Aquel frío penetrante me recorrió todo el cuerpo.
Proferí un alarido de terror y, con una sacudida, me di la vuelta para mirar al fantasma.
—¡Mamá! —grité con un chillido agudo.
—Perdona, tengo las manos heladas —respondió con toda tranquilidad, sin darse cuenta del susto que me había dado—. En la calle hace un frío espantoso. ¿No has oído cómo te llamaba?
—No —le dije. Todavía tenía el cuello helado. Me lo froté para entrar en calor—. Me has cogido desprevenido. Estaba… pensando en mis cosas y…
—No quería asustarte —dijo mientras íbamos a buscar el coche. Se detuvo para sacar las llaves del bolso—. ¿Qué tal te ha ido con el doctor Frye?
—Bueno, no ha estado mal.
«Esto del fantasma me tiene con los nervios de punta —pensé al entrar en el coche—. Ahora ya veo al fantasma por todas partes.»
Tenía que tranquilizarme. Era imprescindible. Tenía que sacármelo de la cabeza. Pero, ¿cómo podía hacerlo?
El viernes por la tarde, después de la escuela, mamá me llevó a la academia del profesor Tetrikus. Hacía un tiempo frío y gris. Las ventanillas del coche estaban empañadas. El día anterior había nevado y había hielo en la carretera.
—Espero que no lleguemos tarde —comentó mamá impaciente.
Nos detuvimos en un semáforo. Limpió el cristal delantero con la mano para poder ver mejor.
—Me da miedo ir más rápido. La carretera no está en condiciones.
Los coches avanzaban lentamente. Pasamos al lado de un grupo de niños que estaban haciendo un muñeco de nieve. El más pequeño lloraba porque no le dejaban participar.
—La academia está casi en las afueras —se quejó mamá reduciendo la velocidad al acercarnos a un cruce—. ¿Por qué la habrán puesto tan lejos?
—No sé —respondí. Estaba un poco nervioso—. ¿Crees que las clases me las dará el mismo profesor Tetrikus, o será otro?
Mamá se encogió de hombros. Se inclinó hacia delante esforzándose por ver a través del cristal empañado.
Por fin, llegamos a la calle donde estaba la academia. Eché un vistazo a las casas, que tenían un aspecto muy poco acogedor. Detrás de ellas, había un pequeño bosque de árboles desnudos, cuyas ramas se inclinaban bajo el peso de la nieve.
Al final de la arboleda, medio oculto tras unos altos setos, se erguía un viejo edificio.
—Esta debe de ser la academia —dijo mamá deteniendo el coche en medio de la calle y levantando la vista hacia el edificio—. No hay ninguna indicación, pero tiene que ser esto.
—¡Qué lúgubre! —dije.
Con dificultad, mamá se introdujo por un sendero, casi oculto por los setos, que llevaba hacia la vieja casa.
—¿Estás segura de que es por aquí? —le pregunté. Limpié un poco el cristal para poder ver. El viejo edificio parecía una prisión en vez de una academia. La planta baja tenía una hilera de ventanitas con barrotes, y una espesa hiedra cubría la fachada, dando a la casa un aspecto aún más tenebroso.
—Estoy segura de que es aquí —dijo, mordiéndose el labio. Bajó la ventanilla y asomó la cabeza para observar el enorme caserón.
El sonido de los pianos llegaba hasta el coche. Notas, escalas y melodías, todo mezclado.
—¡Sí! ¡La hemos encontrado! —declaró mamá entusiasmada—. Venga, Jerry. Apresúrate, que vas a llegar tarde. Voy a comprar algo para la cena, y pasaré a recogerte dentro de una hora.
Abrí la puerta y salí del coche. Eché a correr por el sendero cubierto de nieve.
La música se oía cada vez más fuerte. Escalas y notas se entremezclaban produciendo un ruido ensordecedor.
Un camino estrecho llevaba a la entrada. No habían quitado la nieve y en el suelo se había formado una fina capa de hielo. Resbalé y casi me doy de bruces al acercarme a la entrada.
Me detuve, levanté la vista y me estremecí: «Parece una casa encantada en lugar de una academia de música.»
«¿Por qué me dará tanto miedo?», pensé. Debían de ser los nervios.
Procuré tranquilizarme y no pensar más en ello; giré el pomo de la puerta y la abrí. Emitió un chirrido siniestro. Respiré hondo y entré.