25

Cerré la boca con todas mis fuerzas y también los ojos, pero estaba por todas partes: dentro de mi nariz, en las orejas, apartándome los labios y haciendo presión contra los dientes. Hice fuerza con piernas y brazos, y gruñí esforzándome por soltarme, luchando con la masa viscosa hasta con la lengua. Tenía la boca repleta del sabor de la ceniza y la sangre, y una sensación como de arenilla y limo. Aquel lodo repugnante se me estaba metiendo dentro, abriéndose camino por la boca, por la nariz, entrando por la fuerza por todas las grietas y agujeros. La cabeza me palpitaba, necesitaba aire, me quemaban los pulmones y me zumbaban los oídos con el ruido enloquecido de los latidos de mi corazón y el avance pegajoso de aquella materia. Estaba sordo y ciego, ahogándome en una sustancia viscosa y maligna, perdido y solo.

«No dejaré que me posea —pensé—. ¡No dejaré que lo haga!» Pero no había manera de impedírselo: era demasiado fuerte, había demasiados tentáculos y su oscuridad había ocupado todo mi mundo. Sentí que me estallaba el pecho y se me hundía, estaba desesperado por conseguir aire. De pronto el peso del cuerpo de Brooke cayó repentinamente hacia atrás, aflojó el agarre durante un instante y conseguí liberar las manos de entre los tentáculos. Tenía la cabeza cubierta de alquitrán negro, caliente y viscoso, y luché contra aquello como un animal.

Me arranqué la cosa de la cabeza y al abrir los ojos sentí un calor cegador: el coche estaba ardiendo y de la ventana rota salían llamaradas como si estuviéramos en una fundición. Tenía esa cosa por todas partes, aferrándose a mis manos, avanzando hacia mi cabeza; Brooke estaba tumbada en el suelo, encima de los cristales rotos, sangrando y moviéndose débilmente. Tenía su cuerpo conectado al mío mediante una telaraña negra y viviente; los dos estábamos atrapados como un par de moscas. Unas manos empezaron a quitarme el lodo de encima, tirando de él, apartándolo de mí. Las mías y otras manos, ajadas y conocidas.

Mi madre estaba encima de mí, enseñando los dientes en una mueca de esfuerzo, real y viva, luchando con el demonio como si fuera sirope negro y calcinado.

Me arranqué aquella materia de la boca, escupí, me la saqué de la nariz y de las encías usando los dedos como si fueran zarpas.

—Mamá —dije con voz ronca.

Mi voz era demasiado fina y distante, y la suya era inaudible. Tiré de la sustancia viscosa que tenía en las orejas y luché por sacarla de dentro, y de pronto el mundo irrumpió con una explosión de sonido, como cuando sales a la superficie después de bucear por las profundidades del mar.

—No te acerques a él —gruñó mi madre, pero fue inútil.

Nadie se había recuperado del ataque inicial que la había derribado y se había adaptado para enfrentarse a un nuevo oponente. Los tentáculos barrieron a mi madre por los pies y unos duros látigos negros la cogieron por los brazos para que no pudiese amortiguar la caída. Cayó como un peso muerto y el impacto la dejó sin aire. La sustancia negra se abalanzó de nuevo sobre mí como una nube de gusanos hambrientos.

—No podrás pararnos —dijo entre dientes la voz de Brooke, débil y frágil.

Tenía los ojos cerrados y yacía totalmente lánguida, como una marioneta. La cosa negra me obligó a abrir los brazos y me subió lentamente por el torso, hacia la cabeza. La boca de Brooke se movía de forma sobrenatural, como si fuera independiente del resto de su cuerpo.

—John y yo somos uno. Ahora soy John y estaremos juntos para siempre.

—¡Cállate! —rugí, pero la amenaza no era real porque yo estaba inmóvil e indefenso.

—Seas lo que seas, apártate de él.

La materia viscosa se alejaba de mi madre para centrarse en mí, así que ella logró soltarse.

—Le amo —susurró la voz de Brooke— y él me ama a mí.

Aquella cosa negra me llegaba hasta el cuello, y la sensación era caliente y repugnante.

—Jamás —dijo mi madre y se abalanzó sobre la masa viscosa—. Puede que ame a Brooke, pero a ti no.

—Sí me ama —dijo la voz, y los tentáculos de ceniza negra me llegaron a la cara y empezaron a abrirme la boca.

Apreté los labios todo lo que pude, pero esa cosa me los separó y empezó a entrar dentro de mí.

Mi madre me miró sin saber qué hacer, con los ojos inundados en lágrimas y las manos escarbando inútilmente entre la marea de lodo negro. Chilló, cerró los ojos y de pronto volvió a abrirlos y se tambaleó hacia atrás.

—John se odia a sí mismo —gritó; nos miraba a Brooke y a mí como si no supiera a quién hablar—. Si te conviertes en parte de él, también te odiará. Te odiará para siempre.

La masa viscosa se detuvo y los tentáculos quedaron suspendidos en el aire. «¿Qué estás haciendo?», pensé.

Mi madre tragó saliva y continuó.

—A Brooke tampoco la quería, ni a Marci ni a ninguna otra persona, y nadie lo ha querido a él.

Me miró con ojos suplicantes. «Siente lástima —pensé—. Conozco esa expresión; la conozco mejor que nadie en el mundo. ¿Por qué dice esas cosas si le hacen sentir lástima?» Pero escondida detrás de esa mirada se adivinaba otra. «¿Qué está haciendo?»

—Solamente ha querido a una persona en toda su vida —dijo—, la única persona que lo ha querido a él.

De pronto comprendí aquella mirada y supe que se estaba despidiendo de mí. «¡No lo hagas!», quise gritar, pero tenía la boca llena de cenizas y no pude emitir ningún sonido.

Mi madre me lanzó una mirada intensa y aterrorizada.

—Yo.

La masa viscosa dejó de moverse.

—¿Quién ha estado siempre a su lado? —preguntó mi madre—. ¿Quién es la única persona que nunca se ha marchado, a quien él jamás ha dejado? A veces se abandona incluso a sí mismo, pone su vida en peligro con un estúpido plan tras otro. Pero a su madre nunca la abandona. A mí no. Yo llevo aquí desde el principio y lo he ayudado a superar todas las crisis: juntos ocultamos a la policía los restos del primer demonio y le enseñé a controlarse a sí mismo y a dominar su lado oscuro. Soy la única persona a quien él ha querido, la única a la que querrá y si quieres que él te quiera, entonces… —Hizo una pausa con los ojos como platos y tragó saliva—. Entonces tienes que poseerme a mí.

—¡No! —grité otra vez.

Pero ya era demasiado tarde; el demonio se alejaba de mí, se deslizaba hacia ella. Empezó a lanzarle tentáculos negros y se enredó a su alrededor con voracidad.

—Sabía que ibas a venir —dijo mirándome mientras el demonio le trepaba por las piernas— y sabía por qué. —Nadie le envolvió el torso con avidez y me dejó caer al suelo a medida que corría hacia la cara de mi madre—. Sabía lo que estabas planeando y no podía dejar que lo hicieras. Yo…

Entonces le llegó al rostro y se vertió por todos los orificios: la boca, la nariz, los oídos, los ojos. Yo me levanté como pude y corrí hacia ella, pero un tentáculo negro me tiró de una de las piernas hacia un lado y caí sobre la muñeca que me había lastimado; se oyó el crujido del hueso y aullé de dolor. Me giré sobre el costado entre gritos y con gran esfuerzo conseguí ponerme de rodillas y mirar a mi madre. El demonio la tenía solamente a ella, una masa amorfa que ya no estaba conectada a mí ni a Brooke. A medida que la sustancia iba penetrando su cuerpo, abriéndose paso a la fuerza, mi madre iba quedándose rígida. El último hilito negro desapareció en su interior justo cuando llegué a tocarla.

—Mamá —dije—, lucha.

Le agarré la boca y las orejas inútilmente, como si pudiera sacarle los hilos con mi fuerza de voluntad.

—¡Lucha contra ella! —chillé—. ¡Échala! ¡Podemos salvarte!

Mi madre cayó encima de mí y después se tambaleó hacia un lado. Extendí el brazo para sujetarla, pero se apartó. Apretó los dientes y gruñó.

—Aún… no… me controla. —Dio una sacudida hacia delante—. Soy… yo.

Hizo una pausa y cayó de rodillas, casi sin poder mantener el equilibrio. Se movía con mucha dificultad, rígida como un maniquí viviente. Intenté ayudarla a incorporarse, buscando algo que hacer para salvarla, pero se soltó de una sacudida. Levanté la cabeza, vi hacia dónde se dirigía y grité:

—¡No!

Iba directa hacia el coche en llamas.

—No… hay otra… forma.

Se detuvo de repente y torció la cabeza a la izquierda de forma pronunciada; me acerqué de un salto para tirar de ella, pero levantó el brazo, duro como un bate, y se las arregló para darme un golpe en la muñeca que me había roto. Aullé y caí de rodillas; el dolor me estaba nublando la vista.

Ella se dejó caer contra un lado del coche, se apoyó en la puerta para recobrar fuerzas, se volvió y me miró a la cara.

—Te quiero, John.

La voz sonó densa y múltiple, en armonía consigo misma: dos voces en una. Me levanté, extendí el brazo hacia ella, pero se dio media vuelta como pudo y se sumergió en la voraz llamarada que salía de la ventanilla rota. Aulló de dolor, estremeciéndose y abalanzándose hacia el interior al mismo tiempo y en un instante cayó dentro, en el suelo del coche. Las llamas saltaron sobre ella como animales salvajes, danzando y rugiendo a su alrededor.

Yo me quedé en estado de choque, mirando el fuego, viendo como un pasmarote cómo ella se levantaba en mitad de las llamas, retorciéndose y chillando mientras los hilillos negros escapaban de su cuerpo para arrugarse en aquella atmósfera ardiente y se quemaban pegados al techo y las ventanillas que el fuego había puesto al rojo vivo. Mi madre luchaba y lanzaba los brazos al aire; pero finalmente se ennegreció y murió; humana y demonio alimentaron el fuego hasta que éste entonó su canción con alegría.

No podía moverme. Me quedé mirando el fuego, el sitio exacto donde la silueta de mi madre se había hecho un ovillo; ésta se desdibujó y por último desapareció, y no pude moverme ni un centímetro. Miles de pensamientos se me arremolinaban dentro de la cabeza, se apelotonaban y reclamaban mi atención, hasta que se convirtieron en ruido blanco y la cabeza se me quedó vacía. Yo era un agujero en mitad del mundo, el vacío encarnado. No era nada. No era nadie.

Brooke se movió y giré la cabeza instintivamente para seguirla. Estaba tendida en el suelo, herida y sangrando. Había movido la pierna y volvió a dar una minúscula sacudida. Yo me agaché y le puse los dedos debajo de la nariz para sentir su respiración; le tomé el pulso en la muñeca sana y lo sentí, aunque era muy débil. «Está viva.» La miré, pero estaba atontado, demasiado sorprendido por el hecho de que estuviese viva como para poder pensar cualquier otra cosa. Volvió a mover la pierna y empecé a pensar, como si ése fuese mi primer pensamiento, el primordial, que sería una buena idea apartarla del coche en llamas. La cogí de los antebrazos, se los levanté por encima de la cabeza y la arrastré a un lado. Del corte de la muñeca seguía saliendo sangre, aunque más lentamente; busqué algo para hacerle un vendaje. No había nada, así que me quité la camisa, empapada de gasolina y sangre, y se la até alrededor del corte.

El coche de mi madre estaba unos metros más allá, con el motor aún en marcha y la puerta abierta; seguramente había llegado a toda prisa y había salido de un salto para auxiliarme. Mi madre me había salvado. Me erguí, miré el coche en llamas y luego a Brooke. «Ha venido a impedírmelo, vio al demonio y me salvó.» Di un paso en dirección al coche en llamas, después hacia el de mi madre y me quedé quieto. «Mi madre ha muerto. El demonio ha muerto.»

«Me ha salvado.»

Brooke gimió. «Tengo que llamar a una ambulancia.» Me agaché, busqué en el bolsillo de su chaqueta, encontré su móvil y lo saqué. Mientras marcaba el número de emergencias oí sirenas en la distancia. «Demasiado pronto, aún no he llamado.» Miré hacia la carretera y vi luces por entre los árboles, rojas y azules y naranjas: camiones de bomberos, coches de policía y ambulancias. El oficial Jensen corría hacia mí y de pronto yo estaba en el suelo, arrodillado junto a Brooke, con el brazo pegado al pecho. «¿Qué me pasa en el brazo? Debo de habérmelo roto.»

—John, ¿estás bien?

Estaba rodeado de uniformes: enfermeros de las ambulancias y agentes de policía. Vi un rostro familiar y le hablé.

—Mi madre está muerta.

—Nos ha llamado ella —dijo la cara conocida. Era el oficial Jensen—. Dijo que estabas en apuros.

—Está muerta. Estaba en el coche.

—¿Qué ha pasado?

—Ella mataba a las chicas —dije—. Los suicidios, era ella.

—¿Tu madre?

—No. —Sacudí la cabeza, de pronto estaba muy enfadado—. Nadie.

Otra cara apartó el rostro conocido y entró en mi campo de visión, me tomó el pulso y me hizo cosas con aparatos de médicos.

—Te vamos a llevar al hospital —dijo—, estás a punto de entrar en choque. ¿Puedes decirme cómo te encuentras?

—Me siento…

«¿Qué siento?»

«Supongo que con eso basta: siento.»