—¡Aah! —Solté un chillido de terror.

Aquellas manos me hicieron retroceder. Después, me soltaron.

La puerta se cerró de golpe.

Al darme la vuelta, topé con un hombre alto y fuerte. Tenía poco pelo, aunque largo, y una barba negra. Llevaba un mono de trabajo y una camiseta amarilla.

—Creo que te equivocas. Estás buscando la salida, ¿no? Es por allí —dijo afablemente, señalando un pasillo que quedaba a mi izquierda.

—Vaya, lo siento —susurré—. Usted… me ha asustado.

El hombre se disculpó.

—Vamos. Te acompañaré hasta la salida —se ofreció rascándose la barba.

Empezamos a caminar.

—Permite que me presente. Soy el señor Toggle.

—¡Ah! ¡Hola! —respondí aliviado—. Yo me llamo Jerry Hawkins. El profesor Tetrikus me ha hablado de usted. ¡Ya he visto su increíble robot de limpieza!

Sonrió. Sus oscuros ojos se iluminaron.

—Es genial, ¿verdad? —dijo orgulloso—. Pues he inventado más cosas, incluso mejores.

—El profesor Tetrikus afirma que es usted un genio de la mecánica —dije entusiasmado.

El señor Toggle soltó una risita irónica.

—Sí, claro. Yo lo programé para que dijera eso —bromeó.

Ambos nos pusimos a reír.

—El próximo día que vengas a clase, te mostraré algunos de mis extraordinarios inventos —sugirió ajustándose los tirantes del mono sobre sus delgados hombros.

—¡Estupendo! —exclamé. Nos acercábamos a la puerta principal. ¡Nunca antes me había alegrado tanto ver una puerta!—. Bueno, supongo que tarde o temprano me habituaré a todos estos pasillos.

Pero el señor Toggle no parecía escucharme.

—El profesor Tetrikus me ha dicho que tienes unas manos excelentes —comentó. Una extraña sonrisa asomó bajo su negra barba—. Eso es justo lo que buscamos aquí, Jerry.

Tuve una extraña sensación.

—Gracias —susurré. Porque, ¿qué otra cosa se puede decir cuando alguien te dice que tienes unas manos excelentes?

Empujé la pesada puerta de salida y vi a mamá esperándome en el coche.

—¡Adiós! ¡Buenas noches! —me despedí. Salí rápidamente y volví a sentir el frío de la nieve.

Después de la cena, papá y mamá insistieron en que les mostrara lo que había aprendido durante la clase, pero a mí no me apetecía en absoluto. Sólo habíamos practicado una sencilla melodía y ni tan siquiera podía tocarla entera sin cometer errores.

Sin embargo, se empeñaron en ir a la sala de estar y casi me obligaron a tocar.

—Como soy yo el que paga las clases, quiero saber lo que aprendes en ellas —dijo papá. Se sentó en el sofá junto a mamá, frente al piano.

—¡Pero si sólo he practicado unas notas! —argumenté—. ¿No podríais esperar a que aprendiera algo más?

—¡Toca ya, Jerry! —ordenó papá.

Solté un suspiro.

—Tengo un calambre en la mano —insistí.

—¡Venga, Jerry! Deja de buscar excusas —interrumpió mamá con impaciencia—. Toca de una vez, ¿vale? Te prometo que después no te molestaremos más.

—¿Qué aspecto tiene la academia? —preguntó papá a mamá—. Está en la otra punta de la ciudad, ¿no?

—Sí, está prácticamente en las afueras —explicó mamá—. Es un edificio muy viejo. Lo cierto es que tiene un aspecto bastante descuidado. Aunque Jerry me ha dicho que por dentro es bonito.

—No —interrumpí—. Yo te he dicho que es grande, no bonito. ¡Me he perdido dos veces por los pasillos!

Papá soltó una carcajada:

—Ya veo que has heredado el sentido de la orientación de tu madre.

Mamá le dio un empujoncito, sonriendo.

—Venga, toca ya la canción —me dijo.

Abrí el libro por la página que había practicado y lo coloqué sobre el piano. Apoyé las manos sobre el teclado y me dispuse a tocar.

Pero, antes de que empezara, el piano estalló en una ristra de notas graves. Parecía como si alguien estuviera aporreando las teclas con ambos puños.

—¡Jerry! ¡Para! —dijo mamá con brusquedad—. ¡Suena demasiado fuerte!

—¡No será esto lo que has aprendido! —añadió papá.

Confuso, empecé a tocar.

Pero aquel martilleante ruido ahogaba el sonido de mis notas.

Era como si un niño pequeño estuviera golpeando el teclado con todas sus fuerzas.

—¡Jerry! ¡Basta ya! —gritó mamá tapándose los oídos.

—¡Pero si no soy yo! ¡Yo no hago nada! —chillé espantado.