La triste melodía se deslizaba suavemente por la estrecha y oscura escalera donde yo me encontraba.
—¿Quién hay ahí? —repetí con la voz algo temblorosa.
Tampoco esta vez obtuve respuesta.
Subí unos escalones más, completamente a oscuras, sin dejar de mirar hacia arriba.
—Mamá, ¿eres tú? ¿Papá?
Nadie respondió.
La música seguía sonando, triste, lentamente. Casi sin darme cuenta de lo que hacía, continué subiendo. A cada paso que daba, la madera crujía bajo mis pies desnudos.
Al llegar al final de la escalera, el aire se hizo más caluroso y sofocante. Cuando entré en el oscuro desván, la música me envolvió al instante. Las notas parecían provenir de todas partes.
—¿Hay alguien? —pregunté con voz aguda y penetrante. Creo que estaba un poco asustado—. ¿Quién hay ahí?
Algo me rozó la cara y casi me muero del susto.
Tardé un largo y estremecedor instante en darme cuenta de que se trataba de la cadena para encender la bombilla que pendía del techo.
Tiré de ella. Una claridad tenue y amarillenta iluminó el largo y estrecho desván.
La música cesó.
—¿Quién hay ahí? —grité mirando de soslayo hacia la pared del fondo donde estaba el piano.
No había nadie.
No había nadie sentado al piano.
Reinaba un silencio absoluto. Lo único que lo rompía era el crujir de las tablas de madera bajo mis pies mientras me acercaba al piano. Lo miré fijamente y observé el teclado.
No sé exactamente qué esperaba ver, pero estaba seguro de que alguien había estado tocando el piano hasta el instante mismo en que encendí la luz. Pero, ¿dónde se había metido?
Me agaché y busqué bajo el piano.
Era una tontería, pero en aquel momento no podía pensar con claridad. El corazón me latía muy rápido y, en un instante, por mi mente cruzaron mil pensamientos extravagantes.
Me apoyé en el piano y examiné el teclado, pensando que tal vez se trataba de uno de aquellos antiguos pianos que tocan solos. Una pianola como las que a veces salen en los dibujos animados. Pero no, tenía el aspecto de un piano normal y corriente; no observé nada especial en él.
Me senté en la banqueta y, al momento, pegué un salto. ¡La banqueta del piano estaba caliente, como si alguien hubiera estado sentado en ella durante un buen rato!
—¡Ah! —grité, mirando con sorpresa la banqueta negra y reluciente.
Me agaché y pasé la mano. Realmente, estaba caliente.
Entonces caí en la cuenta de que hacía mucho más calor en el desván que en el resto de las habitaciones de la casa. Daba la sensación de que el calor subía hacia arriba y quedaba allí estancado.
Me volví a sentar y esperé a que mi corazón recuperara su ritmo normal.
«¿Qué está pasando aquí?», me pregunté, dirigiendo de nuevo la mirada al piano. Su madera negra era tan refulgente que podía ver mi rostro reflejado en él. El rostro de un niño asustado.
Puse las manos sobre el teclado y toqué un par de notas con suavidad.
Sabía perfectamente que, unos minutos antes, alguien había estado tocando aquellas mismas teclas.
Pero, ¿cómo había logrado desvanecerse en el aire delante de mis narices sin que yo le viera?
Toqué unas notas que resonaron en la larga sala vacía.
De repente, oí un fuerte crujido que venía de la escalera.
Me quedé helado.
Otro crujido. Un paso.
Me levanté y comprobé, asustado, que me temblaban las piernas.
Me paré a escuchar. Estaba tan atento que podía oír hasta el silbido del aire.
Otro paso. Más fuerte. Más cerca.
Alguien estaba en la escalera. Alguien subía al desván.
Alguien venía a por mí.