—¡Merecerías una perdigonada en el trasero por la forma en que trataste a Gloria McGraw! —dijo mi hermana Ouachita apuntándome con un dedo acusador.
—No menciones ese nombre en mi presencia —dije con amargura—. No quiero saber nada de ella. Ni la mientes... ¿Por qué crees que no la he tratado correctamente?
—Bueno —dijo Ouachita—, después de que te trajeran de Chawed Ear como recién salido de un molino de grano, Gloria vino enseguida cuando supo que estabas herido. ¿Y qué hiciste cuando asomó por la puerta?
—Yo no hice nada —me defendí—... ¿Qué hice?
—Te pusiste cara a la pared —repuso Ouachita— y dijiste: «¡Echad de aquí a esa mujer, ha venido a burlarse de mí, indefenso como estoy!».
—¡Bueno, es lo que lo hizo! —afirmé con fiereza.
—¡De eso nada! —negó Ouachita—. Cuando ella te oyó pronunciar esas palabras empalideció, dio media vuelta y salió de la cabaña con la cabeza muy alta sin decir una palabra. Y no ha vuelto desde entonces.
—Bueno, no la quiero —insistí—. Vino aquí sólo para mofarse de mi desgracia.
—No me creo tal cosa —dijo Ouachita—. Lo primero que ella dijo fue: «¿Está Breckinridge malherido?». Y no lo dijo con retintín. ¡Se preocupa por ti y la despachas de esa manera! Debería darte vergüenza.
—Ocúpate de tus asuntos —le aconsejé, y me levanté y salí de la cabaña en busca de un poco de paz y tranquilidad.
Me dirigí al arroyo con la intención de pescar un poco. Mi pierna se había recuperado rápida y adecuadamente, y eso era lo único que me mantenía en cama. De camino al arroyo recordé lo que Ouachita me había dicho y pensé que, bueno, que tal vez me hubiera propasado un poco. Quizá Gloria, al verme herido, se arrepintió de la forma en que me había tratado. No debí espantarla de esa manera.
Decidí que sería un gesto de buena vecindad visitar a Gloria y darle las gracias por venir a verme, y asegurarle que no quería decir lo que dije. Le contaría que deliraba y que la confundí con Ellen Reynolds. Después de todo, yo era un hombre con un corazón grande, generoso e indulgente, y si perdonar a Gloria McGraw podía alegrarle la vida, ¿quién era yo para disgustarla? Así que me dirigí a la cabaña de los McGraw... un camino que no había recorrido desde el día en que disparé al señor Wilkinson.
Fui a pie porque quería ejercitar mi pierna al máximo ahora que estaba sana. No había recorrido ni la mitad del camino cuando me topé con la muchacha que andaba buscando, montada en su yegua baya. Nos paramos en medio del sendero, me quité el Stetson y dije:
—Hola, Gloria, ¿te dirigías por casualidad hacia mi cabaña?
—¿Y para qué iba yo a dirigirme a tu cabaña, mister Elkins? —preguntó tan rígida y fría como un cuchillo de caza helado.
—Vaya —dije un poco avergonzado—, bien... eh... es decir, Gloria, sólo quería darte las gracias por pasarte a verme cuando estaba en cama, y...
—No lo hice —me cortó ella—. Sólo fui a pedir un poco de sal. Ni siquiera sabía que estabas herido.
—¿Por qué me hablas así, Gloria? —protesté—. Yo no pretendía herir tus sentimientos. Lo cierto es que estaba delirando y pensé que eras otra persona...
—¿Ellen Reynolds, tal vez? —dijo despectivamente—. ¿Estaba ella allí sujetando tu mano? ¡Ah, no, lo había olvidado, estaba casándose con Jim Braxton en aquel momento! ¡Lástima, Breckinridge, pero ánimo!, Ellen tiene una hermana pequeña que será una mujercita en unos años. Quizá puedas conquistarla... si no te la pisa antes algún Braxton.
—¡Al cuerno con los Braxton y los Reynolds! —estallé viéndolo todo rojo de nuevo—. ¡Y tú puedes irte con ellos, me importa un comino! ¡Yo tenía razón! Qué tonta fue Ouachita pensando que estabas preocupada por mí. ¡Sólo viniste a reírte de mí mientras convalecía!
—¡No lo hice! —protestó cambiando la voz.
—¡Sí lo hiciste! —repliqué con amargura—. Sigue tu camino que yo seguiré el mío. ¿Crees que no puedo conquistar a una chica sólo porque tú y Ellen Reynolds me habéis rechazado? ¡Bueno, vosotras no sois las únicas mujeres! ¡No pienso casarme con ninguna chiquilla de Bear Creek! ¡Voy a ligarme a una gachí de ciudad!
—¡Una muchacha de ciudad no miraría a un tarugo como tú! —se burló ella.
—Oh, ¿eso crees? —repliqué arrancando de raíz algunos arbolillos en mi ofuscación—. Pues bien, déjame decirte algo, señorita McGraw, me dispongo a partir hoy mismo hacia lugares donde las chavalas abundan como las moscas en temporada de sandías, y mi objetivo es traerme a la más gorda de la bandada. ¡Espera y verás!
Abandoné acaloradamente el lugar, y tan ciego de rabia iba que me caí al arroyo sin darme cuenta provocando un formidable chorro de agua. Me pareció oír a Gloria gritarme que volviera justo antes de caer, pero estaba tan ofuscado que no le presté atención. Ya me habían dado más disgustos de los que podía digerir en un solo día. Trepé a tierra por la orilla opuesta, chorreando como una rata almizclera, y me interné en la arboleda. La oí carcajearse a mis espaldas, y algo tendría de histérica aquella risa porque incluso yo pensé que lloraba en vez de reírse, pero no me detuve a comprobarlo. Todo lo que quería era poner mucha tierra entre Gloria McGraw y yo, así que me dirigí a casa tan ligero como mi pierna herida me lo permitió.
Era mi intención ensillar a Capitán Kidd y cabalgar directo a Chawed Ear o alguna otra parte tan rápido como pudiera. Deseaba probar lo que dije acerca de ligarme a una moza de ciudad. Pero justo en ese momento me metía hasta las trancas en el más irritante[1] jaleo en el que me había visto envuelto hasta entonces, y aún no lo sabía. Ni siquiera tuve un atisbo de ello cuando tropecé con un par de figuras enzarzadas en un combate mortal en la orilla del arroyo.
Me sorprendió ver de quiénes se trataba. El talante de mis paisanos de Bear Creek no es exactamente lo que entendemos por pacífico, pero Erath Elkins y su cuñado, Joel Gordon, se habían llevado siempre muy bien, incluso cuando estaban ahítos de licor de maíz. Pero ahí estaban, tan trabados que no podían utilizar sus cuchillos de caza con ventaja, y sus juramentos eran algo bochornoso de escuchar.
Mis protestas fueron inútiles, tuve que arrancarles los cuchillos de las manos a puntapiés pará arrojarlos al arroyo. Aquello rompió sus respectivas presas y se abalanzaron sobre mí con intenciones homicidas y los bigotes chorreando. Viendo que estaban demasiado cegados por la ira para atender a razones, agarré sus cabezotas y las estrellé una contra otra hasta dejarlos tan sonados que no pudieron hacer otra cosa que berrear.
—¿Es ésta manera de discutir entre parientes? —les pregunté con disgusto.
—¡Déjamelo! —aulló Joel rechinando los dientes y la sangre goteándole de los bigotes—. ¡Me ha roto tres colmillos y me los va a pagar con su vida!
—¡Hazte a un lado, Breckinridge! —deliraba Erath—. Ningún hombre puede darle un bocado a mi oreja y vivir para contarlo.
—Oh, callaos los dos —bufé—. Más vale que os tranquilicéis antes de que compruebe si vuestras cabezas son más duras que esto —blandí un gran puño delante de sus narices y ellos cedieron de mala gana—. ¿A qué viene todo esto? —pregunté.
—Acabo de descubrir que mi cuñado es un vulgar ladrón —dijo Joel amargamente. En eso Erath lanzó un grito y dio un violento tirón para alcanzar a su pariente, pero estuve listo y lo empujé hacia atrás, y cayó sobre un tocón de sauce.
—El hecho es, Breckinridge —empezó a decir Joel—, que yo y este turón encontramos una bolsa de piel de ante llena de pepitas de oro en un roble hueco cerca de Apache Ridge ayer, muy cerca del lugar donde tu hermano Garfield atrapó siete gatos monteses el año pasado. No sabíamos si alguien de los alrededores lo había ocultado allí para mantenerlo seguro o fue algún viejo gambusino quien lo dejó tiempo atrás, en cuyo caso quizá hubiera sido desollado por los indios y jamás volvería a por ello. Acordamos dejarlo tal cual, y si aún estaba allí cuando regresáramos al cabo de un mes, estaríamos seguros de que el propietario original había muerto y nos repartiríamos el oro. Pues bien, anoche me dio por pensar qué pasaría si alguien menos honesto que yo lo encontrara, así que esta mañana pensé que sería mejor cerciorarme de que aún seguía allí...
Al oír aquello Erath se echó a reír con amargura.
Joel lo miró amenazadoramente y continuó:
—Pues bien, tan pronto tuve el árbol hueco a la vista esta mofeta avanzó hacia mí desde los matorrales rifle en mano...
—¡Eso es mentira! —gritó Erath—. ¡Fue justo al contrario!
—No iba armado, Breckinridge —dijo Joel con dignidad—, y al comprender que este coyote estaba tratando de matarme para poder quedarse con todo el oro, puse pies en polvorosa hacia casa en busca de mis armas, y al punto lo vi esprintando detrás de mí a través de los arbustos.
Erath empezó a lanzar espumarajos por la boca.
—¡No trataba de cazarte! —aulló—. Iba a casa a por mi rifle.
—¿Cuál es tu historia, Erath? —le pregunté.
—Anoche soñé que alguien nos había robado el oro —respondió malhumorado—. Así que esta mañana fui a ver si estaba seguro. Nada más llegar al árbol este carnicero comenzó a dispararme con un Winchester. Corrí para salvar mi vida y, aún no sé cómo, lo hice directamente hacia él. Probablemente pensó que me había herido y que trataba de alcanzarlo para arrancarle la piel a tiras.
—¿Alguno de vosotros vio cómo el otro le disparaba? —pregunté a ambos.
—¿Cómo podría haberlo hecho si él estaba escondido entre los matorrales? —protestó Joel—. Pero, ¿quién más podría haber disparado?
—Yo no lo vi —gruñó Erath—. Sólo sentí el viento de su plomo.
—Pero ambos afirmáis que no teníais ningún arma a mano —repuse.
—¡Es un cochino mentiroso! —se acusaron ambos simultáneamente, y se habrían tirado al cuello con uñas y dientes de haber conseguido burlar mi presa.
—Estoy convencido de que los dos estáis en un error —les aseguré—. Iros a casa y tranquilizaos.
—Breckinridge, eres demasiado grande para que yo pueda zurrarte —dijo Erath—. Pero te lo advierto, si no puedes probarme que no fue Joel quien trató de matarme, no descansaré ni dormiré ni comeré hasta que haya clavado su pellejo sarnoso del pino más alto de Apache Ridge.
—Eso vale también para mí —terció Joel rechinando los dientes—. Declaro un tregua hasta mañana por la mañana. Si Breckinridge no es capaz de demostrarme entonces que no me disparaste, o mi parienta o la tuya será viuda antes de la medianoche.
Y dicho esto se marcharon en sentidos opuestos, mientras yo los miraba sin poder hacer nada y abrumado por la responsabilidad que habían depositado sobre mí. Ése es el inconveniente de ser el mozo más grande de su asentamiento; toda la familia apila sobre uno sus problemas. Todo indicaba, pues, que de mí dependía detener lo que parecía ser el comienzo de la típica disputa familiar capaz de reducir drásticamente la población del lugar. No podía ir en busca de una muchacha de ciudad sabiendo que el infierno estaba a punto de desatarse.
Cuanto más pensaba en el oro que esos idiotas habían encontrado, más me parecía que debía ir a echar un vistazo por mí mismo, así que me dirigí al corral, ensillé a Capitán Kidd y enfilé el camino a Apache Ridge. Por las indicaciones que habían dejado caer mientras se maldecían mutuamente, pude hacerme una buena idea de dónde se encontraba el roble, y efectivamente lo encontré sin demasiados rodeos. Até a Capitán Kidd y trepé por el tronco hasta alcanzar el hueco. Y en eso, cuando estiraba el cuello para mirar, oí una voz que decía:
—¡Otro condenado ladrón!
Miré en torno y vi a tío Jeppard Grimes apuntándome con un arma.
—¡Bear Creek se está yendo al carajo! —aulló tío Jeppard—. Primero fueron Erath y Joel, y ahora tú. Me propongo alojarte una bala en las posaderas para enseñarte Un poco de honestidad. Quédate quieto mientras te apunto, será mejor para ti. —Dicho lo cual me tomó la medida a lo largo del cañón de su Winchester.
—Es mejor que reserves tu plomo para los indios de ahí atrás —dije finalmente.
Siendo como era un veterano cazador de indios reaccionó de forma automática girando la cabeza, desenfundé rápidamente mi .45 y de un balazo le arrebaté el rifle de las manos. Salté a tierra y le puse un pie encima; tío Jeppard sacó un cuchillo de la caña de su bota, se lo quité con violencia y lo sacudí hasta dejarlo tan aturdido que, cuando lo dejé ir, corrió en círculo hasta desplomarse profiriendo terribles maldiciones.
—¿Es que se han vuelto todos locos en Bear Creek? —le pregunté—. ¿Es que no puede un hombre mirar en un árbol hueco sin que traten de asesinarlo?
—¡Vosotros vais detrás de mi oro! —juró el tío Jeppard.
—Así que es tu oro, ¿eh? —le espeté—. Bueno, un árbol hueco no es ningún banco.
—Ya lo sé —gruñó quitándose las agujas de pino de sus bigotes—. Cuando vine aquí esta mañana temprano para ver si estaba seguro, cosa que hago con frecuencia, vi que alguien había estado manoseándolo. Mientras meditaba sobre ello, vi a Joel Gordon reptando hacia el árbol como una serpiente. Le quemé las cejas de un disparo como advertencia y puso pies en polvorosa. Pero unos minutos más tarde apareció Erath Elkins arrastrándose sigilosamente entre los pinos. Yo estaba muy enfadado en ese momento, así que le peiné los bigotes con una andanada de plomo y salió huyendo despavorido. Y ahora, mira por dónde, apareces tú...
—¡Cierra el pico! —grité—. No me acuses de robar tu maldito oro. Sólo quería ver si aún estaba ahí, y lo mismo pretendían Joel y Erath. Si esos hombres fueran ladrones se lo habrían llevado ayer cuando lo encontraron. De todos modos, ¿dónde lo conseguiste?
—Lo cribé arriba, en las colinas —afirmó malhumorado—. No tuve tiempo de llevarlo a Chawed Ear y cambiarlo por dinerito contante y sonante. Pensé que este árbol sería un escondrijo tan bueno como cualquier otro, pero ahora lo tengo en otro lugar.
—Bueno —dije yo—, ahora debes explicarle a Erath y a Joel que fuiste tú el autor de los disparos y evitar que se maten entre ellos. Van a enojarse contigo, pero yo me comprometo a frenarlos, con una buena estaca de nogal si fuera necesario.
—Está bien —cedió—. Siento haberte prejuzgado, Breckinridge. Para demostrarte que confío en ti, te mostraré dónde escondí el oro después de sacarlo del árbol.
Me llevó a través de los árboles hasta una gran roca que sobresalía del costado de un risco, y me señaló una roca más pequeña incrustada en cuña bajo ella.
—Saqué ese peñasco de ahí —me explicó—, cavé un agujero y lo encajé luego a presión. ¡Mira!
Movió la roca con gran esfuerzo y se inclinó; entonces se irguió lanzando un grito al aire que me hizo saltar y agarrar mi pistola con un sudor frío bañando todo mi cuerpo.
—¿Qué ocurre? —pregunté—. ¿Te ha mordido una serpiente?
—¡Sí, serpientes humanas! —gritó—. ¡El oro ha desaparecido! ¡Me han robado!
Miré y vi las marcas que los pliegues de la saca de piel habían dejado sobre la tierra blanda. Pero allí no había nada de nada.
Tío Jeppard interpretaba la danza india de la cabellera y la victoria con una pistola en una mano y su cuchillo de caza en la otra.
—¡Voy a remendar mis calzones con sus sarnosos pellejos! —gritó—. ¡Conservaré sus corazones en un barril de salmuera! ¡Mis perros de caza se darán un festín con sus bofes y mollejas!
—¿Con las mollejas de quién? —le pregunté.
—¿De quiénes va ser, tarugo? —aulló—. ¡De Joel Gordon y Erath Elkins, maldita sea! No escaparán. ¡Seguramente regresaron para acecharme y me vieron trasladar el oro! ¡Pintura de guerra y serpientes de cascabel! ¡He matado a hombres mucho mejores que ellos por muchísimo menos!
—Oh —repuse—, es posible que no fueran ellos quienes robaran tu oro...
—¿Y quiénes fueron entonces? —preguntó con amargura—. ¿Quién más estaba al tanto de mi tesoro?
—¡Mira ahí! —dije señalando el cinturón de arcilla blanda que rodeaba las rocas—. Hay huellas de cascos.
—Bueno, ¿y qué? —preguntó desafiante—. Tal vez tenían caballos atados entre los pinos.
—Oh, no —objeté—. Mira la forma de esas herraduras. No hay caballos en Bear Creek herrados de esa manera. Éstas son las huellas de un forastero... apuesto a que se trata del tipo que pasó cabalgando cerca de mi cabaña antes del amanecer. Un fulano de largos bigotes negros al que le faltaba una oreja. Este duro suelo junto a la gran roca no muestra donde desmontó, pero el hombre que montó este caballo robó tu oro, apostaría mis propias armas.
—No me convence —aseguró el tío Jeppard—. Iré a casa, descolgaré mi rifle y luego iré a matar a Joel y a Erath.
—Aguarda un momento —le espeté furioso sujetándole de la pechera de su camisa de piel y manteniéndolo en el aire para darle más énfasis—: Ya sé qué clase de vieja y terca mula eres tú, tío Jeppard, pero esta vez tienes que atender a razones o me olvidaré del parentesco y te patearé el culo hasta hartarme. Seguiré a ese tipo y recuperaré tu oro, porque estoy convencido de que fue él quien lo robó. ¡Y no se te ocurra matar a nadie hasta que yo regrese!
—Te doy hasta mañana por la mañana —se comprometió—. No apretaré el gatillo hasta entonces; pero —advirtió entonces tío Jeppard pomposamente—, si mi oro no está en mis manos a la hora en que el sol de la mañana roza las resplandecientes cumbres de las montañas Jackass, los buitres se darán un banquete con las osamentas de Joel Gordon y Erath Elkins.
Me marché de allí y, a lomos de Capitán Kidd, me dirigí hacia el Oeste tras la pista del forastero. Tuve que mandar al cuerno mi oportunidad de enganchar a una moza de ciudad, gracias a mis descerebrados parientes sedientos de la sangre de los suyos.
Era todavía muy temprano en la mañana, y tenía por delante uno de esos largos días de verano. No había un caballo en las Humbolts que pudiera igualar a Capitán Kidd en resistencia. Lo cabalgué durante cientos de millas entre la puesta y la salida del sol. Pero el animal que montaba el forastero debía haber sido un también un jamelgo de mucho cuidado, y además me llevaba mucha ventaja. El día avanzaba y aún no tenía a mi hombre a la vista. Había cubierto una gran distancia y me internaba en parajes con los que no estaba familiarizado, pero no tuve ninguna dificultad en seguir su rastro y, finalmente, a última hora de la tarde, salí a un estrecho camino polvoriento donde las huellas de las herraduras de su montura se apreciaban claramente.
El sol se hundía más y más y se esfumaban mis esperanzas de alcanzarlo. Incluso si atrapaba al ladrón y recuperaba el oro, me resultaría muy difícil regresar a Bear Creek a tiempo de evitar la matanza doméstica. Pero espoleé a Capitán Kidd y pronto desembocamos en una carretera, y las huellas que estaba siguiendo se mezclaron con muchas otras. Seguí adelante, esperando llegar a algún poblado y preguntándome dónde diablos me encontraba.
Al ocaso doblé una curva en la carretera y vi algo colgando de un árbol, y hete aquí que se trataba de un hombre. Había un tipo tratando de clavar algo en la camisa del cadáver, y cuando me oyó acercarme se giró y echó mano de su arma... el hombre, naturalmente, no el fiambre. Tenía pinta de jodido rufián, pero no lucía bigotes negros. Al ver que no hice ningún movimiento hostil, levantó su arma y sonrió.
—Ese fulano todavía patalea —observé.
—Acabamos de colgarlo —explicó—. Los otros muchachos han emprendido el regreso a la ciudad, pero yo me he quedado para colocar este aviso en su pecho. ¿Sabes leer?
—No —contesté.
—Bueno —dijo él—, este pasquín de aquí reza: «Aviso a todos los forajidos y especialmente a los de Grizzly Mountain: alejaos de Wampum».
—¿A qué distancia está Wampum de aquí? —le pregunté.
—A media milla por la carretera —me informó—. Yo soy Al Jackson, uno de los ayudantes del sheriff Bill Ormond. Nuestro objetivo es limpiar Wampum. Éste es uno de los bandidos que han hecho de Grizzly Mountain su guarida.
Antes de que pudiera añadir algo, escuché a alguien respirar rápida y trabajosamente y el golpeteo de unos pies descalzos sobre la tierra, y una muchachita de unos catorce años de edad apareció en la carretera.
—¡Habéis matado a tío Joab! —gritó ella—. ¡Sois unos asesinos! Un chico me dijo que pretendíais colgarlo; ¡he venido tan rápidamente como he podido!
—¡Aléjate de esa carroña! —rugió Jackson golpeándola con su látigo.
—¡Basta! —le ordené—. No se te ocurra volver a pegar a esa niña.
—¡Oh, por favor señor! —se echó a llorar retorciéndose las manos—. Usted no es uno de los hombres de Ormond. Por favor, ayúdeme. Aún no está muerto... ¡lo he visto moverse!
Sin perder ni un segundo me acerqué al cuerpo y blandí mi cuchillo.
—¡No cortes esa cuerda! —me amenazó el alguacil apuntándome con su revólver. Así que lo derribé de su montura de un cañonazo a la mandíbula y lo dejé balbuceando sobre la maleza junto a la carretera. Luego corté la soga, apoyé el cuerpo del ahorcado sobre mi silla de montar y liberé su pescuezo de la mordedura del cáñamo. Su rostro estaba amoratado, tenía los ojos cerrados y la lengua le colgaba fuera de la boca pero aún quedaba vida en él. Evidentemente, sus verdugos no lo habían dejado caer, sino que lo alzaron para estrangularlo hasta morir.
Lo acosté en el suelo y trabajé sobre él hasta que empezó a manifestar algunos signos de recuperación; pero yo sabía que necesitaba atención médica, así que dije:
—¿Dónde está el matasanos más cercano?
—El doctor Richards en Wampum —gimió la muchacha—. Pero si lo llevamos allí Ormond lo colgará de nuevo. Por favor, ¿por qué no lo lleva a casa?
—¿Dónde vivís? —le pregunté.
—Hemos estado viviendo en una cabaña en Grizzly Mountain desde que Ormond nos expulsó de Wampum —gimió ella.
—Está bien —accedí—, acomodaré a tu tío sobré Capitán Kidd, tú puedes montar detrás de mí en la silla y así me ayudarás a sujetarlo y me indicarás el camino que debo seguir.
Así lo hice y a Capitán Kidd no le gustó nada, pero después de atizarle entre las orejas con la culata de mi «seis plomos» se tranquilizó y echó a andar a regañadientes mientras yo lo dirigía. Mientras nos alejábamos vi que el ayudante Jackson se arrastraba fuera de la maleza y avanzaba cojeando por el camino sujetándose la quijada.
Estaba perdiendo un montón de tiempo, pero no podía dejar morir a aquel tipo, incluso si realmente se trataba de un proscrito, pues probablemente aquella chiquilla no tenía a nadie más que cuidara de ella.
Había caído la noche cuando nos incorporamos a un estrecho sendero que serpenteaba por una montaña densamente arbolada; de pronto, alguien oculto en un zarzal junto al camino frente a nosotros gritó:
—¡Quietecito donde estás o disparo!
—¡No dispares, Jim! —dijo la muchacha—. Soy Betty, y llevamos a tío Joab a casa.
Un tipo alto y joven, de aspecto duro, salió a campo abierto apuntándome con su Winchester. Maldijo cuando reconoció nuestra carga.
—No está muerto —lo tranquilicé—. Deberíamos llevarlo a su cabaña.
Así que Jim nos guió a través de los árboles hasta llegar a un claro donde se levantaba una cabaña y una mujer salió corriendo y gritó como un gato montés cuando vio a Joab. Jim y yo lo levantamos, lo transportamos hasta acostarlo en una cama y las mujeres empezaron a procurarle cuidados; yo salí en busca de mi caballo, pues tenía prisa por salir de allí. Jim me siguió.
—Este es el tipo de cosas que hemos temido desde que Ormond llegó a Wampum —dijo él con amargura—. Hemos estado viviendo aquí como ratas evitando salir a campo abierto. Le advertí a Joab que no fuera a la ciudad, pero estaba muy borracho y no dejó que ninguno de los muchachos lo acompañara. Dijo que entraría furtivamente, tomaría lo que buscaba y saldría de nuevo a escondidas.
—Bueno —repuse—, ésos son vuestros asuntos, no los míos. Pero la vida aquí es dura para las mujeres y los niños.
—Tú debes ser el amigo de Joab, ¿no? —dijo—. Mandó a uno de los nuestros al Este en busca de ayuda hace unos días, pero temíamos que los hombres de Ormond lo descubrieran y lo mataran. Pero tal vez consiguiera burlarlos. ¿Eres tú el hombre a quien Joab hizo llamar?
—¿Crees que soy un pistolero que ha venido a limpiar la ciudad? —solté un bufido—. No, no lo soy. Nunca había visto a ese Joab.
—Bueno —razonó Jim—, al salvarle de morir ahorcado te has alineado frente a Ormond. ¿Por qué no nos ayudas a expulsar a esos indeseables de la región? Quedamos aún muchas personas decentes en estas montañas, aunque nos hayamos visto obligados de huir de Wampum. Este linchamiento es la gota que colma el vaso. Voy a reunir a los muchachos esta noche y bajaremos a la ciudad a enfrentarnos a los matones de Ormond. Estamos en inferioridad numérica, y ya nos han dado estopa anteriormente, pero lo intentaremos una vez más. ¿Por qué no te unes a nosotros?
—Mira —dije encaramándome a la silla—, que haya salvado el pellejo a un proscrito no significa que esté dispuesto a convertirme en uno. Lo he hecho sólo porque no podía soportar ver a la pequeña cargando sola con eso. De todas formas yo ando buscando a un tipo con bigotes negros al que le falta una oreja y monta un caballo ruano con el hierro del Lazy K.
Jim se alejó de mí y levantó su rifle.
—Entonces es mejor que te marches —repuso con tono sombrío—. Estoy en deuda contigo por lo que has hecho... pero un amigo de Wolf Ashley no puede ser amigo nuestro.
Le dediqué un bufido desafiante y cabalgué montaña abajo en dirección a Wampum, porque era razonable suponer que allí encontraría a Bigotes Negros.
Wampum no tenía mucho de ciudad, pero poseía un gran saloon y una sala de juego de donde surgía bullicio de juerga y pendencia; tampoco se veía a mucha gente en las calles, y la que había se movía a toda prisa. Paré a uno de ellos, le pregunté dónde podía encontrar a un médico y me señaló una casa en la que dijo que vivía el doctor Richards, así que me llegué hasta la puerta y grité; alguien desde el interior contestó:
—¿Qué quieres? Te estoy apuntando.
—¿Es usté el doctor Richards? —inquirí, y respondió:
—Sí, mantén las manos lejos de tu cinturón o te dejo tieso.
—¡Veo que ésta es una ciudad agradable y acogedora! —protesté—. No pretendo hacerle ningún daño. Hay un hombre en las colinas que necesita atención médica.
Al punto se abrió la puerta y apareció un hombre con mostacho rojo y una escopeta pegada a su cara.
—¿A quién te refieres? —me interrogó.
—Ellos lo llaman Joab —dije—. Está en Grizzly Mountain.
—Hum —rumió el matasanos mirándome fijamente mientras aguardaba sobre Capitán Kidd a la luz de las estrellas—. Le he encajado la mandíbula a un hombre esta noche, y tiene mucho que decir acerca de cierto tipo que salvó a un convicto que fue ahorcado. Si por ventura tú eres ese tipo, mi consejo es que emprendas el camino de vuelta antes de que Ormond te atrape.
—Tengo hambre y sed y estoy buscando a un hombre —le dije—. Mi objetivo es dejar Wampum cuando esté listo y satisfecho.
—Nunca discutiría con un hombre tan grande como tú —repuso el doctor Richards—. Cabalgaré en dirección a Grizzly Mountain tan pronto haya ensillado mi caballo. Si no vuelvo a verte con vida, que es lo más probable, siempre te recordaré como el muchacho más grandullón que haya visto, y también el más tonto. ¡Buenas noches!
Pensé que la gente de Wampum actuaba de una forma rarísima. Llevé a Capitán Kidd al granero que hacía las veces de caballeriza y me aseguré de que estuviera a sus anchas, estabulándolo tan lejos de los otros caballos como pude, pues bien sabía yo que de tenerlos a su alcance les arrancaría las orejas a mordiscos. El establo no parecía lo suficientemente sólido como para contenerlo, pero le dije al encargado de las caballerías que lo mantuviera ocupado con forraje y que corriera a buscarme si le daba por hacer de las suyas. A continuación me dirigí al gran saloon que llevaba por nombre Golden Eagle. Sentía un gran desánimo porque estaba convencido de haber perdido por completo el rastro de Bigotes Negros; e incluso si lo encontraba en Wampum, lo que yo esperaba, sería imposible estar de vuelta en Bear Creek para la salida del sol. Aún así confiaba en recuperar el condenado oro y regresar a tiempo de salvar unas cuantas vidas.
Había muchos tipos de aspecto hosco en el Golden Eagle bebiendo y jugando, hablando en voz alta y maldiciendo, y todos ellos interrumpieron sus actividades cuando entré y me dedicaron miradas recelosas. Pero yo no les presté atención y me acerqué a la barra; pronto se olvidaron de mí y el alboroto comenzó de nuevo.
Mientras me bebía un dedito —en vertical— de whisky, alguien se me acercó por detrás y dijo:
—¡Eh tú!
Me di la vuelta y vi un hombre grande, de poderosísima complexión, con barba negra, ojos inyectados en sangre, enorme barriga y dos armas de fuego encima.
—¿Y bien? —dije yo.
—¿Quién eres tú? —preguntó.
—¿Y quién eres tú? —le devolví su pregunta.
—Yo soy Bill Ormond, el sheriff de Wampum —respondió—. ¡Ese soy yo! —y señaló una estrella prendida en su camisa.
—Ah —repuse—. Pues bien, yo soy Breckinridge Elkins de Bear Creek.
Noté que una especie de calma tensa se había adueñado de repente del lugar; los parroquianos dejaron a un lado sus vasos y sus tacos de billar y, ajustándose sus cinturones canana, se fueron congregando a mi alrededor. Ormond frunció el ceño y se peinó la barba con los dedos, se meció sobre sus talones y dijo:
—Tengo que arrestarte —solté de inmediato mi vaso y él se echó hacia atrás gritando—: ¡Hijo, será mejor que no te resistas a la autoridad! —y una especie vibración se propagó entre los hombres que me rodeaban.
—¿Por qué motivo me arresta? —pregunté—. No he quebrando ninguna ley.
—Agrediste a uno de mis ayudantes —dijo, y luego vi a ese tipo, Jackson, detrás del sheriff con la mandíbula vendada. Era incapaz de mover la barbilla para hablar. Todo lo que pudo hacer fue señalarme con el dedo y agitar los puños.
»También descolgaste a un convicto al que acabábamos de ahorcar — prosiguió Ormond—. ¡Quedas arrestado!
—¡Pero yo estoy buscando a un hombre! —protesté—. ¡No tengo tiempo para pleitos!
—Debiste pensar en ello cuando quebrantaste la ley —opinó Ormond—. Dame tu pistola y acompáñame por las buenas.
Una docena de hombres acariciaban sus armas con los dedos, pero no fue aquello lo que me hizo renunciar a la mía. Pá siempre me decía que no me resistiera a los oficiales de la ley. Fue algo instintivo para mí entregarle mi arma a aquel tipo de la estrella de plata. Había algo que no tenía buena pinta, pero estaba un poco desconcertado y siempre he sido lento de entendederas; no soy como esos tipos espabilados de mente lúcida. Así que hice lo que pá siempre me aconsejaba que hiciera.
...y señaló una estrella prendida en su camisa.
Ormond me condujo calle abajo, con un montón de hombres siguiéndonos, y se detuvo frente a un edificio de madera con ventanas enrejadas contiguo a una casucha de tablas. Un hombre salió de esta última con un manojo de llaves y Ormond me dijo que era el carcelero. Así que me introdujeron en la cárcel de madera y todo el mundo se largó con el sheriff; salvo el carcelero, claro, que se sentó en un escalón a la puerta de su choza y se lió un cigarrillo.
No había luz en mi celda; encontré la cama al tanteo y traté de estirarme allí un rato... pero no estaba construida para un hombre de seis pies y medio de altura. Me senté en ella y comprendí al fin el lío infernal en el que estaba metido. En ese momento debía estar persiguiendo a Bigotes Negros o llevando el oro a Bear Creek para salvar las vidas de un puñado de parientes, pero en vez de eso me encontraba en la cárcel y no había manera de salir sin matar a un oficial de la ley. Al amanecer Joel y Erath estarían estrujándose mutuamente el pescuezo, y tío Jeppard llenándoles de plomo a ambos. Era demasiado esperar que el resto de la familia les impidiera masacrarse. Nunca he visto a un clan semejante inmiscuirse en los asuntos privados de sus miembros. Las armas hablarían en todos los rincones de Bear Creek y su población disminuiría con cada descarga. Pensé sobre ello hasta quedar aturdido y luego el carcelero asomó la cabeza por la ventana y me dijo que si le daba cinco pavos iría a buscarme algo de comer.
Tenía cinco dólares que había ganado en una partida de póquer unos días antes y se los di, desapareció como por encanto y al cabo regresó con un bocadillo de jamón. Le pregunté si era lo único que podía conseguir con cinco dólares, y me respondió que el papeo era terriblemente caro en Wampum. Me zampé el emparedado de un solo bocado y añadió que si le daba algo más de pasta me traería otro sándwich. Pero estaba ya sin blanca y se lo dije.
—¿Qué? —exclamó él echándome en la jeta el humo de su cigarrillo a través de los barrotes de la ventana—. ¿No hay más dinero? ¿Y esperas que te alimentemos por la cara? —y con las mismas me insultó y desapareció; al poco rato apareció el sheriff, que mirándome fijamente dijo:
—¿Qué es eso que oído de que pretendes cenar sin dinero?
—No me queda ni un centavo —le confesé y él empezó a proferir atroces maldiciones.
—¿Cómo esperas pagar la multa entonces? —preguntó—. ¿Crees que puedes pernoctar en nuestra cárcel y comer de gorra como si estuvieras en tu casa? ¿Qué clase de criatura egoísta eres tú?
En ese momento, el carcelero terció y dijo que alguien le había dicho que yo tenía un caballo abajo en el establo.
—Bien —dijo el sheriff—. Venderemos el caballo para satisfacer tu multa.
—No puede hacer eso —protesté empezando a enfadarme—. Trate de vender a Capitán Kidd y olvidaré lo que pá me dijo acerca de los servidores de la ley y lo derribaré de un puñetazo.
Me levanté y lo miré con fiereza a través de la ventana, se echó hacia atrás y acarició con los dedos la culata de su revólver. Pero en ese preciso instante vi entrar a un hombre en el Golden Eagle, cuya puerta dominaba yo perfectamente desde la cárcel; el interior del local estaba tan iluminado que la luz se desparramaba por toda la calle. Di un grito que hizo brincar a Ormond del susto. ¡Era Bigotes Negros!
—¡Arreste a ese hombre, sheriff! —grité—. ¡Es un ladrón!
Ormond se volvió y miró, y luego dijo:
—¿Te has vuelto loco, hijo? Ese es Wolf Ashley, mi adjunto.
—Me importa un pito —respondí—. Le robó una bolsa de oro a mi tío Jeppard Grimes arriba en las Humbolts; le he seguido la pista desde Bear Creek. Cumpla su deber y deténgalo.
—¡Cierra el pico! —rugió Ormond—. ¡Nadie puede decirme cómo debo hacer mi trabajo! ¡No voy detener a mi mejor pistolero! Quiero decir... ¡a mi mejor alguacil! ¿Estás tratando de montar jaleo con esa historia? Un rebuzno más y te lleno de plomo ese corpachón.
Dicho lo cual se dio la vuelta y se alejó murmurando:
—Una bolsa de oro, ¿eh?... ¿y no pensaba decirme nada? ¡Ya lo veremos!
—Me senté de nuevo y me devané los sesos con asombro. ¿Qué clase de sheriff era aquel que no arrestaba a un maldito ladrón? Mi cacumen dio vueltas y más vueltas hasta casi echar a perder mi ingenio. El carcelero había desaparecido y cavilaba yo si no habría ido a vender a Capitán Kidd. Me pregunté también qué estaría sucediendo en Bear Creek y me estremecí al pensar en lo que el amanecer dejaría suelto ... Y ahí estaba yo en la cárcel, con aquellos tipos tratando de vender mi caballo, mientras que ese maldito ladrón se paseaba por ahí a sus anchas. Miraba impotente a través de los barrotes de la ventana.
Se estaba haciendo tarde, pero el Golden Eagle estaba lleno a reventar. Podía escuchar la música tronando a lo lejos, a los parroquianos ladrando y disparando sus pistolas al aire y los tacones de sus botas pisando fuerte sobre el entarimado. A punto estuve de venirme abajo, pero en vez de eso empecé a enojarme. Generalmente suelo enfadarme lenta y gradualmente, y antes de alcanzar el punto de locura rabiosa escuché un ruido en la ventana.
Vi una cara pálida mirándome fijamente y un par de pequeñas manos blancas en los barrotes.
—¡Señor! —susurró una voz—. ¡Oh, Señor!
Me acerqué a la ventana y reconocí a la pequeña Betty.
—¿Qué haces aquí muchacha? —pregunté.
—El doctor Richards dijo que estaba en Wampum —susurró—. Confesó que tenía miedo de lo que Ormond haría con usted por habernos ayudado, así que me escabullí en su caballo y cabalgué hasta aquí tan rápido como pude. Jim está tratando de reunir a los muchachos para una nueva incursión, y tía Raquel y las otras mujeres andaban ocupadas con el tío Joab. No había nadie más que pudiera venir, ¡pero tenía que hacerlo! Salvó a tío Joab y no me importa que Jim diga que es usted un forajido y un amigo de Wolf Ashley. ¡Oh, cómo desearía no ser una simple niña! ¡Ojalá supiera manejar un arma para matar a Bill Ormond!
—Esa forma de hablar no es propia de una señorita —dije—. Olvídate de matar a nadie... de todas formas agradezco lo que estás haciendo. Yo tengo algunas hermanas pequeñas... de hecho tengo siete u ocho que recuerde ahora... No te preocupes por mí. Muchos hombres acaban durmiendo en la cárcel en algún momento u otro.
—¡Pero eso no es todo! —se echó a llorar retorciéndose las manos—. Estuve escuchando por la ventana del almacén del Golden Eagle y oí a Ormond y a Ashley hablar de usted. No sé qué quería de Ashley cuando le preguntó a Jim sobre él, pero estoy segura de que usted no es amigo suyo. Ormond lo acusó de haber robado una bolsa de oro sin entregársela, y Ashley dijo que eso era mentira. Luego Ormond dijo que usted se lo había contado y le dijo a Ashley que le daba hasta la medianoche para entregarle el oro, y que de lo contrario Wampum sería una ciudad demasiado pequeña para ambos.
»Entonces se dirigió hacia la barra y oí a Ashley hablar con un amigo suyo, y Ashley dijo que tenía que conseguir un poco de oro de alguna manera u Ormond lo mataría, pero que antes iría a buscarle a usted, señor, por haber mentido acerca de él. ¡Ashley y su banda están en este momento en la trastienda del Golden Eagle planeando irrumpir en la cárcel antes del amanecer y lincharlo a usted!
—Ah —repuse—, el sheriff no permitiría una cosa así.
—¡Pero Ormond no es el sheriff! —exclamó—. Él y sus pistoleros vinieron a Wampum y mataron a toda la gente que trató de hacerles frente, o los hicieron huir a lo alto de las colinas. Nos mantienen apartados allí como ratas, a punto de morir de hambre y atemorizados para que no bajemos a la ciudad. Tío Joab vino a Wampum esta mañana a buscar un poco de sal y ya vio usted lo que hicieron con él. Él es el auténtico sheriff. Ormond sólo es un forajido sanguinario. Él y su banda usan Wampum como lugar de diversión y reunión desde el que salen a saquear y asesinar por toda la región.
—Entonces es a eso a lo que se refería tu amigo Jim —dije lentamente—. Y yo, como un maldito y ciego estúpido pensé que él y Joab y el resto de vosotros erais un hatajo de bandidos, como decían esos falsos alguaciles.
—Ormond le robó la estrella a tío Joab y se hizo pasar por el sheriff para engañar a los forasteros —sollozó la pequeña—. La gente honesta que queda en Wampum está demasiado asustada para decir nada. Él y sus pistoleros controlan toda esta parte de la región. Tío Joab envió a un hombre al Este para buscar ayuda en los asentamientos a lo largo de Buffalo River, pero nunca vino nadie y, por lo que he escuchado esta noche, creo que Wolf Ashley lo emboscó y lo asesinó en alguna parte al este de las Humbolts. ¿Qué podemos hacer?
—Coge el caballo del doctor Richards y galopa hasta Grizzly Mountain —le pedí—. Cuando llegues allí dile al doctor que debe regresar rápidamente a Wampum, porque va a tener mucho trabajo a su vuelta.
—Pero, ¿qué hará usted? —exclamó la muchacha—. ¡No puedo irme y dejar que le ahorquen!
—No te preocupes por mí, pequeña —la tranquilicé—. ¡Soy Breckinridge Elkins de las montañas Humbolt, y estoy preparándome para sacudir mi melena al viento! ¡Apresúrate!
Creo que algo en mi expresión la convenció, porque se perdió gimoteando entre las sombras y al instante oí el golpeteo de los cascos de un caballo perdiéndose en la distancia. Entonces me levanté, me aferré a los barrotes de la ventana y los arranqué de cuajo. Luego clavé mis dedos en el antepecho de madera y lo arranqué, y con él tres o cuatro barrotes más; la pared cedió y el techo se desplomó sobre mí, pero me sacudí de encima los escombros y me abrí paso entre los restos como un oso pardo escapando de una trampa.
En ese momento el carcelero llegó corriendo y cuando vio el estropicio que había organizado, se sorprendió tanto que hasta se olvidó de dispararme con su pistola. Así que arreé con él y derribé la puerta de su choza usando su cabeza como ariete, para dejarlo luego tirado entre los restos de madera astillada.
A continuación me fui derechito al Golden Eagle y en esto llegó un tipo galopando calle abajo que resultó ser el maldito y falso ayudante Jackson. No podía gritar con la mandíbula vendada, pero en cuanto me vio empezó a voltear su lazo y acertó a colocármelo alrededor del cuello, dando de espuelas a su cayuse[2] con la intención de arrastrarme hasta morir. Pero como vi que había atado rápidamente la soga al cuerno de su silla al estilo de Texas, me agarré a ella con ambas manos y clavé los pies en el suelo; cuando el caballo llegó al extremo de la cuerda, las cinchas reventaron, el animal salió disparado de debajo de la silla y Jackson aterrizó de cabeza en el suelo donde quedó inmóvil.
Me quité el lazo del cuello y seguí mi camino hacia el Golden Eagle con el .45 del carcelero en mi cartuchera. Miré en torno y vi allí a la misma chusma, y a Ormond con su enorme y colgante barriga apoyándose de costado en la barra, rugiendo y fanfarroneando.
Di un paso al frente y grité:
—¡Mírame, Bill Ormond, y tira ese hierro, sucio ladrón!
Se volvió con el rostro demudado, metió mano a su arma y yo le metí seis balas en el cuerpo antes de que golpeara el suelo. Entonces lancé la pistola vacía hacia la aturdida muchedumbre y produjo un rugido ensordecedor cuando impactó con ella como un ciclón de montaña. Los parroquianos comenzaron a aullar y cargaron contra mí, y yo me lié a repartir mamporros a diestro y siniestro derribándolos a todos como bolos en una bolera. Algunos se estrellaron contra la barra, otros aterrizaron debajo de las mesas y unos pocos más impactaron contra los barriles de cerveza apilados. Arranqué la rueda de la ruleta y segué con ella una fila entera de atacantes; luego, por si las moscas, arrojé una mesa de billar contra el espejo situado detrás de la barra. Tres o cuatro fulanos quedaron atrapados bajo ella y repasaron con sus juramentos todo mi árbol genealógico.
Entretanto me lanzaban tajos con sus cuchillos, me golpeaban con sillas y puños americanos y trataban de acribillarme... aunque todo lo que consiguieron con sus armas fue herirse entre ellos, porque eran tantos que se cruzaban en las trayectorias de sus respectivos plomos; pero aquello me iba poniendo cada vez más furioso. Puse mis manos encima de todos los que pude cazar y el sonido de sus cabezas chocando entre sí era música para mí. También hice un buen trabajo lanzándoles de cabeza contra las paredes, y además golpeé con ganas a varios de ellos contra el piso y rompí todas las tablas con sus huesos. En el enfrentamiento cuerpo a cuerpo toda la barra se derrumbó, los estantes de detrás se vinieron abajo cuando estampé a un tipo contra ellos y el contenido de las botellas regó todo el piso. Una de las lámparas también se descolgó del techo, que empezaba ya a resquebrajarse y ceder, y todo el mundo comenzó a gritar «¡fuego!» y salió corriendo por las puertas o saltó por las ventanas.
En apenas un segundo me encontraba solo —salvo por los que pasaban huyendo junto a mí— en la cantina en llamas. Me dirigía hacia una puerta, cuando vi una bolsa de piel de ante en el suelo junto a un montón de otras pertenencias que habían caído de los bolsillos de los parroquianos, cuando los volteé sujetándoles por los pies y los lancé contra la pared.
La recogí, aflojé un poco el nudo y un hilillo de oro en polvo se derramó en mi mano. Comencé a buscar el cuerpo de Ashley por el piso, pero no estaba allí... sino que me vigilaba desde el exterior, porque miré y lo vi justo cuando me disparó con su .45 desde la trastienda, que aún no estaba muy afectada por el fuego. Me lancé tras él ignorando su siguiente proyectil —que me impactó en el hombro—, lo agarré, le arrebaté el arma y la tiré lejos de él. Sacó un puñal y trató de clavármelo en la ingle, pero sólo me rajó el muslo, así que lo mandé volando al otro extremo de la estancia, donde golpeó la pared con tanta fuerza que su cabeza pasó a través de las tablas.
Entretanto, las llamas se habían propagado por la parte frontal del salón principal, así que no podía salir por allí. Me disponía a usar la puerta trasera de la estancia en la que me encontraba, pero tuve la visión fugaz de unos tipos acuclillados frente al umbral esperando para agujerearme en cuanto asomara la gaita. Así que aporreé una sección del muro en el otro extremo del local, y en ese preciso instante el techo se vino abajo tan estrepitosamente que los tipos no me oyeron llegar, así que caí sobre ellos por detrás y golpeé sus cabezas hasta que la sangre les chorreó por los oídos, luego les pisoteé la barriga y les arrebaté sus recortadas.
Entonces me percaté de que alguien me disparaba aprovechando la claridad de las llamas que envolvían el saloon, y vi que una turba espontánea se había emboscado al otro lado de la calle, así que empecé a disparar mis escopetas sobre el grueso de la misma y los tiradores huyeron profiriendo juramentos de grueso calibre. Y mientras corrían hacia un extremo de la ciudad, otra banda irrumpió por el opuesto gritando y disparando; ya sustituía un cartucho vacío por otro cuando uno de ellos gritó:
—¡No dispares Elkins, somos amigos! —Y vi que se trataba de Jim y del doctor Richards, seguidos por un montón de tipos que nunca antes había visto.
Corrían como locos tras la banda de Ormond, aullando y jaleando, y el mismo camino hacia el bosque que los forajidos tomaron fue toda una declaración de rendición. No deseaban pelear en absoluto.
Jim se detuvo, contempló los restos de la cárcel y las ruinas del Golden Eagle y meneó la cabeza como si no pudiera creer lo que veía.
—Veníamos dispuestos a realizar un último sacrificio para expulsar a los forajidos de nuestra ciudad —explicó—. Nos cruzamos con Betty por el camino y nos dijo que eras amigo y un hombre honesto. Esperábamos encontrarte aquí a tiempo para salvarte de ser ahorcado —volvió a sacudir la cabeza con expresión de desconcierto. Luego dijo—: Oh, por cierto, me olvidaba. Cuando veníamos hacia aquí nos encontramos a un hombre en el camino que nos dijo que andaba buscándote. Como no sabíamos quién era lo atamos y lo trajimos con nosotros. ¡Muchachos, traed al prisionero!
Acercaron al tipo, que iba atado a su silla, y se trataba nada menos que de Jack Gordon, el hermano menor de Joel y el pistolero más rápido de Bear Creek.
—¿Qué pretendes siguiéndome? —pregunté irritado—. ¿Ha empezado ya la trifulca y Joel te ha enviado en mi busca? Bueno, ya sé que llego tarde, de hecho ya me disponía a regresar a Bear Creek. No podré estar allí al amanecer, pero a lo mejor llego a tiempo de impedir que mueran todos. ¡Aquí está el condenado oro de tío Jeppard! —y agité la bolsa de piel en sus narices.
—¡Pero ése no puede ser! —dijo—. ¡He venido siguiéndote todo el camino desde Bear Creek, tratando de darte alcance para decirte que el oro ha sido encontrado! Tío Jeppard, Joel y Erath se reunieron y todo quedó explicado y arreglado... ¿dónde conseguiste ese oro?
—Pues no sé... quizá los amigos de Ashley lo reunieron para poder dárselo a Ormond y evitar que lo matara por habérselo ocultado a su jefe —repuse—. Lo que sí es seguro es que su propietario no podrá darle ningún uso por ahora, y apuesto a que también fue robado. Le daré este oro a Betty —continué—. Ella más que nadie merece una recompensa. Y dándoselo a ella siento que, después de todo, algo bueno habrá tenido esta búsqueda inútil.
Jim miró a su alrededor, fijándose en las ruinas del lugar de reunión de los forajidos, y murmuró algo que no entendí.
—Dijiste que el oro de tío Jeppard había aparecido... ¿dónde diablos estaba? —le pregunté a Jack.
—Bueno —respondió—, el pequeño General William Harrison Grimes, el hijo menor de Joash Grimes, vio a su abuelo esconder el oro debajo de la roca y lo sacó de allí para jugar con él. Usó las pepitas como proyectiles para su tirachinas —explicó Jack—, y fue muy curiosa la forma en que reventó con ellas a una serpiente de cascabel... ¿qué estaba contándote?
—Nada... —dije entre dientes—. Nada que sea conveniente repetir, de todos modos.
—Bueno —atajó él—, si ya te has divertido bastante, creo que va siendo hora de que te dispongas a regresar conmigo a Bear Creek.
—Pues yo no lo creo —respondí—. Ahora me toca preocuparme de mis propios asuntos. Esta mañana temprano le dije a Gloria McGraw que me ligaría a una moza de ciudad y por Dios que hablaba en serio. Vuelve a Bear Creek, y si ves a Gloria dile que me dirijo a Chawed Ear, donde las chicas guapas son abundantes como las abejas alrededor de un manzano.