Cuando al fin espoleé de nuevo mi caballo en dirección a War Paint, no lo hice por el mismo camino que había usado a la ida. Estaba tan lejos de mi ruta que pensé que me saldría más a cuenta atravesar las montañas hasta el camino de Teton Gulch, que tratar de volver a la carretera de Yavapai a War Paint. Y así lo hice.
Pretendía cruzar Teton Gulch sin detenerme, pues tenía prisa por volver a War Paint y ver a Dolly Rixby, pero la sed pudo conmigo y me detuve en el asentamiento, que era uno de esos nuevos campamentos mineros que surgen durante la noche como los hongos. Estaba tomando un trago en la barra del saloon y fonda Yaller Dawg cuando el camarero, después de estudiarme detenidamente, dijo:
—Tú debes ser Breckinridge Elkins de Bear Creek. Di al asunto la debida consideración, e hice como si lo fuera. —¿Cómo es que me conoces? —pregunté con suspicacia, porque nunca antes había estado en Teton Gulch, y él va y dice:
—Bueno, he oído hablar de Breckinridge Elkins y cuando te vi pensé que podías ser él; no creo que puedan existir dos hombres en el mundo tan grandes. Por cierto, hay un amigo tuyo ahí arriba... Blink Wiltshaw, de War Paint. Le he oído presumir de conocerte personalmente. Está en su habitación ahora, cuarta puerta a la izquierda al final de la escalera.
Así que Blink había vuelto a Teton después de todo. Bueno, eso me cayó bien, así que pensé en ir arriba y echar un rato con él y averiguar si tenía noticias de War Paint, de donde llevaba ausente casi una semana. Muchas cosas pueden suceder en ese tiempo en una ciudad tan «dinamítica» como War Paint.
Subí las escaleras, llamé a su puerta y... ¡bang! Un arma rugió en el interior y una bala del .45 atravesó la puerta llevándose un pedazo de mi oreja. Siempre me ha cabreado que me disparen en la oreja, así que sin esperar a más demostraciones de hospitalidad di voz a mi disgusto en forma de berrido ensordecedor, pateé la puerta hasta reventar sus bisagras e irrumpí en la habitación pisoteándola como si de una alfombra se tratara.
Me sorprendió no ver a nadie, pero al cabo escuché una especie de gorgoteo y caí en la cuenta de que la puerta parecía un poco blanda bajo mis pies cuando pasé por encima, así que pensé que quienquiera que ocupara el cuarto había quedado atrapado debajo al derribarla.
Tanteé bajo los restos, agarré a un tipo por el cuello y lo arrastré hacia fuera; por supuesto, se trataba de Blink Wiltshaw. Estaba flácido y pálido como una reata y tenía los ojos vidriosos; aún trataba de dispararme con su revólver cuando se lo quité de las manos.
—¿Qué diablos te pasa? —le pregunté con severidad, sosteniéndole por el cuello con una mano mientras con la otra lo sacudía para aflojarle un poco los piños—. ¿No nos obligó Dolly a hacer las paces? ¿Qué pretendes tratando de agujerearme a través de la puerta de un hotel?
—Bájame, Breck —jadeó—. No sabía que eras tú. Pensé que era «serpiente de cascabel» Harrison que venía a por mi oro.
Lo solté, agarró una jarra de licor y echó un buen trago; su mano temblaba tanto que la mitad se le derramó por el cuello.
—¿Y bien? —pregunté—. ¿No vas a ofrecerme un trago?
—Perdóname, Breckinridge —se disculpó—. Estoy tan nervioso que no sabía lo que hacía. ¿Ves esos sacos de piel? —dijo señalando unas bolsas sobre la cama—. Están llenas de pepitas de oro. Tengo una concesión arriba en la Quebrada, 'y el día después de mi regreso de War Paint encontré un buen filón... pero no me ha traído nada bueno.
—¿Qué quieres decir? —inquirí.
—Las montañas que rodean Teton Gulch están infestadas de bandidos —dijo—. Roban y asesinan a todo el que coge un buen pellizco. La diligencia ha sido asaltada tantas veces que nadie envía su polvo en ella. Cuando un hombre acumula un buen montón serpentea a través de las montañas por la noche, con su oro cargado en una mula. Yo pretendía hacer lo mismo la noche pasada. Pero esos forajidos tienen espías por todo el campamento y sabía que me descubrirían. «Serpiente de cascabel» Harrison es su jefe; es un diablo de cola retorcida. He permanecido aquí junto a este oro con mi pistola, temblando de miedo y esperando que, en cualquier momento, irrumpieran en el hotel en mi busca. ¡Estoy a punto de volverme loco!
Se estremeció y gimoteó, echó otro trago, levantó su pistola y disparó, tiritando como si hubiera visto un fantasma o dos.
—Tienes que ayudarme, Breckinridge —dijo con desesperación—. Llévate este oro de aquí por mí, ¿lo harás? Los forajidos no te conocen. Puedes tomar el viejo sendero indio al sur del campamento y seguirlo hasta el paso de Hell-Wind. La diligencia que une Chawed Ear y Wahpeton pasa por allí a la puesta del sol. Allí puedes poner el oro en la diligencia y ella lo llevará hasta Wahpeton. A Harrison no se le ocurriría robarlo más allá de Hell-Wind. Él siempre opera a este lado del paso.
—¿Por qué debería arriesgar mi pellejo por ti? —pregunté con amargura, con la imagen de Dolly Rixby formándose frente a mí—. Si no tienes agallas para transportar tú mismo tu propio oro...
—No se trata solamente del oro, Breck —dijo—. Estoy tratando de casarme y...
—¿Casarte? —lo interrogué—. ¿En Teton Gulch? ¿Con una chica de aquí?
—Casarme con una chica en Teton Gulch —confeso él—. Yo pretendía engancharme mañana, pero no hay predicador ni juez de paz en el campamento para atar el nudo. Pero su tío, el reverendo Rembrandt Brockton, es un predicador itinerante y debe cruzar el paso de Hell-Wind en su camino hacia Wahpeton hoy mismo. Pretendía salir furtivamente anoche y ocultarme en las colinas hasta que llegara la diligencia, poner entonces el oro en ella y traer al hermano Rembrandt conmigo. Pero ayer descubrí que los espías de Harrison me tenían vigilado y me entró miedo. Ahora el reverendo Rembrandt continuará hasta Wahpeton sin saber que lo necesitamos aquí y yo no podré decirle cuándo estaré listo para casarme...
—Espera —lo interrumpí de pronto, maquinando rápidamente. No me convenía que aquel casorio se malograse: cuanto más se casara con alguna chica de Teton, menos podría hacerlo con Dolly Rixby.
—Blink —dije asiendo su mano calurosamente—, que nunca se diga que un Elkins rechazó a un amigo en apuros. Llevaré tu oro al paso de Hell-Wind y traeré de vuelta al reverendo Rembrandt.
Blink cayó sobre mi cuello y lloró de alegría.
—Nunca olvidaré esto, Breckinridge —gimoteó—, ¡y apuesto a que tú tampoco! Mi caballo y mi mula de carga están en los establos que hay detrás del saloon.
—Yo no necesito mulas —dije yo—. Capitán Kidd puede cargar con el polvo sin sudar.
Capitán comía tranquilamente en la caballeriza junto al hotel. Fui allí y tome mis alforjas, que son mucho más grandes que las corrientes, porque todo mi equipo debe estar en proporción a mi tamaño. Están confeccionadas con tres capas de piel de alce cosidas con correas de cuero crudo, y ni un gato montés podría abrirse paso entre ellas con sus garras.
Noté que un buen puñado de hombres se congregaba alrededor del corral mirando a Capitán Kidd, pero no me importó, porque es un caballo que inevitablemente llama la atención. Mas mientras retiraba mis alforjas, un tipo larguirucho con largos bigotes amarillos se me acercó y me preguntó:
—¿Es tuyo ese caballo?
—Y si no lo es, entonces no es de nadie —le respondí.
—Bueno, se parece mucho a un caballo que fue robado de mi rancho hace seis meses —dijo, y vi que diez o quince tipos de rostro patibulario se congregaban a su alrededor. Solté las alforjas e iba a echar mano de mis armas, cuando se me ocurrió que si se producía una reyerta podría ser arrestado y eso me impediría traer al hermano Rembrandt para la boda, así que lo desafié:
—Si ese caballo es tuyo, deberías ser capaz de sacarlo de ese corral.
—Pues claro que puedo —fanfarroneó—. ¿Y qué más?
—¡Así se habla, Jake! —lo animó un tipo—. Defiende tus derechos. Estamos contigo.
—Adelante —dije—. Si es tu caballo, demuéstralo. ¡A por él!
Me miró con desconfianza pero tomó una cuerda, saltó el cercado y se acercó a Capitán Kidd, que estaba zampándose una bala de heno en el centro del corral. Capitán alzó la cabeza, echó las orejas hacia atrás y enseñó los dientes; Jake se paró de repente y se puso pálido.
—Yo... yo... no creo que sea mi caballo después de todo —balbuceó.
—¡Échale ese lazo! —grité sacando mi revólver derecho. Tú dices que es tuyo; yo digo que es mío. Uno de nosotros es un mentiroso y un cuatrero y pretendo demostrar quién es. ¡Ale, antes de que te remache el esqueleto de plomo!
Me miró, luego se volvió hacia Capitán Kidd y se puso de color verde brillante. Volvió a mirar mi .45, que ahora apuntaba a su largo cuello donde su nuez subía y bajaba como un mono en un palo, y comenzó a acercarse al animal sujetando la reata detrás de él y agitando una mano.
—Ea, muchacho —dijo con voz temblorosa—, ea, buen chico, caballito bonito. Ea, mucha... ¡Ay!
Profirió un terrible aullido cuando Capitán Kidd le pegó una tarascada y le arrancó un buen pedazo de pellejo. Se volvió para huir, pero Capitán Kidd se giró y dejó volar ambos talones para plantarlos sobre su trasero... el chillido de desesperación de Jake, cuando atravesaba de cabeza la cerca del corral y caía en un abrevadero al otro lado, fue algo horrible de escuchar. De allí se levantó goteando agua, sangre y groserías; sacudió un puño tembloroso hacía mí y gruñó:
—¡Eres un maldito asesino y pagarás esto con tu vida!
—Yo no discuto con ladrones de caballos —bufé. Recogí mis alforjas y me marché entre la multitud que se retiraba a toda prisa, procurando maldecir en voz baja cuando aplastaba sus pies a mi paso.
Subí las alforjas a la habitación de Blink y le conté lo de Jake pensando que le animaría, pero tuvo otro ataque de pánico y exclamó:
—¡Ése es uno de los hombres de Harrison! Trataba de robarte el caballo. Es un viejo truco y la gente honesta no se atreve a intervenir. ¡Ahora ya te conocen! ¿Qué vas a hacer?
—¡El tiempo, la marea y los Elkins no esperan a nadie! —le aseguré vertiendo el oro en mis alforjas—. ¡Si ese coyote de mostachos amarillos busca jaleo, lo tendrá a espuertas! No te preocupes, tu oro estará a salvo en mis alforjas. Irá tan seguro como en la diligencia de Wahpeton. Y antes de la medianoche estaré de vuelta con el hermano Rembrandt Brockton para que te enganche a su sobrina.
—No hables tan fuerte —suplicó Blink—. Este condenado campamento está infestado de espías. Alguno de ellos puede estar escuchándonos ahora en las escaleras.
—Estaba hablando casi en un susurro —dije con indignación.
—Ese rugido de oso puede pasar por un susurro en Bear Creek —me reprendió enjugándose el sudor—, pero apuesto a que ha podido oírse de un extremo a otro de la Quebrada, por lo menos.
Ver a un hombre tan aterrado como aquél fue un espectáculo muy lamentable. Nos estrechamos la mano y lo dejé vertiendo un licor rojo por su garganta como si fuera agua; me eché las alforjas al hombro, bajé las escaleras y el camarero se inclinó sobre la barra y me susurró al oído:
—¡Cuidado con Jake Román! Estuvo aquí hace un minuto buscando problemas. Acababa de irse cuando tú bajaste, pero no olvidará fácilmente lo que le hizo tu caballo.
—Desde luego que no cuando trate de sentarse —convine con él.
Salí al corral y vi a un grupo de hombres contemplando a Capitán Kidd papearse su heno; uno de ellos me vio y gritó:
—¡Eh chicos, ahí viene el gigante! ¡Va a ensillar a ese monstruo devorador de hombres! ¡Bill, avisa a los muchachos del bar!
Y al punto se congregó un enjambre de tipos surgidos de todas las cantinas; se alinearon alrededor de la cerca del corral y comenzaron a apostar si conseguiría ensillar a Capitán Kidd, o si éste esparciría mis sesos por el suelo. Pensé que todos los mineros debían estar locos. ¿Cómo no iba a poder montar mi propio caballo?
Pues bien: lo ensillé, le aseguré las alforjas, me subí a él y pegó unos diez saltos como siempre hace cuando lo monto por primera vez... aquello no fue nada, pero esos mineros gritaban como indios borrachos. Y cuando accidentalmente corcoveó y salimos disparados hacia la cerca, y derribé una parte de ella junto a los quince hombres sentados en la barra superior, cualquiera pensaría que les había sucedido algo horrible por la forma en que aullaron. A Capitán Kidd y a mí no nos preocupan las puertas; por lo general, nos llevamos por delante cualquier obstáculo que tengamos delante. Pero esos mineros son unos debiluchos. Conforme abandonábamos la ciudad vi a los mineros rescatar a nueve o diez de sus convecinos de los abrevaderos en los que habían caído cuando Capitán Kidd los embistió accidentalmente.
Abandoné la Quebrada, remonté el barranco hacia el sur y salí a una región densamente poblada por altos árboles; allí enfilé el viejo sendero indio del que Blink me había hablado, que no parecía muy transitado. No me encontré con nadie después de dejar la Quebrada. Esperaba alcanzar el paso de Hell-Wind al menos una hora antes del ocaso, lo que me daría tiempo de sobra. Blink dijo que la diligencia pasaba por allí alrededor de la puesta de sol. Tendría que llevar de vuelta al hermano Rembrandt a lomos de Capitán Kidd, pensé, pero ese animal puede llevar dos jinetes y superar en velocidad a cualquier caballo del Estado de Nevada. Calculé que estaría de vuelta en Teton a medianoche o tal vez un pelín más tarde.
Después de recorrer varias millas llegué a Apache Canyon, que es una profunda y estrecha garganta con un río que discurre rugiendo y espumando entre paredes de roca de unos ciento cincuenta pies de altura. La antigua senda tocaba el borde en un lugar donde el cañón sólo mide unos setenta pies de ancho; alguien había talado un enorme pino para que cayera transversalmente sobre él y sirviera de puente, de modo que un hombre pudiera cruzarlo plantando un pie detrás de otro. Debió haber en tiempos una gran veta aurífera en Apache Canyon y un campamento minero, pero entonces ya estaba abandonado y nadie vivía en los alrededores.
Giré hacia el Este y seguí el borde durante casi media milla. Luego tomé un antiguo camino carretero cubierto de arbustos y maleza, que discurría por el interior de un barranco hasta el lecho del cañón; allí se levantaba un puente sobre el río que había sido construido durante los días de la fiebre del oro. La mayor parte de él había sido arrastrado por las crecidas, pero un hombre aún podía cruzar a caballo sobre sus restos. Así lo hice, y remonté un barranco en la otra orilla y salí de nuevo a un terreno alto.
Había recorrido unos pocos cientos de yardas más allá de la desembocadura del barranco, cuando alguien gritó: «¡Eh!», y yo me giré empuñando mis dos revólveres. De entre los arbustos surgió un caballero alto con una levita de cola larga y un sombrero de ala ancha.
—¿Quién es usté y qué diablos pretende gritándome «¡eh!»? —le pregunté cortésmente, sin dejar de apuntarle con mis armas. Los Elkins nunca olvidamos nuestra educación.
—Soy el reverendo Rembrandt Brockton, buen hombre —dijo—. Voy camino de Teton Gulch para unir en santo matrimonio a mi sobrina y a un joven de ese campamento.
—¿El rev...? ¡No me diga! —exclamé sorprendido—. ¿A pie?
—Me apeé de la diligencia en... ah... el paso de la «brisa diabólica»[1] — explicó—. Unos vaqueros muy agradables estaban allí esperando la diligencia y se ofrecieron a acompañarme a Teton.
—¿Cómo es que sabía que su sobrina lo esperaba para unirse en «manicomio»? —pregunté.
—Los señores vaqueros me informaron de que ése era el caso —contestó.
—¿Y dónde están ellos ahora? —lo volví a interrogar.
—La montura que me fue suministrada empezó a cojear hace un rato —replicó—. Me dejaron aquí mientras iban en busca de otra a un rancho cercano.
—No sabía que hubiera un rancho por estos alrededores —murmuré—. No demuestran mucho sentido común dejándole aquí completamente solo.
—¿Quiere darme a entender que hay algún peligro? —dijo parpadeando ligeramente hacia mí.
—Estas montañas están infestadas de forajidos que le rajarían el gaznate a un predicador antes que a cualquier otro —le dije, y entonces recordé otra cosa—. ¡Un momento! —exclamé—. Pensé que la diligencia no llegaba al paso hasta la puesta del sol.
—Tal es el caso, caballerete —repuso—. Pero el horario ha sido alterado.
—¡Caramba! —me lamenté—. Yo esperaba poner en ella estas alforjas repletas de oro. Ahora tendré que llevarlas de vuelta a Teton conmigo. Bueno, volveré a traerlas mañana y cogeré la diligencia entonces. Hermano Rembrandt, yo soy Breckinridge Elkins de Bear Creek y he venido aquí para recibirlo y acompañarlo hasta la Quebrada, para que pueda unir a su sobrina y a Blink Wiltshaw en santo «patrimonio». Venga. Montaremos los dos en mi caballo.
—¡Pero tengo que esperar a mis amigos vaqueros! —protestó—. ¡Ah, mira, aquí vienen!
Miré hacia el Este y vi a unos quince hombres cabalgando hacia nosotros. Uno guiaba un caballo sin ninguna silla sobre él.
—¡Ah, mis buenos amigos! —exclamó el hermano Rembrandt—. Se han procurado una montura para mi uso, tal y como prometieron.
Sacó una silla de montar de entre los arbustos y dijo:
—¿Podrías ensillar mi caballo por mí cuando lleguen? Te sujetaría gustoso el rifle mientras lo haces.
Ya le tendía mi Winchester cuando el chasquido de una rama bajo el casco de un caballo hizo que me volviera rápidamente. Un tipo acababa de surgir de entre los matorrales a unas cien yardas al sur de donde me encontraba, y estaba echándose un rifle al hombro. Lo reconocí al instante. Si la gente de Bear Creek no tuviéramos ojos de halcón, no viviríamos lo suficiente para llegar a viejos. ¡Era Jake Román!
Nuestros Winchesters rugieron a coro. Su plomo aventó mi oído y el mío lo hizo caer de la silla.
—Vaqueros... ¡y un cuerno! —grité—. ¡Son los forajidos de Harrison! ¡Yo lo protegeré, hermano Rembrandt!
Lo levanté con un brazo, di de espuelas a Capitán Kidd y salimos de allí como un rayo con su cola en llamas. Los bandidos nos siguieron gritando como salvajes. No tengo costumbre de huir de la gente, pero tenía miedo de que hicieran daño al reverendo si se producía un combate cuerpo a cuerpo, y si él interceptaba un pedazo de plomo Blink no podría casarse con su sobrina, y quizá se disgustara y regresara a War Paint para tontear de nuevo con Dolly Rixby.
Me dirigí hacia el cañón con la intención de hacerme fuerte en el barranco si fuera preciso, y aquellos forajidos casi reventaron sus monturas tratando de alcanzar el recodo del camino por delante de mí, para cortarme el paso. El pobre Capitán Kidd casi arrastraba el vientre por el suelo, pero admito que el hermano Rembrandt no podía hacer gran cosa. Iba doblado bocabajo como un saco sobre la silla, agitando violentamente sus brazos y piernas porque no había tenido tiempo de acomodarlo adecuadamente; cuando el cuerno se le clavaba en el vientre profería algunas expresiones que yo no hubiera esperado oír nunca a un ministro del Evangelio.
Las armas empezaron a rugir y el plomo nos pasaba zumbando; el hermano Rembrandt volvió la cabeza hacia ellos y gritó:
—¡Dejad de disparar, hijos de %#&@! ¡Que me vais a dar!
Pensé que el hermano Rembrandt era un poco egoísta al no incluirme, y le dije:
—Es inútil razonar con esas mofetas, reverendo. Ni siquiera respetan a un predicador.
Pero para mi sorpresa el tiroteo cesó, aunque los bandidos gritaron más fuerte y espolearon sus bestias con más brío. Mas entonces vi que me habían apartado del paso inferior del cañón, así que desvié a Capitán Kidd hacia la antigua senda india y me lancé hacia el borde de la garganta tan velozmente como pude cabalgar, con los matorrales pinchándonos y arañándonos a nuestro paso y abofeteando al hermano Rembrandt en el rostro cuando recuperaban su posición. Los bandidos aullaron y giraron para seguirnos, pero Capitán Kidd aumentaba su ventaja a cada zancada y la orilla del cañón asomaba justo enfrente de nosotros.
—¡Detente, orejudo hijo de Belial! —gritaba el hermano Rembrandt—. ¡Nos vamos a matar!
—Tranquilo, reverendo —le aseguré—. Cruzaremos por el tronco.
—¡Señor, ten piedad de mi alma! —balbuceó cerrando los ojos y agarrándose con ambas manos a un estribo; entonces Capitán Kidd galopó sobre el tronco como un trueno en el Día del Juicio.
Dudo que exista otro caballo al oeste del Pecos, ni tampoco al este, capaz de lanzarse a toda velocidad sobre un tronco de árbol tendido sobre una grieta de ciento cincuenta pies de profundidad; pero no hay nada en este mundo que Capitán Kidd tema, salvo tal vez a mí. No aflojó su velocidad ni un ápice. Galopó sobre ese tronco como si fuera un camino carretero, con sus cascos arrancando astillas de madera y corteza, y si uno de ellos hubiera resbalado una pulgada ahora estaríamos criando malvas. Pero no resbaló, y estuvimos al otro lado en menos de lo tardaríais en tomar aliento.
—Ya puede usté abrir los ojos, hermano Rembrandt —le dije amablemente, pero no contestó. Se había desmayado. Le sacudí para espabilarlo y al instante se recuperó, dio un grito y me agarró la pierna con tanta fuerza como una trampa para osos. Creo que pensó que aún estábamos sobre el tronco. Trataba de liberar mi pierna cuando a Capitán Kidd le dio por lanzarse bajo una gruesa rama de roble que crecía a poca altura... Ésa es su idea de una broma: ese animal tiene un gran sentido del humor.
Miré a tiempo de ver acercarse la rama, pero no el suficiente para esquivarla. Era tan gruesa como mi muslo y me golpeó en el hueso de la suerte. Marchábamos a toda velocidad y algo tenía que ceder; fueron las cinchas... las dos. Capitán Kidd se escurrió debajo de mí y yo, el hermano Rembrandt y la silla caímos juntos al suelo.
Yo me levanté al instante pero el reverendo seguía allí, haciendo: «glup, glup, glup» como agua vertiéndose de una jarra rota. Y entonces vi que esos malditos forajidos habían desmontado y venían hacia nosotros sobre el tronco-puente con sus Winchesters terciados.
Ni me molesté en disparar contra aquellos mermados. Corrí en dirección al extremo de la pasarela haciendo caso omiso de los plomazos que me lanzaban. Fue un tiroteo muy pobre, porque al no poder apoyarse con firmeza no conseguían apuntar correctamente; así que sólo encajé una bala en el muslo y en tres o cuatro lugares más poco importantes... o no lo suficiente para preocuparme por ellos.
Me acuclillé, agarré el extremo del árbol y lo levanté, y los bandidos aullaron y cayeron sobre él como bolos derribados y, dejando caer su artillería, se agarraron desesperadamente al tronco. Lo agité un poco y algunos de ellos se desprendieron como caquis de una rama después de una helada; entonces empujé el extremo hasta dejarlo sin apoyo y lo solté, y cayó de punta al torrente ciento cincuenta pies más abajo, con una docena de hombres aún aferrados a él jurando en arameo y cananeo. Provocaron un buen surtidor de agua al chocar, y lo último que vi de ellos fue una maraña de brazos, piernas y cabezas que la corriente arrastraba río abajo.
Me acordé del hermano Rembrandt y corrí hacia el lugar donde caímos, pero ya se había incorporado. Estaba pálido, tenía los ojos desorbitados y sus piernas se doblaban bajo su peso, pero había agarrado las alforjas y trataba de arrastrarlas hacia unos matorrales mascullando incoherencias.
—Todo está bien ahora, hermano Rembrandt —dije para tranquilizarle—. Esos forajidos están horse de combat, como dicen los franchutes. El oro de Blink está a salvo.
—¡Mierda! —refunfuñó el hermano Rembrandt sacando dos pistolas de debajo de los faldones de su levita, y si no lo hubiera placado, sin duda me habría disparado. Rodamos por el suelo y yo protesté:
—¡Aguarde, hermano Rembrandt! No soy un forajido, soy su amigo: Breckinridge Elkins. ¿No se acuerda?
Su única respuesta fue la promesa de merendarse mi corazón sin condimentar ni nada; luego hincó sus dientes en mi oreja y comenzó a tirar de ella, mientras trataba de hundirme los ojos con los pulgares y me clavaba las espuelas en los zancajos. Comprendí que el susto y la caída le habían hecho perder la chaveta, así que le dije amablemente:
—Hermano Rembrandt, odio tener que hacer esto. Me duele más que a usté, pero no podemos perder más tiempo; Blink lo está esperando para que oficie el casorio —y con un suspiro lo golpeé en la cabeza con la culata de mi revólver, cayó y después de unos temblores se quedó tieso.
—Pobre hermano Rembrandt —me lamenté—. Lo único que espero es que sus sesos no estén tan afectados como para haber olvidado la ceremonia «crucial».
Para no tener más problemas con él cuando volviera en sí —si lo hacía—, le até los brazos y las piernas con pedazos de mi reata y le quité sus armas, que eran sorprendentes para un predicador itinerante. Sus revólveres tenían los gatillos limados, tres muescas en la culata de uno de ellos y cuatro en la del otro. Además llevaba un puñal en una bota y un mazo de naipes marcados y un par de dados cargados en un bolsillo de la levita. Pero sus vicios no eran asunto mío.
Cuando acabé de atarle, Capitán Kidd se acercó a ver si me había matado o si solo me había dejado lisiado de por vida. Para demostrarle que yo también sé gastar bromas, le arreé un patadón en el vientre, y cuando recobró el aliento y logró sostenerse a sí mismo, le puse encima la silla de montar. Empalmé las cinchas con el resto de mi reata, coloqué al hermano Rembrandt sobre la silla y yo me acomodé atrás; así nos dirigimos a Teton Gulch.
Después de una hora el reverendo volvió en sí y, como si estuviera borracho, dijo:
—¿Se ha salvado alguien del tifón?
—Está usté bien, hermano Rembrandt —le aseguré—. Lo llevo a Teton Gulch.
—Ya recuerdo —murmuró—. Todo vuelve a mí. ¡Maldito Jake Román! Pensé que era una buena idea, pero ahora veo que me equivoqué. Creí que se trataba de un ser humano con lo que íbamos a lidiar. Sé cuándo he sido derrotado. Te daré mil dólares si me dejas marchar.
—Tómelo con calma reverendo —lo tranquilicé, viendo que aún estaba delirando—. Llegaremos a Teton Gulch en un momento.
—¡No quiero ir a Teton! —vociferó.
—Tiene que ir —le dije—. Debe unir a su sobrina y a Blink Wiltshaw en santo «pandemonio».
—¡Que se vayan al carajo Blink Wiltshaw y mi sobrina! —gritó como un loco.
—Debería estar avergonzado por usar semejante lenguaje; usté es un ministro del Evangelio —le reprendí con severidad. Su respuesta le habría erizado la cabellera a un indio piute.
Yo estaba tan escandalizado que no respondí. Y a punto estuve de desatarlo para que viajara más cómodamente, pero pensé que si estaba loco lo mejor sería no hacerlo. Así que me limité a ignorar sus desvaríos, que se hacían más y más insoportables a medida que avanzábamos. En toda mi vida había visto a un predicador semejante.
Fue un alivio para mí avistar finalmente Teton. Era de noche cuando descendimos por el barranco hacia la quebrada, y los salones de baile y las cantinas rugían a todo volumen. Me llegué hasta la trasera del saloon Yaller Dawg arrastrando al hermano Rembrandt conmigo, lo puse en pie y, en tono de absoluta desesperación, dijo:
—Por última vez, escúchame y sé razonable. Tengo cincuenta mil dólares ocultos en las colinas. Te daré hasta el último centavo si me desatas.
—No deseo dinero —repuse—. Todo lo que quiero es que case a su sobrina y a Blink Wiltshaw. Le desataré a usté entonces.
—Muy bien, tú ganas —replicó—. ¡Pero desátame ahora!
Estaba a punto de ceder cuando el cantinero salió con una lámpara; con ella iluminó nuestros rostros y exclamó en tono de sorpresa:
—¿Quién demonios está contigo, Elkins?
—Nunca lo sospecharías por su lenguaje —contesté—, pero es el reverendo Rembrandt Brockton.
—¿Estás loco? —repuso el tabernero—. ¡Éste es «serpiente de cascabel» Harrison!
—¡Me rindo! —dijo mi prisionero. Soy Harrison. Estoy vencido. ¡Encerradme en algún lugar lejos de este palurdo maníaco!
Me quedé absolutamente pasmado, con la boca abierta, pero entonces desperté y grité:
—¿Qué? ¿Tú eres Harrison? ¡Ahora lo veo claro! Jake Román me oyó hablar con Blink Wiltshaw y te lo contó todo, y se te ocurrió engañarme como lo hiciste para quedarte con el oro de Blink. Por eso querías sujetarme el Winchester mientras yo ensillaba tu cayuse.
—¿Cómo ibas a suponerlo? —se burló él—. Debíamos haberte liquidado en una emboscada como yo propuse, pero Jake quería cogerte vivo y torturarte hasta la muerte por lo que le hizo tu caballo. El muy estúpido debió perder la cabeza en el último minuto y decidió dispararte después de todo. Si no lo hubieras reconocido te habríamos rodeado y atrapado antes de que sospecharas lo que estaba pasando.
—¡Pero entonces el auténtico predicador estará camino de Wahpeton! —exclamé—. Debo seguirlo y traerlo de vuelta...
—¿Por qué?, él está aquí —dijo uno de los hombres que andaba trasteando a nuestro alrededor—. Llegó con su sobrina hace una hora en la diligencia de War Paint.
—¿De War Paint? —grité golpeado en el vientre por una premonición. Entré corriendo en el saloon, lleno a rebosar de gente, y ahí estaban Blink y una muchacha cogidos de la mano frente a un anciano de larga y blanca barba que sostenía un libro en la mano y con la otra hacía gestos en el aire. Estaba diciendo:
—... y yo os declaro marido y mujer; lo que Dios ha unido que no lo separe ningún cazador de serpientes.
—¡Dolly! —grité. Ambos saltaron unos cuatro pies y se giraron; Dolly se plantó frente a Blink y abrió los brazos como si estuviera espantando pollos.
—¡No le pongas la mano encima, Breckinridge Elkins! —me advirtió ella—. ¡Acabo de casarme con él y no consentiré que ningún oso de las Humbolts lo convierta en pulpa!
—Pero yo no sabía que... —empecé a decir aturdido, nervioso, manoseando las culatas de mis armas como acostumbro a hacer cuando estoy desconcertado.
Los asistentes empezaron a quitarse de en medio y Blink se apresuró a decir:
—Te lo explicaré todo, Breck: cuando reuní mi botín de forma tan inesperadamente rápida, envié a buscar a Dolly para casarme con ella, tal y como le prometí aquella noche justo después de que te fueras a Yavapai. Yo pretendía sacar mi oro hoy, como te dije, de modo que Dolly y yo pudiéramos pasar nuestra luna de miel en San Francisco, pero me enteré de que la banda de Harrison estaba vigilándome, tal y como te conté. Quería sacar mi oro y necesitaba tenerte lejos cuando Dolly y su tío llegaran aquí en la diligencia de War Paint, así que te conté esa trola de que el hermano Rembrandt vendría en la diligencia de Wahpeton. Ésa fue la única mentira.
—Me dijiste que ibas a casarte con una chica en Teton —le acusé ferozmente.
—Bueno —dijo él—, me he casado con ella en Teton. Ya sabes, Breck, en el amor y en la guerra todo vale.
—Basta, basta, muchachos —terció el hermano Rembrandt... el auténtico, quiero decir—. La muchacha está casada, vuestra rivalidad ha terminado y ya no hay lugar para rencores. Daos la mano y tan amigos.
—De acuerdo —dije sinceramente—. Ningún hombre puede decir que soy mal perdedor. He recibido un corte profundo, pero ocultaré mi corazón destrozado.
De hecho lo oculté todo lo que pude. Esa gente que dice que lisié a Blink Wiltshaw con maliciosa premeditación miente descaradamente y barreré la calle con ellos cuando los trinque. Yo no tenía intención de romperle el maldito brazo cuando le estreché la mano. Fue sólo una reacción nerviosa cuando de repente pensé en lo que diría Gloria McGraw cuando se enterara de aquel lío. Y no tiene sentido lo que chismorrea la gente sobre lo que siguió a continuación, que si fue para vengarse que Dolly me arreó en la cabeza con la escupidera y todo eso. Cuando pensé en las chuflas que me obsequiaría Gloria McGraw perdí la cabeza y embestí como un toro loco. Cuando algo se ponía en mi camino lo derribaba sin pararme a ver de qué se trataba. ¿Cómo iba yo a saber que era el tío de Dolly lo que había arrojado sin querer a través de una ventana? Y en cuanto a esos tipos que afirman que fueron arrollados y aplastados: debieron apartarse de mi camino, ¡malditos sean!
Mientras cabalgaba sendero abajo me pregunté si realmente había amado a Dolly; después de todo, me preocupaba menos su matrimonio con otro tipo que lo que diría Gloria McGraw.