Mi regreso a War Paint con Badger Chisom discurrió sin incidentes. Se mostró horriblemente nervioso durante todo el camino, y cada vez que le hablaba se encogía como si temiera que fuera a atizarle; soltó un gran suspiro de alivio cuando el sheriff se hizo cargo de él. Dijo algo así como: «¡Estoy a salvo por fin, gracias a Dios!», y parecía contento de ocupar una celda buena y sólida. Los criminales son personas muy peculiares.
Pues bien, para mi sorpresa descubrí que me había convertido en una especie de celebridad en War Paint por haber capturado a Chisom y masacrado a sus compinches. Después de todo, no era una ciudad de palurdos como me habían hecho creer los envidiosos de Chawed Ear y alrededores. Las cosas eran abundantes y fáciles, juego y apuestas en todos los rincones, bares abiertos todo el día y toda la noche y pistolas rugiendo en cualquier momento del día. Tenían un sheriff, pero se trataba de un hombre sensato que no interfería en los negocios de los ciudadanos honestos. Asumía que su misión era que la ciudad no se viera invadida por bandidos y asesinos, y no la de poner trabas en los negocios de sus habitantes. Me confesó que si me veía obligado a disparar a otro caballero él lo consideraría como un favor personal, siempre que tuviera cuidado de no herir a ningún transeúnte inocente por error, y cuando le dije que lo haría, me aseguró que la comunidad estaba en deuda conmigo y tomamos un trago.
Me daba un poco de miedo ir a ver a Dolly Rixby, pero me armé de valor pensando lo que diría Gloria McGraw si no me presentaba pronto con una chica ante ella. No estaba tan irritada como yo pensaba, aunque aprovechó para reprenderme:
—Bueno, te has retrasado un poco, ¿no crees? ¡Dos días nada menos, pero más vale tarde que nunca, supongo!
Ella tenía una mente lo suficientemente abierta para entender mi postura y nos llevamos bien. Bueno, lo hicimos después de que convenciera a los jóvenes gallitos que la rodeaban constantemente de que no consentiría que nadie reclamara mi filón. Tenía que manejar el asunto con mucho cuidado, porque a Dolly le encolerizaba que desanimara a cualquiera de sus admiradores. Ella me gustaba, pero parecía que también atraía a un montón de tipos más, especialmente al joven Blink Wiltshaw, que era un minero apuesto y trabajador. A veces me preguntaba si el interés de Dolly por mí era real u obedecía al prestigio que le daba que la vieran conmigo regularmente, debido al lustre que en ese momento le estaba sacando a mi nombre en toda la región, tal y como le aseguré a Gloria McGraw que haría. Pero no había mucha diferencia para mí siempre y cuando Dolly me diera coba; yo esperaba que en poco tiempo la tendría laceada y marcada, y soñaba con el día en que la llevaría conmigo a Bear Creek y la presentaría a todo el mundo como mi esposa. Me llenaba de orgullo imaginar cómo me miraría Gloria entonces; casi sentí pena por ella y decidí que no se lo restregaría demasiado fuerte. Me comportaría de forma digna, como un caballero de mi posición.
Fue entonces cuando se me acabó el crédito. Las cosas habían marchado rodadas desde que regresé a War Paint y la suerte me había sonreído. La primera noche que estuve allí me jugué unos diez dólares en una partida de póquer en el saloon The Rebel Captain y me levanté de la mesa con quinientos... más dinero del que yo imaginaba que existiera en el mundo. Tuve una racha inmejorable en el juego durante unas tres semanas, y viví por todo lo alto sin privarme de nada y gastando dinero a espuertas con Dolly. Al poco mi potra me abandonó y entonces supe lo que era estar tieso.
Se necesita mucha pasta para vivir a todo tren en una ciudad como War Paint y salir con una chica como Dolly Rixby, así que busqué la manera de conseguir algo de dinero. Justo cuando estaba a punto de empezar a trabajar en el filón de un tipo a cambio de un jornal, me enteré de que una gran juerga vaquera iba a celebrarse en Yavapai, una ciudad ganadera a unas cien millas al norte de War Paint. Habría carreras de caballos, concursos de lazo y rodeos y comprendí que se trataba de una buena oportunidad para conseguir algún premio fácil y bien remunerado.
Yo sabía, por supuesto, que todos los gallitos a los que había ahuyentado volverían a cortejar a Dolly en el mismo instante en que les diera la espalda, pero no veía en ellos una competencia seria, y además Blink Wiltshaw se había trasladado a Teton Gulch una semana antes. Seguramente pensaba que yo era un rival demasiado fuerte para él.
Así que fui y le dije a Dolly que me iría a Yavapai y le rogué que no se afligiera por mi ausencia, pues estaría de vuelta en unos pocos días con un montón de pasta en el bolsillo. Ella me aseguró que me esperaría hasta que yo regresara, así que le di un achuchón y salí al fresco de la noche estrellada, donde recibí una desagradable sorpresa: ¡Blink Wiltshaw subía la escalinata de la casa de Dolly! La ira me ofuscó de tal manera que empecé a barrer la calle con él hasta que Dolly salió y nos obligó a darnos la mano. Blink dijo que regresaría a Teton Gulch a la mañana siguiente y juró que sólo pasaba por allí para saludar, así que me apacigüé un poco y partí hacia Yavapai sin perder más tiempo.
Pues bien, un par de días más tarde entré en Yavapai. Encontré la ciudad atestada de vaqueros descerebrados e indios borrachos; todos estaban llenos de licor y ganas de bronca, y empleaban el día en tareas que los mantuvieran distraídos y tratando de permanecer razonablemente sobrios hasta que empezaran las carreras. Empecé por inscribir a Capitán Kidd en todas las carreras que pude —conmigo como jinete por supuesto—; ganó las tres primeras carreras, una tras otra, y todo el mundo nos maldecía terriblemente y luego los jueces dijeron que me prohibirían participar en cualquier otra competición. Así que dije que muy bien, que les daría una manita de hostias a los jueces y ellos se pusieron pálidos y me dieron cincuenta dólares a cambio de no montar a Capitán Kidd en más carreras.
Con aquel dinero, el de los premios y apostando yo mismo por Capitán Kidd, reuní alrededor de mil dólares, así que decidí que no me quedaría a los otros concursos ni al rodeo del día siguiente y regresaría de inmediato a War Paint. Llevaba fuera tres días y ya empezaba a inquietarme por los gallitos que cortejaban a Dolly. No es que me dieran miedo, pero tampoco era cuestión de darles demasiadas oportunidades.
Pero pensé que no estaría mal echar una manita de póquer antes de retirarme, y aquello fue un error. La suerte me había abandonado. Cuando me levanté a medianoche me quedaban exactamente cinco dólares en los bolsillos. «¡Al carajo con ello!», pensé; no permanecería lejos de Dolly por más tiempo. Blink Wiltshaw podría no haber regresado a Teton Gulch después de todo. Hay un montón de pasta en el mundo, pero muy pocas chicas como Dolly.
Así que enfilé el camino a War Paint sin esperar a que amaneciera. A fin de cuentas aún tenía cinco pavos, y con un poco de suerte podría convertirlos en varios cientos cuando me encontrara entre hombres cuyo estilo de juego conociera bien.
A media mañana del día siguiente me encontré cara a cara con otro obstáculo en el camino... llevaba por nombre Tunk Willoughby.
Y en este punto dejadme decir que estoy harto y cansado de las habladurías que circulan por ahí según las cuales arrasé la ciudad de Grizzly Claw. Siempre hay más de una versión para todo. Esa gente que va por ahí diciendo que yo arrojé al alcalde de Grizzly Claw escaleras abajo tras golpearle con una estufa de hierro, no explica que el alcalde trataba de hacerme picadillo con una escopeta recortada. Si yo fuera un hombre iracundo, como algunos que conozco, podría perder los estribos con quienes sostienen tales calumnias, pero al ser tímido y reservado por naturaleza, mantengo mi dignidad y me limito a señalar que esos chismosos son unos cerdos mentirosos a los que pienso zurrar la badana en cuanto los trinque.
Para empezar, yo no tenía intención de ir a Grizzly Claw. Quedaba fuera de mi camino.
Pero al pasar por el lugar donde el camino de Grizzly Claw desemboca en la carretera que une War Paint y Yavapai, vi a Tunk Willoughby sentado sobre un tronco en la encrucijada. Lo conocía de War Paint. El pobre no carga con más cerebro que el recomendado por la ley y parecía muy desalentado. Llevaba una oreja colgando, los dos ojos a la funerala y un chichón tan grande en la cocorota que no le entraba el sombrero. De vez en cuando escupía un diente.
Frené a Capitán Kidd y le pregunté:
—¿De qué clase de pelea has salido?
—He estado en Grizzly Claw —dijo, como si eso lo explicara todo; yo me quedé igual, porque nunca había estado en Grizzly Claw.
—Es el antro más vil de estas montañas —explicó—. Allí no impera la ley, pero tienen a un tipo que asegura ser alguacil, y si haces algo más que escupir dice que has quebrantado la ley y tienes que pagar una multa. Si gritas, los ciudadanos acuden en su ayuda. Ya ves cómo me han dejado a mí. Aún no sé qué ley he quebrantado —prosiguió—, pero debe haber sido una particularmente importante. Me defendí dignamente mientras se limitaron a golpearme con pedruscos y las culatas de sus armas, pero cuando aparecieron postes de cercado y ejes de carreta en la refriega el asunto se me fue de las manos.
—¿Y a qué demonios fuiste allí? —lo interrogué.
—Bueno —empezó a decir mientras se enjugaba la sangre seca—, te buscaba a ti. Hace tres días me encontré a tu primo Jack Gordon y me dijo que te comunicara algo.
Él no mostraba señales de continuar, así que dije:
—Y bien, ¿de qué se trata?
—No lo recuerdo —confesó—. Esa paliza que me dieron en Grizzly Claw me ha podrido los sesos.
»Jack me pidió que te dijera que le echaras el guante a alguien, pero no recuerdo de quién se trataba, ni por qué. Parece ser que alguien ha hecho algo terrible a alguien de Bear Creek... creo que a tu tío Jeppard Grimes.
—¿Pero por qué fuiste a Grizzly Claw? —pregunté—. Yo no estaba allí.
—No lo sé —respondió—. Parece que el tipo al que Jack quería que tu agarraras era de Grizzly Claw o suponía que iría allí o qué sé yo.
—¡Menuda ayuda tengo contigo! —exclamé con disgusto—. Tal vez alguien haya hecho daño a uno de mis parientes y tú te olvidas de los detalles. Trata al menos de recordar el nombre del tipo. Si yo supiera quién es podría retenerlo y descubrir más tarde qué ha hecho. Piensa, ¿no puedes?
—¿Alguna vez han quebrado un eje de carromato sobre tu cabeza? —replicó—. Te aseguro que es un milagro que pueda recordar mi propio nombre. Es todo lo que puedo contarte en este momento. Si vuelves en un par de días tal vez entonces recuerde todos los nombres que Jack me dio.
Resoplé disgustado, regresé a la carretera y tomé el camino de Grizzly Claw. Pensé que tal vez allí podría enterarme de algo. Estaba decido a intentarlo de todos modos. La gente de Bear Creek podemos machacarnos entre nosotros, pero no permitimos que ningún extraño le ponga la mano encima a alguien de nuestra sangre. Tío Jeppard era casi tan viejo como las montañas Humbolt y había cazado indios para ganarse la vida en su mocedad. Era aún un gallo muy duro de pelar. Cualquier tipo capaz de hacerle una faena y salirse con la suya debería ser un hombre poco común, así que no me extrañaba el mensaje recibido para que siguiera su pista. Mas entonces no tenía ni idea de a quién buscar ni por qué, y todo por el endeble cráneo de Tunk Willoughby. ¡Cómo odio a esos debiluchos cabezas de huevo!
Entré en Grizzly Claw a última hora de la tarde; en primer lugar me dirigí a la caballeriza para asegurarme de que Capitán Kidd era alojado en una buena plaza y alimentado adecuadamente, y advertirle al cuidador que no se acercara mucho a él si no quería ver sus sesos esparcidos por el suelo; Capitán Kidd tiene instinto de tiburón y no le gustan los extraños. Sólo había cinco caballos en la caballeriza además de Capitán Kidd: un pinto, un bayo, un caballo pío y un par de percherones.
Después visité la zona comercial del pueblo, que era una calle polvorienta con tiendas y cantinas a cada lado; no le presté mucha atención al paisaje, pues me esforzaba en pensar en cómo me las arreglaría para averiguar lo que necesitaba saber, y no se me ocurría qué preguntar a nadie sobre nada.
Pues bien, me dirigía a un saloon llamado Apache Queen, meditabundo y mirando al suelo, cuando vi un dólar de plata medio enterrado en el polvo junto a un poste de enganche. Me agaché inmediatamente y lo recogí, sin reparar en lo cerca que estaba de las ancas de una mula de aspecto avieso. Cuando ya tenía la moneda en mi poder se encogió y me arreó una coz en toda la cabeza. Luego soltó un rebuzno terrible y comenzó a brincar y a cocear con las patas traseras; algunos hombres salieron corriendo del saloon y uno de ellos gritó:
—¡Está tratando de asesinar a mi mula! ¡A mí la ley!
Una multitud se reunió y el propietario del animal chillaba como un gato montés. Era un tipo de aspecto patibulario con un mostacho siniestro y un ojo vago. Gritaba como si alguien lo estuviera matando y nada pude conseguir por vía diplomática. Entonces un tipo con un cuello largo y flaco y dos pistolas apareció y dijo:
—Yo soy el sheriff. ¿Qué está pasando aquí? ¿Quién es este gigantón? ¿Qué ha hecho?
—Se golpeó él mismo en la cabeza con mi mula —gritó el de los bigotes—, y ha dejado a la pobre criatura lisiada de por vida. ¡Exijo una satisfacción! ¡Tiene que pagarme trescientos cincuenta dólares por ella!
—Ah, diablos —repuse yo—, la mula no tiene ni un rasguño; sólo tiene las patas un poco entumecidas. De todos modos no tengo más que seis pavos, y el que los quiera tendrá que quitárselos a mi cadáver —luego desnudé mi seis plomos y la multitud se apartó un poco.
—¡Exijo que lo arreste! —aulló «bigotes caídos»—. ¡Trató de asesinar a mi mula!
—Usté no tiene ninguna estrella —le dije al tipo que decía representar a la ley—. No puede detenerme.
—¿Te resistes al arresto? —dijo jugueteando con su cinturón canana.
—¿Quién ha dicho nada sobre resistencia al arresto? —respondí—. Todo lo que pretendo es ver hasta dónde se estira su cuello antes de romperse.
—¡No se te ocurra ponerle las manos encima a un oficial de la ley! —chilló alejándose a toda prisa.
Estaba cansado de hablar, y sediento, así que solté un bufido y me alejé entre la multitud hacia un saloon abriéndome paso a empellones. Los vi reagruparse en la calle detrás de mí hablando en voz baja, pero no hice caso.
No había nadie en la cantina, salvo el tabernero y un vaquero larguirucho que estaba medio tirado sobre la barra. Pedí whisky, y cuando había bebido unos dedos del peor lodo podrido que creo haber probado, lo dejé con disgusto y arrojé sobre la barra el dólar que había encontrado; me disponía a marcharme cuando el camarero gritó:
—¡Eh!
Me volví y le dije cortésmente:
—¡No me grites así, buitre con orejas de murciélago!
—¡Este dólar no es bueno! —gruñó golpeándolo sobre la barra.
—¿Y qué? ¡Tu whisky tampoco lo es! —rugí indignado—. ¡Así que estamos en paz!
Soy un hombre con mucha paciencia, pero parecía como si todo el mundo en Grizzly Claw disfrutara haciéndole la puñeta al forastero.
—¡No puedes irte sin pagar! —gritó—. Dame un dólar real o yo...
Se agachó detrás de la barra y apareció con una recortada, así que se la quité de las manos, doblé el cañón sobre mi rodilla y se la tiré a la cabeza mientras corría hacia la puerta trasera echando pestes por la boca.
El vaquero recogió el dólar y lo mordisqueó; a continuación me miró fijamente y dijo:
—¿De dónde has sacado esta moneda?
—La encontré por ahí, por si te interesa saberlo —le espeté mientras me dirigía hacia la puerta, y en el mismo instante en que traspuse el umbral alguien parapetado tras un barril al otro lado de la calle me disparó e hizo volar mi sombrero. Así que le devolví el plomazo a través del barril y el tipo gritó y cayó al interior jurando en arameo y cananeo. Era el fulano que se autoproclamaba sheriff y le había perforado el muslo. Noté un montón de cabecitas estiradas sobre los alféizares de las ventanas y tras los quicios de las puertas, así que grité:
—¡Que esto sirva de aviso a los coyotes de Grizzly Claw! ¡Soy Breckinridge Elkins de Bear Creek de las Humbolts, y disparo mejor dormido que todos vosotros despiertos!
Y subrayé mis palabras agujereando unos pocos letreros y rompiendo unos cuantos cristales y todo el mundo gritó y se agachó. Así que alojé de nuevo mis armas en sus vainas y me fui a un restaurante. Los ciudadanos salieron de sus escondites y se llevaron a mi víctima, que se quejaba de su pierna agujereada en un tono que yo no creía propio de un hombre adulto.
Había algunas personas en el restaurante, pero salieron en estampida por la puerta trasera cuando yo hice mi entrada por la principal; todos excepto el cocinero, que trataba desesperadamente de ocultarse.
—¡Vamos, sal de ahí y fríeme un poco de tocino! —le ordené, destrozando a patadas unos pocos listones del mostrador para añadir dramatismo a mi solicitud. Me disgusta ver a un tío crecidito tratando de esconderse detrás de una estufa. Soy una persona muy paciente y de modales finos, pero Grizzly Claw se me había atragantado. El cocinero salió y me preparó un revuelto de tocino y jamón, huevos y patatas, pan de masa fermentada, frijoles y café, y me zampé además tres latas de melocotones en almíbar. Nadie entró en el establecimiento mientras yo estaba comiendo, pero me pareció escuchar a alguien merodeando afuera.
Al fin me levanté y le pregunté al tipo qué se debía; planté sobre el mostrador la cantidad que me dijo y él comenzó a morder el dinero. Esta falta de fe en el prójimo me pone de muy mala leche, así que le enseñé mi puñal y le dije:
—¡La paciencia de todo hombre tiene un límite! ¡Y ya me han insultado bastante por esta noche! ¡Insinúa tan sólo que la moneda es falsa y te afeitaré los bigotes al estilo de Bear Creek!
Blandí mi cuchillo bajo su nariz, y él gritó y corrió de nuevo como un loco hacia la estufa, tropezó y cayó sobre ella y las brasas al rojo se le metieron bajo la camisa, así que se levantó y salió disparado hacia el arroyo repasando mi árbol genealógico. Y así fue como surgió el mito de que yo intenté quemar vivo a un cocinero al estilo indio, porque había dejado mi tocino demasiado crujiente. De hecho yo impedí que su negocio ardiera por los cuatro costados, porque pisoteé las brasas ardientes antes de que provocaran algo más que un gran agujero en el piso, y arrojé la estufa por la puerta de atrás.
Yo no tengo la culpa de que el alcalde de Grizzly Claw anduviese merodeando con una escopeta en los escalones traseros justo en ese momento. De todos modos, he oído decir que fue capaz de caminar con un par de muletas después de unos meses.
Salí precipitadamente por la puerta principal al escuchar un ruido sospechoso, y vi a un tipo agazapado junto a una ventana lateral espiando por un agujero en la pared. Era el vaquero larguirucho que vi en el Apache Queen. Se giró inmediatamente cuando aparecí, pero yo lo tenía cubierto.
—¿Estabas espiándome? —pregunté—. Porque si lo estabas haciendo...
—¡No, no! —se apresuró a decir—. Sólo me apoyaba en esta pared para descansar.
—Los de Grizzly Claw estáis todos como cabras —dije con disgusto, y miré en torno para ver si alguien más trataba de matarme; pero no había nadie a la vista, lo cual era sospechoso aunque no me preocupó. Estaba oscuro en ese momento así que fui a la caballeriza pero nadie atendía allí. Supuse que el encargado estaría tirado por ahí, borracho perdido, pues aquella parecía ser la principal ocupación de la mayoría de esos demonios de Grizzly Claw.
El único lugar que tenían para la pernocta de los forasteros era una especie de cabaña doble de troncos. Es decir, tenía dos habitaciones pero ninguna puerta entre ellas; cada una de las estancias contenía una chimenea, una litera y una sola puerta que daba al exterior. Me aseguré de que Capitán Kidd quedara bien amarrado para la noche y me encerré en la cabaña cargando con mi silla, mis guarniciones y la manta de viaje porque no me fiaba de aquella gentuza. Me quité las botas y el sombrero y lo colgué todo en la pared, dejando mis armas y mi cuchillo bien a mano en un rincón de la litera; extendí mi manta sobre la cama y me eché con disgusto.
No sé por qué no construyen esas malditas cosas para los humanos de tamaño ordinario. Un hombre de seis pies y medio de altura como yo nunca encuentra una litera de su talla; ¡cualquiera diría que las construyen especialmente para pigmeos! Permanecí allí asqueado del catre y de mí mismo por no haber descubierto aún quién le había hecho algo a tío Jeppard, ni de qué se trataba todo aquello. Pensé que tendría que volver de vacío a Bear Creek para averiguarlo, y luego tal vez regresar a Grizzly Claw para atrapar al culpable. Para entonces Dolly Rixby debía estar ya muy escamada conmigo y no podía echárselo en cara.
Pues bien, mientras estaba allí cavilando, escuché a un hombre entrar en la caballeriza y al rato lo oí encaminarse hacia la cabaña, pero no le di importancia. En eso, mi puerta comenzó a abrirse y yo me incorporé con una pistola en cada mano...
—¿Quién anda ahí? ¡Date a conocer antes de que te reviente! —exigí.
Quienquiera que fuese se excusó por haberse equivocado de habitación y cerró la puerta. Pero la voz me resultó familiar y el tipo no entró en el cuarto contiguo. Escuché sus pasos cautelosos en el exterior, me levanté, me dirigí a la puerta y miré hacia la hilera de establos. A continuación un hombre sacó al pinto de su puesto, montó y se alejó al trote. Estaba muy oscuro, pero si los naturales de Bear Creek no tuviéramos ojos de lechuza, no viviríamos lo suficiente para llegar a viejos. Se trataba del vaquero que había visto en el Apache Queen y espiándome en el exterior del restaurante. Cuando rebasó la caballeriza dio de espuelas a su montura y atravesó el pueblo como si llevara una partida de apaches pisándole los talones. Escuché el golpeteo de los cascos de su caballo desvanecerse hacia el sur, por el sendero rocoso, después de perderlo de vista.
Cavilé que debía haberme seguido hasta la caballeriza, pero no podía imaginarme con qué propósito, así que cerré la puerta y me eché en la cama otra vez. Estaba a punto de dormirme cuando me espabilaron los ruidos de alguien entrando en la habitación contigua y rascando un fósforo a continuación. La litera estaba colocada junto a la pared medianera, así que tenía al tipo a tan sólo unos pocos pies de mí, aunque una hilera de troncos mediaba entre ambos.
Se trataba de dos personas, a juzgar por la charla que se inició entre ellos.
—Te repito —decía uno de los tipos— que no me gusta su aspecto. No creo que sea quién pretende ser. Será mejor andar con pies de plomo y no correr riesgos. Después de todo, no podemos quedarnos aquí para siempre. Esta gente está empezando a sospechar, y si descubren el pastel nos exigirán una participación en los beneficios a cambio de su protección. El material está empaquetado y listo para ser transportado; iremos a por él esta misma noche. ¡Es un milagro que nadie haya descubierto aún nuestro escondrijo!
—Oh —terció el otro—, esos paletos de Grizzly Claw no hacen otra cosa que trasegar licor, jugar e idear timos para estafar a los forasteros que tienen la desgracia de pasar por aquí. Jamás se les ocurriría subir a las colinas al suroeste de la ciudad donde está nuestra cueva. La mayoría de ellos ni siquiera sabe que hay un camino pasada la gran roca hacia el Oeste.
—Bueno, Bill —dijo el primero—, todo ha salido a pedir de boca... incluyendo ese trabajito arriba, en Bear Creek.
Al oír aquello salté como un resorte y desplegué mis orejas.
Bill se echó a reír.
—Eso fue divertido, ¿no es así, Jim? —se jactó el tipo.
—Nunca me has contado los detalles —repuso Jim—. ¿Tuviste algún problema?
—Bueno —contestó Bill—, te aseguro que no fue sencillo. Ese viejo Jeppard Grimes resultó ser un hueso muy duro de roer. Si todos los cazadores de indios son como él, casi siento pena por ellos.
—Si alguno de esos demonios de Bear Creek te echa el guante alguna vez... —comenzó a decir Jim.
Bill se carcajeó de nuevo.
—Esos gárrulos jamás se alejan más de diez millas de su asentamiento —explicó—. Cogí la cabellera y me largué antes de que supieran qué estaba pasando. He recibido recompensas por lobos y osos, ¡pero ésta es la primera vez que consigo dinero por una cabellera humana!
Un escalofrío me recorrió el espinazo. ¡Supe entonces qué le había ocurrido al pobre y viejo tío Jeppard!... ¡Desollado! ¡Después de todas las cabelleras indias que había arrancado! ¡Y aquellos criminales hablaban de ello como si de las orejas de un coyote o un conejo se tratara!
—Le dije que ya había disfrutado de esa cabellera demasiado tiempo —continuó Bill—. Un condenado viejo como él...
No esperé a oír nada más. Lo vi todo de color rojo sangre. No me detuve a coger mis botas ni mis armas ni nada de nada... estaba demasiado enloquecido para reparar en detalles sin importancia. Me levanté de la litera, agaché la cabeza y la estrellé contra la pared medianera como un toro embistiendo un cercado.
El barro seco se desprendió de las grietas y algunos de los troncos cedieron; un aullido llegó desde el otro lado.
—¿Qué es eso? —gritó uno de ellos.
—¡Cuidado, es un oso! —exclamó el otro.
Retrocedí y arremetí de nuevo contra la pared. Ésta se desplomó hacia el interior y caí de cabeza en medio de una lluvia de barro seco y astillas; alguien me disparó y falló. Una lámpara ardía sobre una mesa tallada a mano y dos hombres de unos seis pies de altura cada uno gritaban y me disparaban con sus hierros... pero estaban demasiado atónitos para acertar.
Los apreté contra mi pecho y caímos hacia atrás, derribando mesa y lámpara con nosotros, y deberíais haber oído aullar a esas criaturas cuando el aceite hirviendo les salpicó el cuello. Como el piso era de tierra nada prendió; luchamos en la oscuridad y no paraban de gritar: «¡Socorro, que nos asesinan! ¡Ay, suéltame la oreja!», y cosas así. Entonces uno de ellos consiguió encajarme el talón de su bota en la boca, y mientras yo se lo retorcía con una mano para sacudírmelo de encima, el otro se desgarró la camisa por la que lo sujetaba con la otra mano y salió corriendo hacia la puerta. Tenía sujeto el pie del otro tipo y empezaba a trabajárselo cuando se despojó de su bota y se dio a la fuga. Cuando me disponía a seguirlo tropecé con la mesa en la oscuridad y me quedé trabado con ella.
Arranqué una pata para usarla como garrote y me precipité hacia la salida, y justo cuando la alcancé una muchedumbre surgió tras la caballeriza con antorchas, armas de fuego, perros y una soga; todos gritaban:
—¡Ahí está el asesino, el forajido, el falsificador, el incendiario, el maltratador de mulas!
Reconocí al hombre de la mula y al tipo del restaurante, al cantinero y a muchos otros más. Venían rugiendo y berreando hacia la cabaña, aullando: «¡Colguémoslo, ahorquemos al asesino!». Y empezaron a dispararme, así que caí sobre ellos con mi maza improvisada y no paré de sacudirla a diestro y siniestro hasta que la quebré. Estaban tan cerca unos de otros que tumbaba a tres o cuatro de un solo viaje y oírlos gritar era muy desagradable. Todas las antorchas cayeron al suelo, a excepción de las que estaban en poder de unos tipos que marchaban a cierta distancia de la multitud, gritando: «¡Atrapadlo! ¡No tengáis miedo de ese palurdo gigante! ¡Disparadle! ¡Acuchilladle! ¡Golpeadle en la cabeza!». Los perros demostraron poseer más sentido común que los hombres, pues todos huyeron salvo un gran mestizo que parecía un lobo y que la emprendió a mordiscos con la muchedumbre... y conmigo.
Había una gran cantidad de hombres disparando y aullando salvajemente: «¡Oh, me ha dado! ¡Me muero!». Algunas de esas balas me chamuscaron la piel de lo cerca que me pasaron, los fogonazos me quemaron las pestañas y alguien quebró un cuchillo contra la hebilla de mi cinturón. Luego vi que todas las antorchas se habían apagado excepto una y que mi garrote estaba en las últimas, así que me lancé sobre la chusma aporreando con mis puños a todo bicho viviente y pisoteando a quienes trataban de hacerme caer. Noqueé a todos excepto al fulano de la antorcha, que estaba tan excitado que brincaba de un lado a otro tratando de disparar sin amartillar el arma. Ese condenado perro no se apartaba de mí, así que lo cogí por el rabo y le aticé al tipo en la cabeza con él. Se agachó haciéndose un ovillo y la antorcha se apagó, el perro le mordisqueaba la oreja al fulano y éste aullaba como un silbato de vapor.
Se estaban reagrupando en las sombras detrás de mí. Corrí directamente al establo de Capitán Kidd y lo monté a pelo sin nada más que una jáquima para llevarlo, y justo cuando la turba descubrió mi paradero abandoné la caballeriza como un huracán, derribando a unos en medio de la confusión y aplastando a otros pocos mientras me dirigía a la salida. Alguien nos disparó desde el umbral, pero Capitán Kidd se lo llevó por delante y las tinieblas nos envolvieron antes de que averiguara siquiera qué lo arrolló.
Capitán Kidd decidió entonces que era un buen momento para desbocarse —algo a lo que ya me tiene acostumbrado—, así que tiró hacia las colinas y corrió entre los arbustos y las matas tratando de arrojarme a tierra. Cuando al fin logré frenarlo nos encontrábamos tal vez a una milla al sur de la ciudad, con Capitán Kidd sin freno ni silla ni manta y yo sin armas de fuego, sin cuchillo, ni botas ni sombrero. Y lo que era aún peor: los demonios que habían arrancado la cabellera a tío Jeppard se habían escapado y yo no sabía dónde buscarlos.
Me había sentado a meditar si debía o no regresar y poner patas arriba la ciudad de Grizzly Claw en busca de mis botas y armas, cuando recordé lo que Bill y Jim comentaron acerca de una cueva y un camino que llevaba hacia ella. Apostaba a que esos tipos volverían para coger sus caballos y abandonar la región como tenían planeado y a que guardaban el botín en la cueva; así pues, ése sería el mejor lugar para trincarlos. Tenía la esperanza de que aún no hubieran recogido el material, fuera lo que fuese, y volado de allí.
Yo sabía dónde estaba ese peñasco, porque la había visto cuando me dirigía a la ciudad aquella misma tarde: una gran roca que sobresalía por encima de los árboles a una milla al oeste de Grizzly Claw. Así que me apresuré entre la espesura y al poco la vi recortándose contra las estrellas y me dirigí directamente hacia allí. Efectivamente, un sendero sinuoso y estrecho discurría alrededor de la base en dirección suroeste. Lo seguí, y cuando había recorrido casi milla y media, me encontré con una escarpada montaña tapizada de vegetación.
Cuando vi aquello desmonté, saqué a Capitán Kidd del camino y lo até entre los árboles. Acto seguido trepé hasta la cueva cuya entrada ocultaban unos arbustos. Escuché con atención pero todo era oscuridad y silencio; mas al rato, por el camino abajo, escuché ruido de disparos y lo que parecían caballos a la carrera. Después todo quedó en calma, me metí rápidamente en la cueva y encendí un fósforo.
La entrada a la cueva era angosta y se ensanchaba después de unos pies; a continuación ésta discurría en línea recta durante unos treinta pasos con una anchura de quince pies, y luego hacía un recodo. Después de éste, el túnel se ampliaba notablemente: unos veinte pies de ancho y sabe Dios hasta dónde se hundiría en las profundidades de la montaña. A mi izquierda la pared estaba muy fracturada y numerosos salientes, tan anchos como escalones, la cubrían por completo; cuando el fósforo se apagó vi brillar las estrellas por encima de mí, lo que evidenciaba la existencia de una grieta que comunicaba con el exterior. Antes de quedarme a oscuras distinguí en un rincón un montón de detritos cubierto con una lona, y cuando estaba a punto de prender otro fósforo, escuché hombres subiendo por el sendero. Así que trepé rápidamente por la pared fracturada, me tumbé en un saliente diez pies más arriba y escuché.
Por el jaleo producido mientras entraban en la boca de la cueva calculé que eran dos hombres a pie, corriendo duro y jadeando fuerte. Se adentraron, doblaron la curva y los oí trastear alrededor. Entonces se encendió una luz y vi una lámpara colgada de un espolón rocoso.
Bajo el resplandor reconocí a los dos asesinos, Bill y Jim, y su aspecto era lamentable: Bill no llevaba camisa y Jim sólo calzaba una bota y cojeaba; de sus cintos no colgaba ningún arma y ambos estaban machacados, magullados y arañados como si se hubieran revolcado en un zarzal.
—Mira aquí —dijo Jim sujetándose la cabeza en la que tenía un moratón probablemente causado por mi puño—. No estoy seguro de comprender todo lo que ha sucedido. Alguien debió golpearme con una estaca en algún momento de esta noche, y los acontecimientos se sucedieron demasiado rápido para mis aturdidos sentidos. Parece que hemos estado peleando y corriendo toda la noche. Escucha... ¿estábamos en la cabaña de la caballeriza charlando tranquilamente cuando un oso pardo atravesó la pared y casi nos masacra, o lo he soñado?
—Fue real —aseguró Bill—. Sólo que no era un oso. Se trataba de una especie de criatura humana... Tal vez un maníaco fugado. Debimos detenernos a recoger los caballos...
—¡Al carajo los caballos! —lo cortó Jim—. Cuando me encontré fuera de esa cabaña sólo pensé en poner tierra de por medio, y lo he hecho lo mejor que he podido considerando que he perdido una bota y que esa criatura casi me arranca el pie. Te perdí en la oscuridad, así que me dirigí hacia la cueva sabiendo que acabarías llegando si aún estabas con vida; me parece haber estado una eternidad atravesando ese bosque, lisiado como estaba. No tenía más que salir al camino cuando tú aparecieras a la carrera.
—Bueno —dijo Bill—, mientras me escabullía a lo largo del cercado de la caballeriza una muchedumbre se dirigió hacia la entrada y pensé que iban detrás de nosotros, pero debían andar tras el tipo que nos atacó, porque mientras corría lo vi entre ellos sacudiendo a diestro y siniestro. Una vez superé mi pánico, volví a por nuestros caballos, pero corrí directo hacia la banda de jinetes y uno de ellos era ese tipejo que se hace pasar por un vaquero. No necesité ver nada más. Salí disparado hacia los bosques y todos gritaron «¡allá va!», y pusieron pies en polvorosa detrás de mí.
—¿Y eran esos los tipos a los que disparé por la espalda camino abajo? —preguntó Jim.
—Sí —afirmó Bill—. Pensé que los había despistado, pero justo cuando te vi en el sendero escuché caballos al galope detrás de nosotros, así que grité para que ellos lo oyeran y tú lo hiciste también.
—Bueno... yo no sabía de quién se trataba —dijo Jim—. Te lo dije, mi cabeza zumba como una sierra circular.
—Da igual —cortó Bill—, los detuvimos y los dispersamos. No sé si tú golpeaste a alguien en la oscuridad, pero se cuidarán muy mucho de recorrer el sendero. ¡Vámonos!
—¿A pie? —preguntó Jim—. ¿Y yo con una sola bota?
—¿Y cómo si no? —exclamó Bill—. Seguiremos a patita hasta que podamos afanar unos cayuses. Tendremos que dejar todas estas cosas aquí. No podemos arriesgarnos a volver a Grizzly Claw a por nuestros caballos. Te digo que ese vaquero podría estar vigilando... no es lo que parece: ¡es un maldito detective!
—¿Qué es eso? —lo interrumpió Jim.
—¡Cascos de caballos! —exclamó Bill empalideciendo—. ¡Apaga la lámpara! Treparemos por los salientes, saldremos a través de la hendidura y huiremos por la ladera de la montaña donde no podrán seguirnos con los caballos, y luego...
En ese mismo instante me lancé sobre ellos desde mi escondite. Aterricé con mis buenas doscientas noventa libras sobre los hombros de Jim y, cuando tocó el suelo debajo de mí, el tipo quedó chafado como un sapo cuando le pegas un pisotón. Bill dio un grito de asombro, arrancó un trozo de roca del tamaño de la cabeza de un hombre y me machacó la oreja con ella cuando me levanté. Aquello me irritó, así que lo agarré por el cuello, le arrebaté el cuchillo con el que trataba de desjarretarme y comencé a barrer el suelo con su cuerpo.
Al cabo de un rato me detuve, me arrodillé sobre él y lo estrangulé hasta que sacó una cuarta de lengua, sin dejar de machacarle la cabeza contra el suelo rocoso.
—¡Diablo asesino! —exclamé apretando los dientes—. Antes de que barnice esta roca con tus sesos, ¡dime por qué te llevaste la cabellera de mi tío Jeppard!
—¡Levántate por Dios! —gorgoteaba, y su rostro, allí donde no estaba cubierto de sangre, aparecía completamente amoratado—. Fue un tipo que recorre la región en busca de curiosidades, se enteró de la existencia de esa cabellera y se encaprichó de ella. Él me contrató para que se la consiguiera.
Aquella sangre fría me dejó tan atónito, que olvidé lo que estaba haciendo y a punto estuve de estrangularlo antes de recordar que debía levantarme un poco para que no muriera aplastado.
—¿Quién es él? —pregunté—. ¿Quién es esa mofeta que paga por asesinar a ancianos para coleccionar sus cabelleras? ¡Dios mío, estos tipos del Este son peores que los apaches! Date prisa y cuéntamelo todo para que pueda matarte cuanto antes.
Pero estaba inconsciente, le había estrujado el cuello demasiado fuerte. Me levanté y miré en torno en busca de agua, un poco de whisky o algo para transportarlo y que pudiera decirme quién lo contrató para arrancarle la cabellera a tío Jeppard; antes de que alzara su cabeza, lo que pretendía hacer con toda delicadeza, alguien me gritó:
—¡Manos arriba!
Me di la vuelta y allí, en el recodo de la cueva, estaba el vaquero larguirucho que había estado espiándome en Grizzly Claw, y otros diez hombres más. Todos ellos me apuntaban con sus Winchesters y el vaquero tenía una estrella en su pecho.
—¡No te muevas! —dijo—. ¡Soy Agente Federal! ¡Quedas detenido por falsificación de moneda!
—¿Qué estás diciendo? —gruñí retrocediendo hacia la pared.
—Bien lo sabes —dijo pateando los bultos bajo la lona en la esquina—. ¡Mira ahí! ¡Todas las planchas y la tinta usadas para fabricar monedas y billetes falsos! Todo empaquetado y listo para ser transportado. He estado vigilando Grizzly Claw durante días, buscando a quienquiera que estuviera pasando este material o su guarida por estos alrededores. Hoy descubrí ese dólar que le diste al camarero y reuní de inmediato a mis hombres, que aguardaban acampados detrás de las colinas a unas pocas millas. Pensé que te habías alojado en la cabaña de la caballeriza para pasar la noche, pero parece que nos diste esquinazo. ¡Muchachos, ponedle las esposas!
—¡De eso nada! —gruñí saltando hacia atrás—. No hasta que haya acabado con esos demonios tirados en el suelo... ¡y quizá tampoco entonces! No sé de lo que estás hablando, pero...
—¡Aquí hay un par de cadáveres! —gritó uno de los hombres—. ¡Ha machacado a un par de tipos!
Uno de ellos se inclinó sobre Bill, que había recuperado el sentido y, apoyándose sobre los codos, soltó un alarido:
—¡Socorro! ¡Lo confieso! ¡Soy un falsificador, al igual que Jim que está ahí tirado! ¡Nos rendimos pero... protegednos, por el amor de Dios!
—¿Vosotros sois los falsificadores? —le espetó el detective que parecía sorprendido—. ¡Cómo, yo andaba siguiendo a este gigantón! Yo mismo lo vi pasando dinero falso. Llegamos a la caballeriza después de que hubiera escapado, pero lo vimos internarse en el bosque, no lejos de allí, y lo hemos estado siguiendo. Él nos disparó en el camino hace un rato...
—Fuimos nosotros —confesó Bill—. Era a mí a quien seguíais. Si él coló alguna moneda falsa será porque la encontró en alguna parte. ¡Te aseguro que somos los hombres que buscas y tienes que protegernos! ¡Exijo ser confinado en la cárcel más segura de este Estado, una en la que ni siquiera esta bestia pueda entrar!
—¿Entonces él no es un falsificador? —preguntó el detective.
—No es más que un devorador de hombres —dijo Bill—. Arrestadnos y ponednos lejos de su alcance.
—¡No! —grité fuera de mí—. ¡Me pertenecen! ¡Ellos desollaron a mi tío! ¡Dadles cuchillos o pistolas o lo que sea y dejádmelos a mí!
—No puedo hacer eso —dijo el detective—. Son presos federales. Si tienes alguna acusación contra ellos, deberán ser procesados como ordena la ley.
Sus hombres los levantaron, los esposaron y se dispusieron a conducirlos al exterior.
—¡Malditas sean vuestras sucias almas! —deliraba yo—. ¡Sarnosos coyotes ladrones de huevos! ¿Vais a proteger a un par de sanguinarios cazadores de cabelleras?
Me lancé a por ellos y me apuntaron con sus Winchesters.
—¡Quieto ahí, palurdo! —dijo el detective—. Te agradezco que noquearas a estos criminales por nosotros y que nos hayas conducido hasta su guarida, pero no me apetece enzarzarme en una trifulca en una cueva con un oso humano como tú.
Pues bien, ¿qué podía hacer yo? De haber contado con mis armas o incluso con mi cuchillo, habría tenido alguna oportunidad contra los once hombres, federales o no; pero ni siquiera yo podía enfrentarme contra once .45-90 con las manos desnudas. Permanecí en silencio masticando mi rabia mientras salían; luego, completamente abatido, fui en busca de Capitán Kidd. Me sentía peor que un cuatrero. ¡Esos tipos estarían a salvo fuera de mi alcance y el desuello de tío Jeppard quedaría sin venganza! Era horrible. Estaba a punto de echarme a llorar.
Cuando llegué con mi caballo al camino, la patrulla y sus prisioneros estaban ya lejos de mi vista. Comprendí que lo único que podía hacer era regresar a Grizzly Claw y recuperar mi equipo, y luego seguirlos y tratar de arrebatarles a esos criminales de alguna manera.
Pues bien, la caballeriza estaba oscura y en silencio cuando llegué. Los heridos habían sido trasladados para curar y vendar sus heridas, y a juzgar por los gemidos que aún surgían de las chozas y cabañas a lo largo de la calle, el número de víctimas era muy elevado. Los ciudadanos de Grizzly Claw debieron quedar terriblemente molidos, porque ni se molestaron en robarme las armas, la silla y el resto de cosas; todo estaba en la cabaña tal y como lo dejé.
Me puse mis botas, mi sombrero y mi cinturón, ensillé y embridé a Capitán Kidd y me lancé por el camino que sabía que la patrulla había tomado. Pero me llevaban mucha ventaja; clareaba ya y aún no los había alcanzado, aunque supuse que no podían ir muy por delante de mí. Pero hete aquí que me encontré a otra persona. Era Tunk Willoughby cabalgando camino arriba, y cuando me reconoció una sonrisa apareció en su rostro machacado.
—¡Eh, Breck! —me saludó—. Después de que te marcharas me senté en aquel tronco y pensé y pensé y pensé... y al final recordé lo que Jack Gordon me dijo y me puse a buscarte para contártelo. Era lo siguiente: dijo que le echaras el guante a un tipo de Grizzly Claw llamado Bill Croghan, porque había estafado a tu tío Jeppard en una «transición» monetaria.
—¿Qué? —dije yo.
—Sí —explicó Tunk—. Le compró algo a Jeppard y le pagó con dinero falso. Jeppard lo descubrió cuando el tipo ya se había marchado, y como estaba demasiado ocupado curando carne de oso para ir tras él, envió un mensaje para que tú lo agarraras.
—Pero la cabellera... lo interrumpí.
—Oh —dijo Tunk—, eso fue lo que Jeppard le vendió al tipo. Tu tío se la arrancó al viejo Águila Amarilla, el jefe guerrero Comanche, hace cuarenta años; la conservaba como recuerdo. Parece que un tipo del Este había oído hablar de ella y quería comprarla, pero este Croghan debió guardarse la pasta que le dieron para ello y pagó a Jeppard con dinero falso. Así que ya ves que el asunto está arreglado; después de todo, que haya perdido un poco la memoria no ha sido para tanto...
Y es por eso que Tunk Willoughby va por ahí diciendo que soy un maníaco homicida y que lo perseguí durante cinco millas montaña abajo tratando de matarlo, lo cual es una exageración, por supuesto. No lo hubiera matado de haberlo atrapado... lo que no pude hacer porque el muy cobarde se escabulló entre los árboles. Sólo le habría hecho algunos chichones en la cabeza y atado sus piernas con un lazo alrededor de su estúpido cuello, y algunas otras terapias «psicofilíticas» más a fin de mejorar su memoria.