muy cómico.
—Nada serio —se apresuró a decir tío Jacob—. Sólo estamos pasando un poco el rato. No hay oro en estas montañas.
—La gente dice que la Mina Perdida Embrujada está por aquí en alguna parte —aseguró Glanton.
—¡Chifladuras! —resopló el tío Jacob rompiendo a sudar—. Esa mina no existe. Bueno Breckinridge, hay que continuar; debemos llegar a Antelope Peak antes de la puesta de sol.
—Pensé que íbamos a Wildcat Canyon —repuse, y él me lanzó una mirada terrible y dijo:
—Sí, Breckinridge, es cierto, Antelope Peak, como tú dijiste. Hasta la vista caballeros.
—Hasta la vista —respondió Glanton.
Así que reanudamos la marcha casi en ángulo recto con nuestro curso anterior; yo seguía a tío Jacob perplejo. Cuando estuvimos fuera de la vista de los otros, rectificó de nuevo su camino.
—Cuando la naturaleza te dio un cuerpo de gigante, Breckinridge —dijo—, se olvidó de darte algo de cerebro para que acompañara a tus músculos. ¿Quieres que todos sepan lo que estamos buscando y dónde?
—Ah —repliqué—, esos tipos sólo buscan a los hombres salvajes.
—¡Hombres salvajes! —bufó—. No tienen más que ir a Chawed Ear una noche de día de paga para encontrar más hombres salvajes de los que pueden digerir. No me trago esa bola. Te digo que es oro lo que buscan. Vi a Glanton hablando con ese mexicano en Perdición el día que le compré el mapa. Creo que van tras la mina o saben que tengo ese mapa, quizá ambas cosas.
—¿Y qué va a hacer? —le pregunté.
—Alcanzar Wildcat Canyon dando un rodeo —dijo.
Así lo hicimos, y llegamos allí después del anochecer sin hacer un solo alto en el camino. El cañón era profundo, con grandes acantilados cortados por barrancos y quebradas aquí y allá y muy agreste en apariencia. Acampamos en una alta y extensa planicie y tío Jacob dijo que comenzaríamos a explorar a la mañana siguiente. Aseguró que había un montón de cuevas en el fondo del cañón y que las conocía todas. Aseguró no haber encontrado nada más que osos, panteras y serpientes de cascabel, pero creía que una de esas cuevas conducía a otro cañón oculto y que allí hallaría el oro.
A la mañana siguiente me despertaron las sacudidas de tío Jacob, que tenía los bigotes erizados de ira.
—¿Qué le ocurre? —pregunté incorporándome y desnudando mi artillería.
—¡Ya están aquí! —chilló—. ¡Dita sea, sospeché de ellos todo el tiempo! ¡Arriba, tarugo! ¡No te quedes ahí plantado con una pistola en cada mano como un idiota! ¡Te digo que están aquí!
—¿Quiénes están aquí? —pregunté.
—Ese maldito forastero y su condenado pistolero texano —gruñó tío Jacob—. Me levanté al amanecer y vi una espiral de humo ascendiendo por detrás de una gran roca al otro extremo del llano. Me acerqué furtivamente y allí estaba Glanton friendo tocino, y Van Brock, fingiendo observar unas flores con una lupa... ¡valiente estafador! No es ningún profesor. Apuesto a que es un vulgar ladrón. Están siguiéndonos. Su objetivo es asesinarnos y quitarnos el mapa.
—Oh, Glanton no haría eso —protesté.
—¡Silencio! —me ordenó—. Harán cualquier cosa para quedarse con el oro. ¡Levántate y haz algo, tarado! ¿Vas a quedarte ahí sentado para que nos asesinen durante el sueño?
Eso es lo malo de ser el hombre más grande del clan; el resto de la familia siempre te echa a la espalda todas las tareas desagradables. Me calcé las botas y atravesé el llano con las canciones de guerra de tío Jacob resonando en mis oídos, sin cerciorarme de si permanecía o no en la retaguardia cubriéndome con su Winchester.
Había un grupito de árboles en el llano; estaba a medio camino del mismo cuando una figura surgió de entre ellos y se dirigió hacia mí con fuego en sus ojos. Era Glanton.
—¡Eres tú, oso montañés! —me saludó desafiante—. ¿No ibais a Antelope Peak? Os habéis apartado un poco del camino, ¿no? ¡Vaya, qué casualidad encontrarnos de nuevo!
—¿Qué quieres decir? —pregunté. Actuaba como alguien que estuviese justamente indignado conmigo.
—¡Sabes a qué me refiero! —dijo limpiándose la espuma de la boca—. No quise creer a Van Brock cuando me dijo que sospechaba de ti, a pesar de que actuasteis de forma extraña cuando nos encontramos ayer en el camino. Pero esta mañana, cuando vi a tu chiflado tío acechando nuestro campamento y espiándonos entre los matorrales, comprendí que Van Brock estaba en lo cierto. Andáis detrás de lo que estamos buscando y recurrís a trampas y a tácticas sucias. ¿Acaso niegas que buscáis lo mismo que nosotros?
—No, no es así —repuse—. Tío Jacob tiene más derecho que vosotros. Y cuando dices que usamos «tácticas sucias» mientes descaradamente.
—¡Eso habrá que verlo! —me desafió—. ¡Desenfunda!
—No quiero perforarte —gruñí.
—Tampoco yo deseo darte matarile —admitió—. Pero la Montaña Embrujada no es lo suficientemente grande para los dos. Deja a un lado tus armas y te quitaré sólo unos días de vida a mamporro limpio...
Me desabroché el cinturón canana, lo colgué de una rama y él hizo lo mismo; entonces me golpeó en el estómago, en la oreja y en la nariz, y luego me rompió la mandíbula y me dejó sin un diente. Aquello me enfadó de verdad, así que lo agarré por el cuello y lo estampé contra el suelo tan fuerte que le saqué todo el aire de dentro. Acto seguido me senté sobre él y comencé a golpear su cabeza contra una oportuna roca; escuchar sus juramentos era algo terrible.
—Si os hubierais comportado como hombres civilizados —le confesé—, os habríamos dado una participación en nuestra mina.
—¿De qué demonios estás hablando? —gorgoteó tratando de sacar el puñal de su bota, que yo aprisionaba con mi rodilla.
—De la Mina Perdida Embrujada, ¿de qué si no? —gruñí dándole un fuerte tirón de orejas.
—¡Ah, basta! —protestó—. ¿Quieres decir que lo único que buscáis es oro? ¿Eso es todo?
Me quedé tan asombrado que dejé de golpearle el cráneo contra la roca.
—¿Cómo que si eso es todo? —pregunté—. ¿No estabais siguiéndonos para robarnos el mapa de tío Jacob que muestra dónde está escondida la mina?
—¡Suéltame! —resopló con disgusto aprovechando mi sorpresa para empujarme—. ¡Al diablo! —dijo mientras se sacudía el polvo de los pantalones—. Ya sabía yo que el forastero fantaseaba. Después de que os viéramos ayer y él te oyera mencionar Wildcat Canyon me dijo que creía que nos estabais siguiendo y que no se tragaba ese cuento sobre la prospección. Sospecha que trabajáis para una sociedad científica rival que pretende adelantársele y capturar a esos hombres salvajes.
—¿Qué? —dije yo—. ¿Quieres decir que esas historias sobre hombres salvajes son ciertas?
—Hasta donde sabemos nosotros —repuso Bill—, sí. Los buscadores cuentan algunas historias extrañas acerca de Wildcat Canyon. Bueno, al principio me reí de él, pero usó tantas palabras del calibre .45 que acabé por creer que podría ser cierto. Después de todo, aquí estoy guiando a un forastero tras la pista de un hombre salvaje, y no hay razón para pensar que tú y Jacob Grimes seáis más sensatos que yo.
—Pero esta mañana, cuando pillé a Jacob fisgoneando desde los arbustos, comprendí que Van Brock estaba en lo cierto. Vosotros no pensabais ir a Antelope Peak. Cuantas más vueltas le daba al tarro, más me convencía de que nos estabais siguiendo para robarnos a nuestro hombre salvaje, así que me decidí a organizar un encuentro.
—Pues bien —dije—, hemos alcanzado un acuerdo. Ni vosotros queréis nuestra mina ni nosotros vuestro hombre salvaje. Hay muchos de ellos entre mis familiares en Bear Creek. Llevemos a Van Brock a nuestro campamento y le explicaremos la situación a él y a mi chiflado tío.
—Muy bien —dijo Glanton abrochándose su cinturón canana—. Oye, ¿qué es eso?
Un grito nos llegó desde el fondo del cañón:
—¡Ayuda, ayuda, socorro!
—¡Es Van Brock! —exclamó Glanton—. Está explorando solo el lecho del cañón. ¡Vamos!
Muy cerca de su campamento un barranco descendía hasta el fondo del cañón. Nos deslizamos por él a toda velocidad y aparecimos junto a la pared de los acantilados. La negra bocaza de una cueva bostezaba allí mismo, en una especie de hendidura, y justo a la salida de ésta Van Brock se tambaleaba y aullaba como un perro con la cola atrapada por una puerta.
Su casco de corcho yacía en el suelo abollado por todas partes, y sus maltrechos anteojos no andaban lejos. Tenía en la cabeza un chichón tan grande como un nabo y practicaba una especie de danza fantasma o algo así por todo el lugar.
No debía ver muy bien sin sus gafas, porque cuando nos vio lanzó un grito y empezó a correr por el cañón como si nos creyera sus enemigos. Para que no se deshidratara corriendo con ese calor, Bill le lanzó el tacón de una bota y cayó a tierra gritando una sarta de blasfemias.
—¡Auxilio! —chilló—. ¡Señor Glanton! ¡Ayuda! ¡Estoy siendo atacado! ¡Ayuda!
—Oh, cállese —bufó Bill—. Soy Glanton. Dale sus gafas Breck. Y ahora, ¿qué le ocurre?
Se puso sus anteojos, boqueo sin aliento y, tambaleándose con los ojos desorbitados, señaló hacia la cueva y gritó:
—¡El hombre salvaje! Lo vi cuando bajaba hacia el cañón en un paseo privado de exploración. Un gigante con una piel de pantera enrollada a su cintura y un garrote en la mano. Cuando traté de detenerlo me asestó un golpe asesino con su porra y corrió a refugiarse en la caverna. ¡Debe ser detenido!
Me asomé a la cueva. Estaba demasiado oscuro, incluso para mis ojos de lechuza.
—Algo debe haber ahí Breck —dijo Glanton con los pulgares en su cinturón canana—. ¿Cómo explicas si no ese golpe en la cabeza? He oído historias muy extrañas sobre este cañón. Lo mejor será rociar con plomo esa cueva...
—¡No, no y no! —interrumpió Van Brock—. ¡Debemos capturarlo vivo!
—¿Qué está pasando aquí? —sonó una voz, y al volvernos vimos a tío Jacob aproximándose con su Winchester terciado.
—Todo está bien, tío Jacob —le dije—. Ellos no están interesados en su mina. Van detrás del hombre salvaje, como dijeron, y lo tenemos acorralado en esa cueva.
—Todo bien, ¿eh? —resopló—. Supongo que está bien para ti perder el tiempo en esas tonterías cuando deberías estar ayudándome a buscar mi mina. ¡Menuda ayuda tengo contigo!
—¿Dónde estaba usté mientras yo negociaba aquí con Bill? —pregunté.
—Sabía que podías manejar la situación, así que empecé a explorar el cañón —explicó—. Vamos, tenemos tajo por delante.
—¿Y el hombre salvaje? —exclamó Van Brock—. Su sobrino sería de mucha utilidad para asegurarnos ese espécimen. ¡Piense en la ciencia! ¡Piense en el progreso! ¡Piense en...!
—¡Pienso en una mofeta rayada! —refunfuñó tío Jacob—. Breckinridge, ¿vienes o qué?
—Oh, cállese —dije con disgusto—. Me tienen frito los dos. Entraré ahí y hostigaré a ese hombre salvaje; Bill, tú le pegarás un tiro en el trasero cuando salga y así podremos atraparlo y atarlo.
—Pero tú dejaste tus armas colgando de una rama arriba en la meseta —objetó Glanton.
—No las necesito —le aseguré—. ¿No has oído decir a Van Brock que hay que atraparlo vivo? Si me lío a disparar en la oscuridad lo agujerearía.
—Está bien —dijo Bill agitando su seis tiros—. Adelante; supongo que estarás a la altura de cualquier salvaje que haya bajado nunca de las cumbres.
Así que me dirigí a la hendidura, entré en la cueva y aquello estaba oscuro como mil diablos. Busqué a tientas mi camino y descubrí que el túnel principal se bifurcaba, así que tome el más grande. La oscuridad se hacía más espesa conforme avanzaba y al cabo tropecé con algo grande y peludo que hizo ¡wump!, y me agarró.
«Es el hombre salvaje y está en pie de guerra», pensé. Así que arremetí contra él y él arremetió contra mí y rodamos por el suelo rocoso en la oscuridad, mordiendo, aporreando y rasgando. Bear Creek es famoso por sus feroces luchadores, y ni que decir tiene que yo soy el mejor de todos ellos, pero aquel condenado hombre salvaje me sacudía a manos llenas. Era la criatura más grande y peluda a la que haya puesto las manos encima, y tenía más dientes y garras de las que pensaba que pudiera tener un ser humano. Me mordisqueó con entusiasmo, me pateó el cuerpo de arriba abajo generosamente y barrió el piso conmigo hasta dejarme aturdido.
Por un momento creí que rendiría el alma, y pensé con desesperación lo humillante que sería para mis parientes en Bear Creek escuchar que su campeón había sido desollado hasta morir por un hombre salvaje en una cueva. Esta idea me enloqueció, así que intensifiqué mis ataques y los mamporros que le di habrían tumbado a cualquier hombre, salvaje o civilizado; por no hablar de los patadones en el vientre y la embestida de cabeza que lo dejó sin aliento. Sentí como si tuviera una oreja en mi boca y comencé a masticarla, y al poco de practicar ésta y otras atrocidades sobre él, profirió un aullido inhumano y se apartó y desapareció en un santiamén camino del mundo exterior.
Me incorporé y salí tambaleándome tras él, escuchando un coro de gritos salvajes delante de mí pero ningún disparo. Salí al aire libre, cubierto de sangre y con mi ropa hecha jirones.
—¿Dónde está? —grité—. ¿Le habéis dejado escapar?
—¿A quién? —dijo Glanton saliendo de detrás de una roca, mientras Van Brock y tío Jacob se dejaban caer de un árbol cercano.
—¡Al hombre salvaje, dita sea! —exclamé.
—No hemos visto a ningún hombre salvaje —aseguró Glanton.
—Bueno, ¿y qué era esa cosa que acaba de salir corriendo de la cueva? —grité.
—Eso era un oso pardo —dijo Glanton.
—Sí —se burló el tío Jacob—, ¡y ese era el hombre salvaje de Van Brock! Breckinridge, ahora que ya te has divertido un rato, tenemos que...
—¡No, no! —gritó Van Brock saltando arriba y abajo—. Era sin duda un ser humano lo que me atacó y huyó a la caverna. ¡No era un oso! Aún debe estar ahí dentro en alguna parte, a menos que la cueva tenga otra salida.
—Bueno, yo al menos no lo veo —afirmó tío Jacob escudriñando la boca de la cueva—. Ni siquiera un hombre salvaje se escondería en la madriguera de un oso pardo, y de hacerlo, no se quedaría mucho tiempo... ¡Ooomp!
Una roca surgió zumbando de la cueva golpeando en el vientre a tío Jacob, que se retorció en el suelo de dolor.
—¡Ajá! —rugí golpeando el seis tiros de Glanton—. ¡Ya sé! Hay dos túneles ahí dentro. Él está en el más pequeño. ¡Entré en el equivocado! ¡Quedaos todos aquí y cubridme! ¡Esta vez lo atraparé!
Dicho esto me precipité de nuevo a la boca de la cueva, sin tener en cuenta algunas pedradas más que surgieron, y me sumergí en la galería más estrecha. Estaba oscuro como boca de lobo, pero me pareció avanzar a lo largo de un pequeño túnel y delante de mí escuché pisadas de pies descalzos sobre la roca. Las seguí a toda velocidad y al cabo atisbé un tenue rastro de luz. Al minuto siguiente doblé un recodo y salí a un lugar amplio, iluminado por un rayo de luz que se filtraba por una hendidura en la pared unas yardas más arriba. Bajo esa luz vi una figura fantástica trepando a una cornisa, tratando de alcanzar esa hendidura.
—¡Baja de ahí! —le ordené, y de un salto me agarré al borde del saliente y con la otra traté de agarrarle las piernas. Lancé un bramido cuando lo enganché de un tobillo y astilló su maza sobre mi cabeza. La fuerza del golpe rompió el borde de la cornisa de roca de la que yo colgaba y ambos nos estrellamos contra el suelo, porque ni por ésas lo solté. Afortunadamente aterricé de cabeza sobre el piso de roca, lo que amortiguó mi caída y evitó que me fracturara algún miembro importante; su cabeza golpeó mi mandíbula y quedó inconsciente.
Me levanté, recogí a mi desmayada pieza y lo arrastré a la luz del día donde los demás aguardaban. Lo dejé en el suelo y lo miraron como si no pudieran creer lo que veían. Era un viejo gigante con una barba de un pie de largo y enmarañada pelambre; llevaba una piel de león de montaña atada alrededor de la cintura.
—¡Un hombre blanco! —exclamó Van Brock dando brincos—. ¡Innegablemente caucásico! ¡Es extraordinario! ¡Un superviviente prehistórico de la época pre-india! ¡Qué ayuda para la antropología! ¡Un hombre salvaje! ¡Un verdadero hombre salvaje!
—¿Hombre salvaje? ¡Y un cuerno! —resopló tío Jacob—. Es el viejo Joshua Braxton, el mismo que trató de casarse con esa maestra solterona abajo en Chawed Ear el invierno pasado.
—¡Yo trataba de casarme con ella! —exclamó Joshua amargamente, incorporándose de repente y mirándonos a todos—. ¡Ésta sí que es buena! Y yo resistiéndome a ello con todas mis fuerzas. Fue su parentela quien trató de casarme a toda costa. Convirtieron mi vida en un infierno. Al fin planearon secuestrarme y llevarme ante el pastor por la fuerza. Por eso me refugié aquí y me disfracé así para ahuyentar a la gente. Lo único que anhelo es paz y tranquilidad... y ninguna condenada mujer.
Van Brock rompió a llorar porque no se trataba de ningún hombre salvaje, y tío Jacob dijo:
—Bueno, ahora que ha acabado esta idiotez, tal vez pueda conseguir algo importante. Joshua, tú conoces estas montañas incluso mejor que yo. ¿Por qué no me ayudas a encontrar la Mina Perdida Embrujada?
—Esa mina no existe —aseguró Joshua—. Ese viejo buscador imaginó esa historia mientras erraba por el desierto medio loco.
—¡Pero tengo un mapa que le compré a un mexicano en Perdición! —vociferó tío Jacob.
—Déjame verlo —dijo Glanton—. ¿Qué demonios? —exclamó—. ¡Esto es una falsificación! Vi a ese mexicano dibujarlo y dijo que trataría de vendérselo a algún viejo asno para procurarse bebida.
Tío Jacob se dejó caer sobre una roca y se tiró de los bigotes.
—Mi sueño se ha ido al carajo... volveré a casa con mi esposa —suspiró débilmente.
—Tienes que estar muy desesperado para decir eso —repuso ácidamente el viejo Joshua—. Harías mejor quedándote aquí. Si no hay oro, tampoco hay mujeres que lo atormenten a uno.
—La mujer es una trampa y un engaño —convino Glanton—. Van Brock, puede volver con estos caballeros. Yo me quedo con Joshua.
—Debería daros vergüenza a todos hablar así de las mujeres —les reproché—. He sufrido la indiferencia de ciertas hembras más que muchos cazadores de serpientes como vosotros, y ni por esas me amarga el sexo opuesto —y añadí como un gran orador—, ¿hay algo en este mundo piojoso y violento de pistoleros y alimañas que pueda compararse a la adorable dulzura de una mujer y...?
—¡Ahí está ese sinvergüenza! —gritó una voz familiar parecida a una sierra oxidada—. ¡Que no escape! ¡Disparad si trata de huir!
Nos giramos rápidamente. Habíamos estado discutiendo tan alto entre nosotros que no notamos que un grupo de gente se aproximaba barranco abajo. Eran tía Lavaca y el sheriff de Chawed Ear con diez hombres más, y todos me apuntaban con sus escopetas recortadas.
—No te pongas nervioso, Elkins —me advirtió temblando el sheriff—. Están cargadas con perdigones y clavos de diez centavos. Conozco tu reputación y no correré riesgos. Estás arrestado por el secuestro de Jacob Grimes.
—¿Está usté loco? —pregunté.
—¡Secuestro! —gritó tía Lavaca agitando un trozo de papel—. ¡Raptar a tu pobre y viejo tío! ¡Retenerlo para pedir rescate! ¡Todo está escrito en este papel y firmado con tu nombre! Diciendo que te «llevas» a Jacob lejos a las montañas... ¡y advirtiéndome que no tratara de seguiros! ¡A mí con amenazas! ¡Jamás vi nada semejante! Tan pronto como ese bueno para nada de Joe Hopkins me dio esta insolente nota fui en busca de la autoridad... Joshua Braxton, ¿qué estás haciendo con estos canallas indecentes? ¡Dios mío! ¿Adonde iremos a parar? Y bien, sheriff, ¿va a quedarse ahí como un pasmarote? ¿Por qué no le carga de esposas, cadenas y grilletes? ¿Tiene miedo de este tarugo?
—Oh, diablos —dije—. Todo esto es un error. Yo no amenacé a nadie en esa carta...
—Entonces, ¿dónde está Jacob? —preguntó—. Que aparezca de inmediato o...
—Se ha metido en la cueva —intervino Glanton.
Metí la cabeza y grité:
—¡Tío Jacob! ¡Salga de ahí y explíquese antes de que tenga que ir tras usté!
Salió mansamente y parecía triste y humillado.
—Dígale a estos idiotas que no soy ningún secuestrador —le ordené.
—Así es —confesó—. Yo lo traje conmigo.
—¡Demonios! —dijo el sheriff con disgusto—. ¿Hemos subido hasta aquí para nada? Ya sabía yo que era mejor no escuchar a una mujer...
—¡Cierre su estúpida boca! —lo interrumpió tía Lavaca—. ¡Valiente sheriff está hecho! De todos modos, ¿qué estaba haciendo Breckinridge aquí contigo?
—Estaba ayudándome a buscar una mina, Lavaca —repuso.
—¿Ayudándote? —chirrió—. ¡Cómo, yo lo envié para que te trajera a casa! Breckinridge Elkins, le hablaré de esto a tu padre, grandísimo tarugo, haragán, bueno para nada...
—¡Oh, silencio! —grité exasperado más allá de mi resistencia (rara vez dejo que mi voz alcance su plena potencia), y su eco rodó a través del cañón como un trueno, los árboles temblaron y las piñas cayeron como granizo y las rocas se desplomaron por las laderas de las montañas. Tía Lavaca se tambaleó como azotada por un vendaval de indignación.
—¡Jacob! —exclamó—. ¿Vas a dejar que este rufián use ese tono de voz conmigo? ¡Te exijo que le des una lección inolvidable a este sinvergüenza ahora mismo!
—Sí... sí... ahora mismo, Lavaca —empezó a tranquilizarla, y ella le dio un pescozón bajo la oreja que lo volvió del revés, y el sheriff, su patrulla y Van Brock salieron disparados hacia el barranco como si el diablo fuese tras ellos.
Glanton mordió un pedazo de tabaco y me dijo:
—Bueno, ¿qué estabas diciendo sobre la adorable dulzura de la mujer?
—Nada —bufé—. Vamos, salgamos de aquí. Anhelo encontrar un lugar más tranquilo y apartado que éste. Me quedaré con Joshua y contigo... y con el oso pardo.