Solté un grito ahogado y di un paso atrás.
Entonces me di cuenta de que no era el fantasma, sino la ropa de cama. La debí de tirar al suelo durante la pesadilla del profesor Tetrikus. Estaba en un montón, a los pies de la cama.
Todavía asustado, la recogí.
«Quizá tienen razón papá y mamá», pensé.
«No, de ninguna manera. Puede que esté furioso y asustado, pero yo sé lo que he visto.»
Temblando, me metí en la cama y me tapé hasta las orejas. Cerré los ojos e intenté no pensar en aquella visión horrorosa. Cuando por fin empezaba a dormirme, oí de nuevo la música del piano.
El profesor Tetrikus llegó puntualmente a las dos de la tarde. Papá y mamá estaban fuera, en el garaje, desembalando más cajas.
Le cogí el abrigo al profesor y fuimos a la sala de estar. Fuera hacía mucho viento y amenazaba tormenta. El profesor Tetrikus tenía las mejillas enrojecidas por el frío. Con el cabello y el bigote blancos, las mejillas rojas y la holgada camisa blanca sobre su enorme barriga, me recordó más que nunca a Santa Claus.
Se frotó las manos para entrar en calor y, señalando la banqueta, me indicó que me sentara.
—Es un piano precioso —comentó animadamente deslizando la mano por la superficie negra y brillante del instrumento—. Eres un chico muy afortunado por haberte encontrado esta maravilla.
—Supongo —respondí sin el menor entusiasmo.
Había dormido hasta las once pero todavía estaba cansado, y no conseguía olvidarme del fantasma ni de sus amenazas.
—¿Has practicado? —preguntó el profesor inclinándose sobre el piano y girando las páginas del libro.
—Un poco —le respondí.
—Veamos lo que has aprendido.
Me colocó las manos sobre el teclado:
—Empieza aquí, ¿te acuerdas?
Toqué una escala.
—¡Unas manos perfectas! —dijo el profesor Tetrikus sonriendo—. Tócala de nuevo, por favor.
La clase fue muy bien. No cesó de repetirme lo bien que lo hacía, aunque las notas que tocaba eran muy sencillas.
«Quizás es verdad que tengo talento», pensé.
Le pregunté cuándo podría empezar a tocar algo de rock. Soltó una risita ahogada:
—A su debido tiempo —respondió, fijando la vista en mis manos.
Oí a papá y mamá entrar en la cocina. Unos segundos más tarde, mamá apareció en el salón tiritando de frío:
—¡Vaya tiempo que hace! Me parece que va a nevar de un momento a otro —dijo saludando al profesor con una sonrisa.
—Pues aquí dentro se está muy bien —comentó él afablemente.
—¿Cómo va la clase? —le preguntó mamá.
—Muy bien —le contestó haciéndome un guiño—. Creo que Jerry promete. Me gustaría que empezara las clases en mi academia.
—¡Fantástico! —exclamó mamá—. ¿De verdad cree que el niño tiene talento?
—Tiene unas manos excelentes —le respondió.
La manera en que lo dijo me sobrecogió.
—¿Enseñan rock en su academia? —intervine yo.
Me dio unas palmaditas en la espalda:
—Enseñamos todo tipo de música. La academia es muy grande y tenemos unos profesores muy bien preparados. Hay estudiantes de todas las edades. ¿Te iría bien venir los viernes al salir de la escuela?
—Perfecto —decidió mamá.
El profesor atravesó el salón y le dio a mamá una de sus tarjetas:
—Aquí tiene la dirección de la academia. Me temo que está en la otra punta de la ciudad.
—No importa —dijo mamá echando un vistazo a la tarjeta—. Los viernes salgo pronto del trabajo y lo puedo llevar en coche.
—Podemos dar por finalizada la clase de hoy, Jerry —concluyó el profesor—. Practica lo que has aprendido. Nos veremos el viernes.
Mamá y él salieron de la habitación. Les oí hablar en voz baja, pero no logré entender lo que decían.
Me levanté y fui a la ventana. Estaba nevando, los copos caían con fuerza y la nieve empezaba a cuajar. Me preguntaba si en las montañas de New Goshen habría buenas pendientes para bajar en trineo —lo que me recordó que el mío estaba aún por desembalar—, cuando, de repente, el piano empezó a sonar. Lancé un grito de espanto.
Esta vez era un ruido fuerte y discordante, como si alguien estuviera aporreando las teclas furiosamente.
¡Pom, pom, pom!
—¡Jerry, para de una vez! —gritó mamá desde la salita.
—¡No soy yo! —chillé.