Me quedé paralizado de terror.
Detrás de mí, la criatura se aproximaba a grandes pasos, profiriendo furiosos bramidos.
Frente a mí, el profesor Tetrikus, con una mirada resplandeciente, me impedía escapar.
Solté un chillido, resignado a que aquel monstruo metálico me alcanzara. Pero se quedó quieto.
Silencio.
Ya no se oía el ruido de sus pies de hierro, ni el de sus horripilantes quejidos.
—Hola, Jerry —dijo el profesor impasible, todavía con la sonrisa en el rostro—. ¿Qué haces en esta parte del edificio?
Jadeante, señalé al monstruo, que seguía ahí, en silencio, mirándome.
—Yo… yo… —balbucí.
—¿Estás admirando nuestro robot de limpieza? —preguntó él.
—¿Su qué? —conseguí pronunciar.
—Nuestro robot de limpieza. Es sorprendente, ¿verdad? —dijo. Pasó por mi lado y puso la mano sobre la cabeza de aquella cosa.
—Es… es… ¡una máquina! —farfullé.
El profesor sonrió:
—¿No creerías que estaba vivo?
Me quedé boquiabierto. Estaba demasiado aturdido para poder hablar.
—El señor Toggle, nuestro conserje, lo construyó —dijo el profesor acariciando la cabeza del robot—. Trabaja de maravilla. El señor Toggle es capaz de inventar cualquier cosa. Es un verdadero genio.
—Y… ¿por qué le puso esa cara? —pregunté, apoyándome en la pared—. ¿Y por qué le brillan los ojos?
—El señor Toggle tiene un gran sentido del humor —contestó el profesor Tetrikus con una risita—. También instaló las cámaras.
Señaló la cámara de vídeo que colgaba del techo:
—Es todo un experto en mecánica. No podríamos hacer nada sin él.
Me acerqué receloso al robot y lo observé con detenimiento.
—Yo… no encontraba su despacho —le expliqué al profesor—. He dado vueltas y más vueltas pero…
—Lo siento —contestó él al instante—. Empecemos con la lección de hoy. Ven conmigo.
Le seguí a través de los pasillos que yo ya conocía. Él caminaba muy envarado pero con paso rápido, balanceando los brazos con rigidez.
Por delante la camisa le colgaba fuera de los pantalones.
Me sentí como un idiota. ¡Mira que dejarme intimidar por un simple robot de limpieza!
Abrió una de las puertas y entramos en un aula. Eché una rápida ojeada a mi alrededor. Era una sala pequeña y cuadrada, iluminada por dos hileras de fluorescentes en el techo. No tenía ventanas.
Por todo mobiliario, había un pequeño piano vertical de color marrón, una banqueta estrecha y un atril. El profesor Tetrikus me ordenó que me sentara en la banqueta y empezamos la clase. Se quedó de pie detrás de mí y colocó mis dedos con delicadeza sobre las teclas, aunque yo ya sabía cómo hacerlo.
Practicamos varias notas, en particular el do y el re. Continuamos con el mi y el fa. Me enseñó los primeros acordes y, después, practicamos la escala una y otra vez.
—¡Fantástico! —exclamó casi al final de la clase—. Has hecho un excelente trabajo, Jerry. No podría estar más satisfecho de ti.
Sus sonrosados mofletes se hincharon de orgullo.
Me froté las manos con fuerza intentando que dejaran de hormiguear.
—Entonces, ¿será usted quien me dé las clases?
Asintió con la cabeza.
—Sí, durante el primer nivel —respondió—. Cuando tus manos estén preparadas, será otro de nuestros profesores el que te las dé.
¿Cuándo se suponía que mis manos iban a estar preparadas? ¿A qué se referiría?
—Probemos con esta sencilla pieza —continuó, girando la página del libro de música—. Esta pieza consta sólo de tres notas. Presta especial atención a las blancas y a las negras. ¿Recuerdas el tiempo que debe durar una blanca?
Le hice una demostración con el piano. Seguidamente, intenté tocar la melodía.
No lo hice mal del todo. Sólo desafiné un par de veces.
—¡Fantástico! ¡Fantástico! —exclamó el profesor Tetrikus entusiasmado, mientras clavaba los ojos en mis manos.
Consultó la hora:
—Me temo que no nos queda más tiempo. Nos veremos el próximo viernes, Jerry. Y no olvides practicar lo que has aprendido hoy.
Le di las gracias y me puse en pie. Sentí un gran alivio por haber terminado la clase ya que tanta concentración se me hacía muy pesada. Me sudaban las manos y aún me hormigueaban.
Me dirigí a la puerta, pero me detuve en seco.
—¿Cómo se llega hasta la salida? —pregunté.
El profesor Tetrikus estaba muy ocupado recogiendo un montón de hojas y metiéndolas dentro del libro de música.
—Gira siempre hacia la izquierda —respondió sin levantar la mirada—. No tiene pérdida.
Me despedí y salí al oscuro pasillo. Inmediatamente me vi envuelto por el estrépito de los pianos.
¿Era el único que había acabado la clase?
¿Por qué seguían tocando los demás si ya había pasado la hora?
Miré en todas direcciones y me aseguré de que no me acechara ningún robot. Giré a la izquierda, siguiendo las indicaciones del profesor y seguí avanzando hacia la entrada principal.
En uno de los corredores, volví a fijarme en el interior de las aulas. Los profesores continuaban sus lecciones, moviendo la cabeza animadamente al ritmo de la música.
Pensé que los alumnos de aquellas clases debían de tener un nivel superior al mío. Ellos ya no practicaban notas y escalas, sino piezas largas y complicadas.
Giré a la izquierda, atravesé otro corredor y giré de nuevo.
Al poco rato, me di cuenta de que me había vuelto a perder.
¿Habría girado a la derecha en algún momento?
De hecho, todos los pasillos eran iguales.
El corazón me latía con fuerza. Doblé una esquina y continué caminando.
¿Por qué no había nadie por los pasillos?
Entonces, en el fondo, vislumbré una puerta muy grande. Aquélla debía de ser la salida.
Me apresuré hacia ella y empujé para abrirla. De repente, unas manos me agarraron por detrás con fuerza. Una voz ronca me gritó:
—¡Noo!