Do-re-mi-fa-sol-la-si-do.

Practiqué las notas de las páginas dos y tres del libro de ejercicios, donde se explicaba qué dedos se debían utilizar y todo eso.

«¡Qué fácil! —pensé—. Pero, ¿cuándo podré tocar música rock?»

Mientras practicaba, mamá, que venía del sótano, asomó la cabeza. Tenía todo el pelo revuelto y la frente manchada.

—¿Ya se ha marchado el profesor? —preguntó sorprendida.

—Sí. Ha dicho que sólo quería conocerme —le respondí—. Volverá el sábado que viene. Según él, tengo unas manos perfectas.

—¿De verdad? —Se apartó el cabello de la cara—. Bueno, quizá puedas utilizar tus «perfectas» manos para ayudarnos a desembalar algunas cajas del sótano.

—¡Oh, no! —grité. Resbalé de la banqueta y me caí al suelo.

No le hizo ninguna gracia.

Aquella noche volví a oír la misma música.

Me senté en la cama y escuché con atención. Procedía del piso de abajo.

Salí de la cama. Iba descalzo y volví a sentir el frío del suelo. Papá había prometido poner una alfombra pero aún no había tenido tiempo de hacerlo.

En la casa reinaba el silencio. Por la ventana del dormitorio se veía caer la nieve. Los copos eran pequeños y delicados, de un blanco que contrastaba con el cielo negro y nublado.

—Alguien está tocando el piano —dije con una voz tan ronca que hasta a mí me sorprendió.

¡Papá y mamá lo tenían que estar oyendo! Su habitación está lejos de la sala de estar, pero en la misma planta.

Fui hasta la puerta.

Otra vez la misma melodía lenta y triste. La había estado tarareando antes de la cena. Mamá me preguntó dónde la había oído pero yo no lo recordé.

Me apoyé en el marco de la puerta con el corazón palpitante, y presté atención. La música me llegaba con tanta claridad que distinguía cada una de las notas.

«¿Quién está tocando? ¿Quién?»

Tenía que averiguarlo. Pegado a la pared, a oscuras, atravesé el pasillo. Había una lamparilla al final de las escaleras, pero nunca me acordaba de dejarla encendida.

Me dirigí hacia las escaleras y, agarrándome con fuerza a la barandilla, bajé de puntillas procurando no hacer ruido. No quería asustar al misterioso pianista.

La música continuaba sonando, triste y melancólica, como un lamento.

A hurtadillas y aguantando la respiración, atravesé la salita. La luz de una farola se colaba a través de la ventana dibujando una fina línea de luz en el suelo. Fuera, los copos de nieve seguían cayendo.

Por poco tropiezo con una caja de cartón llena de jarrones que estaba al lado de una mesita. Pero logré asirme al respaldo del sofá y evité la caída.

La música cesó. Después, volvió a sonar.

Apoyado en el sofá, esperé a recobrar el aliento.

«Dónde estarán papá y mamá», me pregunté mirando hacia el fondo del vestíbulo, donde se hallaba su habitación.

«¿Es que ellos no oyen el piano? ¿No sienten curiosidad? ¿No les importa que haya alguien en la sala de estar, tocando a estas horas de la noche?»

Respiré profundamente y me separé del sofá poco a poco. En silencio, atravesé el comedor, que todavía estaba más oscuro que la salita. Allí no entraba la luz de la calle. Me desplacé con cuidado, intentando esquivar las mesas y las sillas para no tropezar con ellas.

La puerta que daba a la sala de estar estaba a unos metros delante de mí. La música se oía cada vez más fuerte.

Di un paso. Después otro, y entré.

«¿Quién es? ¿Quién es?»

Escudriñé a través de la oscuridad.

Pero, antes de que pudiera ver algo, alguien lanzó un espeluznante chillido detrás de mí y me empujó con fuerza.