Todo transcurrió plácidamente para mí durante más o menos un mes después de mi regreso a Bear Creek. Vino gente desde muy lejos para ver a Capitán Kidd y escucharme contar la historia de mi paliza a Wild Bill Donovan, y las lujosas ropas que lucía causaron una impresión muy agradable en Ellen Reynolds. Los únicos moscones en el pastel eran Jim, hermano de Joel Braxton, el viejo de Ellen y mi tío Garfield Elkins, pero de él hablaré plus tard, como dicen los franchutes.
El Viejo Braxton no me gustaba mucho, pero había aprendido bien la lección tratando con el viejo McGraw. Él no me preocupaba y Ellen no era ni la mitad de susceptible al respecto que Gloria. Pero tenía mis dudas respecto a Jim Braxton. Lo disuadí de flirtear con Ellen, y lo hice de forma un tanto violenta, pero no podía asegurar que no estuviera rondándola furtivamente y cortejándola a mis espaldas; tampoco sabía con exactitud qué pensaba ella de él. Sin embargo estaba haciendo progresos cuando el tercer moscón cayó en el pastel.
Un tío de pá, Garfield Elkins, llegó de Texas para visitarnos.
Y eso no fue lo peor, pues la diligencia que lo llevaba fue asaltada en el tramo entre Grizzly Run y Chawed Ear por unos bandidos embozados, y el tío Garfield, que no era capaz de olvidar sus años locos de pistolero hacía seis u ocho lustros, sacó a pasear su vieja pistola de chispa como si tal cosa fuese aconsejable. Por alguna razón, en lugar de darle matarile le atizaron en la cabeza con el cañón de un .45, y cuando recuperó el conocimiento traqueteaba con los demás pasajeros camino a Chawed Ear, pero sin su dinero ni su reloj.
Fue precisamente su reloj lo que causó el problema. Ese trasto lo había heredado de su abuelo allá en Kentucky, y el tío Garfield le proporcionaba más cuidados de los que procuró a sus propios parientes.
Cuando llegó a Bear Creek comenzó a aullar inmediatamente sus penas a las estrellas como un lobo con dolor de barriga. Y desde entonces no le oímos hablar de otra cosa. Yo vi el peluco y me pareció muy poca cosa. Era grande como mi puño y estaba rematado por una llave que tío Garfield perdía y buscaba continuamente. Pero era de oro macizo, y él decía que era una pieza de anticuario, sea lo que sea tal cosa. Casi volvió loca a toda la familia.
—Un puñado de granujas, tan grandes como tú, rodeando y zarandeando a un pobre viejo para robarle todos sus bienes —se quejaba con amargura—. Si alguien hubiera abusado de mi tío de esa manera cuando yo era un gallito joven, me habría echado al camino y no hubiera descansado hasta recuperar el reloj y escarmentar a la mofeta que lo golpeó. Pero los muchachos de hoy en día... —y así una y otra vez, hasta que deseé hundir la cabeza de aquel viejo asno en un barril de licor de maíz.
—Breckinridge —me dijo finalmente pá mesándose la barba—, he aguantado el berrinche del tío Garfield lo mejor que he podido. Quiero que vayas a buscar su maldito reloj y que no vuelvas sin él.
—¿Y cómo voy a saber yo dónde buscar? —protesté—. El tipo que lo hizo puede estar en California o en México a estas alturas.
—Soy consciente de las dificultades —repuso pá—, ¿pero no estabas ávido de correr aventuras que te dieran fama y renombre en el Estado?
—Ya habrá tiempo para eso —contesté—. Ahora estoy interesado en cortejar a una chica, y no quiero renunciar a ella por una búsqueda inútil.
—¡Vaya! —repuso pá—, lo hago sólo por nuestra salud mental. Si tío Garfield sabe que alguien está fuera buscando su maldito reloj, tal vez pueda darnos al resto un poco de tregua. Te irás, y si no logras encontrar ese reloj, no regreses hasta que tío Garfield se haya marchado.
—¿Cuánto tiempo pretende quedarse? —pregunté.
—Bueno —dijo pá—, las visitas de tío Garfield suelen durar un año por lo menos.
A lo que respondí de forma bastante airada:
—¿Tengo que estar fuera de casa un año? Si hago eso, pá, Jim Braxton me robará a Ellen Reynolds en cuanto me vaya. He cortejado a esa chica hasta casi caer muerto. He zurrado a su viejo tres veces, y ahora, cuando estoy a punto de conseguirla, tú me dices que tengo que marcharme y dejarla durante un año con ese condenado Jim Braxton sin competencia alguna.
—Tendrás que elegir entre esa Ellen Reynolds y tu propia carne y sangre —exigió pá—. Me volveré loco si tengo que seguir escuchando los graznidos de tío Garfield durante más tiempo. Eres libre para decidir por ti mismo... pero si no eliges hacer lo que te pido, te llenaré el pellejo de perdigones cada vez que te vea de hoy en adelante.
Pues bien, el resultado fue que al rato cabalgaba yo malhumorado alejándome de casa y de Ellen Reynolds hacia Dios sabe dónde podría encontrarse el maldito reloj de tío Garfield.
Pasé junto a la cabaña de Braxton con la intención de advertir a Jim sobre sus acciones durante mi ausencia, pero no vi su silla de montar sobre la cerca del corral, así que deduje que no se encontraba allí. Por lo tanto, desafié a toda su sangre disparando una bala del .45 a través de la ventana que hizo que la pipa de maíz del viejo Braxton saliera disparada de su boca. Eso me calmó un poco, pero sabía muy bien que Jim iría directo a la cabaña de los Reynolds un segundo después de perderme de vista. Podía imaginármelo atracándose con la miel y la carne de oso de Ellen y presumiendo de ello. Me consolaba pensando que ella notaría la diferencia entre un orgulloso tragaldabas como él y un joven tranquilo y modesto como yo, que aunque sin duda era el hombre más grande y el mejor luchador de la Humbolts, nunca se jactó de ello.
Tenía la esperanza de encontrar a Jim en algún lugar del bosque mientras recorría mi camino, pues mi intención era hacerle algo que entorpeciera un poco su cortejo mientras yo estaba fuera —como partirle una pierna o algo así—, pero la suerte no estuvo de mi lado.
Marché en dirección a Chawed Ear, y unos días más tarde me encontraba cabalgando con sombría grandeza a través de una región a buena distancia de Ellen Reynolds. Nadie fue capaz de decirme nada en Chawed Ear, así que pensé que tal vez debería peinar la comarca desde allí a Grizzly Run. De todos modos, probablemente nunca encontraría a esos condenados bandidos.
Pá siempre dice que la curiosidad mató al gato, pero nunca puedo oír el rugido de las armas en las montañas sin desear averiguar quién anda matando a quién. Y así fue como esa mañana, al escuchar hablar a los fusiles entre los árboles,' tironeé de Capitán Kidd, abandoné el camino y me dirigí directo al jaleo.
Un oscuro camino serpenteaba entre arbustos y grandes peñascos; el tiroteo se intensificaba conforme ascendía. Pronto salí a un claro y, nada más hacerlo, ¡bang!, alguien oculto en la espesura me disparó y una bala del .45-70 tajó profundamente mis dos riendas. Devolví el fuego al instante con mi .45 aprovechando el atisbo de algo que se movía entre los arbustos, y un hombre soltó un juramento y salió a campo abierto retorciéndose las manos. Mi bala había golpeado la cerradura de su Winchester tan fuertemente, que cerca estuvo de arrancarle las manos.
—Deja de berrear de una vez —le ordené secamente apuntando mi Colt a su boca abierta—, y explícame por qué acechas a los viajeros inocentes.
Dejó de retorcerse los dedos y, sin dejar de gemir, dijo:
—Pensé que eras Joel Cairn, el forajido. Tienes su mismo tamaño.
—Bueno, pues no lo soy —repuse—. Soy Breckinridge Elkins de Bear Creek. Cabalgué hasta aquí para averiguar qué significa este tiroteo.
Las armas rugían entre los árboles detrás del tipo y alguien gritó demandando información.
—No ocurre nada —contestó él—. Sólo un malentendido —y dirigiéndose a mí—: Me alegro de conocerte, Elkins. Necesitamos a un hombre como tú, yo soy Dick Hopkins, sheriff de Grizzly Run.
—¿Dónde está tu estrella? —le pregunté.
—Se me cayó entre la maleza —explicó—. Yo y mis ayudantes hemos perseguido a Tarántula Bixby y su banda durante un día y una noche; los tenemos acorralados en una vieja cabaña abandonada en una hondonada más allá. Los chicos los están disparando ahora. Yo te oí subir por el sendero y me acerqué furtivamente a ver quién eras. Como ya te dije, te confundí con Cairn. Ven conmigo. Puedes sernos de mucha utilidad.
—Yo no soy alguacil —dije—. No tengo nada en contra de ese «Farándula» Bixby.
—Bueno, pero querrás colaborar con la ley, ¿no es así? —repuso.
—Pues no —contesté.
—¡Caramba, vaya genio! —se lamentó—. Que me aspen si no eres un ciudadano del demonio. ¡El país se va al carajo! ¿Qué posibilidades tiene un hombre de bien?
—Oh, cierra el pico —protesté—. Iré a ver el jaleo de todos modos.
Así que recogió su arma y yo até a Capitán Kidd y seguí al sheriff a través de los árboles hasta que llegamos a unas rocas; había cuatro hombres tras ellas y disparaban a una hondonada. La colina se inclinaba en la distancia con una fuerte pendiente hasta formar una pequeña hoya rodeada por completo de escarpes. En medio de aquel cuenco había una cabaña, y de las juntas entre sus troncos surgían volutas de humo.
Los hombres apostados tras las rocas me miraron con sorpresa y uno de ellos dijo:
—¿Quién demonios es éste?
—Muchachos, os presento a Breck Elkins —respondió el sheriff frunciendo el ceño—. Ya le he contado que formamos parte de una patrulla procedente de Grizzly Run, y cómo cercamos a Tarántula Bixby y a dos de sus cortapescuezos en aquella cabaña.
Uno de los ayudantes estalló en una sonora carcajada, Hopkins lo miró y preguntó:
—¿Se puede saber qué te hace tanta gracia, hiena moteada?
—He mascado tabaco y eso siempre me pone histérico —murmuró el ayudante mirando para otro lado.
—Levanta la mano derecha, Elkins —me ordenó Hopkins, y cuándo así lo hice, pregunté para qué y empezó a recitar:
—¿Juras decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad e pluribus unum, anno domini, aqua et igni interdictus, es decir, el status quo?
—¿De qué demonios estás hablando? —pregunté.
—Lo que Dios ha hecho pedazos que no lo reúna el hombre —dijo solemnemente Hopkins—. Cualquier cosa que digas será usada en tu contra y que el Señor se apiade de tu alma. Eso significa que ya eres alguacil. Acabo de tomarte juramento.
—Anda y siéntate en un cactus —resoplé disgustado—. Ve a capturar tus propios ladrones. Y no me mires así; podría doblarte el cañón de mi pistola en el cráneo.
—Pero, Elkins —suplicó Hopkins—, con tu ayuda podemos cazar a esas ratas fácilmente. Todo lo que tienes que hacer es ponerte tras esta roca grande de aquí y disparar a la cabaña para mantenerlos ocupados hasta que podamos acercarnos furtivamente y hacerlos salir por detrás. Mira, la vegetación se extiende hasta prácticamente el pie del talud en el otro lado y nos cubrirá. Podemos hacerlo fácilmente con alguien distrayendo su atención aquí arriba. Te daré parte de la recompensa.
—No quiero dinero manchado de sangre —le dije retrocediendo—. Y además... ¡Ay!
Me aparté por un instante de la gran roca tras la cual me había ocultado, y una bala de un .30-30 me atravesó los pantalones chamuscándome las posaderas.
—¡Malditos cabrones! —grité rojo de ira—. ¡Dadme un rifle! ¡Voy a enseñarles yo a esos a disparar a un hombre por la espalda! ¡Y vosotros, cogedlos por detrás mientras les distraigo con una serenata de plomo caliente!
—¡Buen chico! —exclamó Hopkins—. ¡No te arrepentirás de esto!
Me pareció escuchar una risilla disimulada mientras se alejaban furtivamente, pero no le di importancia. Observé con cautela el entorno de la gran roca y comencé a regar de plomo la cabaña. Todo lo que pude utilizar como blanco para apuntar, fueron las nubes de humo que evidenciaban las grietas a través de las que disparaban, pero a juzgar por los juramentos y maldiciones que empezaron a surgir de la cabaña, debí encajarles unos cuantos plomazos muy cerca.
Continuaron disparando y las balas zumbaban e impactaban sobre las rocas mientras yo vigilaba la pendiente en busca de alguna señal del sheriff Hopkins y su patrulla. Mas todo lo que oí fue el ruido de caballos al galope alejándose hacia el Oeste. Me pregunté de quién se trataría, y aguardé expectante la aparición de la cuadrilla en la pendiente opuesta sorprendiendo a aquellos desgraciados por la retaguardia; y cuando estiraba el cuello por el borde de la roca... ¡Whang! Una bala se estrelló contra ella a escasas pulgadas de mi jeta y una esquirla de piedra me arranco un trozo de oreja. No hay cosa que me cabree más que recibir un disparo en el oído.
Lo vi todo de color rojo y ni siquiera fui capaz de devolver el plomazo. Un insignificante rifle no podía satisfacerme. De pronto reparé en que la gran roca frente a mí descansaba justo al borde de la ladera, con su parte inferior parcialmente enterrada. Dejé a un lado el rifle, flexioné las rodillas, extendí los brazos y me abracé a ella.
Me enjugué el sudor y la sangre de los ojos y grité de modo que cualquiera en la hondonada pudiera oírme:
—¡Voy a daros la oportunidad de rendiros! ¡Salid con las manos en alto!
Se carcajearon fuerte y burlonamente, y yo les contesté:
—¡Muy bien, pollinos de cola anillada! Si quedáis espachurrados como una tortilla será sólo culpa vuestra. ¡Ahí va un regalito!
Y me dispuse a empujar con todas mis fuerzas. Las venas se hincharon en mis sienes y mis pies se hundieron en el suelo, pero la tierra cedió y crujió alrededor de la gran roca; ésta gimió de pronto y echó a rodar pesadamente.
Un confuso griterío surgió de la cabaña. Me oculté detrás de un arbusto, pero los bandidos estaban demasiado sorprendidos para dispararme. La enorme roca rodaba cuesta abajo aplastando matojos y ganando velocidad conforme caía... y la cabaña estaba justo en su trayectoria.
Salvajes alaridos llenaron el aire, la puerta se abrió violentamente y una silueta se hizo visible. Justo cuando se disponía a salir al exterior disparé sobre ella, el tipo gritó y volvió a meterse como haría cualquiera si una bala del .45-90 le vuela el sombrero. Un instante después el atronador peñasco impactó contra la cabaña: ¡Bum! La golpeó en un costado como una bola de bowling abriendo un agujero en la pared; toda la estructura se vino abajo en medio de una nube de polvo, corteza y astillas.
Corrí pendiente abajo, y por los gritos que surgían bajo las ruinas deduje que no todos habían muerto. —¿Os rendiréis ahora? —grité.
—¡Sí, maldita sea! —aullaron—. ¡Pero sácanos de debajo de los restos de la avalancha!
—Arrojad lejos vuestras armas —ordené.
—¿Cómo demonios podríamos arrojar nada? —gritaron airados—. Estamos inmovilizados por un montón de piedras y tablas; moriremos espachurrados. ¡Ayuda, por amor de Dios!
—Cerrad el pico —dije—. ¿Me habéis oído a mí lloriquear de esa manera?
Pues bien, en vez de colaborar, se limitaron a gemir y a quejarse mientras yo retiraba los escombros acumulados sobre ellos. Pronto vi una pierna enfundada en una bota y, tirando de ella, liberé a la criatura a la que estaba sujeta; su aspecto me recordó mucho al que se le quedó a mi hermano Buckner después de aquella pelea con un león de montaña por una apuesta. Retiré la pistola de su cinturón, lo acosté en el suelo y Fui a sacar a los otros. Eran tres en total, les despojé de sus armas y los tendí formando una hilera.
Sus ropas estaban hechas una pena y ellos seriamente magullados y arañados, con sus cabezas erizadas de astillas pero sin ninguna herida seria. Recuperaron el resuello, se sentaron y uno de ellos comentó: —Éste es el primer terremoto que he sufrido en esta región. —No ha sido un terremoto —dijo otro—. Ha sido una avalancha. —Escucha, Joe Partland —replicó el primero rechinando los dientes—. Dije que fue un terremoto, y no soy hombre al que se pueda tachar de mentiroso...
—¡Oh, y no lo eres! —contestó el otro estirándose—. Bueno, déjame decirte algo, Frank Jackson...
—No tengo tiempo para debates —les advertí severamente—. En cuanto a esa roca de ahí, yo mismo la eche a rodar. Me miraron boquiabiertos.
—¿Quién eres tú? —dijo uno de ellos enjugándose la sangre de la oreja. —Eso no importa —les espeté—. ¿Veis este Winchester de aquí? Pues bien, permaneced tranquilos y calladitos. Tan pronto regrese el sheriff os entregaré a él. Sus bocas se abrieron al unísono de par en par. —¿El sheriff?, ¿qué sheriff? —Dick Hopkins, de Grizzly Run —contesté. —¡Condenado estúpido! —vociferó indignado.
—¡Silencio! —ordené clavándole el cañón del fusil; se dejó caer, temblando y totalmente pálido; casi no podía hablar.
—¡Escúchame! —jadeó sin aliento—. ¡Yo soy Dick Hopkins! ¡Soy el sheriff de Grizzly Run! Estos caballeros son mis ayudantes.
—¿Ah, sí? —respondí con sarcasmo—. ¿Y quiénes eran los tipos que os disparaban desde los matorrales?
—Tarántula Bixby y su banda —contestó—. Los estábamos siguiendo cuando nos emboscaron y, sorprendidos y superados en número, buscamos cobijo en esta vieja cabaña. Robaron el banco de Grizzly Run anteayer. ¡Y ahora están más lejos de aquí cada minuto que pasa! ¡Oh, Judas Iscariote! De todos los burros estúpidos y descerebrados...
—¡Eh, eh, un momento! —repliqué cínicamente—. Debes pensar que no tengo muchas luces pero, si tú eres el sheriff, ¿dónde está tu estrella?
—Estaba en mis tirantes —dijo con desesperación—. Cuando me arrastraste de la pierna para sacarme se engancharon con algo y se rompieron. Si me dejas buscar entre los escombros...
—¡Quietecito ahí! —ordené—. No vas a engañarme; tú eres Tarántula Bixby. Eso me dijo el sheriff Hopkins. Él y su patrulla estarán aquí en un momento. Aguardad tranquilos y en silencio.
Permanecimos allí, y el tipo que aseguraba ser el sheriff se lamentó, se tiró de los pelos y derramó algunas lágrimas; los otros trataron de convencerme de que eran alguaciles hasta que me cansé de su cháchara y les amenacé con amoldarles el Winchester sobre la cabeza. Me pregunté por qué Hopkins y sus hombres no llegaban y empecé a ponerme nervioso, y al fin el tipo que decía ser el sheriff dio un grito que me sobresaltó y casi lo disparo; tenía algo en la mano y no paraba de agitarlo.
—¡Aquí está! —gritó tan fuerte que su voz se quebró—. ¡La encontré! ¡Debió engancharse en mi camisa cuando mis tirantes se rompieron! ¡Mírala, condenado osezno montañés!
Miré y mis carnes se estremecieron. Era una brillante estrella de plata.
—Hopkins dijo que la había perdido —repuse débilmente—. Tal vez tú la encontraste entre la maleza.
—¡Sabes demasiado! —gritó—. Eres uno de los hombres de Bixby. Te quedaste aquí para entretenernos mientras Tarántula y los demás escapaban. ¡Te caerán noventa años por esto!
La sangré se me heló en las venas al recordar sus caballos al galope. ¡Me habían engañado! ¡Aquel era el sheriff bueno! ¡El matón barrigón que me disparó era Bixby en persona! Y mientras yo retenía al sheriff auténtico y su patrulla, los forajidos huían de la región. Había hecho el primo.
—Será mejor que me des el arma y te entregues —opinó Hopkins—. Si lo haces tal vez no te cuelguen.
—¡Quieto ahí! —gruñí—. Soy el tonto más grande que haya montado alguna vez un mustang, pero incluso los idiotas tienen su corazoncito. Pá me dijo que nunca me resistiera a un oficial, pero éste es un caso especial. No vas a ponerme a la sombra sólo porque cometí un error. Voy a subir esa cuesta pero no os quitaré ojo. Dejaré vuestras armas allá arriba entre la maleza. Si alguien hace ademán de ir por ellas le llenaré la mano de plomo.
Entonaron un coro de odio conforme me retiraba, pero permanecieron tranquilamente sentados. Subí la cuesta de espaldas hasta alcanzar el borde; entonces di media vuelta, me interné entre los matorrales y corrí. Los oí proferir terribles juramentos en la hondonada mas no me detuve. Llegué adonde había dejado a Capitán Kidd, me ahorcajé sobre él y lo espoleé, dando gracias porque aquellos forajidos tuvieran demasiada prisa para robármelo... aunque dudo que él lo hubiera permitido. Arrojé bien lejos el rifle de Bixby y me dirigí al Oeste.
Decidí cruzar el Thunder River en Ghost Canyon y me interné en la salvaje región montañosa que se extiende más allá. Calculé que allí resistiría indefinidamente a cualquier patrulla. Forcé a Capitán Kidd a un galope tendido, maldiciendo mis riendas seriamente dañadas por la bala de Bixby. No tenía tiempo de arreglarlas y Capitán era un diablo con mandíbulas de hierro.
El animal sudaba escandalosamente cuando al fin vislumbré el lugar que buscaba. Cuando coroné la cresta del cañón y antes de descender hacia el cruce, miré hacia atrás. Una profunda muesca tajaba las colinas a pocas millas detrás de mí, y en ese momento tres jinetes se destacaban allí recortándose contra el parche de cielo a su espalda. Me lamente amargamente. ¿Por qué no habría tenido el suficiente juicio para suponer que Hopkins y sus hombres tendrían caballos atados en algún lugar cercano? Jalearon a sus monturas y me siguieron, figurándose que mi destino era la región más allá de Thunder River. Era el único lugar al que podía ir.
Como no deseaba una interminable pelea con la patrulla de ningún sheriff, descendí al galope por la inclinada pared del cañón, chafando los arbustos... y me detuve en seco. El Thunder River lo arrasaba todo a su paso... lamiendo las riberas de su estrecho cauce, hirviente y espumante, desencadenado un aguacero sobre nuestras cabezas. Ningún caballo fue parido por yegua para nadar. Ni siquiera Capitán Kidd, aunque resopló gallardamente y parecía dispuesto a intentarlo.
No podía hacer más que una cosa y la hice. Tironeé de las riendas de Capitán Kidd, di media vuelta y seguí la ascendente del cañón. Cinco millas aguas arriba existía otro paso, con un puente... si el río no lo había arrastrado. Y aunque lo hubiera respetado... ¡con la suerte que tenía! «En menudo lío me ha metido el maldito reloj de tío Garfield», pensé con amargura. Justo cuando había renunciado a Gloria McGraw para casarme con Ellen Reynolds, ahí estaba yo cargando con aquel mochuelo y convertido en un prófugo de la justicia. Me hervía la sangre sólo de pensar en cómo se reiría Gloria de mí.
Tan ensimismado estaba en aquellos momentos que no le presté atención a mi entorno, mas de repente escuché un ruido delante de mí, por encima del estruendo del río y el tronar de los cascos de Capitán Kidd sobre el lecho rocoso del cañón. Nos aproximábamos a una curva en la quebrada donde una cresta baja discurría a lo largo de la pared del cañón, y más allá de la curva oí el rugido de las armas. Tironeé de las riendas... ¡y se partieron en dos!
Al instante, Capitán Kidd apretó los dientes y se desbocó, como hace siempre que tiene la oportunidad. Se dirigió directamente hacia los arbustos en el extremo de la cresta, y yo me incliné hacia adelante y traté de asir el bocado con los dedos. Pero todo lo que conseguí fue desviarlo de su curso. En vez de seguir por el lecho del cañón pegado al borde de la cresta, se aupó directamente al ribazo, que se inclinaba por ese costado; el otro lado no tenía talud y caía abruptamente a tierra. Atisbé desde allí a cinco hombres agazapados entre los arbustos en el suelo del cañón, con armas en sus manos. Levantaron la vista y... Capitán Kidd enderezó sus patas delanteras, avanzó hasta detenerse al borde del escarpe y, súbitamente, hundió su cabeza y me lanzó de cabeza sobre ellos.
El tacón de mi bota golpeó la cabeza de alguien y la espuela se le quedó marcada en la frente. Aquello frenó en parte mi caída, que fue amortiguada por otro tipo que quedó en un estado bastante lamentable y que no tuvo, en consecuencia, participación en el asunto. Pero los otros tres cayeron sobre mí gritando de forma brutal y eché mano a mi .45 para descubrir, muerto de vergüenza, que se había caído de la funda cuando fui lanzado.
Así que me incorporé con un pedrusco en la mano y se lo estampé en la cabeza a un tipo que me apuntaba con un arma; tiró su pistola y caí sobre él. En ese momento uno de los supervivientes se echó al hombro un rifle de matar búfalos y me apuntó con él; entonces, temiendo herir a su compañero, que me hurgaba la jeta con un cuchillo de caza, se lo pensó mejor y corrió hacia nosotros blandiéndolo como una maza.
El fulano del cuchillo me largó un tajo a las costillas, yo le arreé un mamporro en la barbilla que sonó como si se le hubiera roto la quijada en cuatro cachos. En eso, el otro descargó su rifle sobre mí, pero retiré la cabeza y quebró la culata sobre mi hombro. Irritado por su insistencia en tratar de reventarme el cráneo a golpe de fusil, lo agarré y lo lancé de cabeza contra el acantilado, y supongo que fue así como se partió la sesera y sufrió la «consumación» cerebral.
Entonces me enjugué el sudor de los ojos y miré hacia abajo, en aquel montón de carroña reconocí a Bixby y su banda. Debería haber imaginado que, al igual que yo, se dirigirían a la región salvaje al otro lado del río. ¿A qué otro sitio podrían ir?
En ese preciso instante, unos arbustos cercanos a la orilla del río se separaron y un tipo enorme con barba negra apareció detrás de un caballo muerto. Llevaba un revólver en la mano y se acercó a mí con cautela.
—¿Quién eres tú? —preguntó con suspicacia—. ¿De dónde vienes?
—Soy Breckinridge Elkins —contesté retorciéndome la camisa para escurrir la sangre—. ¿Qué es todo este tinglado, de todos modos?
—Estaba aquí esperando tranquilamente a que el nivel del río bajara para poder cruzar —explicó— cuando llegaron estos tipos y empezaron a disparar. Yo soy un ciudadano honrado...
—Tú eres un mentiroso —repuse con mi habitual diplomacia—. Eres Joel Cairn, el peor forajido de estas colinas. He visto tu retrato en la estafeta de correos de Chawed Ear.
Al oír aquello me apuntó con el .45 y su barba se erizó como los bigotes de un viejo lobo.
—Así que me conoces, ¿eh? —dijo—. Bien, ¿y qué vas a hacer al respecto? Quieres cobrar el dinero de la recompensa, ¿eh?
—Por supuesto que no —respondí—. Ahora mismo yo también soy un prófugo de la justicia. Estoy huyendo de la ley por culpa de esas mofetas de ahí. Tengo una patrulla pisándome los talones.
—¿De veras? —gruñó—. ¿Por qué no lo has dicho antes? Cojamos los caballos de estos inútiles y larguémonos de aquí. ¡Idiotas! Me acusan de traicionarles en el asunto de una diligencia que asaltamos recientemente. He estado evitándolos porque soy un hombre de naturaleza pacífica, pero cayeron sobre mí inesperadamente hace un rato. Derribaron a mi caballo de un disparo; estuvimos intercambiando plomo durante más de una hora sin causarme mucho daño, aunque supongo que con el tiempo me lo habrían hecho. Vamos. Huyamos juntos.
—No, no lo haremos —respondí—. Soy un fugitivo por culpa de las circunstancias, pero no soy ningún bandido asesino.
—Una compañía demasiado desagradable para ti, ¿no es así? —se burló—. Bueno, de todos modos ayúdame a coger un caballo. El tuyo sigue sobre esa cresta. El día es joven aún...
Sacó un gran reloj de oro y lo consultó; era de los que tienen una llave para darles cuerda. Salté como si me hubieran disparado.
—¿De dónde has sacado eso? —grité.
Levantó su cabeza un poco sorprendido, y dijo:
—Es un regalo de mi abuelo. ¿Por qué?
—¡Mientes! —contesté—. Se lo robaste a mi tío Garfield. ¡Devuélvemelo!
—¿Estás loco? —rugió empalideciendo bajo la barba. Me lancé hacia él, viéndolo todo rojo, y ¡bang! Me disparó alcanzándome en el muslo izquierdo. Antes de que pudiera usar su hierro de nuevo estaba encima de él y lo desarmé de un manotazo. La pistola saltó de la mano de Cairn, pero la bala silbó a lo largo de la cresta y Capitán Kidd aulló de rabia y empezó a moverse de un extremo a otro. El forajido aprovechó mi confusión para machacarme la nariz, y con tanta saña que me hizo ver las estrellas; así que le hundí el puño en el vientre y se dobló gruñendo.
Se enderezó extrayendo un cuchillo de su bota con el que me largó un buen tajo en el pecho, también en el brazo y el hombro, además de una patada en la ingle. Cansado, lo levanté en volandas, lo volteé y lo lancé de cabeza contra el suelo y salté sobre él con ambos pies... Y así fue como quedó hecho picadillo.
Recogí el reloj del suelo y me tambaleé sobre la cresta, chorreando sangre a cada paso como un puerco en matanza.
—¡Al fin ha concluido mi búsqueda! —jadeé—. Regresaré junto a Ellen Reynolds, que sin duda aguarda pacientemente el regreso de su héroe...
Fue entonces cuando Capitán Kidd, que había sido herido por el salvaje disparo de Cairn y trataba de despojarse de la silla, trastabilló al borde del ribazo y... ¡cayó sobre mí!
Lo primero que escuché fue el sonido de campanas, que luego se convirtieron en caballos al galope. Me incorporé y me enjugué los ojos de la sangre que manaba de donde la pezuña posterior izquierda de Capitán Kidd me había hendido el cráneo. Y vi al sheriff Hopkins, a Jackson y a Partland acercarse rodeando la cresta. Traté de levantarme y correr, pero mi pierna derecha no respondía. Eché mano de mi arma pero ésta seguía sin estar allí. Me habían atrapado.
—¡Mirad ahí! —gritó Hopkins con los ojos desorbitados. Eso que está ahí tirado es Bixby... ¡y toda su banda! Cielo santo y ese es Joel Cairn. ¿Qué demonios ha ocurrido aquí? Parece un campo de batalla. ¿Y quién es ése que yace ahí? ¡Está tan ensangrentado que es imposible reconocerlo!
—¡Es el palurdo! —gritó Jackson—. ¡No te muevas o te reviento la sesera!
—Ya me han disparado —gruñí—. ¿Va a ser el tuyo peor? El destino me la tiene jurada...
Desmontaron y se me quedaron mirando con asombro.
—Contad los muertos, muchachos —ordenó Hopkins con voz suave y apacible.
—Oh —dijo Partland—, ninguno de ellos está muerto, aunque jamás volverán a ser los mismos hombres. ¡Mirad, Bixby vuelve en sí! ¿Quién ha hecho esto, Tarántula?
Bixby me recorrió con su parpadeante ojo sano hasta reconocerme; entonces lloriqueó y tembló.
—¡Trató de desollarme vivo! —aulló—. ¡No es humano!
Todos me miraron, y todos se quitaron el sombrero.
—Elkins —dijo Hopkins con tono de reverencia—, ahora lo veo todo claro. Te engañaron haciéndote creer que ellos eran la patrulla y nosotros los bandidos, ¿no es así? Y cuando comprendiste la verdad los diste caza, ¿voy bien? Y los despachaste con una sola mano, y a Joel Cairn también, ¿me equivoco?
—Bueno —respondí aturdido—, la verdad es que...
—Lo entendemos —me tranquilizó Hopkins—. Los montañeses son gente modesta. Eh, muchachos, atad a esos forajidos mientras echo un vistazo a las heridas de Elkins.
—Si puedes recuperar mi caballo —le pedí—, debo ponerme en marcha de nuevo...
—¡Demonio de hombre! —exclamó—, ¡no estás en condiciones de cabalgar! ¿Sabes que tienes cinco costillas hundidas, un brazo fracturado, una pierna rota y un balazo en la otra, por no hablar de las cuchilladas en el pecho? Te prepararemos una litera. ¿Qué es eso que llevas en la mano buena?
Recordé de pronto el reloj de tío Garfield que aferraba como garra de muerto. Miré lo que tenía en la mano y me caí de nuevo con un gemido. Todo lo que quedaba era un montón de metal abollado, ruedas y resortes rotas, dobladas y arruinadas más allá de toda descripción.
—¡Sujetadlo! —gritó Hopkins—. ¡Va a desmayarse!
—Dejadme bajo un pino, muchachos —murmuré débilmente—. Y gravad en mi lápida: «Peleó como un jabato, pero el destino le gastó una mala pasada».
Unos días más tarde una melancólica procesión avanzaba por el sendero de Bear Creek. Yo viajaba tumbado en una litera. Les dije que quería ver a Ellen Reynolds antes de morir, y enseñarle al tío Garfield los restos del reloj para que supiera que había cumplido con mi deber.
Cuando nos encontrábamos a unas pocas millas de la cabaña de pá, nos topamos nada menos que con Jim Braxton, que trató de ocultar su satisfacción cuando le dije con voz débil que me moría. Vestía prendas nuevas de piel de gamo y su exuberancia repugnaba a un hombre de mi condición.
—Es una pena, Breck —dijo—, es una pena. Esperaba encontrarme contigo, pero no así, por supuesto. Tu pá me dijo que te preguntara por el reloj de tu tío Garfield si te veía. Pensó que podría cruzarme contigo en mi camino a Chawed Ear para sacar la licencia...
—¿Qué? —exclamé aguzando el oído.
—Sí, Ellen Reynolds y yo vamos a casarnos —contestó—. Bueno, como estaba diciendo, parece que uno de los bandidos que asaltó la diligencia era un tipo cuyo padre era amigo de tu tío Garfield en Texas. Reconoció el nombre en el reloj y lo envió de vuelta; llegó aquí un día después de tu partida...
Dicen que fueron los celos los que me hicieron levantarme de la litera y partirle la mandíbula a Jim Braxton. Lo niego. No soy partidario de tales reacciones mezquinas. Fueron los prejuicios familiares los que me impulsaron. Yo no podía atizarle a tío Garfield; tenía que pegarle a alguien y Jim Braxton era el único hombre a mi alcance.