La música me envolvía más y más.

«Me estoy ahogando», pensé, esforzándome por respirar.

Luché por detener mis manos pero se movían frenéticamente por el teclado, tocando cada vez más fuerte.

Empecé a sentir un dolor intenso en los dedos, que seguían tocando. Más rápido. Más fuerte.

Y, entonces, me desperté.

Me incorporé en la cama con los ojos muy abiertos, y advertí que estaba sentado sobre las manos. Las tenía doloridas, entumecidas, se me habían dormido.

La fantasmagórica lección de piano había sido un sueño, una terrible pesadilla.

—Todavía es viernes —dije en voz alta. El sonido de mi voz me ayudó a despejarme. Sacudí las manos intentando que volviera a circular la sangre por ellas y que cesara aquel desagradable hormigueo.

Tenía la frente empapada de un sudor frío, el cuerpo húmedo, y el pijama pegado a la piel. Me estremecí de frío.

Entonces, me di cuenta de que la música no había cesado.

Aterrado, agarré la manta con fuerza conteniendo la respiración y escuché.

Las notas penetraban en la habitación a través de la oscuridad. No se trataba de aquella música frenética que había oído en mi sueño, sino de la triste melodía que ya empezaba a resultarme familiar.

Todavía tembloroso por la pesadilla, salí de la cama con sigilo. La música procedía de la sala de estar. Fluía pausada, como un lamento.

¿Pero quién demonios sería el que tocaba?

Aún sentía el hormigueo en mis manos. Me dirigí a la entrada. Me detuve en el pasillo y escuché.

La melodía cesó de repente y, unos segundos después, volvió a sonar.

Estaba decidido a desvelar de una vez por todas aquel misterio.

Tenía el corazón en un puño y todo el cuerpo tenso y dolorido.

Sobreponiéndome al temor, atravesé el pasillo a toda prisa hacia las escaleras. La tenue luz de la lamparilla, que reflejaba mi sombra en la pared, me sobresaltó por un momento y me detuve vacilante.

Pero enseguida me apresuré a bajar las escaleras, apoyándome con fuerza en la barandilla para que no crujieran los escalones.

La música se oía cada vez más fuerte. Atravesé la salita.

«Esta noche nada podrá detenerme. Nada. Voy a averiguar quién toca el piano.»

Crucé el comedor de puntillas, conteniendo la respiración y escuchando la música al mismo tiempo, y me dirigí a la sala de estar.

La música continuaba sonando, cada vez más fuerte. La misma melodía, una y otra vez.

Escudriñando la oscuridad, entré lenta y sigilosamente en la sala de estar.

El piano estaba tan sólo a unos metros frente a mí.

La música se oía con mucha claridad, muy cerca, pero no vi a nadie sentado en la banqueta. No había nadie.

«¿Quién está tocando? ¿Quién está tocando esta triste melodía en la oscuridad?»

Tembloroso, me acerqué un poco más.

—¿Quién… quién hay ahí? —susurré con voz ahogada.

Me detuve y apreté los puños con fuerza. Intenté vislumbrar algo en medio de aquella penumbra.

La música continuaba. Podía distinguir el sonido del teclado y el de los pedales.

—¿Quién está ahí? ¿Quién está tocando? —dije con un hilo de voz.

«¡No hay nadie!», comprobé horrorizado.

El piano estaba sonando, pero ¡allí no había nadie!

Entonces, lentamente, muy lentamente, como una sombra gris en la noche oscura, empezó a aparecer la borrosa figura de un fantasma.