26

Brooke se despertó de noche, justo cuando los médicos acababan de enyesarme la muñeca. Inmediatamente preguntó por mí y, cuando entré en su habitación, una enfermera estaba colocando un jarrón lleno de flores; docenas de floreros y macetas adornaban la sala. «Cuando yo estuve ingresado la primavera pasada, nadie me trajo flores. ¿Es porque soy un chico o porque no le caigo bien a nadie?»

—Hola, John —dijo Brooke.

Estaba pálida y agotada, y tenía el pelo sin brillo y pegado a la cabeza. Tenía unas ojeras enormes y sus brazos parecían más delgados que de costumbre. La enfermera se marchó y cerró la puerta, así que nos quedamos solos. Brooke levantó el brazo que llevaba vendado.

—Parecemos mellizos.

Yo alcé el yeso y asentí.

—Las grandes mentes piensan igual.

—Y las grandes muñecas… no sé —dijo—. ¿Qué te ha pasado a ti?

—Rota —dije—. Primero tú me tiraste al suelo y después mi madre. O bueno, supongo que técnicamente fue el demonio, las dos veces.

«¿Cuánto sabía Brooke?»

—El demonio —dijo Brooke antes de bajar la mirada—. ¿Es eso lo que son?

«Al menos recuerda una parte.»

—No lo sé —respondí—. Forman los llamaba dioses. Crowley odiaba ser uno de ellos y Nadie, la que se metió en tu interior, los odiaba a todos.

—Crowley —susurró Brooke—. ¿Fue el primero? ¿El asesino de Clayton?

—Sí.

—¿Y tú lo mataste?

Me quedé callado durante un buen rato y finalmente asentí.

—Sí.

Brooke se tocó el vendaje.

—Y ahora esto. —Respiró hondo—. Fue aterrador, ¿sabes? Todo. Lo recuerdo absolutamente todo.

—Me preguntaba si te ibas a acordar.

—Era como si nuestras mentes se hubiesen mezclado, pero yo no tenía ningún control; veíamos y pensábamos las mismas cosas, pero ella estaba al mando y yo únicamente podía mirar. —Cerró los ojos—. John, sus pensamientos… eran pura oscuridad. Nunca pensaba nada bueno sobre nadie, jamás. Y menos sobre sí misma. Todo lo que hacía era odiar y querer cosas, necesitar cosas; constantemente, hasta el infinito. Prácticamente quería que me matases para no tener que seguir escuchando sus pensamientos.

—Lo siento.

Brooke negó con la cabeza.

—No lo sientas. Hiciste lo que creías necesario. Si yo hubiese sabido lo que estaba ocurriendo, seguramente te habría ayudado a matar a los dos primeros. —Se estremeció—. Sabiendo lo que sé ahora, no me cabe duda de que lo haría.

La miré fijamente y ella me devolvió la mirada.

—¿Qué quieres decir? —pregunté.

Habló con calma, sin que le temblase la voz, mirándome a los ojos sin vacilar.

—Digo que tenemos que pararles los pies. Hay demasiados. Y éstos no son nada en comparación con lo que hay ahí fuera. Tenemos que encontrarlos e impedirles que sigan así.

—Pero he perdido el teléfono de Forman —dije—. Era nuestro único vínculo, la única manera de encontrarlos y seguirles la pista y…

—Me parece que no me entiendes. No necesitamos el teléfono de Forman. Te lo he dicho: me acuerdo de todo.

Me quedé de pie, en silencio, procesando sus palabras y todo lo que implicaban. Todo. Asentí.

—Vale. Ahora intenta descansar; de momento se ha acabado.

Se recostó en la cama y miró el techo.

—No, John. Nunca se acaba.

La agente Ostler me esperaba en el pasillo. Cuando salí de la habitación, me saludó con un gesto de la cabeza.

—El médico dice que te han dado el alta —comentó—. Te recuperas muy rápido de los traumas, los de la ambulancia estaban muy sorprendidos.

—He tenido suficiente práctica.

—Cierto. —Mientras recorría el pasillo, caminó a mi lado—. Brooke estará unos días más en el hospital. Por otro lado, obviamente, tu madre ha muerto.

—Gracias por anunciármelo con tanta delicadeza.

—Quizá puedas explicarme por qué había un agujero de bala en el techo del coche.

—Lo compré de segunda mano.

—El estudio preliminar del coche sugiere, basándose en pruebas muy convincentes, que alguien lo incendió a propósito. ¿Tienes algo que decir al respecto?

—Si le soy sincero, era un coche muy feo.

—Hace unos días alguien entró por la fuerza en casa del padre Erikson, después se metió en la iglesia y, por muy raro que te parezca, desvió las llamadas al móvil del agente Forman. —Me lanzó una sonrisa irónica—. Ese número aparece en las circunstancias más extrañas que te puedas imaginar, ¿no crees?

—O puede que se equivocase al copiarlo —dije encogiéndome de hombros—. No se preocupe, esas cosas pasan.

La agente Ostler me adelantó y se puso delante de mí para bloquearme el paso.

—Quizá esto me consiga una respuesta de verdad: esta tarde me ha llamado tu madre para decirme que tenía algo que pensaba que me interesaría ver. Quizá ya te imaginas lo que me ha enseñado.

Respiré hondo y expulsé el aire lentamente, fingiendo que pensaba.

—¿El museo del calzado?

—Una sustancia viscosa de color negro —dijo—. Tenía algunas teorías interesantes al respecto. Y estaba muy preocupada porque te estabas metiendo en toda clase de líos.

Abrí los brazos y señalé el hospital.

—Un comentario muy profético.

Ostler me miró un momento y frunció el ceño.

—Sigues sin querer hablar. Bueno, no pasa nada. Sin embargo, aún hay un par de cosas que no entiendo. —Hizo una pausa y respiró hondo—. Si mi teoría es correcta, te has cargado a tres de esos malditos. —Levanté la mirada y ella la sostuvo mientras continuaba hablando—. Es mucho más que cualquiera de los de mi equipo, y eso que nosotros llevamos años tras ellos. ¿Cómo lo haces?

Me quedé mirándola. «¿Realmente ha dicho lo que creo?» Valoré las opciones que se me presentaban y decidí alargar la conversación un poco más.

—¿Tres qué?

—Dímelo tú. Nadie lo ha averiguado aún.

Sonreí.

—De hecho, Nadie sí lo ha averiguado. —Miré a mi alrededor; estábamos completamente a solas, así que me incliné hacia ella—. Todo eso de lo que has hablado: el fuego, los allanamientos de morada y demás, tiene que desaparecer. —Me quedé callado un instante—. Cuando esté resuelto, Brooke y yo tenemos una propuesta que hacerte.

El cuerpo de Marci estaba tendido sobre la mesa de embalsamar, pálido e inmóvil debajo de la sábana. Levanté la parte superior con la mano sana y dejé al descubierto la cabeza y los hombros. Era muy guapa. Me rasqué debajo del yeso mirando su rostro: una cara que había visto miles de veces, diez mil veces, en la vida real y en sueños. Tendí la mano y con un dedo, suavemente, con mucho cuidado, le toqué la mejilla. Estaba fría.

—Hola —dije, vacilante—. Sé que en realidad no estás ahí y que esto no es más que tu cuerpo. Supongo que tiene su gracia que el único que no te quería por tu cuerpo sea el que al final lo consigue, pero pierde todo lo demás. —Apoyé la mano en la mesa y bajé la mirada—. No quería decir que tiene gracia; creo que quería decir que es irónico. Tú eras la que mejor se expresaba de los dos.

Levanté la sábana por un lado y le destapé el brazo para acariciarle los dedos.

—Mi padre se marchó cuando yo tenía siete años. Era un imbécil. Le pegaba a mi madre y un par de veces nos zurró a mí y a Lauren. Lo odiábamos, pero… también le queríamos, ¿sabes? Es así; es tu padre. No creo que eso se pueda cambiar. Y entonces se marchó y eso me rompió el corazón, tanto que empecé a pensar que ya no tenía, que no me quedaba ni un pedazo. —Le sujeté la mano con fuerza mientras miraba aquel rostro sin vida—. Nunca se lo he contado a nadie: ni a mi madre ni al doctor Neblin. A nadie. Supongo que, técnicamente, sigue siendo así porque tú no estás aquí, pero… me siento mejor por haberlo dicho en voz alta.

Le miré la mano y palpé los picos y valles de los nudillos, frotándolos con los dedos.

—Ahora mi madre también se ha ido y sé que suena a una auténtica locura, pero… es una de las peores cosas que me ha pasado jamás y también una de las mejores. Ha muerto y se me ha vuelto a partir el corazón, y eso significa que… —Volví a mirar a Marci a la cara y después al techo, donde me fijé en el ventilador que giraba lentamente tras la rejilla de metal—. Creo que significa que aún tengo corazón. —Resoplé, a medio camino entre una risa y un sollozo—. Quién se lo iba a imaginar, ¿eh?

Las lágrimas me corrían por la mejilla. Solté la mano de Marci para secármelas con la mano y después volví a taparle el brazo.

—Escucha, esto no se me da bien. Sigo estando fatal; ahora que mi madre ha muerto seguramente estaré mucho peor y no puedo cambiar de un día para otro, así como así. De los dos, tú eres la que ha tenido la suerte de escapar antes de llegar a conocerme del todo y darte cuenta de lo fastidiado que estoy. Sin embargo, quería que supieses (o al menos poder decirte) que me has ayudado mucho. La muerte de mi madre me ha demostrado que no estoy tan perdido como creía y que todavía estoy a tiempo de tener una vida más o menos normal, pero tú eres la que me enseñó cómo podía ser esa vida. Me enseñaste a vivir. Siento que no estés aquí para disfrutarlo, pero… estés donde estés, si es que te encuentras en alguna parte, a lo mejor te alegra saber que me ayudaste mucho.

Me quedé callado, mirándola, y entonces me agaché y le di un beso; la rocé muy ligeramente con los labios, nada más.

—Ahora que ya no estás, creo que al final sé que en realidad sí te quería. Sólo que no me había dado cuenta. —Me erguí—. Supongo que eso tampoco tiene ninguna gracia. —Volví a cubrirle la cabeza con la sábana y fui hacia la puerta.

—Buenas noches, Marci. —Me quedé callado un instante—. Te quiero.

Apagué la luz y cerré la puerta.