Empecé a retroceder muy lentamente hacia la puerta.

—Por… ¿por qué? —tartamudeé—. ¿Para qué quiere mis manos?

—Verás, las manos humanas son muy difíciles de construir. Tienen demasiadas articulaciones.

Se rascó la barba y se aproximó a mí.

—Pero… —empecé, mientras daba otro paso atrás.

—Puedo conseguir que las manos toquen perfectamente —me interrumpió el señor Toggle, con la mirada fija en mis ojos—. He diseñado programas de ordenador que las hacen tocar mejor que el más grande de los pianistas. ¡Pero no puedo construirlas! ¡Necesito las de los alumnos!

—Pero, ¿por qué? —exclamé—. ¿Por qué hace esto?

—Para llegar a la auténtica perfección musical —respondió, acercándose más a mí—. Adoro la música, Jerry. Y la música es mucho más perfecta, más sublime, cuando el hombre no interfiere en ella. —Dio otro paso hacia mí, y después otro—. Me comprendes, ¿verdad? —Su mirada era siniestra.

—¡No! —grité—. ¡No lo entiendo! ¡No puede quedarse con mis manos! ¡No puede hacer eso!

Di un paso atrás. Todavía me temblaban las piernas.

La única oportunidad que tenía para escapar de él y salir de aquel maldito edificio, mi única esperanza, era atravesar aquella puerta.

Sacando fuerzas de flaqueza y sobreponiéndome al miedo, me giré hacia ella.

—¡Aah! —chillé al ver que un fantasma aparecía frente a mí.

¡Era ella! ¡El fantasma! ¡La mujer del piano!

Tenía los ojos rojos como el fuego. Lanzó un chillido de furia y, flotando en el aire, vino hacia mí, bloqueándome el paso.

«¡Esto es el fin!», pensé.

Estaba atrapado entre el señor Toggle y el fantasma.

Ya no tenía escapatoria.