Papá encendió la luz. Mamá entró en la sala tambaleándose y frotándose la rodilla.

Insistí en que miraran la banqueta que estaba junto al piano.

Pero ahora estaba vacía.

—¡El fantasma! ¡Lo he visto! —grité estremeciéndome de la cabeza a los pies—. ¡Era una mujer! ¿No la habéis oído?

—Jerry, tranquilízate.

Papá me puso una mano en el hombro:

—Tranquilo, tranquilo. No pasa nada.

—Pero… ¿no la habéis visto? —insistí—. Estaba sentada ahí, tocando el piano, y…

—¡Uf!, me he hecho daño en la rodilla —se quejó mamá—. Me he dado un golpe contra la mesa del comedor. ¡Cómo me duele!

—¡Se le caía la piel a tiras! ¡Y los ojos se le salían de las órbitas! —les expliqué. No podía apartar de mí aquella terrible imagen. Aún la veía, como si la tuviera grabada en la mente.

—Aquí no hay nadie —dijo papá con serenidad, sujetándome por los hombros—. ¿Lo ves? No hay nadie.

—Debes de haber tenido una pesadilla —comentó mamá.

—¡No ha sido ninguna pesadilla! —chillé—. ¡La he visto, la he visto! ¡Me ha hablado! Me ha dicho que éste es su piano y que ésta es su casa.

—Siéntate aquí y hablaremos de ello —sugirió mamá—. ¿Te apetece una taza de chocolate caliente?

—No me creéis, ¿verdad? —dije enfadado—. ¡Os estoy diciendo la verdad!

—No creemos en los fantasmas —dijo papá sin perder la calma. Me llevó hasta el sofá y se sentó a mi lado. Mamá bostezó y se sentó en el brazo del sofá.

—No creerás en fantasmas, ¿verdad, Jerry? —preguntó.

—¡Ahora sí! —exclamé yo—. ¿Por qué no me creéis? He oído a esa mujer tocando el piano. He bajado y la he visto. Era toda de color gris. Se le ha derretido la cara y el cráneo le ha quedado al descubierto. Y después…

Vi cómo mamá miraba a papá.

¿Por qué no me creían?

—Una compañera de trabajo me habló de un médico —dijo mamá dulcemente, cogiéndome la mano—. Es un hombre muy simpático que se lleva muy bien con los niños. Creo que se llama Frye.

—¿Cómo? ¿Te refieres a un psiquiatra? —chillé—. ¿Creéis que estoy loco?

—¡No! Claro que no… —replicó al instante mamá, apretándome la mano—. Sólo pienso que hay algo que te tiene muy preocupado, Jerry. No te iría mal hablar de ello con alguien.

—¿Qué es lo que te preocupa, hijo? —preguntó papá subiéndose el cuello del pijama—. ¿Es la casa? ¿O se trata de la escuela?

—¿Son las clases de piano? —intervino mamá—. ¿Estás preocupado por las clases? —Miró el piano, que relucía en medio de la habitación.

—No, no son las clases lo que me preocupa —murmuré desesperado—. ¡Ya os lo he dicho! ¡Lo que me preocupa es el fantasma!

—Concertaré una cita con el doctor Frye —decidió mamá—. Cuéntale a él lo del fantasma, Jerry. Seguro que él sabrá explicarte mejor que nosotros lo que te sucede.

—No estoy loco —musité.

—Hay algo que te angustia, por eso tienes pesadillas —añadió papá—. El doctor te ayudará a entender lo que te pasa.

Se levantó dando un bostezo y estiró los brazos:

—Tengo que dormir un poco.

—Yo también —dijo mamá soltándome la mano—. ¿Crees que podrás dormir, cariño?

Bajé la cabeza:

—No estoy seguro.

—¿Quieres que te acompañemos a tu habitación? —preguntó mamá.

—¡No soy un bebé! —chillé. Estaba enfadado y sentía ganas de gritar y gritar hasta que me creyeran.

—Está bien. Buenas noches —dijo papá—. Mañana es sábado, así que podrás dormir hasta tarde.

—Sí, seguro… —dije en voz baja.

—Si tienes otra pesadilla, despiértanos, ¿vale? —me tranquilizó mamá.

Papá apagó la luz y los dos se dirigieron a su habitación. Yo atravesé la salita en dirección a las escaleras.

Estaba tan enojado que me hubiera gustado liarme a patadas con lo que fuera. Me sentía insultado. A medida que fui subiendo las escaleras, sin embargo, volvió a invadirme el miedo. El fantasma había desaparecido de la sala de estar como por arte de magia, pero, ¿y si me esperaba en el dormitorio? ¿Y si aquel cráneo repugnante con aquellos horribles ojos se había metido en mi cama?

Sentí pánico; me costaba respirar.

«Está ahí dentro. Lo sé. Me está esperando. Estoy completamente seguro; pero si grito pidiendo ayuda, papá y mamá pensarán que estoy loco.»

¿Qué quería ese fantasma?

¿Por qué tocaba el piano todas las noches? ¿Y por qué quería asustarme? ¿Por qué me dijo que me alejara?

Esas preguntas me daban vueltas en la cabeza sin parar. Eran preguntas que no obtenían respuesta, y estaba demasiado cansado para pensar con claridad.

Me detuve frente a la puerta, indeciso.

Respiré hondo y, haciendo acopio de todo un valor, entré.

Cuando avanzaba en la oscuridad, vislumbré horrorizado al fantasma, que estaba allí, frente a la cama.