Solté una risita. No sé muy bien por qué. Quizá fuese por la expresión seria de Kim.

—¿Historias? ¿Qué historias?

—Ya te he dicho que no quiero hablar de ello —dijo con determinación. Tomó un sorbo de chocolate.

—Me acabo de mudar y no conozco a mucha gente —le recordé—. No he oído ninguna historia. ¿Qué es lo que cuentan?

—Cosas de la academia —murmuró. Se levantó y se dirigió a la ventana.

—¿Qué tipo de cosas? —insistí—. Venga Kim, ¡cuéntamelo!

—Bueno, cosas como que allí hay monstruos… —respondió observando la nieve—. Monstruos que viven en el sótano.

—¿Monstruos? —Solté una carcajada.

Kim se giró hacia mí.

—Pues yo no le veo la gracia —contestó bruscamente.

—Yo he visto esos «monstruos» de los que hablas —le aclaré.

Me miró sorprendida:

—¿De verdad?

—Sí —repetí—. Son sólo robots de limpieza.

—¿Cómo? —Se quedó boquiabierta. Por poco se tira el chocolate por encima—. ¿Robots de limpieza?

—Sí, el señor Toggle los construyó. Es el conserje de la academia, un verdadero genio en mecánica. Inventa todo tipo de cosas.

—Pero…

—Vi uno el primer día de clase —le interrumpí—. Yo también creí que se trataba de un monstruo. Emitía unos gemidos muy raros y venía directo hacia mí. ¡Casi me desmayo del susto! Pero resultó ser una de las máquinas de limpieza del señor Toggle.

Kim ladeó la cabeza y me miró pensativa.

—Bueno, ya sabes que a la gente le gusta exagerar —dijo—. Yo ya me imaginaba que no era cierto. Supongo que las demás historias tendrán una explicación tan lógica como ésta.

—¿Las demás historias? ¿Es que hay más?

—Bueno… —Dudaba de si contármelo o no—. Dicen que hay chicos que fueron allí para dar clases y no volvieron a salir. Simplemente desaparecieron.

—¡Eso es imposible! —exclamé.

—Sí, supongo que sí —convino inmediatamente.

Entonces recordé aquella voz que procedía del armario y que pedía auxilio.

Intenté convencerme de que se trataba de alguno de los inventos del señor Toggle. Seguro que era así. Me había dicho que no era más que material inservible, y no me pareció que estuviera nervioso o preocupado.

—Es increíble cómo empiezan este tipo de historias —observó Kim dirigiéndose de nuevo al piano.

—La verdad es que la academia es vieja y lúgubre —admití—. Realmente parece una mansión embrujada. Supongo que ésa es la razón por la que la gente cuenta esas historias.

—Sí, seguramente —coincidió ella.

—La academia no está embrujada, ¡pero este piano sí! —le dije de golpe. No sé qué es lo que me impulsó a decírselo. Hasta aquel momento, sólo había contado lo del fantasma del piano a mis padres, y a nadie más, porque sabía que nadie iba a creerme.

Kim se sobresaltó y se quedó mirando fijamente el piano.

—¿Embrujado? ¿A qué te refieres? ¿Por qué lo dices?

—Cada noche, cuando todos duermen, oigo que alguien lo está tocando —le expliqué—. Es una mujer. Lo sé porque un día la vi.

Kim se echó a reír:

—Me tomas el pelo, ¿no?

Sacudí la cabeza.

—No, hablo en serio, Kim. Vi a esa mujer una noche. Siempre toca la misma melodía, una y otra vez.

—¡Venga, Jerry! —rezongó Kim.

—Ella me habló. Se le derritió la piel de la cara. Fue… fue horrible, Kim. Sólo se le veía el cráneo, y sus protuberantes ojos no dejaban de observarme. Me advirtió que me mantuviera alejado. Me amenazó.

Me estremecí de miedo. No sé cómo, había conseguido borrar aquellas espantosas imágenes de mi mente. Pero, en aquel momento, al contárselo a Kim, reviví todo de nuevo.

Ella sonreía burlona.

—Cuentas las historias de miedo mejor que yo—. ¿Sabes más?

—¡Esto no es ninguna historia de miedo! —exclamé enfadado. De repente sentía la imperiosa necesidad de que ella me creyera.

Kim estaba a punto de decir algo cuando mi madre asomó la cabeza por la puerta y nos interrumpió:

—Kim, tu madre acaba de llamar por teléfono. Quiere que vayas inmediatamente.

—Creo que es mejor que me marche —dijo ella, dejando el tazón sobre la mesa.

Me levanté para acompañarla a la salida.

Cuando apenas habíamos llegado a la puerta de la sala de estar, empezó a sonar el piano con una extraña mezcla de notas.

—¿Lo oyes? —grité con excitación—. Ahora me crees, ¿verdad?