No dejé de azuzar a Alexander hasta que perdimos totalmente de vista Tomahawk. Entonces moderé el paso e hice examen de conciencia; por cierto que mi ánimo estaba a la altura de los clavos de mis zapatillas, que aún llevaban prendidos jirones de piel de mister O'Tool. Así empezó mi andadura por ésos mundos de Dios para demostrarle a Gloria McGraw que era un tipo con recursos y lograr que me mirara con otros ojos. Sin embargo, ahí estaba yo, sin más ropa que aquellas zapatillas de clavos que me machacaban los pies, y los pantalones de algún vaquero con un enorme parche de piel de ante en el trasero. Aún conservaba mi cinturón canana y el dólar que me diera pá, pues no hubo ocasión de gastarlo. También acarreaba una buena cantidad de plomo en mi pellejo.
—¡Por Dios! —juré levantando un puño hacia el cielo—. ¡No puedo regresar así a Bear Creek y dejar que Gloria McGraw se ría de mí! Me dirigiré a los asentamientos de Wild River y buscaré curro de vaquero, ¡y no volveré hasta reunir suficiente dinero para comprar un par de botas y un caballo!
Saqué entonces mi cuchillo de caza, que colgaba del cinto en su funda, y comencé a extraerme la bala de la cadera y los perdigones de la espalda; la extirpación de estos últimos resultó bastante complicada, si bien no era algo nuevo para mí. Aunque jamás había trabajado de vaquero, tenía mucha experiencia laceando toros salvajes en las Humbolts; esos toros se escapan de los ranchos al pie de las montañas alcanzando más arriba un tamaño extraordinario. Yo y Alexander habíamos tenido muchos encuentros con ellos, y disponía de una reata de la que difícilmente escapaba novillo alguno; estaba aún atada a mi silla y suspiré agradecido porque ninguno de aquellos vaqueros la hubiera robado. Tal vez ignoraban que era una reata de estilo español. La confeccioné yo mismo, y la usé para lacear toros y hasta pumas y osos pardos de los que infestan las Humbolts. Era de piel de búfalo, medía noventa pies y medio de largo y era tan gruesa y pesada como los lazos corrientes; el freno consistía en un pedazo de media libra de hierro forjado en forma de martillo. Supuse que estaba perfectamente cualificado para ser vaquero, aunque no vistiera como tal y montara un mulo.
Así pues me dirigí hacia la región ganadera atravesando las montañas. Ninguna senda discurría por la dirección que tomé, pero conocía bien la situación del Wild River y eso era suficiente para mí. Estaba seguro de que si mantenía mi curso acabaría encontrándolo al cabo de un tiempo. Además, los recodos del camino y las márgenes de los arroyos estaban llenos de arbustos para mantener a Alexander bien alimentado, y plagados de ardillas y conejos que cazar a pedradas. Esa noche acampé en una suave depresión y asé nueve o diez ardillas en una fogata y me las zampé; y aunque aquella cena resultaba escasa para un apetito como el mío, me consolé pensando que al día siguiente quizá me tropezara con un oso o incluso con un novillo extraviado de los ranchos.
Antes del amanecer estaba ya a lomos de Alexander y proseguía mi camino con las tripas vacías, pues parecía que no hubiera un solo conejo en los alrededores, y cabalgué toda la mañana sin ver ninguno. Era una cordillera muy alta, y no vi nada vivo allí salvo algún buitre muy al principio; mas al caer la tarde, crucé una divisoria y descendí a una enorme planicie del tamaño de un condado con manantiales, arroyos y altos pastos en toda su extensión, y tupidos grupos de álamos, abetos y pinos tapizando las laderas. Había cañones, acantilados y montañas a lo largo de todo el borde y el paisaje era más hermoso que el de cualquier otra región que hubiera visto antes; no parecía que nadie viviera allí y tuve la impresión de ser el primer hombre blanco en pisar aquel lugar, aunque en esto me equivoqué como ya se verá.
Pues bien, noté algo curioso mientras descendía la cresta que separaba las colinas desnudas de aquella meseta. Primero me encontré con un gato montés; se acercó a mí brincando a buen ritmo y sin detenerse. Tan solo me dirigió una aviesa mirada de soslayo y continuó hacia la ladera sin desviarse. Después me encontré con un lobo[1] y conté hasta nueve más; todos marchaban en dirección oeste, hacia las laderas. Entonces Alexander dio un bufido y empezó a temblar, y un león de montaña surgió de un bosquecillo de robles negros y nos gruñó por encima del hombro mientras avanzaba a largas zancadas. Todas esas alimañas se dirigían hacia la región desnuda y sin vida que acababa de abandonar, y me pregunté por qué razón cambiaban un lugar tan bueno como aquél por un condenado y baldío pedregal.
Me alarmó el comportamiento de Alexander, porque olfateaba el aire y rebuznaba como si tuviera miedo. Me erguí y olí el aire también, no fuera que las criaturas de antes huyeran de un incendio forestal, aunque no pude oler ni divisar el humo.
Así pues cabalgué ladera abajo hacia la llanura y allí vi más linces, lobos y pumas, todos corriendo en dirección oeste y sin reparar en nosotros. No cabía duda de que los bichos huían en estampida porque estaban asustados de algo, y no podía tratarse de seres humanos pues apenas les inquietó mi presencia; se limitaron a rodearme y siguieron su camino. Después de recorrer unas pocas millas descubrí una manada de caballos salvajes pastoreados por el semental. Era un ejemplar de aspecto imponente, pero parecía tan asustado como el resto de las criaturas.
El sol se ponía y el hambre me torturaba cuando salí a un calvero con un arroyo discurriendo a un lado entre un grupo de sauces y álamos; más allá vi unos grandes acantilados asomando por encima de las copas de los árboles. Y mientras yo vacilaba, preguntándome si debería seguir buscando bichos comestibles o tratar de perseguir a un gato montés o a un lobo, un gran oso pardo surgió de entre unos abetos y se encaminó al Oeste. Cuando reparó en mí se detuvo y gruñó como si estuviera enojado por algo, pero lo pensó mejor y cargó contra nosotros. Así que saqué mi .44 y le disparé en la cabeza; desmonté, desensillé a Alexander y lo dejé vagar a su aire entre la hierba mientras yo desollaba al animal. Entonces corté algunos filetes, encendí una hoguera y me dispuse a calmar mi apetito. No fue un trabajo pequeño, pues no había comido nada desde la noche anterior.
Pues bien, zampaba yo tan tranquilo cuando oí ruido de cascos y al cabo vi seis hombres cabalgando hacia mí desde el Este. Uno de ellos era tan corpulento como yo, pero los demás medirían cerca de seis pies de altura. Por su aspecto eran vaqueros, y el tipo más grande vestía casi tan elegantemente como míster Wilkinson... aunque su camisa era «mono-democrática». Lucía unas lujosas botas, un Stetson blanco y un Colt con cachas de marfil, y lo que parecía ser la culata de una escopeta recortada sobresalía de la vaina de su silla de montar. Era moreno y poseía unos ojos terribles y amenazadores, y una mandíbula con la que podría romper de un mordisco, si quisiera, el radio de una rueda de carro.
Empezó a hablar conmigo en lengua piute, pero antes de que yo pudiera decir nada, uno de sus acompañantes intervino:
—Oye, Donovan, que ése no es indio, mira el color de sus ojos.
—Ya lo veo —repuso el tal Donovan—. Pero lo tomé por un indio al ver su piel tostada por el sol y esos viejos pantalones raídos...
—¿Quién diablos eres?
—Soy Breckinridge Elkins de Bear Creek —contesté anonadado por su magnificencia.
—Yo soy Wild Bill Donovan —dijo él—, mi nombre se pronuncia con escalofríos desde Powder River hasta Río Grande. Justo ahora ando detrás de un caballo salvaje. ¿Has visto alguno?
—He visto un semental que se dirigía al Oeste con su manada —le informé.
—No podía tratarse de él —aseguró Donovan—. El que busco aquí es un pinto: el caballo más grande y diabólico del mundo. Descendió de las Humbolts cuando era un potro, pero recorre las tierras occidentales de extremo a extremo. Es tan malo que no ha conseguido reunir una manada propia. Arrebata yeguas a otros sementales y luego se desplaza en solitario por pura terquedad. Cuando llega a un lugar el resto de criaturas se suben a los árboles más altos.
—¿Quiere decir que los lobos, los pumas y los osos que he visto dirigirse a las altas cumbres, estaban huyendo de ese semental? —pregunté sorprendido.
—Así es exactamente —aseguró Donovan—. Cruzó la cordillera oriental durante la noche, y los animales más prudentes ahuecan el ala por temor a encontrarse con él. No nos llevaba mucha ventaja; llegamos a la cresta hace unas horas, pero perdimos su rastro a este lado de la vertiente.
—¿Cree que podrá atraparlo? —pregunté.
—¡Ja! —se burló Donovan con una risilla nerviosa—. ¡No vive el hombre que pueda atrapar a Capitán Kidd! Simplemente lo estamos siguiendo. Lo hemos estado haciendo durante quinientas millas, manteniéndonos fuera de su vista y esperando atraparlo por sorpresa o algo así. Debemos darle una gran ventaja antes de poder acercarnos o incluso mostrarnos. ¡Nosotros amamos la vida! Ese diablo ha dejado más viudas en este continente que cien caballos juntos.
—¿Cómo lo han llamado? —pregunté.
—Capitán Kidd —dijo Donovan—. El capitán Kidd fue un feroz pirata de antaño. Este caballo es muy parecido a él en muchos aspectos, sobre todo en lo tocante a la moral. Pero acabaré por atraparlo, aunque tenga que seguirlo hasta el Golfo y volver. Wild Bill Donovan siempre consigue lo que se propone, ya sea dinero, mujer o caballo. Ahora escucha, trotamundos: seguiremos rastreando hacia el Norte en busca de pistas de Capitán Kidd. Si ves un caballo pinto tan grande y feroz que te haga dudar si estás despierto o soñando, o si encuentras sus huellas, deja cualquier cosa que estés haciendo, búscanos y cuéntanoslo todo. Mantente vigilante hasta que nos encuentres. De lo contrario te arrepentirás, ¿me oyes?
—Sí señor —le dije—. ¿Han llegado ustedes atravesando la región del Wild River?
—Tal vez sí y tal vez no —contestó con soberbia grandeza—. ¿En qué negocios andas metido, hijo? Me gustaría saberlo.
—En ninguno —contesté—. Pero pensaba ir allí a buscar trabajo de vaquero.
Al oír aquello echó la cabeza hacia atrás y se carcajeó a gusto, coreado por el resto de los tipos; yo estaba muy avergonzado.
—¿Tú buscas trabajo de vaquero? —rugió Donovan—. ¿Con esos pantalones y esos zapatos, sin siquiera una camisa y con ese mulo sarnoso que veo comiendo hierba junto al arroyo? ¡Ja, ja, ja! ¡Mejor será que permanezcas aquí en las montañas a las que perteneces y vivas comiendo raíces, frutos silvestres y liebres como los otros piutes, rojos o blancos! Cualquier ranchero que se precie te correría a plomazos si le pidieras trabajo. ¡Ja, ja, ja! —dijo, y se marchó sin dejar de reír.
Me sentía humillado y estaba empapado de sudor. Aunque resultaba un poco cómico a primera vista, Alexander era un buen animal; además de ser el único bicho capaz de aguantar mi peso durante muchas millas sin rechistar. Era extraordinariamente fuerte y resistente, a pesar de ser un poco tonto y barrigón. Aquello me irritó, pero Donovan y sus hombres se habían marchado ya y las estrellas empezaban a parpadear, así que me preparé algunos filetes de oso y me los comí. El lugar estaba horriblemente silencioso: ni el aullido de un lobo, ni el chillido de un puma... todos estaban al oeste de la cresta, claro. Seguro que esa bestia, Capitán Kidd, tenía a raya a todos los animales carnívoros de la región.
Até en corto a Alexander, me preparé una cama con algunas ramas y la manta de la silla de montar, y me fui a dormir. Me desperté poco después de medianoche con Alexander tratando de meterse en el nido conmigo.
A punto estaba de atizarle en los belfos, loco de rabia, cuando reparé en lo que lo había espantado. Nunca había escuchado un ruido semejante. Se me pusieron los pelos de punta. Era un caballo relinchando, pero era la primera vez que oía gritar así a criatura alguna. Apuesto a que podría oírse a quince millas a la redonda. Sonaba como el relincho de un caballo salvaje combinado con el aullido de un puma hambriento y el de una hoja de acero aserrando un nudoso tronco de roble. Pensé que venía de alguna parte a una milla de mi campamento, pero no estaba seguro. Alexander temblaba y sollozaba totalmente aterrado, y me pisoteó todo el cuerpo mientras trataba de acurrucarse entre las ramas y esconder la cabeza debajo de mi hombro. Traté de alejarlo, pero insistió en quedarse tan cerca de mí como le fue posible, y cuando me desperté a la mañana siguiente, estaba durmiendo con la cabeza apoyada en mi vientre.
Mas debió olvidarse de los relinchos que oyó, o quizá pensó que sólo fue un mal sueño o algo así, pues tan pronto lo dejé libre empezó a mordisquear la hierba y se alejó entre los matorrales con su habitual estupidez.
Cociné algunos filetes de oso y me pregunté si debería buscar al señor Donovan e informarle sobre los relinchos que escuché, pero supuse que también él los habría oído. Cualquier persona que estuviera a una jornada a caballo lo habría hecho. De todas formas, no vi ninguna razón para ser el chico de los recados de Donovan.
No había acabado de desayunar cuando Alexander profirió un rebuzno horripilante, para surgir a continuación de un grupo de árboles y dirigirse a toda prisa hacia el campamento; detrás de él venía el caballo más grande que he visto en mi vida. Alexander a su lado parecía un becerro cebado. Era un pinto —blanco y negro—; se plantó con sus largas y ondulantes crines recortándose contra el sol naciente, me dedicó un relincho desdeñoso que casi me rompió los tímpanos, dio media vuelta y se dirigió de nuevo hacia el bosque sin dejar de comer hierba entretanto; tan insignificante le resultaba mi mulo, que ni siquiera se molestó en perseguirlo.
Alexander llegó temblando al campamento, corrió jadeante y resoplando hacia el fuego y lo pisoteó todo a su paso; luego tropezó con su propia silla que se encontraba por allí y se dejó caer sin parar de rebuznar como si creyera que su vida corría un grave peligro.
Lo atrapé, lo ensillé y lo embridé rápidamente, pero para entonces Capitán Kidd estaba ya fuera de mi vista al otro lado de los árboles. Desaté mi reata y me aventuré en esa dirección; estaba seguro de que ni siquiera Capitán Kidd podría romper ese lazo. Alexander se negó a seguir; se clavó sobre sus patas traseras y rebuznó de forma ensordecedora, pero yo le hablé con severidad y lo convencí de que seria preferible para él enfrentarse al semental que a mí, así que reanudó la marcha aunque de muy mala gana.
Atravesamos el bosquecillo y vimos a Capitán Kidd comiendo hierba en una pequeña pradera un poco más allá, así que avancé hacia él blandiendo mi lazo. Alzó la testa y resopló amenazadoramente: tenía en la mirada la expresión más terrible que haya visto a hombre o a bestia; pero no se movió, se quedó allí observándome con desprecio, así que le lancé mi reata y acerté de pleno rodeándole el cuello; Alexander volvió a clavarse sobre sus patas traseras.
Pues bien, fue como intentar cazar a lazo un rugiente huracán. En el mismo instante en que sintió la reata, Capitán Kidd tomó impulso y embistió furiosamente para liberarse. El lazo aguantó, pero las cinchas de la silla no. Aguantaron lo suficiente para permitir que Alexander se empinara, afirmándose sobre los pies y levantando las manos y, naturalmente, a mí con él; pero justo a la mitad de la voltereta que dimos, ambas cinchas se rompieron.
Yo, la silla y Alexander aterrizamos completamente enredados, pero Capitán Kidd lanzó la silla lejos de nosotros, pues yo había atado rápidamente mi reata al cuerno, al estilo de Texas, y Alexander se separó de mí por el simple procedimiento de patearme violentamente una oreja. También pisoteó mi cara cuando saltó, y al instante siguiente huía dando brincos entre los árboles en dirección a Bear Creek. Como supe más tarde, no se detuvo hasta presentarse frente a la cabaña de pá, donde trató de esconderse bajo la litera de mi hermano John.
Entretanto Capitán Kidd había liberado su cabeza del lazo y se abalanzaba sobre mí con la boca desmesuradamente abierta, las orejas echadas hacia atrás y los ojos y los dientes relampagueando. Yo no quería matarlo, así que me incorporé y corrí en dirección a los árboles. Pero él se acercaba como un tornado y vi que me aplastaría antes de que pudiera llegar a un árbol lo suficientemente grueso al que auparme, así que agarré un arbolito del grosor de mi pierna y lo arranqué de raíz, di media vuelta y se lo rompí en la cabeza cuando se disponía a caer sobre mí con sus patas delanteras.
Virutas de corteza y raíz y astillas de madera volaron por todas partes; Capitán Kidd gruñó, movió los ojos y se sentó sobre sus cuartos traseros. Fue un simple golpecito para él. Si le hubiera arreado a Alexander de la misma manera le hubiera cascado la sesera como si fuera un huevo... y Alexander tenía un cráneo terriblemente grueso, incluso para un mulo.
Mientras Capitán Kidd se sacudía las astillas y virutas de los ojos, corrí hacia un gran roble y me encaramé a él. El animal alcanzó el árbol al instante y le extrajo pedazos tan grandes como tablas de lavar y arrancó a coces la mayor parte de la corteza hasta donde pudo alcanzar; mas era un árbol asombrosamente resistente y aguantó. Luego trató de encaramarse a él, lo que me sorprendió grandemente, pero no consiguió gran cosa con aquello. Así que abandonó con un bufido de disgusto y se alejó al trote.
Aguardé hasta que se perdió de vista y entonces bajé a tierra, recuperé mi reata y mi silla y empecé a perseguirlo. Sabía que no serviría de nada tratar de alcanzar a Alexander con la ventaja que me llevaba. Supuse que regresaría sano y salvo a Bear Creek y Capitán Kidd era la criatura que yo deseaba para mí. En el preciso instante en que lo aticé con el árbol y no cayó supe que era la montura perfecta para mí: un fogoso animal que aguantaría mi peso todo el día sin rechistar. Me juré a mí mismo que cabalgaría a lomos de ese animal o los buitres mondarían mis huesos.
Avancé furtivamente de árbol en árbol y pronto vi a Capitán Kidd contoneándose, comiendo hierba y mordisqueando los brotes de los árboles, y en ocasiones derribando alguno de buen tamaño para acceder a las hojas. A veces resoplaba como el silbato de un barco de vapor, y dejaba volar sus cascos en todas direcciones sólo por pura maldad. Después de aquello el aire quedó tan lleno de polvo, astillas y arena en suspensión que casi creí estar en medio de un tornado. Nunca en mi vida había visto una criatura semejante. Parecía tan lleno de ganas de alborotar como un apache borracho en pie de guerra.
Al principio pensé en lacearlo y atar el otro extremo de la reata a un gran árbol, pero temía que pudiera destrozar mi lazo a mordiscos. Entonces vi algo que iluminó mi mente. Nos encontrábamos cerca de los escarpados riscos que asomaban por encima de los árboles, y Capitán Kidd atravesaba la boca de un cañón que parecía el tajo de un gran cuchillo. Lo miró y soltó un bufido como si esperase encontrar un león de montaña escondido allí, pero no había ninguno, así que pasó de largo. El viento soplaba contra mí y no podía olfatearme.
Después de que se perdiera de vista entre los árboles salí a campo abierto e inspeccioné la hendidura. Se trataba de una especie de corto cañón sin salida. No tenía más de treinta pies de ancho en la boca, pero se ensanchaba rápidamente hasta convertirse en una especie de cuenco durante unas cien yardas, para a continuación estrecharse de nuevo formando una grieta. Salvo en la boca, paredes de roca de quinientos pies de altura se alzaban por todos lados.
—¡Aquí —me dije a mí mismo— tengo un corral improvisado!
Allí me instalé y empecé a levantar un muro para cegar la entrada al cañón. Pasado el tiempo oí decir que una expedición científica —sea lo que sea tal cosa— se entusiasmó al hallar evidencias de una antigua raza perdida en aquellas montañas. Aseguraron haber encontrado una muralla que sólo podía haber sido construida por gigantes. ¡Menudos chiflados! Se trataba tan sólo del cercado que improvisé para confinar a Capitán Kidd.
Sabía que tenía que ser alta y sólida si no quería que Capitán la saltara o la derribara. Había un montón de peñascos caídos por la erosión al pie de los riscos; no usé ni una sola roca que pesara menos de trescientas libras y la mayoría de ellas pesaban mucho más que eso. Aquello me llevó la mayor parte de la mañana, pero cuando acabé tenía una pared más alta de lo que un hombre común puede alcanzar, y tan gruesa y pesada que estaba seguro de que resistiría incluso a Capitán Kidd.
Dejé un hueco estrecho en ella y apilé unas rocas junto a él, de modo que pudiera empujarlas fácilmente hacia la abertura llegado el momento. Entonces me aposté en el exterior del cercado y aceché como un puma —ni siquiera un puma nota la diferencia cuando vigilo con algún propósito—. Pronto oí a Capitán Kidd entonar su grito de guerra más allá, y en medio de un estruendo de cascos, chasquidos y crujidos de madera salió a campo abierto con sus orejas echadas hacia atrás, los dientes al descubierto y unos ojos tan rojos como la pintura de guerra de un comanche. Seguramente odiaba a los pumas, aunque yo tampoco parecía gustarle demasiado. Soltó un bufido de rabia al verme y se abalanzó sobre mí en un santiamén. Me escurrí a través del hueco, me aplasté contra la pared interior y él me siguió como un rayo; tan rápido de hecho, que recorrió limpiamente el cuenco sin pararse a pensar en lo que hacía. Antes de que pudiera volver sobre sus pasos hasta la grieta, salí corriendo y empecé a acumular rocas en ella. Agarré una bien gorda, del tamaño de un cochino cebado, y la usé para atascar el boquete; después apilé el resto encima.
Capitán Kidd acometió furiosamente la abertura con cascos y dientes, pero estaba ya cegada hasta una altura que le era imposible saltar y demasiado sólidamente para derribarla. Hizo todo lo que pudo, pero lo único que consiguió fue arrancar algunas esquirlas de roca con sus cascos. Estaba totalmente fuera de sí. Era el caballo más loco que había visto jamás, y cuando me encaramé a la pared y me vio, casi revienta de rabia.
Recorrió el cuenco a gran velocidad, levantando polvo y relinchando como un barco de vapor a toda máquina, luego regresó y pateó de nuevo la pared. Cuando volvía a galope tendido salté la pared y aterricé justo sobre su lomo, pero antes de que pudiera agarrarme a su melena me lanzó limpiamente por encima de la pared y caí sobre un conglomerado de rocas y cactus, desollándome las canillas. Aquello me enfadó muchísimo, así que tomé mi reata y la silla y me encaramé de nuevo al muro y lo laceé, pero él tironeó hasta arrancarme el lazo de las manos antes de poder asegurarlo, y se fue sacudiéndose y dando tirones por todo el cuenco tratando de zafarse de su ligadura. Luego se lanzó directamente contra la pared rocosa y la coceó tan duramente con sus ancas, que un peñasco que sobresalía se desprendió con la vibración y le golpeó justo entre las orejas. Eso fue demasiado, incluso para Capitán Kidd.
Cayó a tierra desconcertado, así que salté al cuenco y antes de que pudiera alcanzarme tenía la silla sobre su lomo y un bozal improvisado con un pedazo de mi reata. Del mismo modo, había preparado unas cinchas antes de construir el cercado.
Pues bien, cuando Capitán Kidd se espabiló y se incorporó resoplando y en actitud belicosa, yo estaba a horcajadas sobre él. Se detuvo durante un momento tratando de averiguar qué demonios estaba sucediendo exactamente, luego volvió la cabeza y me vio sobre su lomo. Un instante después me sentí como si cabalgara sobre un tornado.
Imposible narrar todo lo que hizo; fueron tantas cosas que me resultó imposible llevar la cuenta. Le arañé la piel; quien pudiera haber permanecido sobre él sin hacerlo no había nacido aún o bien era un maldito mentiroso. A veces mis pies se encontraban en los estribos y a veces no, y a veces ocupaban los estribos contrarios; soy incapaz de explicar cómo pudo suceder, pero así fue. Parte del tiempo estaba sobre la silla y el resto detrás sobre la grupa o delante en el cuello. No paraba de volver la cabeza tratando de engancharme y en una de éstas me agarró el muslo con los dientes, y me habría arrancando el músculo a tiras de no haber acertado a golpearlo en la cerviz con el puño.
Por un instante vi su cabeza entre los cascos delanteros, y yo quedé sobre una joroba y tan alto en el aire que me mareé; lo siguiente que recuerdo es que se vino abajo atiesando las patas y que sentí mi espinazo como un acordeón.
Cambiaba tan rápidamente de unos cuartos a otros que me revolvió el estómago y a punto estuvo de descoyuntarme el cuello con su vaivén. Lo llamo sunfishing[2] porque se parecía a eso más que a cualquier otra cosa. De vez en cuando se revolcaba una y otra vez en el suelo, lo que era muy incómodo para mí, pero aún así me aferré, porque temía que si lo dejaba ir nunca lo agarraría de nuevo. También sabía que si conseguía lanzarme a tierra habría tenido que dispararle para evitar que me pateara las entrañas. Así que aguanté, aunque admito que hay pocas sensaciones más desagradables que la de un animal tan grande como Capitán Kidd pasándote por encima nueve o diez veces seguidas.
También trató de machacarme rozándose contra las paredes, pero lo único que consiguió fue rasgarme los pantalones y desollarme algo de piel, aunque supongo que fue mientras me restregaba contra las rocas salientes cuando me rompió las costillas.
Parecía que sería capaz de seguir así indefinidamente, y lo intentó, pero jamás me había encontrado con nada capaz de superarme y me mantuve firmemente sujeto a él, incluso después de comenzar a sangrar por boca, nariz y oídos y quedar ciego; todo lo que hizo después fue permanecer de pie inmóvil en el centro del cuenco, con tres cuartas de lengua colgando y moviendo con esfuerzo sus flancos sudorosos; el sol se ocultaba tras las montañas.
¡Se había resistido durante casi toda la tarde! Pero estaba derrotado. Yo lo sabía y él lo sabía. Me sacudí las virutas, el sudor y la sangre de mis ojos y desmonté sacando mis pies de los estribos y dejándome caer. Permanecí allí tal vez durante una hora, y me sentía terriblemente enfermo, pero también lo estaba Capitán Kidd. Cuando al fin fui capaz de incorporarme le aflojé la silla y el bozal y él ni me coceó ni nada. Tan sólo hizo un débil intento de morderme, pero lo único que atinó a pillar fue la hebilla de mi cinturón canana. Había un parche de hierba y un pequeño manantial allí donde el cuenco se estrechaba en el acantilado, así que pensé que estaría bien cuando dejara de quejarse y resoplar el tiempo suficiente para comer y beber.
Prendí una fogata fuera del cuenco y preparé la carne de oso que me quedaba, luego me acosté en el suelo y dormí hasta el amanecer.
Cuando me levanté y vi lo tarde que era, pegué un brinco y corrí a asomarme por encima del cercado, y allí estaba Capitán Kidd, comiendo hierba tan mansamente como imaginarse pueda. Me dedicó una mirada pero no dijo nada. Estaba tan ansioso por ver si me dejaría montarlo sin resistirse, que no me entretuve en desayunar ni en arreglar la hebilla de mi cartuchera. La dejé colgando de una rama de abeto y me introduje en el cuenco. Capitán Kidd echó sus orejas atrás, mas no hizo nada mientras me acercaba aparte de lanzarme una coz con su anca izquierda. La esquivé y le arreé una buena patada en el vientre, gruñó, se dobló y golpeó la silla de montar sobre él. Mostró los dientes al hacerlo, pero me dejó apretarle las cinchas y el bozal, y cuando me encaramé a él no me zarandeó más allá de diez saltos y no me lanzó sino un mordisco a la pierna.
Pues bien, yo estaba molido más allá de lo imaginable; desmonté, desbloqueé la abertura en el cercado y lo conduje a través de ella, y cuando descubrió que estaba fuera del cuenco se escapó y me arrastró durante un centenar de yardas antes de conseguir atar la reata alrededor de un árbol. Después de atado, sin embargo, no trató de liberarse.
Me disponía a volver al árbol donde dejé mi cinto cuando escuché caballos a la carrera, y al cabo Donovan y sus cinco hombres aparecieron en escena y se detuvieron con la boca abierta. Capitán Kidd resopló belicoso al verlos, pero no intentó ninguna treta para huir.
—¡Que me aspen! —exclamó Donovan—. ¿Puedo dar crédito a mis ojos? ¿No es ése el mismísimo Capitán Kidd, ensillado y atado a un árbol? ¿Hiciste tú eso?
—Así es —respondí con orgullo.
Me miró de arriba abajo y añadió:
—Lo creo. Por tu aspecto se diría que acabas de salir de una picadora de carne. ¿Sigues vivo aún?
—Siento las costillas un poco doloridas —respondí.
—¡Por todos los diablos! —juró Donovan—. ¡Pensar que un palurdo montañés semidesnudo ha conseguido lo que los mejores jinetes del Oeste han intentado en vano! ¡No pienso amilanarme por ello, conozco mis derechos! ¡Me he ganado ese caballo! ¡Lo he seguido durante casi mil millas y no he dejado piedra sobre piedra en esta condenada meseta! ¡Capitán Kidd me pertenece!
—¡De ninguna manera! —protesté—. Usté mismo dijo que había descendido de las Humbolts cuando era un potro, ¡al igual que yo! De todos modos yo lo atrapé y lo doblegué, y ahora es mío.
—El muchacho tiene razón, Bill —le dijo a Donovan uno de sus hombres, y éste rugió:
—¡Tú te callas! Wild Bill Donovan siempre consigue lo que se le antoja.
Fui a echar mano a mi pistolón cuando recordé con desesperación que colgaba de una rama a un centenar de yardas más allá. Donovan me apuntó con la escopeta recortada que extrajo de la funda de su silla mientras desmontaba.
—Quieto donde estás —me advirtió—. Debería dispararte por no haberme buscado para informarme cuando viste el caballo, pero después de todo me has ahorrado la molestia de domarlo.
—¡Así que no es más que un cuatrero! —le espeté lleno de ira.
—¡Ten mucho cuidado con lo que me llamas! —gruñó—. No soy ningún ladrón de caballos. Nos jugaremos por ese animal. ¡Siéntate!
Me senté y él se acuclilló frente a mí sin dejar de apuntarme con su recortada. Si se hubiera tratado de un revólver se lo habría arrebatado y metido en la garganta hasta el tambor. Pero yo era muy joven entonces y lo ignoraba todo acerca de las escopetas. Los otros hombres se acuclillaron a nuestro alrededor, entonces Donovan habló:
—Smoky, ve a buscar tu baraja... la especial. Smoky reparte, paleto, y la mano más alta se lleva el caballo.
—Yo estoy jugándome mi caballo, por lo que parece —dije desafiante—. ¿Qué se juega usté?
—¡Mi sombrero Stetson! —me respondió—. ¡Ja, ja, ja!
—¡Ja, ja, ja! —se carcajearon a coro los otros cuatreros.
Smoky comenzó a repartir y yo protesté:
—¡Eh! Donovan está repartiendo de la parte inferior del mazo.
—¡Silencio! —rugió Donovan atizándome en el vientre con su escopeta—. ¡Ten mucho cuidadito con los insultos que nos dedicas! Éste es un juego justo y honrado, y la suerte acaba de favorecerme. ¿Puedes superar cuatro ases?
—¿Y cómo sabe que tiene cuatro ases? —le pregunté indignado—. Aún no ha mirado sus cartas.
—Oh —dijo él extendiéndolas sobre la hierba; llevaba cuatro ases y un rey—. ¡Mira por dónde! —exclamó—, ¡a esto le llamo yo dar en el blanco!
—¡Admirable intuición! —admití con amargura arrojando mi juego con un tres, un cinco y un siete de corazones, un diez de tréboles y un jack de diamantes.
—¡Entonces yo gano! —se regodeó Donovan incorporándose de un salto. Yo también me levanté, rápida y repentinamente, pero Donovan me seguía apuntando con esa condenada escopeta recortada.
—Monta ese caballo y llévalo a nuestro campamento, Red —ordenó Donovan a un tipo grande y pelirrojo, prácticamente de su misma estatura pero un poco más corpulento—. Veamos si está adecuadamente domado. Prefiero vigilar personalmente a este palurdo.
Y así Red se acercó a Capitán Kidd, que permaneció sin decir nada y mi corazón se hundió hasta las suelas de mis zapatillas de clavos. Red lo desató y se encaramó a él y Capitán Kidd no hizo más que tirarle un mordisco. Red dijo:
—¡Arre, maldita bestia! —Capitán Kidd giró la cabeza, miró a su jinete, abrió la boca como un cocodrilo y empezó a reír.
Nunca antes había oído reír a un caballo, pero ahora ya sé lo que quieren decir con eso de «risa de caballo». Capitán Kidd no bufaba ni relinchaba; simplemente reía. Rió hasta que las bellotas cayeron de los árboles y el eco de su risa circuló a través de los acantilados como un trueno. En eso estiró el cuello, agarró la pierna de Red y lo arrancó de la silla; lo mantuvo boca abajo con sus armas de fuego y sus bártulos cayendo de sus fundas y jurando en arameo y cananeo. Capitán Kidd lo zarandeó hasta dejarlo como un trapo y lo volteó sobre su cabeza tres o cuatro veces, luego lo lanzó limpiamente contra un grupito de alisos.
Los demás cuatreros se quedaron con la boca abierta y Donovan se olvidó de mí, así que puse la recortada fuera de su alcance, me cargué a puñetazos su cara de capullo y barrí el suelo con él. Luego volví el arma contra los otros y grité:
—¡Vosotros, tarados, quitaos los cintos! —Temían más los perdigones a quemarropa que yo mismo. No se resistieron. Los cuatro cinturones canana tocaron la hierba antes de que acabara de gritar.
—Muy bien —dije—. Ahora traedme a Capitán Kidd.
Como el animal había ido adonde sus caballos estaban atados, y mordisqueaba y pateaba la hierba a su alrededor, éstos relinchaban de forma espeluznante.
—¡Nos matará! —gritaron los hombres.
—Bueno, ¿y qué? —gruñí—. ¡Vamos!
Así emprendieron su desesperado acercamiento a Capitán Kidd, y la forma en que él los coceó en el vientre y les mordió el trasero fue un espectáculo muy hermoso de contemplar. Mientras los pateaba, me acerqué y lo así por el bozal y cuando vio que era yo dejó de luchar, así que lo até a un árbol lejos de los otros caballos. Entonces apunté a los hombres con la escopeta de Donovan y los obligué a levantarse y avanzar hasta donde se encontraba su jefe; aquellos tipos conformaban una banda magullada y maltrecha. Dado su lamentable aspecto cualquiera diría que la patrulla les había pasado por encima.
Les ordené que le quitaran el cinto a Donovan y al cabo éste se acercó a mí, murmurando algo sobre un árbol que le había aplastado o no sé qué.
—¿No se acuerda de mí? —dije—. Soy Breckinridge Elkins.
—Ahora recuerdo —murmuró—. Nos hemos jugado a Capitán Kidd.
—Sí —dije yo—, y lo ganó, así que ahora nos lo jugaremos de nuevo. Usté estableció la apuesta entonces. Esta vez lo haré yo. Apuesto los pantalones que llevo contra Capitán Kidd y su silla, bridas, cinto canana, pistola, pantalones, camisa, botas, espuelas y sombrero Stetson.
—¡Eso es un robo! —gritó—. ¡Eres un miserable bandido!
—¡Silencio! —ordené hincándole los cañones de su recortada en el estómago—. ¡En cuclillas! Y vosotros también.
—¿No vas a dejarnos hacer algo por Red? —preguntaron. Éste yacía entre los árboles contra los que Capitán Kidd lo había arrojado, gimiendo fuerte y fervorosamente.
—Dejadle ahí un rato más —respondí—. Si se está muriendo no hay nada que podamos hacer por él, y si no lo está, aguantará hasta que hayamos terminado de jugar. Reparte Smoky, y esta vez hazlo de la parte superior de la baraja.
Así pues Smoky repartió atemorizado y temblando, y yo le dije a Donovan:
—¿Qué tienes?
—¡Por Dios, una escalera real de diamantes! —dijo—. ¡No podrás superar esto!
—Una escalera real de corazones puede, ¿no es así Smoky? —pregunté, y éste respondió:
—Eh, eh... Sí, sí. ¡Oh, sí!
—Pues bien, no he mirado mi mano todavía, pero apuesto a que es justo lo que llevo. ¿Tú qué opinas? —le pregunté a Donovan mientras le daba golpecitos en los dientes con la recortada—. ¿No te parece que tengo una escalera real de corazones?
—No me sorprendería en absoluto —respondió el cuatrero empalideciendo.
—Entonces, si todo el mundo está satisfecho no sirve de nada que muestre mi jugada —dije colocando de nuevo las cartas en el mazo. ¡Guardad esta engañifa!
Me obedecieron sin rechistar y les dejé que fueran a ocuparse de Red, que tenía siete costillas hundidas, un brazo dislocado y una pierna rota; lo auparon en su silla como pudieron y lo ataron para asegurarlo. A continuación se retiraron sin decir una palabra ni mirar hacia atrás. Todos parecían muy abatidos, y Donovan en particular poseía un aspecto muy cómico con esa manta en la que se había envuelto para ocultar su desnudez. De haber llevado una pluma en el pelo habría parecido una hermosa piute, como le dije. Pero no pareció apreciar mucho mi observación. Algunos hombres, verdaderamente, no tienen ningún sentido del humor.
Se dirigieron hacia el Este y en cuanto los perdí de vista, coloqué sobre Capitán Kidd la silla y el freno que había ganado; ajustarle el bocado fue como enfrentarse a un tornado de montaña. Pero lo conseguí y a continuación me puse las ropas de Donovan. Las botas eran demasiado pequeñas y la camisa me quedaba estrecha en los hombros, sin embargo estaba seguro de parecer elegante y me paseé de arriba abajo admirándome a mí mismo y deseando que Gloria McGraw pudiera verme.
Escondí mi vieja silla, mi cinturón y mi pistola en el hueco de un árbol, con la idea de enviar luego a por ello a mi hermano pequeño Bill; él podría quedarse con Alexander y con todo mi equipo. ¡Mira por dónde, yo volvería a Bear Creek hecho un pincel!
Con un grito de júbilo monté a Capitán Kidd, guiándole hacia Poniente y haciéndole cosquillas en los costados con mis espuelas. Más tarde unos cazadores de las montañas aseguraron haber visto una raya azul viajando en dirección oeste tan rápido, que no tuvieron tiempo de comprobar lo que era, y se burlaron de ellos y los acusaron de haber bebido, lo que era falso. Lo que vieron fue a Capitán Kidd y a mí camino de Bear Creek. Mi animal recorrió más de cincuenta millas antes de detenerse a recuperar el resuello.
No diré cuánto tiempo le llevó cubrir la distancia hasta Bear Creek; nadie me creería. Pero mientras avanzaba por el sendero, a pocas millas de la cabaña de pá, oí un caballo al galope y vi a Gloria McGraw aparecer en escena. Estaba pálida y parecía asustada, y cuando me vio dio un grito y frenó su animal tan súbitamente, que se empinó sobre sus cuartos traseros.
—¡Breckinridge! —jadeó sin aliento—. Acabo de oír decir que tu mulo regresó a casa sin ti; yo me disponía a salir en tu busca y... ¡oh! —exclamó percatándose de mi montura y sus elegantes aparejos. Quedó como congelada y dijo secamente:
—Bueno, señor Elkins, veo que ya está de vuelta en casa...
—Y como verás voy vestido con ropa comprada en almacén y montado en el mejor caballo de las Humbolts, según creo —añadí—. Espero que me disculpes, señorita McGraw. Iré a visitar a Ellen Reynolds tan pronto haya comunicado a mi gente que he vuelto a casa sano y salvo. ¡Que tengas un buen día!
—¡No esperes que te detenga! —estalló, pero después de pasar junto a ella la oí gritar—: ¡Te odio Breckinridge Elkins!
—Eso ya lo sé —repuse con amargura—, no hace falta que lo digas otra vez...
Pero ya se había alejado; atravesó galopando el bosque en dirección a la cabaña de su familia y yo hice lo propio rumbo a la mía, pensando que, de todos modos, las chicas eran criaturas muy curiosas.