Si Joel Braxton no hubiera blandido su cuchillo mientras yo golpeaba su cabeza con un tarugo de abeto, creo que no habría reñido con Gloria McGraw y que las cosas habrían sido muy diferentes. Pá siempre dijo que los Braxton eran gente desconsiderada y tiene toda la razón. Primero oí gritar a Jim Garfield:
—¡Cuidado, Breck, ese perro sarnoso tiene un cuchillo! —En eso sentí una especie de aguijonazo, miré hacia abajo y vi que Joel había desgarrado mi camisa de ante y rascaba mi pellejo tratando de alcanzarme las entrañas. Le aticé en el cogote, arrojé su cuchillo a un grupo de árboles y él lo siguió volando. Los robles negros no le arañaron la barriga como él hizo conmigo, porque ambos encontraron un buen tronco en su camino. No sé cómo esperaba estrellarse en un robledal sin magullarse un poco el pellejo.
Pero yo soy un hombre de buen carácter, e incluso entonces era un muchachote reflexivo, así que ignoré las brutales amenazas de Joel mientras su hermano, Jim Garfield, y los demás lo sacaban del robledal y lo zambullían en el arroyo para lavarle la sangre. Me subí sin más a mi mulo Alexander y continué mi camino hacia la cabaña del viejo McGraw, adonde me dirigía cuando me dejé embaucar por aquellos idiotas.
El de los McGraw es el único clan de Bear Creek, además del de los Reynolds y los Braxton, con el que no tengo lazos de sangre, y había estado enamorado de Gloria McGraw desde que fui lo suficientemente grande para usar pantalones. Ella era la muchachita más alta, fina y bonita de las montañas Humbolt —que cubren un territorio considerable—. No había una chica en Bear Creek, ni siquiera mis hermanas, que manejara un hacha como ella, friera un bistec de oso más sabroso o preparase una sémola de maíz tan buena; ni tampoco hombre o mujer que corriera más rápido que ella; ni siquiera yo.
La vi mientras ascendía por el sendero que conduce al hogar de los McGraw, llevando un cubo de agua desde el arroyo. La cabaña quedaba oculta tras un bosquecillo de alisos. Se volvió y me miró, y permaneció allí, arremangada y con el balde goteando en la mano; su garganta y sus pies descalzos eran más blancos que cualquier cosa que haya visto jamás, sus ojos tenían el mismo color del cielo y su cabello parecía polvo de oro cuando el sol lo iluminaba.
—Buenos días, Gloria, ¿cómo estáis esta mañana? —saludé quitándome la gorra de piel de mapache.
—Joe fue coceado ayer por la yegua alazana de pá —dijo ella—, pero sólo le magulló un poco el pellejo. Aparte de eso estamos todos bien. ¿Y tú? ¿Te han atado a ese mulo?
—No —respondí desmontando—. Déjame llevarte el cubo, Gloria.
Ella comenzó a tendérmelo y luego, frunciendo el ceño, señaló mi camisa y dijo:
—¡Has estado peleándote otra vez!
—Sólo con Joel Braxton —precisé—. Dijo que la camaradería en territorio indio es más sincera que en Texas.
—¿Y qué sabes tú de eso? —objetó—. Nunca has estado en Texas.
—Bueno, él tampoco ha estado nunca en territorio indio —me defendí—. Mancillar la camaradería texana, ésa es la cuestión. Toda mi gente viene de Texas y ningún Braxton puede criticar al Estado de la Estrella Solitaria en mi presencia.
—Peleas demasiado —dijo—. ¿Quién ganó?
—¡Cómo! Yo, por supuesto —contesté—. Siempre lo hago, ¿no es así?
Esa inofensiva declaración pareció irritarla.
—Supongo que piensas que nadie en Bear Creek puede zumbarte —se burló ella.
—Bueno, a decir verdad, nadie ha podido hasta ahora... exceptuando a pá.
—Nunca te has medido con ninguno de mis hermanos —me espetó.
—Eso es porque he tenido mucha paciencia con esos gamberros larguiruchos; son tus hermanos y no quisiera lisiarles.
Las chicas tienen reacciones curiosas. Se enojó y me arrancó el cubo de la mano diciendo:
—Oh, así que es eso; deja que te diga, Breckinridge Elkins, que el más pequeño de mis hermanos puede apalearte como a una mula testaruda, y si le tocas un pelo a uno de ellos, ¡yo misma te arreglaré el cuerpo! Y además, hay un caballero en la cabaña en este momento que podría tirar de su hierro y remacharte el esqueleto de plomo mientras tú chapuceas con tu vieja pistola de pistones.
—No pretendo ser un pistolero —dije con suavidad—. Pero apuesto a que no puede alcanzar su hierro tan rápido como mi primo Jack Gordon.
—¡Tú y tus primos! —respondió con desprecio—. ¡Ese tipo es un caballero como nunca imaginaste que existiera uno! Es un vaquero de Wild River Country que se dirige a Chawed Ear y se ha detenido en nuestra cabaña para cenar. Si pudieras verlo no volverías a presumir nunca más. Tú, ¡con ese mulo viejo y esas ropas de piel de ante adobada!
—¡Caramba, Gloria! —repuse desconcertado—. ¿Qué pasa con la piel de ante? Pica menos que la ropa casera de lino.
—¡Ja! —se burló ella—. ¡Deberías ver al señor Snake River Wilkinson! No viste ropa casera, ni de ante ni de lino. ¡Sólo prendas compradas en almacenes! Nunca había visto tanta elegancia. Botas de cuero, espuelas con montura de oro y una chalina roja... ¡de seda! Una hermosa camisa a rayas rojas, verdes y amarillas; un sombrero Stetson blanco; un seis tiros con cachas de nácar y los gemelos más finos que hayas visto alguna vez, ¡tarugo!
—¡Ah, demonios! —dije irritado—. Si ese señor Wilkinson es tan condenadamente magnífico, ¿por qué no te casas con él?
No debería haber dicho eso. En sus ojos brillaron chispas azules.
—¡Lo haré! —bramó—. ¿Crees que un caballero como él no se casaría conmigo? Te lo demostraré. ¡Me casaré con él ahora mismo!
Y rompiéndome en la cabeza el cubo de agua dio media vuelta y corrió sendero arriba.
—¡Gloria, espera! —grité, pero cuando me enjugué el agua de los ojos y me sacudí las astillas de roble del pelo, ya había desaparecido.
Alexander también se había ido. Empezó a correr arroyo abajo cuando Gloria se puso a gritarme, porque a su manera era un mulo inteligente y sabía cuándo se gestaba una buena tormenta. Lo perseguí durante una milla antes de atraparlo, entonces lo monté y me dirigí a la cabaña de los McGraw. Gloria estaba tan enojada que haría cualquier cosa para fastidiarme, y no había cosa que me fastidiara más que se casara con un vaquero de River Country. Si creía que yo pensaba que sería rechazada, se equivocaba. Cualquiera que desaprovechara la oportunidad de enganchar a Gloria McGraw sería un estúpido, sin importar cuántas rayas tuviera su camisa.
El corazón se me cayó a los mocasines cuando alcancé el grupo de alisos donde habíamos tenido nuestra riña. Supuse que había exagerado un poco al hablar de la elegancia de ese tal Wilkinson, porque, ¿quién ha oído hablar de una camisa con tres colores o espuelas con montura de oro? Sin embargo, él debía ser rico y apuesto por lo que dijo, ¿tenía yo alguna posibilidad? Toda la ropa que poseía era la que llevaba puesta, y nunca había tenido, ni siquiera visto, una camisa comprada en un almacén. No sabía si salirme del camino y ponerme a berrear o ir por mi fusil y correr a plomazos al señor Wilkinson.
En eso, justo cuando alcanzaba el lugar donde vi a Gloria por última vez, llegó ella corriendo como un gamo asustado con los ojos y la boca abiertos como platos.
—¡Breckinridge! —jadeó—. ¡Oh, Breckinridge! ¡Acaba de desatarse el infierno!
—¿Qué quieres decir? —pregunté.
—Bueno —empezó a decir—, ese vaquero, el señor Wilkinson, no me quitó ojo desde que regresé a la cabaña, aunque yo no le di ningún motivo. Me pusiste tan furiosa hace un rato que al volver me acerqué a él y le dije: «Señor Wilkinson, ¿ha pensado alguna vez en casarse?». Me agarró de la mano y respondió: «Muchacha, lo he pensado desde que te vi cortar leña ahí fuera cuando cabalgaba, por eso me detuve aquí». Me quedé tan pasmada que no supe qué decir, ¡y al instante siguiente él y pá estaban arreglando el casorio!
—¡Por todos los diablos! —exclamé.
Ella comenzó a retorcerse las manos.
—¡No quiero casarme con el señor Wilkinson! —gritó—. ¡No lo quiero! Me engatusó con sus modales finos y su camisa a rayas. ¿Qué voy a hacer? ¡Pá está organizando mi boda con ese tipo!
—Está bien, voy a poner fin a esto —le aseguré—. Ningún vaquero de River Country puede entrar en las Humbolts y robarme la chica. ¿Están en la cabaña ahora?
—Están negociando el regalo de boda —dijo Gloria—. Pá dice que el señor Wilkinson debería darle cien dólares. Mister Wilkinson le ofreció su Winchester en vez de dinero en efectivo. ¡Ten cuidado, Breckinridge! A pá no le caes bien, y el señor Wilkinson tiene un párpado caído y el extremo de su cartuchera atado al muslo.
—Andaré con pies de plomo —le prometí; subí de un salto a mi cabalgadura, alcé a Gloria y la acomodé en la grupa detrás de mí y avanzamos por el sendero hasta quedar a un centenar de pies de la cabaña. Un espléndido jamelgo de color blanco estaba atado en el porche, y llevaba la silla y el freno más elegantes que había visto nunca. Los adornos de plata refulgían cuando el sol los iluminaba. Desmontamos, até a Alexander y oculté a Gloria detrás de un roble blanco. Ella sólo temía una cosa en el mundo: a su viejo enfadado.
—Ten cuidado, Breck —me suplicó—. No hagas enfadar a pá ni al señor Wilkinson. Sé discreto y humilde.
Le aseguré que lo haría y me acerqué a la puerta. Escuché a la señora McGraw y a las otras chicas preparando la cena en la cocina, y al viejo McGraw hablando en voz alta en la sala.
—¡No es suficiente! —decía—. Debo tener el Winchester y diez dólares. Le digo, Wilkinson, que es muy poco por una chica como Gloria. ¡Me rompe el corazón dejarla ir! ¡Sólo los billetes pueden calmar mi dolor!
—El Winchester y cinco dólares —respondió una voz dura que supuse era la de Wilkinson—. Es un arma de primera, se lo aseguro; no verá otra igual en estas montañas.
—Bueno... —empezaba a decir el viejo McGraw con avaricia, y justo entonces entré por la puerta, agachando la cabeza para no golpearme con el dintel.
Ahí estaban el viejo McGraw mesándose su barba azabache, sus larguiruchos cachorros —Joe, Bill y John— con sus caras de bobo de siempre y, majestuosamente sentado en un banco junto a la chimenea vacía, el señor Wilkinson. Golpeó mis sentidos. Nunca había visto tanto esplendor en todos mis días de nacido. Gloria no había omitido nada: el Stetson blanco con su fina badana de cuero, las botas y las espuelas con montura de oro... ¡y la camisa! Casi me cegó. Jamás soñé que algo pudiera ser tan hermoso: ¡toda rayada de rojo, verde y amarillo! También vi su arma: un Colt del 45 con cachas de nácar en una funda de cuero negro adosada a su muslo y atada a él con una correa de cuero crudo. Me di cuenta de que nunca había llevado un guante en su mano derecha por el tono moreno de la misma. Poseía los ojos más duros y negros que había visto nunca; miraban a través de mí.
Estaba un poco cortado —era muy joven entonces—, pero me sobrepuse y saludé cortésmente:
—¿Cómo está usté, señor McGraw?
—¿Quién es este osezno? —preguntó el señor Wilkinson con suspicacia.
—¡Largo de aquí, Elkins! —bramó el viejo McGraw—. ¡Estamos tratando asuntos privados, tarugo!
—No sé qué clase de negocio estarán arreglando —repliqué irritándome por momentos, pero como Gloria me pidió diplomacia, continué—: ¡Vengo a comunicarle la cancelación de la boda! Gloria no se casará con el señor Wilkinson. ¡Va a casarse conmigo, y a cualquiera que se interponga entre nosotros más le valdría vérselas frente a un puma y a un oso pardo con las manos desnudas!
—¿Y por qué contigo? —empezó a decir Wilkinson con una voz sedienta de sangre, mientras se incorporaba como una pantera que se dispone a entrar en acción.
—¡Fuera de aquí! —aulló el viejo McGraw saltando y agarrando el atizador de hierro—. ¡Lo que yo haga con mi hija no es asunto tuyo! Aquí el señor Wilkinson me ofrece su Winchester y cinco dólares en dinerito fresco. ¿Qué me ofreces tú, montón de carne ignorante?
—Un puñetazo en la nariz, viejo tacaño —repliqué acaloradamente, pero recordé que debía ser diplomático. No había necesidad de ofenderle, y estaba decidido a hablar tranquila y apaciblemente a pesar de sus insultos. Así que le dije—: ¡Un hombre que vende a su hija por cinco dólares y un arma debería ser devorado por los buitres! ¡Trate de casar a Gloria con Wilkinson y verá lo que le sucede, repentina y desagradablemente!
—¡Cómo! ¿Tú? —gruñó el viejo McGraw blandiendo el atizador—. ¡Cascaré tu estúpido cráneo como si fuera un huevo!
—Déjemelo a mí —lo interrumpió el señor Wilkinson—; quítese de en medio y permítame un blanco limpio. Ahora escucha, oso pardo con orejas de asno, ¿prefieres salir de aquí en posición vertical u horizontal?
—¡Abra el baile cuando más le convenga, turón de vientre rayado! —repliqué cortésmente, y él soltó un gruñido y echó mano de su pistola, pero yo desenfundé primero y se la arranqué de la mano de un disparo, junto a uno de sus dedos, antes de que pudiera hacer lo propio conmigo.
Soltó un grito y se tambaleó hacia atrás hasta apoyarse en la pared, desde donde me miró con ojos llameantes y agarrándose su mano chorreante; devolví mi pistolón de percusión del .44 a su funda y dije:
—Es posible que en el valle le consideren un pistolero rápido, pero es demasiado lento para andar pajareando por Bear Creek y sus alrededores. Será mejor que vuelva a casa ahora y...
Fue en ese momento cuando el viejo McGraw me sacudió en la cabeza con el atizador. Lo blandió con ambas manos y tan fuerte como pudo, y si no hubiera llevado puesta mi gorra de piel de mapache apuesto a que me habría abollado la sesera. Cuando me golpeó en las rodillas y caí derribado, sus tres retoños se abalanzaron sobre mí y empezaron a machacarme con sillas y bancos y hasta con una mesa. Pues bien, yo no quería tullir a ningún pariente de Gloria y tuve que morderme la lengua cuando el viejo me arreó con el atizador, algo que me fastidia especialmente. De todas formas, comprendí que no tenía sentido discutir con aquellos estúpidos. Estaban sedientos de sangre... concretamente de la mía. Así que me incorporé, agarré a Joe por el cuello y la entrepierna y lo arrojé por una ventana tan suavemente como pude; pero me olvidé de los barrotes de nogal americano que habían colocado para protegerse de los osos. Se estampó contra ellos y así fue como quedó tan machacado. Gloria dejó escapar un grito, y le habría contestado para hacerle saber que estaba bien y que no se preocupara por mí, de no haber sido porque cuando abrí la boca John me la tapó introduciendo en ella la pata de una mesa.
Semejante tratamiento habría acabado con la paciencia de un santo, y aún así, no fue mi intención golpear a John tan duramente como lo hice. ¿Cómo iba yo a saber que una palmadita como ésa lo lanzaría a través de la puerta y le desencajaría la mandíbula?
El viejo McGraw pululaba a mi alrededor tratando de propinarme otra descarga de su doblado atizador, cuidando de no golpear a Bill que, a su vez, me trabajaba la testa con un taburete de roble. Mister Wilkinson no tomó parte en la refriega; nos observaba apoyado en la pared con una mueca salvaje en el rostro. Creo que no tenía agallas para las riñas de Bear Creek.
Le arrebaté el banquillo a Bill y lo convertí en astillas sobre su cabeza, sólo para enfriarle un poco, y justo entonces el viejo McGraw fue a golpearme con su atizador, pero lo esquivé y se lo arranqué de las manos. Bill se agachó para recoger un cuchillo de caza que se había caído de la bota de alguien. Tenía la espalda vuelta hacia mí, así que le planté un mocasín en las posaderas con algún impulso y salió disparado de cabeza por la puerta con un grito de horror. Alguien más gritó y me pareció que era Gloria. No supe en ese momento que ella corría hacia la puerta y que fue derribada por Bill cuando éste volaba catapultado por el patio: ¿cómo podía ver lo que estaba sucediendo fuera? El viejo McGraw estaba mordisqueándome el pulgar y hurgándome un ojo, así que lo lancé tras John y Bill, y miente cuando dice que lo estrellé a propósito contra el barril para recoger el agua de lluvia. Ni siquiera sabía que estaba allí hasta que escuché el impacto y vi su cabezota asomando entre las duelas.
Me di la vuelta para intercambiar algunas palabras con el señor Wilkinson, pero escapó por la ventana por la que había arrojado a Joe, y cuando traté de seguirlo, no fui capaz de hacer pasar mis hombros a través. Así que corrí hacia la puerta y Gloria me alcanzó cuando pisé el porche, y me arreó una bofetada que sonó como la cola de un castor golpeando un banco de barro.
—¿A qué viene eso, Gloria? —protesté estupefacto, porque sus ojos azules escupían llamas y tenía su cabellera pajiza completamente alborotada. Estaba tan enojada que incluso lloraba, y fue precisamente en esa ocasión cuando supe que era capaz de ello.
—¿Qué te pasa? ¿Qué hice mal?
—¿Que qué has hecho? —estalló mientras bailaba una especie de danza guerrera con los pies descalzos—. ¡Eres un forajido! ¡Un asesino! ¡Una cría orejuda de mofeta manchada! ¡Mira lo que has hecho! —señaló a su viejo, cuya aturdida cabezota asomaba entre los restos del barril de agua de lluvia, y a sus hermanos, tirados en el patio en varias posiciones, sangrado copiosamente y quejándose espantosamente—. ¡Has tratado de asesinar a mi familia! —me acusó agitando sus puños bajo mi nariz—. ¡Me lanzaste a Bill encima a propósito!
—¡Nada de eso! —exclamé sorprendido y escandalizado—. Bien sabes que no te tocaría ni un pelo de la cabeza, Gloria. ¡Todo lo que hice, fue por ti!
—¡No tenías que machacar a pá y a mis hermanos! —lloraba furiosamente—. ¿Es porque no son chicas? ¿Qué pude haber hecho y no hice? —gritó—. ¡Si me amaras de verdad no les habrías hecho daño! ¡Lo hiciste sólo por maldad! Te dije que fueras amable y educado, ¿lo olvidaste?... ¡Cierra la bocaza! ¡No me hables!... Bueno, ¿por qué no dices algo? ¿Te comió la lengua un puma?
—¡He intentado ser lo más educado posible! —rugí, molestó más allá de lo razonable—. No es culpa mía; si hubieran tenido un poquito de tacto yo no habría...
—¡No te atrevas a insultar a mi gente! —me interrumpió—. ¿Qué le has hecho a mister Wilkinson?
Precisamente entonces, el mencionado caballero apareció cojeando tras una esquina de la cabaña y se dirigió a su caballo; Gloria corrió hacia él, lo agarró del brazo y le dijo:
—Forastero, si aún quiere casarse conmigo, ¡adelante! ¡Me marcho con usté ahora mismo!
Él me miró, se estremeció y tironeó de su brazo para liberarse.
—¿Es que tengo cara de cretino? —preguntó algo acalorado—. Le aconsejo que se case con ese joven oso de ahí, aunque sólo sea en beneficio de la seguridad pública. ¿Casarme con usted cuando él la pretende? ¡No, gracias! ¡Pierdo un valioso dedo como pago por mi estancia, pero supongo que es un precio barato! ¡Después de ver a ese tornado humano en acción comprendo que un dedo no es nada de lo que preocuparse! ¡Adiós[1]!