Abandoné Wampum antes de la salida del sol. Sus habitantes querían que me quedara allí y me convirtiera en ayudante del sheriff, pero le eché un vistazo a la población femenina y vi que la única mujer soltera de la ciudad era una vieja india piute. Así que me dirigí a través de las montañas hacia Chawed Ear, dando un buen rodeo para evitar pasar por cualquier lugar cercano a las montañas Humbolts. No deseaba encontrarme accidentalmente con Gloria McGraw antes de que tuviera a mi lado a una muchacha de ciudad.
Pero no logré alcanzar Chawed Ear tan pronto como me había figurado. Cabalgando entre las colinas a lo largo del nacimiento del río Mustang, me tropecé con un campamento de vaqueros del «Triple L» ocupados en acorralar reses extraviadas. El capataz necesitaba algunas manos extra, y se me ocurrió pensar que yo mostraría una facha más atractiva para las mozas de Chawed Ear con algo de dinero en el bolsillo, así que me uní a la partida. Después de que el capataz nos viera a mí y a Capitán Kidd completar una jornada de trabajo, me confesó que no tendría necesidad de contratar a los otros seis o siete hombres que había calculado; dijo que yo cubría perfectamente sus necesidades.
Así que trabajé con ellos durante tres semanas, al cabo de las cuales recogí mi sueldo y me dirigí a Chawed Ear.
Estaba totalmente preparado para divertirme con las chavalas del lugar, pero poco imaginaba que cabalgaba a ciegas hacia una juerga bien distinta, cuyos ecos aún pueden oírse en toda la comarca. Y eso me recuerda que debo aclarar que estoy harto de las calumnias que han sido divulgadas acerca de este asunto; si éstas no cesan, existe el riesgo de que pierda los estribos, y cualquiera en las Humbolts puede atestiguar que cuando eso ocurre los efectos sobre la población suelen incluir incendios, terremotos y ciclones.
Para empezar, es mentira que cabalgara un centenar de millas para mezclarme en una pelea que no era asunto mío. Jamás oí hablar de la guerra Warren-Barlow antes de entrar en la región de las Mezquital. He oído decir que los Barlow piensan demandarme por la destrucción de su propiedad. Bueno, deberían levantar cabañas más sólidas si no desean que se derrumben tan fácilmente. Y mienten como bellacos cuando aseguran que los Warren me contrataron para exterminarlos al precio de cinco dólares la cabellera. Dudo mucho que ni siquiera un Warren pagara tanto dinero por una de sus sarnosas pelambres. De todos modos yo no peleo a sueldo de nadie, y los Warren no tenían necesidad de pasar el mal trago de que me volviera contra ellos y tratara de masacrar a todo el clan. Todo lo que yo quería hacer era incapacitarlos de alguna manera para que no pudieran interferir en mi negocio. Y mi negocio, de principio a fin, era la defensa del honor familiar. Si hice temblar la tierra con un par de clanes contendientes encima, fue porque me vi obligado a ello. La gente que aprecia en algo su pellejo debe mantenerse alejada de la trayectoria de los tornados, los toros salvajes, los torrentes devastadores y los Elkins ultrajados.
Ésta es la forma en que todo ocurrió: yo estaba seco, abrasado y sediento cuando llegué a Chawed Ear, así que me dirigí a un saloon y me aticé unos cuantos tragos. Al cabo de un rato, cuando me disponía a salir para iniciar mi búsqueda de chicas, reparé en una amistosa partida de cartas entre un cuatrero y tres salteadores de trenes, y decidí que jugaría una manita o dos. Y mientras estábamos jugando, apareció en escena nada menos que tío Jeppard Grimes. Supe que mis planes se habían ido al cuerno en el mismo instante en que lo vi. Prácticamente todas las calamidades que han arrasado el sur de Nevada pueden rastrearse hasta llegar a ese viejo lobo. Tiene una predisposición total y un talento natural para importunar a su prójimo; especialmente a quienes llevamos su misma sangre.
No dijo una sola palabra acerca de esa estúpida búsqueda que emprendí para recuperar el oro que pensé que Wolf Ashley le había robado. Se acercó a la mesa y me frunció el ceño como si yo fuera un lince perdido o algo así; y al cabo, cuando yo estaba tan borracho como para iniciar una matanza, va y dice:
—¿Cómo puedes estar ahí tan ocioso y tranquilo, con cuatro ases en la mano, cuando el buen nombre de tu familia ha sido mancillado?
Agité mi mano en gesto de fastidio y respondí:
—¡Mira lo que has hecho! ¿Qué pretendes al airear una información de naturaleza tan delicada? Y de todos modos, ¿de qué demonios estás hablando?
—Pues bien —explicó—, durante el tiempo que has estado fuera de casa malgastando tu peculio en vicios y diversiones...
—¡He estado recogiendo vacas! —le corté con fiereza—. Y antes de eso estuve persiguiendo a un tipo para recuperar el oro que pensé que te había robado. No estoy malgastando nada en ninguna parte, así que cierra el pico, siéntate y dime qué tripa se te ha roto.
—Está bien —dijo—, durante tu ausencia el joven Dick Blanton de Grizzly Run estuvo cortejando a tu hermana Elinor, y en la familia dábamos por hecho que fijarían la fecha de la boda en cualquier momento. Pero ha llegado a mis oídos que ese Blanton va por ahí presumiendo de haberle dado calabazas a tu hermana. ¿Te quedarás aquí sentado y dejarás que tu hermana se convierta en el hazmerreír de las Humbolts? Cuando yo era joven...
—¡Cuando tú eras joven, Daniel Boone no había sido parido aún! —le espeté, y tan enojado que lo incluí a él y a todos los demás en mi cólera. No hay nada que me irrite más que una injusticia cometida contra alguien de mi propia sangre.
—¡Fuera de mi camino todo el mundo! ¡Me dirijo a Grizzly Run y...! ¿A quién estás haciendo esas muecas, hiena moteada? —esto último iba por el ladrón de caballos, pues me pareció apreciar ciertos signos de cachondeo en su jeta.
—Yo no estaba haciendo muecas —se defendió.
—Así es que también soy un mentiroso, ¿no? —dije reventándole impulsivamente una garrafa en la cabeza; el tipo cayó bajo la mesa gritando horribles blasfemias, y todos los clientes del bar abandonaron sus consumiciones y salieron en estampida a la calle, gritando:
—¡Poneos a cubierto chicos, Breckinridge Elkins está furioso!
Así que pateé todos los listones de la barra para calmar un poco mis nervios, salí en tromba del saloon y monté sobre Capitán Kidd de un brinco. Incluso él notó que no era buen momento para tomarse libertades conmigo; no se encabritó más que siete veces, luego se puso a galope tendido y nos encaminamos a Grizzly Run.
Durante el trayecto todo tipo de gente flotó en medio de una niebla roja, pero esos tipos que afirman que traté de asesinarlos a todos a sangre fría en la carretera que une Chawed Ear con Grizzly Run, son sólo unos timoratos estrechos de mente. La única razón por la que disparé al sombrero de todo aquel que se cruzó conmigo fue la de relajarme un poco, pues tenía miedo de que si no estaba despejado cuando llegara a Grizzly Run, podría herir de verdad a alguien. Soy tan apacible y retraído por naturaleza, que no haría daño a ningún hombre, bestia o indio a menos que estuviera enloquecido más allá de mi límite de resistencia.
Es por eso que actué con tanto aplomo y dignidad cuando llegué a Grizzly Run y entré en el saloon donde Dick Blanton solía pajarear.
—¿Dónde está Dick Blanton? —pregunté, y todo el mundo debía estar algo inquieto, porque cuando rugí todos los parroquianos se sobresaltaron y miraron en torno, y el camarero empalideció y dejó caer un vaso.
—¿Y bien? —volví a gritar comenzando a perder la paciencia—. ¿Dónde está ese coyote?
—Da... dame un poco de tiempo, ¿quieres? —tartamudeó el cantinero—. Yo... uh... eh... uh...
—Esquivando la pregunta, ¿eh? —dije pateando el carril bajo la barra—. Eres amigo suyo y tratas de protegerlo, ¿no es así? —Estaba tan indignado por aquella perfidia que lo embestí como un toro; el camarero se agachó detrás de la barra y yo choqué contra ella con todo el peso de mi cuerpo; la barra se derrumbó encima de él y todos los clientes abandonaron el saloon gritando:
—¡Ayuda, ayuda, Elkins se ha vuelto loco y quiere matar al tabernero!
Aquel individuo asomó la cabeza entre los restos astillados de la barra y me suplicó:
—¡Para ya, por el amor de Dios! Blanton se fue ayer al Sur, hacia las montañas Mezquital.
Arrojé la silla que utilicé como maza para reventar todas las lámparas de techo, salí hecho una furia del local, subí a Capitán Kidd y me dirigí hacia el Sur, mientras detrás de mí la gente salía de sus refugios para tornados y enviaban a un jinete a las colinas para comunicarle al sheriff y a sus ayudantes que ya podían regresar.
Yo sabía dónde estaban las montañas Mezquital, aunque nunca había estado allí. Crucé el límite de California hacia la puesta del sol, y poco después del anochecer vi la cumbre más alta de las Mezquital descollando frente a mí. Habiéndome tranquilizado un poco, decidí parar y dejar descansar a Capitán Kidd. No es que estuviera cansado, pues ese caballo lleva sangre de caimán en las venas, pero sabía que podría seguir sin dificultad el rastro de Blanton hasta Los Ángeles, y que no tendría ninguna oportunidad de escapar al galope de Capitán Kidd a la primera ocasión de persecución.
La región en la que me había internado parecía escasamente poblada, era muy montañosa y estaba densamente arbolada; al cabo llegué a una cabaña junto al camino, desmonté y saludé:
—¡Hola!
La vela encendida en el interior fue instantáneamente apagada de un soplido; alguien apoyó el cañón de un rifle en el alféizar de la ventana y gritó:
—¿Quién eres tú?
—Soy Breckinridge Elkins de Bear Creek, Nevada —contesté—. Me gustaría pasar aquí la noche y conseguir algo de forraje para mi caballo.
—No te muevas de ahí —me advirtió la voz—. Podemos verte recortado contra las estrellas y hay cuatro rifles apuntándote.
—Bueno, decidios de una vez —protesté al oírlos discutir sobre mí; supongo que creían que sus susurros eran inaudibles.
Uno de ellos dijo:
—Oh, él no puede ser un Barlow. Ninguno de ellos es tan grande.
Entonces terció otro:
—Bueno, a lo mejor es un condenado pistolero que ha venido a ayudarles. El sobrino del viejo Jake ha sido visto en Nevada.
—Dejémoslo entrar —intervino un tercero—. Así sabremos exactamente quién es y a qué ha venido.
Y en eso uno de ellos salió y me dijo que no había ningún problema en que pasara allí la noche, me mostró un corral para estabular a Capitán Kidd y trajo un poco de heno para él.
—Debemos ser precavidos —se excusó—. Tenemos un montón de enemigos en estas colinas.
Entramos en la cabaña y la vela fue encendida de nuevo; pusieron tortas de maíz, tocino salado y frijoles sobre la mesa y también una jarra de licor de maíz. Eran cuatro hombres y dijeron que sus nombres eran
George, Ezra, Elisha y Joshua Warren, y que los cuatro eran hermanos. Yo siempre había oído decir que la región de las Mezquital era famosa por sus hombres grandullones, pero aquellos tipos no abultaban demasiado; no mucho más de seis pies de altura cada uno. En Bear Creek habrían sido considerados canijos y menguados... por decirlo de forma suave.
Tampoco eran muy habladores. La mayoría permanecieron sentados con sus rifles sobre las rodillas mirándome sin ninguna expresión en sus estúpidos rostros, pero eso no me impidió cenar abundantemente, y habría comido mucho más si no me hubieran retirado la pitanza; sólo esperaba que tuvieran más licor en alguna parte porque estaba totalmente seco. Cuando levanté la jarra para echar un trago estaba llena hasta el borde, pero antes de que hubiera podido humedecerme la garganta, la maldita cosa estaba totalmente vacía.
Cuando di cuenta de la cena, me levanté de la mesa y me dejé caer en un sillón de cuero crudo frente a la chimenea donde no había fuego porque estábamos en verano; entonces vino el interrogatorio:
—¿En qué negocios andas, forastero?
—Bueno —dije, ignorando que iba a recibir la sorpresa de mi vida—, estoy buscando a un tipo llamado Dick Blanton...
¡Las palabras no habían acabado de salir de mi boca cuando aquellos cuatro hombres me saltaron al cuello como panteras!
—¡Es un espía! —aullaron—. ¡Es un maldito Barlow! ¡Apuñalémoslo! ¡Acribillémoslo! ¡Abrámosle la cabeza!
Tres tareas en las que se afanaron con tal pasión que sin pretenderlo se estorbaron los unos a los otros, y fue sólo su exceso de entusiasmo lo que provocó que George no me acertara con su cuchillo y lo clavara en la mesa, aunque Joshua me reventó una silla en el colodrillo y el plomazo disparado por Elisha me habría alcanzado de no haber echado la cabeza hacia atrás, de modo que sólo me depiló un poco las cejas. Esta falta de hospitalidad me irritó tanto que me alcé entre ellos como un oso acosado por una manada de lobos hambrientos y comencé a masacrar a mis anfitriones, porque comprendí que a criaturas como aquéllas no se les podía enseñar a respetar a un huésped de otra manera.
Pues bien, el polvo de la batalla no se había posado aún, mis víctimas aullaban por toda la estancia y yo volvía a encender la vela, cuando escuché el galope de un caballo acercándose por el sendero desde el Sur. Me volví y agarré mis armas cuando se detuvo delante de la cabaña. Mas no disparé, porque al instante siguiente una muchacha descalza apareció en el umbral. Cuando se percató del desastre chilló como una gata montesa.
—¡Los has matado! —gritó—. ¡Eres un asesino!
—Eh, yo no he hecho nada —me defendí—. No los he machacado demasiado... sólo unas cuantas costillas rotas, unos hombros dislocados, unas piernas quebradas y otras menudencias por el estilo... la oreja de Joshua prenderá de nuevo si le das unas cuantas puntaditas.
—¡Eres un maldito Barlow! —rugió la muchacha saltando arriba y abajo completamente histérica—. ¡Te mataré! ¡Cochino Barlow!
—¡Que no soy un Barlow, carajo! —protesté—. Soy Breckinridge Elkins de Bear Creek. Nunca he oído hablar de esos Barlow.
En ese momento, George contuvo su gemido el tiempo suficiente para gruñir:
—Si no eres amigo de los Barlow, ¿cómo es que llegaste preguntando por Dick Blanton? Él sí es uno de ellos.
—¡Ha dejado plantada a mi hermana! —grité—. Pretendo llevarle a rastras a casa y obligarle a casarse con ella.
—Bueno, todo fue un error entonces —gruñó George—, aunque el daño ya está hecho.
—Eso es lo que tú piensas —dijo la chica con fiereza—. Los Warren se han hecho fuertes en la cabaña de pá y me han enviado a buscaros. Tenemos que ir a reforzarlos. Los Barlow se están reuniendo alrededor de la cabaña de Jake Barlow y planean hacernos una visita esta misma noche. Ya nos superaban en número al principio, pero ahora, ¡con nuestros mejores combatientes ahí tirados!... ¡Nuestro clan va derechito al infierno!
—Subidme a mi caballo —se quejó George—. No puedo caminar, pero aún puede disparar —trató de levantarse y volvió a caer quejándose y maldiciendo.
—¡Tienes que ayudarnos! —exclamó desesperadamente la chica volviéndose hacia mí—. Tú has dejado para el arrastre a nuestros cuatro mejores luchadores. Estás en deuda con nosotros. ¡Es tu deber! De todos modos, antes has dicho que Dick Blanton es tu enemigo... bueno, él es sobrino de Jake Barlow y volverá para ayudarles a limpiar de sangre Warren estas tierras. Ahora está cerca de la cabaña de Jake. Mi hermano Bill se confundió entre ellos y los espió, y dice que todos los miembros del clan en condiciones de pelear se están reuniendo allí. Todo lo que podemos hacer es mantener el fuerte, ¡y tú tienes que ayudarnos a defenderlo! Eres casi tan grande como estos cuatro estúpidos juntos.
Bueno, supongo que les debía algo a esos Warren, así que después de componer y entablillar algunos huesos y vendar algunas heridas y abrasiones, de las cuales andaban bastante sobraditos, ensillé a Capitán Kidd y monté sin darle más vueltas al asunto.
Mientras nos alejábamos al trote la muchacha me dijo:
—Ese animal tuyo es la criatura más grande, salvaje y con pinta de mala leche que he visto jamás. ¿De verdad es un caballo o es algún otro tipo de bicho?
—Es un caballo —contesté—. Pero tiene sangre de pantera y el instinto de un tiburón. ¿Cuál es el origen de esta trifulca?
—No lo sé —repuso la muchacha encogiéndose de hombros—. Llevamos tanto tiempo enfrentados que todo el mundo ha olvidado cómo empezó. Alguien acusó a alguien de haber robado una vaca, creo. ¿Qué importancia tiene?
—Ninguna —le aseguré—. Si a la gente le gusta matarse por idioteces no es asunto mío.
Recorrimos un sinuoso sendero y al cabo escuchamos el ladrido de los perros; en ese momento la chica se detuvo a un lado del camino, desmontó y me mostró un cercado oculto entre la maleza. Estaba lleno de caballos.
—Podemos dejar aquí nuestras monturas, pues no les resultará fácil a los Barlow encontrarlas y robarlas —dijo ella mientras introducía a su animal en el cercado y yo hacía lo propio con Capitán Kidd; aunque yo lo até en una esquina del mismo... pues de lo contrario la habría emprendido a mordiscos con los otros caballos y echado abajo la cerca a coz limpia.
Seguimos a pie sendero arriba y los perros empezaron a ladrar con más fuerza; pronto llegamos a una cabaña grande, de dos pisos, con pesados postigos protegiendo las ventanas. Sólo tenues rayas de luz se filtraban a través de las rendijas. Estaba muy oscuro porque la luna no había salido aún. Nos detuvimos bajo las compactas sombras de los árboles y la muchacha silbó tres veces como un chotacabras; alguien contestó desde lo alto del tejado. Una puerta que daba a una habitación completamente a oscuras se abrió unas pulgadas y alguien preguntó:
—¿Eres tú, Elizabeth? ¿Están los muchachos contigo?
—Soy yo —contestó ella encaminándose hacia la puerta—. Pero no traigo a los chicos.
En eso la puerta se abrió del todo y el viejo que estaba tras ella gritó:
—¡Corre, muchacha! ¡Hay un oso erguido sobre sus patas traseras justo detrás de ti!
—Quia, eso no es un oso —dijo—. Sólo es Breckinridge Elkins, de Nevada. Ha venido para ayudarnos a luchar contra el clan de los Barlow.
Fuimos conducidos a una gran estancia iluminada con una vela que ardía sobre la mesa, ocupada por nueve o diez hombres y una treintena mujeres y chiquillos. Éstos parecían un poco pálidos y asustados; los hombres estaban cargados de pistolas y Winchesters.
Todos me miraban como atontados, y el viejo seguía vigilándome como si, después de todo, no estuviera seguro de no haber dejado entrar a un oso pardo en la casa. Murmuró algo acerca de un error comprensible dada la oscuridad reinante y, volviéndose hacia la chica, preguntó:
—¿Dónde están los muchachos a quienes te envié a buscar?
A lo que ella contestó:
—Este caballerete los molió a palos de tal forma que no están en condiciones de pelear. Ahora no vayas a enfadarte, pá, porque todo fue un error. Él es nuestro amigo y está dando caza a Blanton.
—¡Ja! ¡Dick Blanton! —gruñó uno de los hombres levantando su Winchester—. ¡Deja tan sólo que lo tenga a tiro! ¡Voy a convertirlo en carne picada!
—No harás nada de eso —le advertí—. Tiene que volver a Bear Creek y casarse con mi hermana Elinor. Y bien —dije—, ¿cuál es el plan?
—No creo que se presenten aquí hasta bien pasada la medianoche —explicó el viejo Warren—. Todo lo que podemos hacer es esperarlos.
—¿Propone usté que nos quedemos aquí a esperar a que vengan y nos pongan sitio? —pregunté sorprendido.
—¿Y qué otra cosa podemos hacer? —repuso encogiéndose de hombros—. Escucha, jovencito, no vengas aquí a decirme cómo manejar una guerra de clanes. Yo he crecido en ésta. Ya estaba en pleno apogeo cuando nací y me he pasado la vida peleando en ella.
—A eso me refiero precisamente —gruñí—, dejáis que estas guerras se prolonguen durante generaciones. Arriba en las Humbolts ponemos fin a estas cosas rápidamente. Casi todos los de allí vienen de Texas y solucionamos las rencillas entre clanes al estilo texano, que es rápido y dulce... una rencilla que dure diez años es algo totalmente impensable en Texas. Nosotros las ventilamos contundentemente y con estilo. ¿Dónde está la cabaña en la que se están reuniendo los Barlow?
—A unas tres millas sobre el cerrete —respondió un jovencito llamado Bill.
—¿Cuántos son? —pregunté.
—Conté diecisiete —repuso Bill.
—Sólo un bocado de buen tamaño para un Elkins —dije—. Bill, tú me guiarás hasta esa cabaña. El resto podéis acompañarme o permanecer aquí, para mí es indiferente.
Pues bien, a continuación se enzarzaron en una discusión. Algunos querían ir conmigo y tratar de coger a los Barlow por sorpresa, pero los otros dijeron que eso no' era posible, que caerían ellos solitos en la trampa, y que lo único sensato era hacerse fuertes allí y aguardar la llegada del enemigo. Ya no me prestaron más atención; se limitaron a permanecer en sus asientos haciendo cábalas.
Pero eso era bueno para mí. Justo en medio de la controversia, cuando parecía que los Warren se liarían a plomazos y se exterminarían ellos solitos antes de que se presentaran los Barlow, me fui de allí con el joven Bill, que parecía tener bastante sentido común para llevar sangre Warren.
Ensilló un caballo del corral oculto y yo desaté a Capitán Kidd... lo que fue una buena cosa, pues de alguna manera había conseguido enganchar a una mula del cuello, y la criatura exhalaba casi su último suspiro cuando la rescaté. Entonces Bill y yo partimos al galope.
Seguimos caminos serpenteantes sobre laderas densamente arboladas, hasta llegar al fin a un claro donde se alzaba una cabaña, con torrentes de luz y blasfemias surgiendo de las ventanas; habíamos estado escuchando estas últimas desde casi media milla antes de que avistáramos la construcción.
Dejamos nuestros caballos en el bosque circundante y avanzamos furtivamente a pie entre los árboles hasta la parte trasera de la choza.
—¡Ahí están, trasegando licor de maíz para calmar su sed de sangre Warren! —susurró Bill, temblando con todo su cuerpo—. ¡Escúchalos! ¡Esos tipos apenas son humanos! ¿Qué vas a hacer? Tienen a un hombre haciendo guardia frente a la puerta en el otro extremo de la cabaña, y ya ves que no hay puertas ni ventanas en la parte posterior. Hay ventanas en cada costado, pero si intentamos acercarnos de frente o por cualquiera de los flancos, nos verán y nos llenarán de plomo antes de que podamos pegar un solo tiro. ¡Mira! La luna está subiendo. En breve se pondrán en marcha para su macabra expedición.
Admito que la cabaña parecía más difícil de asaltar de lo que al principio me había figurado. No tenía ningún plan concreto cuando salí en busca de aquel lugar. Todo lo que necesitaba era estar en medio de ese clan de los Barlow; mis mejores combates siempre han sido los más cercanos. Pero por el momento no se me ocurría nada para evitar salir de allí hecho un colador. Por supuesto podría correr hacia la cabaña, pero la idea de diecisiete Winchester escupiendo fuego a mi paso y a tan corta distancia resultaba un tanto dura incluso para mí... aunque estaba dispuesto a intentarlo si no encontraba una alternativa mejor.
Mientras le daba vueltas al asunto en mi cabeza, todos los caballos atados frente a la cabaña resoplaron, y desde lo alto de las colinas algo respondió: «Oooaaawww». Entonces una idea me golpeó de lleno.
—Vuelve al bosque y espérame allí —le dije a Bill, mientras me dirigía hacia los árboles donde dejáramos nuestras monturas.
Cabalgué hacia las colinas siguiendo la dirección del aullido que había escuchado; al llegar al lugar aproximado desmonté, eché las riendas sobre el cuello de Capitán Kidd y seguí a pie internándome entre los árboles, dando de vez en cuando un largo aullido como si fuera un puma. No hay gato montés en el mundo que pueda apreciar la diferencia cuando un hombre de Bear Creek lo imita. Después de un rato se produjo una respuesta desde una cornisa justo a unos pocos cientos de pies más allá de donde estaba.
Me dirigí a la cornisa y me encaramé a ella; había una pequeña cueva al fondo y un león de montaña grande en su interior. Articuló un gruñido de sorpresa cuando vio que yo era un ser humano e hizo ademán de tirárseme al cuello; le aticé un puñetazo en la cabeza y mientras aún estaba mareado lo agarré del pescuezo, lo saqué de la cueva y me lo llevé a rastras hasta donde había dejado mi caballo.
Capitán Kidd resopló cuando vio al puma y quería patearle los sesos, pero yo le arreé una buena patada en el estómago —el único tipo de razonamiento que Capitán Kidd entiende—, lo cargué sobre su lomo y me dirigí al lugar de reunión del clan Barlow.
Creedme, se me ocurren muchísimas tareas infinitamente más agradables que cargar con un león de montaña adulto a medianoche por la ladera de una montaña densamente arbolada y a la grupa de un caballo medio loco y con mandíbulas de acero. Llevaba al gato fuertemente asido de la parte posterior del cuello con una mano para que no aullara, y con el brazo extendido lo mantenía tan lejos de mí y de mi montura como me era posible; pero de vez en cuando el muy bastardo se revolvía y se las apañaba para arañarnos con sus patas traseras, y cada vez que esto ocurría Capitán Kidd aullaba de rabia y se encabritaba. A veces empujaba al maldito puma contra mí, y tratar de apartarlo para proteger mi pellejo era como quitar arrancamoños del rabo de un toro bravo.
Tras innumerables penurias llegué a las inmediaciones de la trasera de la cabaña. Silbé como un chotacabras para avisar a Bill, pero no contestó y tampoco lo vi por ninguna parte, así que supuse que se habría ensuciado en los pantalones de miedo y huido a su casa. Pero eso a mí me daba igual. Yo había ido a luchar contra los Barlow y mi propósito era enfrentarme a ellos, con o sin ayuda. Bill solamente me estorbaría en mi camino.
Desmonté entre los árboles a espaldas de la cabaña, lancé las riendas sobre el cuello de Capitán Kidd y recorrí el camino hasta la parte posterior de la vivienda con pasos largos y cautelosos. La luna estaba muy alta, y en ese momento el viento que soplaba lo hacía contra mi cara; eso me gustó, porque no me convenía que los caballos atados al frente empezaran a montar jaleo por el tufo del gato antes de que yo estuviera listo.
Los tipos en el interior seguían maldiciendo y hablando en voz alta cuando me acerqué a una de las ventanas laterales; uno de ellos gritó de repente:
—¡Vamos! ¡Preparaos! ¡Estoy sediento de sangre de Warren!
Y en ese momento pegué un tirón del puma y lo arrojé por la ventana.
Dejó escapar un terrible maullido al tocar el suelo, y los tipos de la cabaña gritaron tan fuerte como lo hizo el bicho. Al instante se desató en el interior el zipizape más estruendoso que había escuchado jamás; con todos chillando, berreando y disparando, y el león aullando por encima de ellos y desgarrando sus ropas y pellejos de forma claramente audible. Los aterrados caballos rompieron sus ataduras y se lanzaron al galope a través de la espesura.
Tan pronto les endosé al minino corrí hacia la puerta y vi allí a un hombre de pie con la boca abierta, demasiado sorprendido por el alboroto para reaccionar. Así que le quité el rifle de las manos, le partí la culata en la cabeza y me aposté en el umbral con la sana intención de ir reventando a cañonazos las jetas de los Barlow conforme fueran saliendo. Yo estaba seguro de que ocurriría así, pues curiosamente el hombre medio odia ser acribillado en una cabaña ocupada por un puma loco, tanto como un puma odiaría ser acribillado en una cabaña con un enfurecido vecino de Bear Creek.
Pero aquellos canallas me engañaron. Al parecer tenían una trampilla oculta en la pared del fondo, y mientras yo esperaba a que salieran en estampida por la puerta frontal para partirles el cráneo, abrieron la puerta secreta y se escabulleron por ella.
Al cabo de un rato comprendí lo que estaba sucediendo y me apresuré al otro extremo de la cabaña; allí estaban todos, con sus ropas hechas pedazos y sangrando como puercos en matanza, renqueando hacia los árboles y jurando en arameo y cananeo.
Seguramente aquel gato montés habría hecho mejores cosas a la luz del día, aun acorralado por esos Barlow. Salió tras ellos con los culos de sus pantalones enganchados en sus colmillos; cuando me vio articuló una especie de maullido desesperado, y salió disparado hacia la montaña con la cola entre las patas como si el diablo lo persiguiera con un hierro de marcar al rojo.
Fui tras los Barlow y alcancé a derribar a unos cuantos, y a punto estaba de descargar mi seis plomos sobre el resto, cuando todos los hombres Warren surgieron de entre los árboles y cayeron sobre ellos profiriendo penetrantes aullidos.
Aquella pelea fue bastante rara. No recuerdo un solo disparo. Los Barlow abandonaron sus armas durante su huida y los Warren parecían empeñados en enmendar sus errores con los puños y las culatas de sus armas. Durante un momento se desarrolló una trifulca infernal: hombres maldiciendo, gritando y berreando, culatas de rifle astillándose sobre sus cabezas y ramas quebrándose bajo sus pies, y antes de que yo pudiera entrar en ella, los Barlow huyeron en todas direcciones a través del bosque como liebres asustadas en el Día del Juicio.
El viejo Warren surgió de entre la espesura haciendo cabriolas, agitando su Winchester y meneando su larga barba a la luz de la luna mientras gritaba:
—¡Los pecados de los impíos se volverán contra ellos! ¡Elkins, hemos asestado un fuerte golpe en pro de la justicia aquí esta noche!
—¿De dónde diablos habéis salido? —pregunté yo—. Pensé que estaríais aún en vuestra cabaña mordiendo trapos.
—Bueno —contestó—, después de que partieras decidimos seguirte y ver qué tal te iba con lo que quiera que hubieras planeado. Mientras atravesábamos el bosque temiendo ser emboscados en cualquier momento, nos cruzamos aquí con Bill y nos dijo que creía que tramabas algo para engañar a esos diablos, aunque no sabía de qué se trataba. Así que nos acercamos y permanecimos al amparo de los árboles para ver qué ocurría. Creo que hemos sido demasiado tímidos en nuestros tratos con estos paganos. Les hemos permitido forzarnos a luchar durante demasiado tiempo. Tú tenías razón. La mejor defensa es un buen ataque.
—No hemos matado a ninguna de esas alimañas, son gallinas afortunadas, pero se llevan una buena tunda en el cuerpo. ¡Eh, mirad ahí! —gritó entonces—. ¡Los muchachos han atrapado a una de esas comadrejas! ¡A la cabaña con él!
Así lo hicieron, y cuando el viejo y yo llegamos allí, las velas ardían y una cuerda con un nudo corredizo alrededor del cuello del Barlow pasaba por encima de una viga en el techo.
Aquella cabaña, toda llena de armas rotas, sillas y mesas astilladas, piezas de ropa y jirones de piel humana era un espectáculo aterrador. Diríase que en su interior acabara de celebrarse una pelea entre diecisiete turones y un león de montaña. El piso era de tierra y algunos de los postes que ayudaban a sostener la techumbre estaban astillados, de modo que la mayor parte del peso era soportado por un gran fuste en el centro de la estancia.
Todos los Warren estaban apiñados en torno a su prisionero, y cuando miré por encima de sus cabezas y vi el rostro pálido del fulano a la luz de las velas di un grito:
—¡Dick Blanton!
—¡Así es! —repuso el viejo Warren frotándose las manos con regocijo—. ¡Así es! Bueno, jovencito, ¿quieres decir tus últimas oraciones?
—¡Quia! —negó Blanton tétricamente—. Si ese maldito león no hubiera arruinado nuestros planes os habríamos sacrificado como a los cerdos que sois. Nunca antes oí hablar de un puma capaz de saltar a través de una ventana.
—Ese puma no saltó —dije abriéndome paso a empujones entre de la multitud—. Alguien le echó una manita... de hecho fui yo.
Su boca se abrió y me miró como si hubiera visto el fantasma de Toro Sentado.
—¡Breckinridge Elkins! —exclamó—. ¡Ahora sí que estoy bien jodido!
—¡Yo te diré lo que haremos! —graznó el tipo que deseaba acribillar a Blanton al principio de la noche—. ¿A qué estamos esperando? ¡Vamos a colgarle!
—Un momento —dije—. Vosotros no podéis ahorcarlo. Me lo llevaré de regreso a Bear Creek.
—Nada de eso —intervino el viejo Warren—. Estamos en deuda contigo por el servicio que nos has prestado esta noche, pero ésta es la primera oportunidad que hemos tenido en quince años de colgar a un Barlow, y tenemos intención de aprovecharla al máximo. ¡Ale muchachos, que empiece el baile!
—¡Alto! —grité dando un paso al frente.
En un segundo me encontré cubierto por siete rifles, mientras tres hombres se apoderaban de la soga y tiraban de ella hasta separar del suelo los pies de Blanton. Los siete Winchester no me detuvieron. Les arrebaté las armas y barrí el piso con aquellos ingratos rústicos; pero temía que Blanton recibiera algún impacto en el salvaje tiroteo que sabía se desataría a continuación.
Necesitaba hacer algo que los dejara a todos fuera de combate, horse de combat, como dicen los franchutes, sin que Blanton muriera. Así que me apoyé en el poste central y antes de que se barruntaran lo que estaba haciendo, lo desplacé de su base y lo moví arriba y abajo hasta que el techo se derrumbó y los muros cayeron hacia el interior encima del tejado.
Un segundo después ya no había cabaña en absoluto; sólo un poste de madera y todos los Warren debajo de sus restos jurando en arameo y cananeo. Naturalmente yo me había clavado al suelo a conciencia, y cuando el techo se derrumbó sobre mi cabeza abrí un agujero en él y los troncos de las paredes al caer golpearon mis hombros y rebotaron; así pues, cuando la polvareda se disipó ahí estaba yo de pie con las ruinas llegándome a la cintura y nada más que unos leves rasguños para demostrar mi hazaña.
Las quejas y aullidos que surgían de entre los escombros eran espeluznantes, pero yo sabía que nadie había resultado seriamente herido, pues de lo contrario no serían capaces de gritar así. Al contrario, creo que algunos de ellos habrían salido mal parados si mi cabeza y mis hombros no hubieran amortiguado el desplome del techo y las paredes de troncos.
Localicé a Blanton por su voz, y fui retirando leños y pedazos de la techumbre hasta alcanzar su pierna; lo saqué tirando de ella y lo acosté en el suelo para que recuperara el resuello, pues le había caído una viga sobre el estómago y al tratar de gritar hizo el ruido más cómico que he escuchado jamás.
Entonces rebusqué entre los escombros y saqué del viejo Warren; parecía un poco aturdido y se quedó allí farfullando no sé qué de un terremoto.
—Será mejor que se ponga a trabajar para sacar a su tarada prole de debajo de esas ruinas —le advertí severamente—. Después de esta muestra de ingratitud no tengo simpatía por usté. De hecho, si yo fuera un hombre de mal genio recurriría a la violencia. Pero teniendo como tengo un alma sensible y bondadosa, me limitaré a sugerirle que si no fuera afable como un corderito, le plantaría la suela de mi bota en la trasera de sus pantalones... ¡así!
Le mostré lo que quería decir.
—¡Owww! —aulló el viejo mientras surcaba el aire para hincar al cabo los morros en el suelo.
—¡Te entregaré a la justicia, maldito asesino! —sollozó agitando los puños hacia mí, y mientras me alejaba con mi cautivo pude oírle cantar un himno de odio mientras apartaba los leños de encima de su chillona parentela.
Blanton trataba de decirme algo, pero le advertí que no estaba de humor para una charla amistosa; cualquier cosa que dijera, por poco que fuese, probablemente me haría perder los estribos y acabaría rodeándole el cuello con un lazo y colgándolo de un roble. Estaba pensando que la última vez que vi a Gloria McGraw le dije que marchaba en busca de una muchacha de ciudad, y ahora, en vez de llegar a Bear Creek con una esposa, ¡lo hacía con un cuñado! Mis parientes, reflexioné amargamente, estaban empeñados en mandar al infierno mis planes matrimoniales. Parecía que jamas podría ocuparme de mis propios asuntos.
Capitán Kidd completó las cien millas que separan las montañas Mezquital de Bear Creek al mediodía del día siguiente, llevando doble carga y sin detenerse para comer, dormir o beber. Para los que tengan dudas al respecto, es mejor que mantengan sus bocas discretamente cerradas... ya he reventado a diecinueve tipos por actuar como si no lo creyeran.
Me llegué hasta la cabaña y arrojé a Dick Blanton sobre el piso frente a Elinor, que lo miró a él y luego a mí como si pensara que me había vuelto majareta.
—¿Qué encuentras tan atractivo en este coyote? —le pregunté con amargura—. Está más allá del alcance de mi cerebro cubierto de polvo, pero aquí lo tienes, y puedes casarte con él cuando gustes.
Y ella dijo:
—¿Estás borracho o tienes una insolación? ¿Casarme con este «bueno-para-nada», trasegador de whisky, holgazán y trilero fracasado? ¿Por qué?, no hace ni una semana desde que lo eché de casa a escobazos.
—¿Entonces él no te había rechazado? —boqueé.
—¿Rechazarme él? —dijo—. ¡Fui yo quien le di calabazas!
Me volví hacia Dick Blanton más avergonzado que enojado.
—¿Por qué fuiste contando por todo Grizzly Run que habías plantado a Elinor Elkins? —le pregunté.
—Yo no quería que la gente supiera que me había rechazado —replicó malhumorado—. Nosotros los Blanton somos orgullosos. La única razón por la que quería casarme con ella era porque pretendía establecerme en la granja que pá me regaló, y casándome con una muchacha Elkins no tendría que gastar dinero contratando a un par de braceros y comprando una recua de mulas, y...
No le sirvió de nada a Dick Blanton amenazarme con hacer caer sobre mí todo el peso de la ley. Recibió mucho menos de lo que hubiese recibido si pá y mis hermanos no hubieran estado fuera cazando. Tienen un temperamento terrible. Pero yo siempre he tenido un corazón demasiado blando. Aguanté estoicamente los insultos de Dick Blanton. No le hice nada en absoluto, salvo escoltarlo dignamente durante cinco o seis millas por el camino de Chawed Ear... pateándole el culo a ritmo de giga irlandesa.