Al principio, tan sólo se distinguía un perfil confuso, unas pálidas líneas grises moviéndose en la oscuridad.

El corazón me latía con tanta fuerza que parecía que fuera a estallar.

Aquellas líneas difusas empezaron a tomar forma.

Me quedé paralizado de horror, demasiado asustado para echar a correr o desviar la mirada de aquella espeluznante imagen.

Poco a poco, se fue dibujando la figura de una mujer. No podía decir si era joven o vieja. Tenía la cabeza inclinada y los ojos cerrados y estaba concentrada tocando el piano.

El cabello, largo y ondulado, le caía por los hombros. Llevaba un vestido largo y vaporoso. La cara, la piel, el cabello, todo era gris.

Continuó tocando como si yo no estuviera allí.

Sus labios esbozaban una sonrisa triste. Era bastante guapa.

Pero, ¡era un fantasma! ¡Un fantasma que estaba tocando el piano en nuestra sala de estar!

—¿Quién eres? ¿Qué estás haciendo aquí? —Mi voz aguda y tensa me sorprendió. Las palabras brotaban espontáneamente de mi boca.

Dejó de tocar y abrió los ojos. Me miró fijamente, examinándome. Su sonrisa desapareció al instante. Su rostro era totalmente inexpresivo.

Le devolví la mirada. Era como observar a alguien a través de una espesa y oscura niebla.

Al detenerse la música, un silencio sepulcral invadió toda la casa.

—¿Quién… quién eres? —repetí con voz trémula.

Bajó la vista con tristeza.

—Esta es mi casa —dijo. Su voz sonaba como un susurro, marchita como las hojas secas, como la muerte—. Esta es mi casa.

Aquellas palabras parecían llegar de muy lejos, tanto que no estaba seguro de haberlas oído bien.

—No entiendo nada —conseguí balbucir, sintiendo que un escalofrío me recorría la espalda—. ¿Qué estás haciendo aquí?

—Es mi casa —musitó—. Es mi piano.

—Pero, ¿quién eres? —insistí—. ¿Eres un fantasma?

Al oír aquellas palabras, ella exhaló un profundo suspiro. A través de la penumbra, vi que su rostro se transformaba.

Sus ojos se cerraron y sus mejillas empezaron a languidecer. Su piel empezó a derretirse, a fundirse como la mantequilla. Se le derramaba por los hombros hasta llegar al suelo. El pelo empezó a caérsele a manojos.

De mis labios brotó un grito ahogado cuando el cráneo le quedó al descubierto. Un cráneo gris. No quedaba nada del rostro, excepto los ojos. Unos ojos grises que sobresalían de sus cavidades, mirándome fijamente entre las sombras.

—¡Aléjate de mi piano! —dijo con voz áspera—. Te lo advierto, no te atrevas a acercarte a él.

Di un paso atrás e intenté alejarme de aquella espantosa calavera. Pero, a pesar de mis esfuerzos, las piernas no me respondieron y caí de rodillas.

Intenté levantarme pero todo el cuerpo me temblaba violentamente.

—¡Aléjate de mi piano! —repitió aquel cráneo repugnante mirándome con sus ojos protuberantes.

—Mamá… Papá… —quise gritar, pero sólo logré emitir un susurro ahogado.

Me arrastré como pude, jadeando, sin poder articular palabra, mudo por el miedo.

—¡Esta es mi casa! ¡Mi piano! ¡Aléjate de aquí! —repitió.

—¡Mamá! ¡Papá! ¡Socorro! —logré gritar por fin.

Para mi alivio, oí ruido de pasos que se acercaban precipitadamente.

—¡Jerry! ¡Jerry! ¿Dónde estás? —gritó mamá—. ¡Ah!

Oí cómo chocaba contra algo en el comedor. Papá fue el primero en llegar a la sala de estar. Tirándole del brazo, le señalé el piano:

—¡Papá! ¡Mira! ¡Un fantasma! ¡Es un fantasma!