El lunes por la mañana me levanté muy temprano. Todavía no había desembalado la caja donde estaba mi despertador en forma de gato que movía la cola y los ojos, pero sabía que era temprano por la poca luz que entraba por la ventana.
Me vestí rápidamente. Me puse los vaqueros viejos y un jersey verde oscuro que no estaba demasiado arrugado. Era mi primer día de clase en la nueva escuela y estaba algo nervioso.
Me entretuve peinándome más tiempo del habitual. Tengo el cabello castaño y encrespado y me lleva mucho tiempo alisármelo para que me quede como a mí me gusta.
Cuando acabé de arreglarme, salí al pasillo, en dirección a las escaleras. La casa todavía estaba oscura y en silencio.
Al llegar frente a la puerta que conducía al desván me detuve. Estaba abierta de par en par.
¿No la había cerrado anoche?
Sí. Recordé con claridad que la había dejado cerrada. Y, ahora, estaba completamente abierta. Un escalofrío me recorrió el cuerpo. Me aseguré de que la puerta quedara bien cerrada.
«Jerry, tranquilo —dije para mis adentros—. Tal vez el cerrojo esté un poco flojo y haga que la puerta no cierre bien del todo. Recuerda que es una casa muy vieja.»
Había estado pensando en lo sucedido con el piano la noche anterior. Tal vez hubiera un agujero en la ventana del desván, y el viento, al entrar por él, produjera aquellas notas al pasar entre las cuerdas del piano.
Quería creer que había sido el viento el causante de aquella triste melodía. Quería creerlo así, por lo que no le di más vueltas.
Volví a comprobar que el cerrojo de la puerta estuviera echado y bajé a la cocina.
Papá y mamá estaban aún en su habitación. Oí cómo se vestían.
La cocina estaba a oscuras y hacía frío. Quería encender la calefacción pero no sabía dónde estaba el termostato.
Aún no habíamos desempaquetado los cacharros de cocina. Las cajas, con los platos, los vasos y todo lo demás estaban amontonadas junto a la pared.
Oí acercarse a alguien.
Al lado de la nevera había una caja grande y vacía que me dio una idea. Reprimiéndome la risa, me metí dentro y cerré la tapa.
Contuve la respiración y esperé.
Se oyeron pasos en la cocina pero no sabía si se trataba de papá o de mamá.
El corazón me latía con fuerza. Continué aguantando la respiración porque sabía que, si no, estallaría de risa.
Fuera quien fuera, pasó al lado de la caja y se dirigió al fregadero. Oí correr el agua. Alguien llenaba un recipiente.
Pasos hacia los fogones.
Ya no podía esperar más.
—¡SORPRESA! —grité poniéndome en pie.
Con un grito de espanto, papá dejó caer la tetera que tenía en la mano y que fue a aterrizar sobre su pie. Se puso a dar saltos sujetándoselo y lanzando alaridos de dolor, en medio de un charco de agua.
Me dio un ataque de risa. Tendríais que haber visto la cara de papá cuando me vio salir de la caja. Creí que se moría.
Mamá irrumpió en la cocina todavía a medio vestir.
—¿Qué demonios pasa aquí? —preguntó.
—Jerry y otra de sus estúpidas bromas —gruñó papá.
—¡Jerome! —gritó mamá al ver encharcado el suelo de la cocina—. A ver si nos dejas un poco tranquilos, hijo.
—Yo sólo quería que empezarais el día con buen humor… —dije con una sonrisita. Siempre se quejan pero, en el fondo, están acostumbrados a mi retorcido sentido del humor.
Aquella noche, volví a oír el piano.
No podía ser el viento porque la melodía era la misma que la de la noche anterior.
Me puse a escuchar unos minutos. La música procedía, sin duda, del piso de arriba.
¿Quién podría ser? ¿Quién estaría tocando?
Pensé en salir de la cama e ir a investigar, pero hacía demasiado frío en la habitación y estaba muy cansado después del primer día de clase, así que me cubrí la cabeza con la manta para no oír la música y pronto me quedé dormido.
—¿Oíste el piano anoche? —le pregunté a mamá.
—Cómete los cereales —contestó ella secamente. Se anudó el albornoz y se sentó junto a mí a la mesa de la cocina.
—¿Cómo es que hoy toca cereales? —refunfuñé removiendo con desgana el contenido de la taza.
—Ya conoces las reglas —dijo—. El chocolate y todo eso, sólo los fines de semana.
—Vaya regla más estúpida —repliqué en voz baja.
—No empieces otra vez —se quejó mamá llevándose las manos a las sienes—. Esta mañana tengo una terrible jaqueca.
—Ah… Por la música de piano, ¿no? —le pregunté.
—Y dale con la música de piano… —respondió irritada—. ¿De qué música estás hablando?
—¿No la oíste? ¡El piano del desván! Alguien lo estuvo tocando anoche.
Mamá se levantó:
—Jerry, por favor. Esta mañana no estoy para bromas, ¿vale? Ya te he dicho que me duele la cabeza.
—¿Qué estabais diciendo del piano? —Papá entró en la cocina con el periódico bajo el brazo—. He quedado con los de la mudanza para que lo bajen esta tarde a la sala de estar.
Papá me dirigió una sonrisa:
—Ya puedes ir ejercitando las manos, Jerry.
—¿De verdad estás interesado en tocar el piano? —preguntó mamá con una mirada escéptica, mientras se servía una taza de café—. ¿Te vas a tomar en serio las clases?
—¡Claro! —respondí—. Bueno, supongo…
Cuando volví de la escuela, ya estaban en casa los dos hombres encargados de trasladar el piano. No eran muy altos pero parecían fuertes.
Subí al desván y observé cómo lo cargaban. Mientras, en la sala de estar, mamá le hacía sitio apartando las cajas.
Los hombres utilizaron cuerdas y una plataforma rodante. Inclinaron el piano hacia un lado y, después, lo montaron sobre la plataforma.
No les fue nada fácil bajarlo por la escalera, ya que ésta era muy estrecha y no podían evitar que el piano chocara contra las paredes, a pesar del cuidado con que lo transportaban.
Cuando por fin llegaron abajo, estaban exhaustos y sudorosos. Los seguí mientras empujaban la plataforma a través de las habitaciones de la casa.
Mamá salió de la cocina con las manos en los bolsillos de los vaqueros y vio, desde la puerta, cómo entraban el piano en la sala.
Con gran esfuerzo, lo levantaron para quitar la plataforma de debajo. La madera negra relucía bajo la luz del sol que penetraba por la ventana.
Cuando empezaban a depositarlo en el suelo, mamá lanzó un chillido.