24

Dejé que el teléfono sonara dos veces antes de contestar.

—Buenos días, John.

—Hola… Brooke.

Me estremecí al pronunciar su nombre y dejé la cuchara sobre la mesa.

—¿Qué tal?

«Parece muy alegre, como si no pasara nada en absoluto.»

—Bien —respondí—. ¿Te encuentras mejor?

—Un poco, sí. Dentro de unas horas ya podremos salir a hacer algo divertido.

—Sí —dije y repasé el plan mentalmente una vez más—. He pensado que estaría bien ir al lago a pescar. A Brooke le gustaba.

—Lo sé —contestó fríamente—. Soy Brooke.

—Sí, eres Brooke, lo sé. Bueno, ¿qué? ¿Te parece bien?

—Me parece genial —dijo ella—. ¿Vamos después de clase?

—Perfecto. —Hice una pausa e intenté sonar lo más natural posible, fingiendo haber recordado algo—. Oh, mierda. Se me había olvidado que tengo que recoger unas cosas para mi madre. Le da miedo que empiece a nevar pronto y quiere que vaya a por gasolina para la máquina quitanieves. Y sal para la entrada de casa y todo eso. No debería tardar mucho, pero…

—Oh, no —dijo Brooke—. ¡Tengo muchas ganas de hacer algo hoy mismo!

—Bueno… —La dejé esperando un poco para crear suspense—. Supongo que podríamos encontrarnos allí, así yo iré directamente desde la gasolinera. Si tú vas en bici primero y escoges un buen sitio, ganaremos mucho tiempo.

—Un buen sitio, ¿eh?

—Sí, un lugar resguardado.

—John Cleaver —dijo fingiendo cierto asombro—, ¿qué es lo que pretendes hacer en un lugar apartado junto al lago?

Me estaba costando mucho interpretar el tono, pero la idea general la tenía clara: ella estaba ansiosa por que llegase el momento y creía que yo estaba planeando algo romántico.

—Te veo allí —dije.

«Y cuando llegue con varias garrafas de gasolina no te sorprenderás ni pizca.»

—Genial —dijo ella—. Te quiero, John.

—Hasta luego.

Colgué justo en el instante en que mi madre entraba en la cocina.

—¿Con quién hablabas?

—Con Brooke.

Escondérselo sería inútil porque, si quería, podía mirarlo en el registro de llamadas.

—¿Vas a alguna parte con ella?

—Sí.

—¿Es una cita?

Parecía sospechar más de lo habitual. «¿Qué se huele?»

—Supongo que sí. Algo así.

A ella le caía bien Brooke, así que no debería parecerle mal, ¿no?

—Ajá —dijo. Pasó junto a mí y sacó una caja de cereales del armario—. Entiendo que no seas tan emocional como la mayoría de la gente, pero aun así… ayer murió tu novia. Me parece un poco pronto, ¿no crees?

«Mierda.»

—Por eso no es una cita de verdad —dije—. Sólo vamos a ir al… vamos a hablar del tema, para aceptarlo. Ya sabes.

—Ya —asintió, aunque era obvio que no lo decía en serio—. Ya sé a qué te refieres.

—¿Y tú? —pregunté, desesperado por cambiar de tema—. ¿Vas a hacer algo esta noche?

—Ya que lo preguntas, Lauren y yo vamos a ir de compras. —Se sirvió los cereales en un bol y abrió la nevera para sacar la leche. Yo me relajé y desconecté de su charla—. La otra noche hablamos durante un buen rato, antes de la película y de… —Hizo un gesto con la mano— …lo de la comisaría. Resulta que odia hacer la compra semanal porque no sabe dónde tienen las mejores ofertas. Así que vamos a ir juntas, a ver qué encontramos.

—Muy bien —dije aunque prácticamente no le estaba haciendo caso—. Entonces nos veremos luego.

—Pero no muy tarde —dijo.

—Sí. —Me levanté de la mesa—. No tardaré mucho.

Cogí la chaqueta y la mochila y me dirigí hacia la puerta.

—Adiós, John —dijo—. Que tengas un buen día.

Le dije adiós con la mano.

—Te quiero, John.

—Sí —dije mientras salía de casa.

«Últimamente me lo dicen mucho.»

Pasé el día en clase como si estuviera en un sueño; un desfile sin fin de profesores aburridos y alumnos tristes, llenos de palabras de consuelo. «Sentimos mucho lo de Marci.» «Era una persona maravillosa y todos la echaremos de menos.» «Es muy valiente por tu parte volver tan pronto al instituto.» Pero yo no me sentía valiente; me sentía como atontado. Frío. Cansado.

Había estado toda la noche en el coche con un destornillador y un cortapernos, retirando los paneles para cortar los cables de todas las ventanas y manecillas de las puertas. El tirador de fuera funcionaba, pero si alguien se quedaba encerrado dentro, estaba atrapado. Afortunadamente, tenía un coche viejo, porque uno con cierre centralizado y elevalunas eléctrico hubiese sido prácticamente imposible de sabotear. «Supongo que los coches nuevos tienen mejores medidas de seguridad —pensé—. Si algo les pasa a las puertas, como en mi caso, los coches viejos pueden convertirse en una trampa mortal.»

Sonaban timbres, se oía el zumbido de la muchedumbre, los pasillos se llenaban y vaciaban una y otra vez. En el cielo, el sol se veía blanco y frío, como un disco de hielo. Yo vagaba por el instituto como un fantasma, silencioso, taciturno, muerto. Cuando sonó el timbre que anunciaba el final de la última clase, salí penosamente hacia el coche, fui a la gasolinera y llené de gasolina cuatro garrafas de veinte litros cada una. «Ochenta litros.» Suficiente para utilizar nuestra enorme quitanieves durante varias tormentas de nieve. «Suficiente para encender un fuego muy, muy grande.» Me deshice de todo pensamiento y motivación; mis nervios, mis miedos, mi pena. «Soy un sociópata. Soy una máquina. Soy una ráfaga de viento: sin nombre, sin rostro, sin culpa.»

Puse tres de las garrafas en el asiento de atrás y les quité los tapones; las coloqué junto a varias cajas de revistas viejas que había robado de casa del padre Erikson. La última garrafa la metí en el maletero junto con un embudo estrecho que había cogido de la cocina. No me hizo falta robar las cerillas de ninguna parte porque siempre llevaba una carterita en el bolsillo. Por último, me senté en el asiento del conductor y toqué el interior del techo para palpar el agujerito que había hecho con un disparo de la pistola con silenciador del padre de Max.

Me dirigí hacia el lago, me detuve a medio camino y vertí dos garrafas de gasolina sobre las revistas y el asiento trasero. El olor era insoportable, pero no hice caso.

Seguí por la carretera buscando a Nadie y la encontré prácticamente en el extremo más alejado, haciéndome señas desde un camino de tierra. Frené, salí de la carretera, la pasé de largo y aparqué detrás de unos árboles. Era un buen lugar: la carretera seguía bordeando el lago, pero allí no había nada en kilómetros a la redonda, así que no era probable que pasase nadie por allí; no iban a vernos. Salí y cerré la puerta del conductor con llave. Nunca jamás iba a volver a abrirse. Nadie corrió hacia mí, sonriendo con la boca de Brooke.

—¡Has venido! —dijo y entonces tosió y se echó hacia atrás, agitando la mano por delante de la cara—. ¡Buf! Gasolina para la quitanieves, ¿eh?

—Las garrafas son bastante viejas y sueltan muchos gases.

—Bueno, habrá tiempo de que se airee mientras pescamos —dijo—. Tengo las cosas aquí.

Señaló unos árboles y vi la bicicleta apoyada contra uno de los troncos, junto a dos cañas y una mochila.

—Vaya —dije procurando parecer una persona viva—, ¿las has traído en la bici?

—Soy asombrosa. No es la primera vez que vengo hasta aquí en bici para pescar. —Se acercó a mí—. Pero sí es la primera vez que vengo tan lejos con un joven tan guapo.

—Sí —dije mirando a mi alrededor.

«Ésta es tu oportunidad. No pienses, no esperes: hazlo.»

—La verdad es que yo había pensado ir a otro sitio; no está tan lejos, pero podemos apartarnos mucho más de la carretera. Es muy bonito.

—¿De verdad?

—Sí. Muy íntimo.

—Me parece genial —dijo sonriendo—, pero esta vez no pienso llevar las cañas. —Fue hacia la bicicleta—. ¿Una carrera?

—¿Por qué no vienes conmigo? Podemos meter la bici en el maletero.

—¿No crees que nos asfixiaremos con ese olor a gasolina?

—Yo he llegado hasta aquí, ¿no? Bajaremos las ventanillas y ya está.

Ella sonrió de oreja a oreja.

—Vamos allá.

Fue hacia el coche y yo la seguí. Nadie hablaba y actuaba como si fuese la mitad de Brooke, como si las memorias de Brooke estuviesen mezcladas de algún modo con las suyas. Si eso era cierto, seguro que esperaba a que yo le abriese la puerta: en detalles como ése, Brooke estaba muy chapada a la antigua. Se paró a esperar frente a la puerta y yo me obligué a sonreír. «Perfecto.» La abrí y ella tosió y se rió, pero entró dentro del coche; después cerré la puerta.

«Adiós, Brooke. Lo siento.»

Llevó la mano a la manivela de la ventanilla y yo me di media vuelta para ir al maletero. Lo abrí, escuché en silencio mientras Nadie intentaba bajar la ventanilla sin éxito, y saqué la garrafa de gasolina y el embudo.

—John, creo que la ventanilla está rota. —La puerta cerrada amortiguaba la voz del demonio. Oí una serie de clics y supe que intentaba abrir la puerta—. La puerta también. Vaya, aquí dentro apesta.

Cerré el maletero y vi que Nadie se había movido al lado del conductor y estaba intentando abrir la puerta. Me vio, me miró y se dio cuenta de que llevaba una garrafa en la mano.

—¿Qué haces?

Dejé la garrafa sobre el maletero, me subí encima y me tumbé para llegar al agujero del techo. El embudo cabía, pero a duras penas.

—¡John! —chilló el demonio—. John, ¡déjame salir! ¿Qué haces ahí arriba?

Nadie volvió a cambiar de asiento y el coche se movió con su peso. Cuando me giré para subir la garrafa al techo, vi que estaba saltando al asiento de atrás para alcanzar la puerta. Apoyó la mano en las revistas empapadas de gasolina y retrocedió, asqueada.

—¿Es gasolina?

Se olió la mano y abrió los ojos como platos, completamente aterrorizada. Saltó a la parte de atrás y sus pies chapotearon en los charcos de gasolina que había en el suelo. Se puso a dar golpes en la ventana de atrás.

—¡John! ¿Qué haces? ¡Déjame salir!

Levanté la garrafa hasta el techo, desenrosqué el tapón y la incliné ligeramente sobre el embudo. Un chorro de gasolina cayó en el interior y levantó otra nube de gases. Nadie siguió gritando. En el coche ya había suficiente gasolina, pero esos gases eran lo más importante: eran lo primero que iba a prender y, al mezclarse con el aire, iban a llenar todo el coche de llamas. Nadie intentó abrir una puerta, después otra y al final siguió aporreando las ventanas.

—John, ¡déjame salir! ¡Me vas a matar! ¡Estás loco!

Seguí vertiendo el líquido mientras intentaba que el chorro cayera recto a pesar de que el coche se balanceaba debajo de mí.

—John, no era más que una broma —chilló—. No soy un demonio, no soy Nadie. Soy Brooke. ¡Era broma! ¡No me mates!

Cerré los ojos y le di la vuelta a la garrafa para que cayeran las últimas gotas. Nadie le dio un golpe al embudo desde dentro y lo sacó del agujero, de modo que los restos de gasolina se vertieron sobre el techo del coche. Ella tapó el agujero con el dedo.

—John, por favor, no lo hagas. No lo hagas. —Estaba llorando a lágrima viva—. No puedes matarme. Soy Nadie, lo admito: soy Nadie. Pero ¡éste es el cuerpo de Brooke! ¡Ella todavía está aquí dentro! ¡También la matarás! Sé que quieres acabar con los demonios y yo también, pero vas a matar a Brooke. ¡A tu amiga! ¡La quieres! Y ella te quiere a ti, maldita sea, ¡déjame salir!

Lancé la garrafa vacía, me puse en pie y con mucho cuidado me limpié la gasolina de las manos. Busqué las cerillas que llevaba en el bolsillo, las saqué y arranqué la primera.

Nadie estaba junto a la ventana trasera, dando golpes y gruñendo como un animal, arrugando los rasgos de Brooke en una máscara de furia: con la boca abierta y enseñando los dientes. El pelo y el rostro de Brooke estaban empapados de gasolina.

—Te voy a matar, John. ¡Te comeré el corazón, cabronazo! —Chillaba tanto que su voz no era más que un rugido irreconocible—. ¿Crees que no podré salir del coche? ¿Que el fuego me puede lastimar? —Dio un puñetazo contra el cristal—. ¡No puedes matarme!

Doblé la carterita de cerillas alrededor de la que había separado, la apreté contra la lija y tiré con fuerza. La cerilla se encendió, una diminuta llama hambrienta de combustible. Me incliné hacia delante sin tocar la gasolina y estiré la mano para dejar caer la cerilla por el agujero del techo, pero antes de que la soltase, Nadie se lanzó contra la puerta con todo su peso, el coche dio una sacudida y la llama prendió el charco de gasolina que se había derramado. El techo se cubrió de llamas y yo me tambaleé y caí sobre el maletero. La caída me dejó sin respiración y la carterita de cerillas se me escapó y salió volando. Mientras luchaba por recuperar la respiración, la gasolina empezó a deslizarse hacia mí por la ventana trasera. Nadie volvió a lanzarse contra la puerta y oí cómo el cristal de la ventanilla se rajaba. Me dejé caer del coche rodando y, de rodillas junto a la rueda de atrás, por fin conseguí respirar. El coche volvió a dar una sacudida, la ventanilla reventó con un gran estruendo y una lluvia de cristales salió despedida hacia afuera. El cuerpo de Brooke salió a rastras por la ventana, chorreando sudor y gasolina; se había arañado con los cristales rotos y tenía largos tajos por brazos y piernas. Se desplomó en el suelo, tomando bocanadas de aire y gimiendo de dolor, y yo me aparté de ella. «Está cubierta de gasolina; si encuentro las cerillas, aún puedo matarla.»

—Eres… —dijo con voz muy ronca— un hijo de puta.

Miré a mi alrededor frenéticamente, buscando las cerillas; estaban detrás de mí, a unos tres metros, así que me lancé a por ellas. Pero algo me cogió la pierna, caí de bruces y, al hacerlo, me torcí la muñeca. Chillé de dolor.

—John Cleaver —susurró el demonio mientras la mano de Brooke me sujetaba fuertemente por el tobillo.

Giré sobre el costado y vi que se arrastraba hacia mí; tendía la otra mano y me agarraba de la pierna. Sus ojos relucían con un brillo infernal, detrás de una mata de pelo mojado y ensangrentado.

—Tendría que haber sabido que intentarías matarme. Tú nunca has querido a Brooke porque es débil y estúpida. Jamás podrías amar a una rubia tan imbécil como ella.

Me clavó los dedos —los dedos de Brooke— en la pierna como si fuesen garras y tiró para acercarse más a mí. Me soltó el tobillo y me agarró por el pecho. Intenté apartarla de una patada, pero se me sentó sobre las piernas y me dio un puñetazo en el estómago. El dolor me dejó prácticamente KO.

—Debería haberme dado cuenta de que no podía ser feliz siendo Brooke, pero tú… tú perteneces a otra categoría. Tienes poder y mucho empeño; tienes pasión. —Sonrió vorazmente, enseñando la dentadura—. Te quiero.

Por fin una gota de gasolina ardiendo cayó por el agujerito y el interior del coche adquirió vida con una enorme llamarada. Nadie se me había sentado sobre las caderas y me tenía bien sujeto. Cogió una esquirla de cristal. Era un pedazo pequeño del cristal de seguridad de la ventana, pero tenía el borde muy afilado.

—No —dije forcejeando con ella. Levantó el cristal y lo apretó con tanta fuerza que se le tiñeron los dedos de rojo y le chorreó la sangre por el antebrazo—. La vas a matar —dije con voz ronca, pero ella sonrió.

—Solamente estoy terminando lo que tú empezaste. Pronto estaremos juntos, más cerca el uno del otro y en una relación mucho más perfecta de la que podrías haber tenido con Brooke. Seremos uno. Seremos la pareja perfecta.

Le agarré los brazos e intenté separárselos, pero ella lo impidió con una fuerza aterradora y sobrehumana y se clavó la esquirla en el brazo. La hundió en la carne y rasgó músculos y arterias, y me cubrió la cara con un chorro de sangre roja y caliente. La sangre salía bombeada hacia el exterior a chorros y me llenó de arriba a abajo. El cuerpo de Brooke se estremecía de dolor. A medida que la sangre se vertía, se iba debilitando y conseguí arrebatarle el cristal de la mano. Tenía el antebrazo hecho trizas y yo se lo sujeté con ambas manos, intentando detener el flujo de sangre caliente y pegajosa.

Y entonces noté que algo se movía, espeso y húmedo, debajo de mi mano.

En un gesto involuntario de repulsión, me eché hacia atrás. Un fino tentáculo oscuro salía del brazo de Brooke. Parecía estar vacilando, como la lengua de una serpiente. Se hizo más largo y vino hacia mí, pero de pronto había dos, después tres, y por fin un gran manojo de tentáculos negros que salían de su cuerpo en una especie de marea viscosa. Me cubrí la cara con un brazo y agité el otro para protegerme de ellos, intentando apartarlos desesperadamente, apretando los dientes para soportar el dolor de la muñeca. Cuando esa especie de tentáculos me tocó la piel sentí náuseas y enseguida los tenía por todas partes, agarrándome, tocándome, pegándose a mí. Intenté apartarlos, liberarme y salir corriendo, pero las piernas de Brooke me mantenían preso contra el suelo mientras un mar de tentáculos negros me agarraba de los brazos y me obligaba a separarlos. Nadie se alzó por encima de mí y en la cara medio muerta de Brooke vi una odiosa mezcla de dolor y victoria.

—Te quiero, John. Te quiero desde el día en que me llamaste y juraste destruirnos a todos. Es lo que yo siempre había querido y jamás me había atrevido a hacer. Pero tú no eres como yo. Tú sí puedes hacerlo. Tienes la fuerza que a mí me faltaba. A veces me gustaría poder ser… tú.

La materia viscosa salía de la raja como por oleadas, ondulando hacia mí provista de su propia vida horripilante. Parecía colgar del aire, una masa tóxica suspendida en el tiempo, pero de pronto se abalanzó sobre mi cara como un rayo negro.