Lo siguiente que recuerdo es que mamá me estrechaba entre sus brazos.

—Jerry, cálmate, hijo. Todo está bien. Tranquilo —no dejaba de repetir.

—¿Cómo? ¿Qué? ¿Eres tú, mamá?

Levanté la vista y vi a papá, de pie, a unos pasos de mí. Me observaba preocupado, con los brazos cruzados sobre el albornoz.

—Jerry, chillabas tan fuerte que seguro que has despertado a media ciudad —dijo.

Le miré con escepticismo. Ni siquiera recordaba haber chillado.

—Todo irá bien —continuó mamá cariñosamente—. Estás a salvo.

¿A salvo? ¡Nadie estaba a salvo!

De nuevo me vino a la memoria la imagen de la mujer, toda gris, con los cabellos cubriéndole la cara. También recordé el momento en que extendió sus brazos hacia mí, el momento en que vi aquella repugnante masa deforme.

Y de nuevo oí su débil susurro: «Esas historias son ciertas.»

¿Por qué no tenía manos? ¿Por qué?

¿Cómo podía entonces tocar el piano?

¿Y por qué había elegido el mío?

¿Qué pretendía aterrorizándome de aquella manera?

Aquel torbellino de preguntas no paraba de agitarse en mi mente. Sólo sentía ganas de chillar y chillar. Pero no tenía fuerzas.

—Tu madre y yo estábamos profundamente dormidos. Casi nos matas del susto —intervino papá—. Nunca había oído unos berridos como ésos.

No me acordaba de nada.

Ni de los chillidos, ni de la desaparición del fantasma, ni de que papá y mamá entraran en la sala de estar.

Supuse que todo aquello había sido tan terrorífico que, sin darme cuenta, lo había borrado de mi mente.

—Te prepararé una taza de chocolate —dijo mamá sin soltarme de la mano—. Procura calmarte.

—Lo… lo intentaré —balbucí.

—Seguro que ha tenido otra pesadilla —oí cómo papá le comentaba a mamá—. Esta vez debe de haber sido muy real.

—¡No ha sido una pesadilla! —chillé sintiendo una gran impotencia.

—¡Lo siento, hijo! —se apresuró papá a disculparse. Temía que volviera a ponerme histérico.

Pero era demasiado tarde. No pude controlarme por más tiempo y empecé a chillar:

—¡No quiero tocar el piano! ¡Sacadlo de aquí! ¡Lleváoslo!

—Jerry, por favor —dijo mamá alarmada.

Pero yo estaba histérico:

—¡No quiero tocar el piano! ¡No quiero más clases! ¡No volveré a esa academia! ¡Juro que no volveré!

—¡Está bien, Jerry, está bien! —dijo papá esforzándose para que sus palabras se oyeran en medio de aquel griterío—. De acuerdo, nadie va a obligarte a seguir.

—¿Cómo? —pregunté mirando a ambos, extrañado de que me hubieran tomado en serio.

—Si no deseas continuar con las clases de piano, nos parece bien —añadió mamá con un tono dulce y cariñoso—. El único problema es que ya hemos pagado la próxima clase.

—Sí, es verdad —se apresuró a decir papá—. Cuando vayas a la academia el próximo viernes, le cuentas al profesor Tetrikus que ya no quieres seguir.

—Pero… yo prefiero… —balbucí.

Mamá me tapó la boca con delicadeza:

—Tienes que hablar con el profesor Tetrikus, Jerry. No puedes dejar de ir así, por las buenas.

—Créenos, Jerry. No vamos a obligarte a que continúes yendo a la academia —explicó papá—. Pero este viernes debes ir.

Mamá buscó mi mirada y concluyó:

—¿Te sientes mejor ahora, cariño?

Miré de soslayo el piano, silencioso y reluciente bajo la débil luz de la habitación.

—Supongo que sí… —murmuré confuso.

El viernes por la tarde, al salir de la escuela, observé que el cielo estaba cubierto por una espesa capa de nubes gris oscuro. Como de costumbre, mamá me llevó en coche a la academia. Recorrió el camino cercado por altos setos, y se detuvo frente a la entrada del oscuro y tenebroso edificio.

Me quedé pensativo. Tal vez podría entrar, explicarle rápidamente al profesor Tetrikus que ya no me interesaba seguir tocando el piano y regresar de nuevo al coche.

Mamá consultó la hora.

—Sólo una clase más, Jerry. Seguro que todo irá bien —me tranquilizó.

Suspiré con tono desconsolado.

—¿Puedes entrar conmigo, mamá? ¿O esperar aquí fuera?

Ella frunció el ceño:

—Jerry, tengo que hacer tres gestiones importantes. Estaré de vuelta dentro de una hora. Te lo prometo.

Resignado, abrí la puerta del coche.

—Si el profesor Tetrikus te pregunta por qué abandonas las clases, puedes decirle que éstas interfieren en tus tareas escolares —añadió.

—De acuerdo, mamá. Nos veremos dentro de una hora —me despedí.

Cerré la puerta de golpe y me quedé mirando cómo el vehículo se alejaba por el camino de grava.

Di media vuelta y entré.

Mientras caminaba hacia la clase del profesor Tetrikus, mis pasos resonaban por todos los pasillos. Pensé que tal vez me encontraría con el señor Toggle, pero no lo vi. Seguramente estaría en su gigantesco taller, enfrascado en otro de sus increíbles inventos.

Al pasar junto a las aulas, volví a oír el habitual estruendo de muchos pianos sonando a la vez. A través de las ventanillas redondas se veía a los profesores, sonrientes, moviendo las manos y meneando la cabeza al compás de la música que tocaban los alumnos.

Al doblar una esquina e introducirme en otro de aquellos interminables corredores, un extraño pensamiento cruzó mi mente. De repente, me percaté de que durante todo aquel tiempo no había visto a ningún estudiante por los pasillos. Ni tan siquiera uno.

De pronto, una voz interrumpió mis pensamientos:

—¿Cómo estás hoy, Jerry?

Era el profesor Tetrikus. Me esperaba en la puerta del aula, sonriente.

—Bien… —respondí entrando con él.

El profesor llevaba unos pantalones anchos de color gris y unos tirantes de un color rojo chillón sobre una camisa blanca. Parecía que no se hubiera peinado en varias semanas. Me indicó que me sentara en la banqueta.

Me senté e, inquieto, apoyé las manos sobre las piernas. Quería hablar con él antes de empezar la clase.

—Mm…, profesor Tetrikus…

Se acercó a mí.

—Sí, ¿decías? —Me miró con aire interrogante.

—Bueno… Quería decirle… que hoy será mi último día —dije tímidamente—. Mm… He decidido dejar las clases.

Su sonrisa desapareció y me agarró por la muñeca.

—¡No! —exclamó, y añadió con un gruñido amenazador—: Tú no te vas de aquí, Jerry.

—¿Qué? —grité.

Me apretó la muñeca con más fuerza. Empezaba a hacerme daño.

—¿Abandonar las clases? —exclamó—. ¡No con esas manos, pequeño!

Su cara me pareció diabólica.

—¡No puedes dejarlo, Jerry! ¡Necesito tus maravillosas manos!