Crac, crac.
Oía los pasos cada vez más cerca.
Me quedé sin respiración. Sentía una fuerte opresión en el pecho.
Aterrorizado, aún frente al piano, busqué un lugar donde ocultarme. Pero, evidentemente, no había ninguno, el desván estaba vacío.
Crac, crac.
De repente, vi angustiado que una cabeza asomaba por el hueco de la escalera.
—¡Papá! —grité.
—¡Jerry! ¿Qué demonios estás haciendo aquí arriba?
Papá entró en el desván. Su escaso cabello castaño estaba alborotado y llevaba el pantalón del pijama mal puesto, con una de las perneras arremangada hasta la rodilla. Me miró entornando los ojos, pues no llevaba las gafas.
—Papá… papá, yo pensaba que… —balbucí. Sabía que todo aquello le parecería ridículo pero, qué caramba, yo estaba asustado.
—¿Sabes qué hora es? —me preguntó enfadado. Se miró la muñeca pero no llevaba puesto el reloj—. ¡Es tardísimo, Jerry!
—Ya… ya lo sé, papá —admití empezando a calmarme. Me acerqué a él—. Verás, oí música de piano y pensé que…
—¿Cómo dices? —Abrió los oscuros ojos de golpe. Y, boquiabierto, me preguntó—: ¿Qué es lo que has oído?
—Música de piano —repetí—. Aquí, en el desván. Por eso he subido, para ver qué pasaba y…
—¡Jerry! —estalló papá. Empezó a ponerse rojo—. ¡Es muy tarde para otra de tus bromitas!
—Pero, ¡papá! —protesté.
—Tu madre y yo nos hemos matado a trabajar, desembalando y arrastrando muebles de un sitio a otro todo el día —dijo papá suspirando de cansancio—. Tanto ella como yo estamos agotados, Jerry. Ya deberías imaginarte que no estamos de humor para bromas. Mañana tengo que levantarme temprano para ir a trabajar y necesito dormir.
—Lo siento mucho, papá —dije en voz baja. Vi claramente que no conseguiría que creyera la historia del piano.
—Comprendo que mudarte a una nueva casa te haya alterado un poco —añadió papá poniéndome la mano en el hombro—. Venga, vuelve a tu habitación, que tú también necesitas dormir.
Me volví para mirar el piano, que lanzaba destellos bajo la tenue luz amarilla. Como si respirara, como si estuviera vivo. Me lo imaginé moviéndose, persiguiéndome por las escaleras.
«¡Qué ideas más extrañas y absurdas se me ocurren! Debo de estar más cansado de lo que pensaba.»
—¿Te gustaría aprender a tocar el piano? —me preguntó papá súbitamente.
—¿Cómo? —La pregunta me cogió por sorpresa.
—Que si te gustaría aprender a tocar el piano. Podríamos bajarlo al salón; allí hay espacio suficiente.
—Bueno… vale —respondí—. Sí, no es mala idea.
Retiró la mano de mi hombro, se arregló el pantalón del pijama y empezó a bajar las escaleras.
—Mañana lo hablaré con tu madre —dijo—. Estoy seguro de que le encantará la idea. Siempre ha querido tener en la familia alguien con aptitudes musicales. Apaga la luz, ¿quieres?
Obedecí, y tiré de la cadenita. El desván quedó tan oscuro que me sobrecogió. Apuré el paso y, arrimado a mi padre, bajé las escaleras.
De nuevo en la cama, me cubrí hasta la barbilla con la manta porque hacía frío en la habitación.
Fuera, el viento invernal soplaba muy fuerte. El cristal de la ventana vibraba como si estuviera temblando.
Tal vez fuera divertido tomar clases de piano. Siempre que me dejaran aprender a tocar rock, claro, y no ese rollo empalagoso de la música clásica.
Después de unas cuantas clases, quizá podría comprarme un sintetizador. Y dos o tres teclados.
Y conectarlos al ordenador.
Y, entonces, incluso podría componer. ¡Y hasta formar un grupo!
¡Sí! ¡Sería fantástico!
Cerré los ojos. El cristal de la ventana volvió a agitarse. La vieja casa parecía gemir.
«Ya me acostumbraré a todos estos ruidos. Me adaptaré a vivir aquí. Unas noches más y dormiré como un lirón», pensé.
Justo cuando empezaba a conciliar el sueño, oí de nuevo la triste melodía del piano.