—¡Os lo demostraré! —le prometí al mundo en general mientras cabalgaba a través de los matorrales tan rápidamente como le era posible a Alexander.
»¡Conoceré mundo y me forjaré un nombre y una reputación por mí mismo, mira por dónde! Y ella lo verá. ¡Arre Alexander!
En eso reparé en una colmena de abejas en un árbol que había localizado el día anterior. Mi corazón destrozado necesitaba algo que lo consolara, y supuse que la fama y la fortuna podían esperar un poco mientras ahogaba mis penas en miel.
Estaba embadurnado hasta las orejas de aquel néctar celestial cuando oí berrear a mi viejo:
—¡Breck, Breckinridge! ¿Dónde diablos estás? ¡Ah, ya te veo! No es necesario que trepes a ese árbol, te mandaré directo a la copa de un guantazo.
Llegó hasta mí y me dijo:
—¡Breckinridge, hijo mío! ¿Es que no ves que tienes las orejas llenas de abejas?
Me tanteé y, efectivamente, así era. Ahora que lo pienso, es cierto que había sentido algo así como un cosquilleo en alguna parte.
—Te lo juro, Breck —dijo pá—, nunca he visto un pellejo como el tuyo, ni siquiera entre los Elkins... Y ahora escucha: el viejo Buffalo Rogers acaba de regresar de Tomahawk, y allí el encargado del correo le ha dicho que hay una carta para mí de Mississippi. Él no se la daría a nadie más que a mí o a alguno de mis oseznos. No sé quién porras me escribe desde Mississippi; la última vez que estuve allí fue cuando hice la guerra con los yanquis. De todas formas hay que recuperar esa carta. Tu má y yo hemos decidido que vayas tú a por ella.
—¿Ir a Tomahawk? —dije entusiasmado—. ¡Córcholis, pá!
—Bueno —contestó peinándose la barba con los dedos—, eres grande en tamaño aunque no en edad. Ya es hora de que veas algo de mundo. Nunca has estado a más de treinta millas de distancia de la cabaña en la que te parieron. Tu hermano Garfield no está en condiciones de ir a causa de su tropiezo con aquel oso, y Buckner está demasiado ocupado desollándolo. Tú ya has estado en el camino que va a Tomahawk. Todo lo que tienes que hacer es seguirlo y girar a la derecha allí donde se bifurca. El camino de la izquierda lleva a Perdición.
—¡Bien! —exclamé—. ¡Aquí es donde empezaré a ver mundo! —y agregué para mis adentros: «¡y aquí es donde empezaré a demostrarle a Gloria McGraw que soy un tipo con iniciativa!».
Pues bien, a la mañana siguiente, antes de la salida del sol, partí a lomos de mi mulo Alexander con un dólar que pá me había dado escondido en el fondo de la funda de mi pistola. Pá me acompañó durante unas pocas millas dándome consejos.
—Ten cuidado a la hora de gastar ese dólar que te he dado —dijo—. Nada de timbas. Bebe con templanza; medio galón de licor de maíz es suficiente para cualquier hombre. No seas pendenciero... pero tampoco olvides que tu pá fue una vez campeón de boxeo a «puño limpio» en Gonzales County, Texas. Y si notas que algún tipo no te quita ojo de encima, no vayas a descuidarte y dejarle que te muerda la oreja. Y no te resistas a los alguaciles.
—¿Quiénes son ellos, pá? —le pregunté intrigado.
—Abajo, en los asentamientos —me explicó—, tienen hombres cuyo trabajo es mantener la paz. Yo mismo no confío en la ley, pero esa gente de la ciudad tiene costumbres muy diferentes a las nuestras. Haz lo que ellos te digan, e incluso si te piden tu vieja pistola, ¡obedece y dásela!
Quedé muy sorprendió, medité durante un rato y luego dije:
—¿Y cómo podré reconocerlos?
—Llevan una estrella prendida en su camisa —me explicó, y le prometí que seguiría sus instrucciones. Tironeó entonces de las riendas y volvió a subir a las montañas; yo seguí cabalgando camino abajo.
Acampé bien entrada la noche allí donde el camino se bifurca hacia Tomahawk, y a la mañana siguiente me adentré en él sintiéndome como si ya estuviera muy lejos de casa. Hacía un calor espantoso, y no había avanzado mucho cuando encontré un arroyo y decidí que tomaría un baño. Así que até a Alexander a un álamo y dejé cerca mis prendas de piel, aunque el cinturón con mi pistola de percusión del calibre .44 lo colgué de una rama de sauce que se extendía por encima del agua. Unos espesos matorrales crecían alrededor de la corriente.
Pues bien, me zambullí profundamente y cuando regresé a la superficie tuve la sensación de haber sido golpeado en la cabeza con un garrote. Miré hacia arriba, y vi a un indio aferrado a una rama con una mano e inclinándose sobre el agua blandiendo una buena tranca con la otra.
Gritó y trató de atizarme de nuevo, pero yo me zambullí y desaparecí de su vista para volver a emerger justo bajo la rama de la que colgaba mi pistolón. Estiré el brazo, lo empuñé y disparé en su dirección mientras se ocultaba entre los arbustos; entonces soltó un alarido y se llevó ambas manos a las posaderas. Al minuto siguiente oí el golpeteo de los cascos de un caballo y vi al salvaje huyendo a través de los matorrales a lomos de un mustang pinto, que parecía una estufa al rojo vivo; y lo maldije, ¡pues llevaba mi ropa en una mano! Me quedé tan helado que lo dejé ir y, cuando reaccioné y me lancé a correr entre los arbustos y matorrales, el condenado indio estaba ya fuera de mi vista. Yo sabía que no era probable que perteneciera a una partida de guerra —sólo un maldito piute ladrón— pero, ¡en qué situación tan apurada me encontraba!... Hasta los mocasines me había robado.
No podía regresar a casa con aquella facha y sin la carta, ni admitir que había dejado escapar a un indio dos veces. Pá me arrojaría a una cuba de brea. Y si continuaba, ¿qué ocurriría si me cruzaba con mujeres en los asentamientos del valle? No creo, por cierto, haber sido nunca tan vergonzoso como lo era entonces. Un sudor frío empezó a cubrirme todo el cuerpo. Creí que allí empezaría a ver mundo y a demostrarle a Gloria McGraw que era un hombre con recursos... ¡y ahí estaba yo sin más ropa que una liebre! Al fin, desesperado, me abroché el cinturón y eché a andar por el sendero abajo en dirección a Tomahawk. A punto estuve de recurrir al asesinato para procurarme unos pantalones.
Afortunadamente, el indio no me había robado a Alexander, pero la senda era tan accidentada que tuve que caminar y tirar de él para mantenerme oculto tras los arbustos en las márgenes de la misma. Pasó un mal rato avanzando entre ellos, las espinas lo arañaron hasta hacerlo rebuznar y de vez en cuando tenía que ayudarlo a sortear las rocas más afiladas. Fue duro para el animal, pero yo era demasiado pudoroso para recorrer el camino en cueros vivos.
Después de haber recorrido aproximadamente una milla oí a alguien moverse en el camino delante de mí, y asomándome entre los arbustos, contemplé un espectáculo bastante peculiar. Era un hombre a pie que llevaba la misma dirección que yo y lucía lo que instintivamente supe era el típico atuendo de la ciudad. No eran prendas de lino o piel de ante confeccionadas en casa, ni siquiera se parecían a las que vestía el señor Wilkinson; eran muy elegantes, todas llenas de rayas y grandes cuadros. Llevaba un sombrero redondo de ala estrecha y unos zapatos como nunca había visto antes, pues no eran ni botas ni mocasines.
Estaba cubierto de polvo y no paraba de maldecir mientras cojeaba por el camino. Yo sabía que el sendero hacía una curva de herradura más abajo, así que atajé en línea recta y me aposté delante de él; cuando llegó, surgí de entre los arbustos y lo amenacé con mi pistolón de percusión.
Levantó las manos y gritó:
—¡No dispare!
—No deseo hacerlo, señor —lo tranquilicé—, pero tiene que darme su ropa.
Sacudió la cabeza como si no pudiera creer lo que estaba oyendo, y me dijo:
—No tiene aspecto de indio, pero... ¿qué clase de personas viven en estas montañas?
—La mayoría somos demócratas —expliqué—. Pero no tengo tiempo para hablar de política. Usté viene de ellas sin equipo.
—¡Dios mío! —se lamentó—. Mi caballo se desbocó y escapó, he caminado durante horas temiendo que los indios me arrancaran la cabellera en cualquier momento, y ahora me sale al paso un lunático desnudo sobre un mulo tiñoso. ¡Es demasiado para mí!
—No sé qué decirle, señor —repliqué—; ¡rápido, puede llegar alguien de un momento a otro! —dicho lo cual, le volé el sombrero de un plomazo para animarlo.
Dio un alarido y se despojó a toda prisa de sus vestiduras.
—¿Ta... también la ropa interior? —preguntó temblando aunque hacía mucho calor.
—¿Y qué diablos es eso? —pregunté sorprendido. Nunca había oído hablar de un hombre que usara tales cosas de mujer; el país se está yendo al carajo, como dice pá—. Será mejor que se ponga en marcha. Tome mi mulo. En cuanto pueda conseguir algo de ropa normal nos la cambiaremos de nuevo.
Se encaramó a Alexander visiblemente confundido y me preguntó desesperado:
—¿Puede decirme una cosa? ¿Cómo puedo llegar a Tomahawk?
—Tome la siguiente bifurcación a la derecha —respondí— y...
En ese momento, Alexander volvió la cabeza y vio la ropa interior sobre su lomo, dio un fuerte y resonante rebuzno y arrojó a tierra a su jinete a tanta velocidad, que el forastero fue arrastrado mientras se agarraba como podía con ambas manos. Antes de que quedaran fuera de mi vista alcanzaron el lugar donde el camino se bifurca, y Alexander tomó la rama izquierda en vez de la derecha y desaparecieron entre las crestas.
Me puse la ropa, y ésta me arañó el pellejo de una forma terrible. Pensé: «Bueno, conseguí ropa de almacén antes de lo que esperaba». No acababa de verme: el abrigo se rajó por la espalda y los pantalones me quedaban pesqueros; y lo peor eran los zapatos: ¡me apretaban cosa mala! No me puse los calcetines pues nunca antes los había usado, pero me coloqué uno en la cabeza a falta de un sombrero mejor.
Seguí mi camino y giré a la derecha en la bifurcación; tras recorrer una milla más o menos llegué a un calvero y escuché el ruido de cascos a la carrera. Una turba de hombres a caballo apareció de pronto ante mi vista. Uno de ellos gritó «¡Ahí está!», y todos se lanzaron sobre mí a la velocidad del rayo. Al punto comprendí que, después de todo, el desconocido habría llegado a Tomahawk de alguna manera y puesto a sus amigos tras mi pista por ladrón de ropa.
Así que me aparté del camino y huí a través de las matas de salvia, y aquellos tipos se lanzaron sobre mí gritándome que me detuviera. Pues bien, esos condenados zapatos me apretaban tanto los pinreles que apenas podía acelerar el paso, y después de haber recorrido apenas un cuarto de milla, vi que los caballos casi me pisaban los talones. Así que me volví blandiendo mi pistolón de percusión, pero lo hice tan rápido que los puñeteros zapatos resbalaron y caí sobre una cama de cactus mientras apretaba el gatillo, de modo que sólo toqué el sombrero del primer jinete. Gritó y encabritó su montura prácticamente encima de mí, y cuando me disponía a soltarle otro plomazo vi que llevaba una estrella de plata prendida en su camisa. Dejé caer mi arma y levanté las manos.
Pululaban a mi alrededor —todos vaqueros, por su apariencia—. El tipo de la estrella desmontó, agarró mi pistola y juró algo en arameo.
—¿Por qué nos has obligado a perseguirte con este calor? ¿Y por qué me has disparado? —preguntó.
—Yo no sabía que era usté un alguacil —me excusé.
—¡Demonios, McVey! —dijo uno de ellos—. Mira lo nervioso que está el pipiolo. Seguramente pensaba que éramos forajidos de la banda de Santry. ¿Dónde está tu caballo, hijo?
—No tengo ninguno, señor —contesté.
—Huyó lejos de ti, ¿eh chico? —bromeó McVey—. Bueno, sube detrás de Kirby y déjalo estar.
Para mi sorpresa, el sheriff devolvió mi pistola a su funda, así que me acomodé detrás de Kirby y nos fuimos de allí. Éste me dijo que me sujetara no fuera a caerme y aquello me irritó, pero no dije nada. Después de una hora llegamos a un montón de casas que según ellos era Tomahawk. Sentí pánico cuando vi aquel panorama, y hubiera saltado del caballo y corrido hacia las montañas de no ser porque me habrían pillado en un periquete con aquellos malditos zapatos masacrándome los pies.
Nunca antes había visto chozas como aquellas. Estaban hechas de tablones en vez de troncos y algunas tenían dos pisos de altura. Al Noroeste y al Oeste las colinas se alzaban a unos pocos cientos de yardas de la trasera de las casas; en las demás direcciones se extendían llanuras con árboles y arbustos.
—Muchachos, vosotros id a la ciudad y avisad a la gente que el espectáculo empezará en seguida —ordenó McVey—. Kirby, Richards y yo llevaremos a éste al vestuario.
Vi mucha gente pululando en las calles; nunca imaginé que hubiera tantas personas en el mundo. El sheriff y los otros dos tipos cabalgaron hasta el extremo norte de la ciudad, se detuvieron en un viejo granero y me invitaron a desmontar. Así lo hice, entramos en una sala enorme amueblada con bancos y un montón de toallas y cubos de agua, y el de la estrella me miró y dijo:
—Esto deja mucho que desear como vestuario, pero creo que servirá. Nosotros no sabemos mucho sobre este juego, pero te secundaremos tan bien como podamos. Una pregunta... el otro tipo tampoco tiene mánager ni ayudantes, ¿cómo te sientes?
—Muy bien —le aseguré—, pero estoy hambriento.
—Richards, ve y tráele alguna cosa —ordenó el sheriff.
—No sabía que se pudiera comer justo antes de un encuentro —se excusó Richards.
—Oh, a mí me parece que sabe lo que se hace —repuso McVey.
Así que Richards se retiró y el sheriff y Kirby dieron vueltas a mi alrededor como si fuera un toro en una feria; tocaron mis músculos y el alguacil dijo:
—¡Dios mío, si el tamaño significa algo, la pasta que escondemos ahora en nuestros calzones está totalmente segura!
Saqué mi dólar de la vaina y les dije que pagaría su hospitalidad; ellos se carcajearon, me palmearon la espalda y me dijeron que era un gran bromista. En eso llegó Richards con las viandas y un montón de hombres calzando botas y luciendo armas y bigotes, que se plantaron ante mí con caras embobadas; McVey les dijo:
—¡Miradlo bien, chicos! ¡Hoy Tomahawk se mantendrá o caerá con él!
Caminaron a mi alrededor como hicieran Kirby y el sheriff y me avergoncé un poco; comí tres o cuatro libras de carne y un cuarto de puré de patatas acompañado de un gran pedazo de pan blanco, y bebí cerca de un galón de agua porque estaba seco como un arenque. Entonces todos boquearon como si estuvieran sorprendidos por algo, y uno de ellos dijo:
—¿Cómo es que no llegó en la diligencia de ayer?
—Bueno —explicó el sheriff—, el conductor me dijo que estaba tan borracho que lo basculó en Bisney y trajo sólo su equipaje, que está en esa esquina. Llevaba un caballo de refresco y lo dejó allí con instrucciones para que cabalgara hasta Tomahawk tan pronto se le pasara la trompa. Los muchachos y yo nos pusimos nerviosos cuando no se presentó hoy, así que salimos a buscarlo y lo encontramos recorriendo el camino a pie.
—Apuesto a que los hombres de Perdición traman algo —dijo Kirby—. Ninguno de ellos ha aparecido todavía. Estarán escondidos trasegando mal licor y meditando sobre sus errores. Querían organizar allí el espectáculo a toda costa; alegaron que como la cuestión atañía a partes iguales a Tomahawk y a Gunstock, el combate debía celebrarse en Perdición.
—¡Nada de eso! —protestó McVey—. Queda entre Tomahawk y Gunstock, lanzamos una moneda al aire y ganamos. Si Perdición quiere problemas los tendrá. ¿Están listos los muchachos?
—¡Lo están! —informó Richards—. Todas las cantinas de Tomahawk están llenas de hombres rebosando licor y orgullo cívico. Se están jugando hasta la camisa y ya ha habido nueve reyertas. Toda la gente de Gunstock está aquí.
—Bueno, pues vamos allá —exclamó McVey visiblemente nervioso—. Cuanto más rápidamente acabemos menos sangre será derramada... eso espero, al menos.
Y entonces, sin comerlo ni beberlo, me agarraron y me quitaron la ropa a tirones, así que supuse que estaba bajo arresto por haber robado la ropa de aquel forastero. Kirby hurgó en la valija que estaba en la esquina y sacó un par de pantalones de aspecto ridículo; ahora sé que eran de seda blanca. Me los puse porque no tenía otra cosa que ponerme y me quedaban tan ajustados como mi propia piel. Richards me ató una bandera de la Unión alrededor de la cintura y me colocaron también unas zapatillas de clavos en los pies.
Les dejé que me manejaran a su antojo, recordando lo que dijo pá sobre no resistirme a ningún alguacil. Mientras así se empleaban empecé a oír un ruido en el exterior, como un montón de gente gritando y vitoreando. Al punto apareció un viejo bigotudo y flaco, con dos pistolones encima, que anunció:
—Escúchame, Mac, maldita sea, un gran cargamento de oro está esperando ahí abajo a que se lo lleve la diligencia de la tarde, y toda la condenada ciudad está desierta a causa de esta estúpida locura. Supon que aparecen Comanche Santiy y su banda.
—Está bien —dijo McVey—, mandaré a Kirby para que te ayude a custodiarlo.
—¡Maldito sabueso del infierno! —protestó Kirby—. Renunciaré a mi puesto de primer alguacil. He apostado hasta el último centavo de mis ahorros en este combate, y no pienso perdérmelo.
—¡Bueno, envíeme a alguien! —exigió el vejete—. Tengo suficiente oro para llenar mi almacén, la oficina de la diligencia y la estafeta de correos, sin que...
Se fue mascullando bajo su mostacho y pregunté:
—¿Quién era ese?
—Bah —respondió Kirby—, es sólo el viejo Brenton; es dueño de un almacén en el otro extremo de la ciudad, calle abajo en el lado este. La oficina de correos está también allí.
—Ah, debo hablar con él —dije—. Hay una carta que...
Justo en ese momento apareció un hombre y gritó:
—¡Mac! ¿Está listo ya tu hombre? ¡La gente empieza a impacientarse!
—¡Muy bien! —dijo McVey lanzándome una cosa que él llamaba «albornoz». Él, Kirby y Richards tomaron las toallas, los cubos y el resto de las cosas y me condujeron hasta la puerta opuesta a la que usamos para entrar; allí aguardaba una multitud que gritaba, vitoreaba y disparaba sus armas. Habría dado media vuelta para esconderme en el granero si no me hubieran agarrado y asegurado que todo estaba bien. Nos abrimos paso entre la multitud, y nunca en mi vida había visto tantas botas y pistolas; llegamos a un corral cuadrado hecho con cuatro postes hincados en el suelo y cuerdas enrolladas alrededor, que ellos llamaban ring, y me invitaron a entrar en él. Así lo hice, y avancé por el duro y llano suelo de hierba apisonada envuelto en mi bata como si fuera un indio. Me dijeron que me sentara en un taburete en una esquina y obedecí.
En eso, la chusma rugió, y algunos hombres —de Gunstock, según me explicó McVey— saltaron las cuerdas del corral delante de mí. Uno de ellos iba vestido igual que yo; en mi vida había visto a un tipo de aspecto más cómico: sus orejas parecían coles y tenía la nariz aplastada, llevaba la cabeza afeitada y parecía tan inteligente como un tocón de árbol. Se sentó en la esquina opuesta a la mía.
Entonces un tipo se levantó y agitó los brazos gritando:
—Caballeros, ya conocen el motivo de este sospechoso evento. El señor Bat O'Tool, de paso por Gunstock, accedió a medirse con cualquiera que deseara enfrentarse a él. ¡Para tan magna ocasión, Tomahawk ha contratado los servicios del señor Bruiser McGoorty, de Denver, y anteriormente de San Francisco!
Entonces me señaló y todo el mundo me vitoreó y disparó al aire; yo estaba muy avergonzado y empapado de sudor frío.
—Esta pelea —continuó aquel fulano— se ajustará a las «Reglas del Ring por premio de Londres»[1], al igual que en un campeonato: puños desnudos; cada asalto termina cuando uno de los luchadores es derribado o quede noqueado; el combate se prolongará hasta que uno u otro contrincante no supere la cuenta de protección si cae. Yo, Yucca Blaine, he sido elegido árbitro, pues al ser de Chawed Ear no tengo preferencias por ninguno de los dos pueblos. ¿Estáis listos? ¡Segundos fuera!
McVey me levantó a la fuerza del taburete, me quitó el albornoz y me empujó al centro del cuadrilátero. Casi me muero de vergüenza, pero vi que el tipo al que llamaron O'Tool no llevaba encima más ropa que yo. Se acercó y me tendió la mano como si quisiera estrechármela, así que le tendí la mía. Nos dimos la mano y luego, sin mediar palabra, me lanzó un zurdazo fenomenal a la mandíbula. Me sentí como coceado por una mula. El colodrillo fue la primera porción de mi cuerpo en chocar contra la hierba apisonada. O'Tool se retiró tranquilamente a su rincón; los muchachos de Gunstock bailaban y se abrazaban unos a otros, y los naturales de Tomahawk gruñían y se tiraban de los bigotes, manoseando nerviosos sus armas de fuego y sus cuchillos camperos.
McVey y sus alguaciles irrumpieron en el cuadrilátero antes de que pudiera levantarme, me arrastraron a mi esquina y comenzaron a verter agua sobre mí.
—¿Te duele mucho? —gritó McVey.
—¿Cómo podría el puño de un hombre hacerle daño a nadie? —protesté—. No debería haber caído, lo que pasa es que me sorprendió con la guardia baja. Yo no imaginaba que pretendiera golpearme. Nunca había participado en ningún juego como éste antes.
McVey dejó caer la toalla con la que me golpeaba la cara y se puso pálido.
—¿Tú no eres Bruiser McGoorty de San Francisco? —gritó él.
—No —contesté—. Soy Breckinridge Elkins, de lo más alto de las montañas Humbolt. He venido aquí a recoger una carta para pá.
—Pero el conductor de la diligencia me describió la ropa que llevabas... —comenzó a decir salvajemente.
—Un indio robó mi ropa —le expliqué—, así que tomé prestada la de un forastero. Tal vez se tratara de mister McGoorty.
—¿Qué ocurre? —preguntó Kirby que venía con otro cubo de agua—. La cuenta de protección está a punto de agotarse.
—¡Estamos hundidos! —aulló McVey—. ¡Éste no es McGoorty! Es un palurdo de las montañas que asesinó a McGoorty y robó su ropa.
—¡Esto es la ruina! —exclamó Richards horrorizado—. Todos han apostado su pasta sin siquiera haber visto a nuestro hombre, tan henchidos estaban de confianza y orgullo cívico. No podemos defraudarles ahora. ¡Tomahawk está arruinado! ¿Qué vamos a hacer?
—Éste saldrá ahí y dará todo lo que tiene bajo la piel —dijo McVey sacando su arma y clavándome el cañón en la espalda—. Lo colgaremos después del combate.
—¡Pero no sabe boxear! —se lamentó Richards.
—No importa —dijo McVey—, el buen nombre de nuestro pueblo está en juego; Tomahawk se comprometió a suministrar un boxeador para enfrentarse a O'Tool, y...
—¡Oh! —dije viendo de pronto la luz—. Entonces, ¿esto es una pelea?
McVey suspiró y Kirby echó mano a su arma, pero en ese momento el árbitro gritó «¡Tiempo!», y pegué un salto y corrí hacia O'Tool. Si todo lo que querían era una pelea, les daría satisfacción. Toda aquella cháchara sobre las reglas, los gritos de la multitud y todo lo demás, me habían confundido de tal modo que ignoraba qué era aquel tinglado. Le lancé un puñetazo a O'Tool, pero éste se agachó y me atizó en el vientre y en la nariz, en un ojo y en una oreja. La sangre brotaba a borbotones y la muchedumbre aullaba; él me miró incrédulo y atónito, y al fin masculló entre dientes:
—¿Eres humano acaso? ¿Por qué no te caes?
Escupí un buche de sangre, le puse las manos encima, empecé mordisquearle una oreja y aulló como un gato montés. Yucca llegó corriendo y trató de apartarme de él, pero yo le di un sopapo en la jeta y lo arrojé contra las cuerdas describiendo un arco «paradiabólico».
—¡Tu hombre está haciendo trampas! —gritó el árbitro, y Kirby dijo:
—¡Estás loco! ¿Ves esta pistola? ¡Vuelve a gritar «trampa» una vez más y te escupirá en la cara!
Entretanto O'Tool se había zafado de mí y enterró sus nudillos en mi mandíbula, y fui de nuevo a por él porque estaba empezando a perder los estribos. Jadeó sin aliento:
—Si lo que quieres es una pelea de callejón, por mí que no quede. No me crié en Five Points[2] para nada —entonces me hincó la rodilla en la ingle y buscó a tientas mi ojo, pero intercepté su pulgar con los dientes y comencé a masticarlo; la forma en que aulló fue muy desagradable de oír.
A esas alturas el gentío había enloquecido; derribé a O'Tool y empecé a taconear sobre él, y en ese momento alguien entre la multitud disparó sobre mí y la bala cortó el cinturón de seda y mis pantalones empezaron a resbalar.
Me los sujeté con ambas manos y O'Tool se levantó y se abalanzó sobre mí, berreando y cubierto de sangre... y yo sin atreverme a soltar mis pantalones para defenderme. Di media vuelta, me agaché y lo coceé con el talón derecho como una mula acertándole bajo la barbilla. Dio una voltereta en el aire, su cabeza golpeó contra el piso, rebotó y cayó de espaldas con las rodillas enganchadas a la cuerda inferior. No cabía duda de que estaba fuera de combate; la única cuestión era: ¿estaría muerto?
Un rugido de «¡tongo, tongo!» surgió de los hombres de Gunstock y las armas se erizaron alrededor del cuadrilátero.
Los hombres de Tomahawk parecían entusiasmados y gritaban que yo había vencido en buena lid, mientras que los de Gunstock maldecían y me amenazaban; al fin alguien gritó:
—¡Que hable el árbitro!
—Por supuesto —dijo Kirby—. Él sabe que nuestro hombre ganó limpiamente, y si no lo confirma, ¡le volaré la sesera!
—¡Eso es mentira! —vociferaba un hombre de Gunstock—. ¡Él sabe que ha hecho trampas, y si no se atreve a decirlo, le abriré otra boca en el garguero con esta faca!
Al oír estas palabras Yucca se desmayó, y en eso un ruido de cascos se escuchó por encima de la gritería y de entre los árboles que ocultaban el camino hacia el Este surgió a una banda de jinetes al galope. Todos gritaron:
—¡Cuidado, ahí vienen los bastardos de Perdición!
Al instante se vieron rodeados por un centenar de armas y McVey les preguntó:
—¿Venís en son de paz o de guerra?
—¡Venimos a destapar un fraude! —gritó un tipo enorme con un pañuelo rojo alrededor del cuello—. ¡McGoorty, sal aquí!
Una figura familiar, vestida ahora con ropas de vaquero, tiraba de mi mulo Alexander.
—¡Ahí está! —gritó aquel fulano extendiendo hacia mí un dedo acusador—. ¡Ése es el bandido que me asaltó! ¡Lleva puestos mis calzones!
—¿Qué significa esto? —preguntó la multitud.
—¡Una condenada farsa! —explicó el hombre del pañuelo rojo—. ¡Este de aquí es Bruiser McGoorty!
—Y entonces, ¿quién es ese otro? —dijo alguien señalándome.
—¡Soy Breckinridge Elkins y puedo tumbar a cualquier de los presentes! —aseguré enojado. Agité desafiante los puños, pero los calzones empezaron a resbalarse de nuevo, así que cerré el pico y me los agarré.
—¡Ajá! —aulló el del pañuelo rojo como una hiena—. ¡Lo admite! No sé de qué va esto, pero los hurones de Tomahawk han traicionado a alguien. Confío en que los asnos de Gunstock adviertan la negrura y mezquindad de sus corazones. Este McGoorty entró en Perdición hace unas horas, a lomos de mulo y como su madre lo trajo al mundo, y nos contó cómo había sido asaltado y robado y puesto en el camino equivocado. Estas mofetas eran demasiado orgullosas para celebrar este encuentro en Perdición, ¡pero no somos hombres que permanezcamos impasibles mientras se pisotea la justicia! Trajimos a McGoorty aquí para demostraros que Tomahawk os ha estafado. Ese tipo no es boxeador; ¡es un salteador de caminos!
—¡Estos coyotes de Tomahawk nos han tangado! —vociferó alguien de Gunstock echando mano de su revólver.
—¡Eres un mentiroso! —rugió Richards blandiendo «su seis plomos» por encima de su cabeza.
Un instante después las armas chasqueaban y brillaban los cuchillos, y la muchedumbre pedía sangre. Los valientes de Gunstock cayeron en tromba sobre los guerreros de Tomahawk, y los hombres de Perdición, aullando de alegría, sacaron sus armas y comenzaron a disparar indiscriminadamente sobre la multitud, que devolvía su fuego. McGoorty dio un grito y cayó sobre el cuello de Alexander aferrándose con ambos brazos, y mi mulo se disparó en medio de una nube de polvo y humo de disparos.
Me coloqué mi cinturón canana, que McVey había colgado en el poste de mi rincón, y corrí a cubrirme agarrándome los pantalones, mientras las balas, gruesas como abejorros, zumbaban a mi alrededor. Yo quería dirigirme al bosque, pero me acordé de la carta de pá y me encaminé a la ciudad. Detrás de mí se elevaba el estruendo de las armas y el griterío de los hombres. Justo cuando llegué la parte trasera de los edificios que se alineaban en la calle, mi cabeza chocó con algo blando. Era McGoorty, tratando de zafarse de Alexander. Sólo estaba sujeto por una de las riendas, y Alexander, habiendo alcanzado el extremo de la ciudad, corría en círculos y regresaba a su punto de origen.
Yo Iba tan lanzado que no pude frenar, así que me estrellé contra Alexander y los tres rodamos formando una melé. Me levanté de un salto temiendo que mi mulo pudiera estar herido, pero se incorporó jadeante y tembloroso dejando a McGoorty tendido boca arriba y haciendo ruidos raros. Le hundí mi pistolón en el vientre.
—¡Quítese esos pantalones! —le ordené.
—¡Dios mío! —exclamó—. ¿Otra vez? ¡Esto se está convirtiendo en un hábito!
—¡Aligere! —grité—. Puede ponerse estos trapos que llevo ahora.
Se quitó los pantalones, se colocó mis calzones y corrió como si temiera que fuera a quitarle también su ropa interior. Me vestí, monté a Alexander y me dirigí al extremo sur de la ciudad. Me mantuve detrás de las casas aunque la ciudad parecía desierta, y pronto llegué al almacén donde Kirby había dicho que el viejo Brenton tenía la oficina de correos. Las armas tronaban allí, y al otro lado de la calle vi hombres agazapados disparando desde una destartalada choza.
Até a Alexander en una esquina del almacén y entré por la puerta de atrás. En la parte delantera vi al viejo Brenton arrodillado detrás de unos barriles con un .45-90, devolviendo el plomo a los tipos de la choza de enfrente. De vez en cuando una bala zumbaba atravesando la puerta peinándole el bigote y maldecía como pá aquella vez que se cayó en una trampa para osos.
Me acerqué y le golpeé en el hombro, él se volvió sobresaltado y disparó su arma justo en mi cara chamuscándome las cejas. Los tipos al otro lado de la calle gritaron y dispararon a discreción contra nosotros.
Agarré el cañón de su Winchester y tironeó de él con una mano mientras con la otra extraía un cuchillo de su bota sin parar de maldecir; yo le dije:
—Señor Brenton, si no está demasiado ocupado, me gustaría que me entregara la carta que llegó para pá.
—¡No se te ocurra abordarme por la espalda otra vez! —protestó—. ¡Pensé que eras uno de esos condenados forajidos! ¡Cuidado, agáchate, palurdo estúpido!
Solté su arma y disparó a una cabeza que asomaba tras la esquina de la cabaña, el tipo soltó un juramento y desapareció.
—¿Quiénes son esos fulanos? —pregunté.
—Comanche Santry y su banda, que han bajado de las colinas —gruñó el viejo Brenton accionando la palanca de su Winchester—. Vienen a por el oro. Valiente sheriff es ese McVey... no me ha enviado a nadie y esos descerebrados están armando tanto jaleo en torno al ring, que jamás escucharían el tiroteo que mantengo aquí. ¡Cuidado, aquí vienen!
Seis o siete forajidos salieron corriendo de la choza y cruzaron la calle sin dejar de disparar a su paso. Comprendí que no conseguiría mi carta hasta que hubiera finalizado aquella reyerta, así que desenfundé mi pistolón de percusión y disparé hasta tres veces; tres de aquellos rufianes cayeron uno tras otro en la calle y el resto se dio la vuelta y corrió a ocultarse en la choza.
—¡Bien hecho, hijo! —gritó el viejo Brenton—. Si alguna vez... ¡oh, Judas Iscariote, nos están atizando bien ahora!
Algo fue empujado desde detrás de una esquina de la choza y echó a rodar hacia nosotros, pues la cabaña ocupaba una posición más elevada que la del almacén. Era un barril, con una mecha chisporroteante que giraba con el tonel como si fuera una rueda de fuego.
—¿Qué hay en ese barril? —pregunté.
—¡Pólvora! —gritó el viejo Brenton echando a correr—. ¡Aprisa palurdo! ¡Está casi junto a la puerta!
El viejo estaba tan asustado que se olvidó de los forajidos al otro lado de la calle; uno de ellos lo alcanzó en el muslo con un rifle de cazar búfalos y se desplomó soltando horribles juramentos. Salté por encima de él hacia la puerta —así fue como recibí un balazo en la cadera—, y el barril chocó contra mis pies y se detuvo, así que lo cogí y lo lancé de vuelta a su lugar de origen. Apenas golpeó la pared de tablas cuando ¡pum!, explotó y la choza desapareció bajo una humareda. Cuando dejaron de llover pedazos de madera y metal, ningún movimiento en el cráter humeante donde había estado la cabaña indicaba la supervivencia de alguno de los forajidos.
—No lo hubiera creído de no haberlo visto con mis propios ojos —boqueó el viejo Brenton.
—¿Está usté malherido, señor Brenton? —le pregunté.
—Creo que me estoy muriendo... —jadeó.
—Bueno, antes de que la diñe, señor Brenton, dígame, ¿le importaría darme esa carta para pá?
—¿Cómo se llama su padre? —me preguntó.
—Bill «terremoto» Elkins de Bear Creek —respondí.
No estaba tan malherido como él creía. Se estiró y cogió una bolsa de piel, buscó en ella y extrajo un sobre.
—Recuerdo haberle dicho al viejo Buffalo Rogers que tenía una carta de Bill Elkins —dijo manoseándola—. ¡Eh, espera! ¡Esto no es para tu padre! Mi vista es tan mala que confundí su nombre con el de Bill Elston, que vive entre Tomahawk y Perdición...
Quiero desmentir un rumor que asegura que traté de asesinar al viejo Brenton y destruí su almacén por rencor. Ya he contado cómo se rompió la pierna, y el resto fue accidental. Cuando comprendí que había pasado toda aquella vergüenza para nada, fue tal mi enojo y disgusto que di media vuelta y salí corriendo por la puerta de atrás, aunque me olvidé de abrirla y así fue como la arranqué de sus bisagras.
Luego salté sobre Alexander pero olvidé desatarlo del poste del almacén. Le pateé las costillas y salió disparado arrancando esa esquina del edificio, y así es como el techo se vino abajo. El viejo Brenton en el interior estaba asustado y empezó a echar pestes, y en ese momento una muchedumbre llegó para investigar la explosión que había interrumpido la trifulca a tres bandas entre Perdición, Tomahawk y Gunstock, y pensaron que yo era la causa de todo y empezaron a dispararme mientras huía.
Fue entonces cuando recibí esa andanada de perdigones en la espalda.
Salí de Tomahawk y ascendí por el sendero de la colina tan rápidamente que apuesto a que Alexander y yo parecíamos un borrón en el paisaje; y me dije a mí mismo que labrarme una buena reputación iba a ser más complicado de lo que pensaba, porque parecía evidente que la civilización estaba llena de trampas para un muchacho que no había alcanzado aún la plenitud de su fuerza y tamaño.