«Debo matarla. No tengo elección.» Recorrí el pasillo de un lado a otro con la cabeza gacha y los puños lívidos de tanto apretarlos. «Tarde o temprano se suicidará de todos modos, así que Brooke puede darse por muerta. Pero si la mato primero y encuentro la manera de acabar también con Nadie, se romperá la cadena y nadie más tendrá que morir. No puedo salvar a Brooke, pero puedo hacer que ella sea la última.»
Me detuve porque noté la garganta fría y el estómago revuelto. Entré en el baño tambaleándome y vomité en el váter. Y luego lo volví a hacer, hasta que tuve las tripas vacías y lo único que conseguía con las arcadas era bilis y dolor. «No puedo. No puedo matar a Brooke.» Me sequé la boca con el dorso de la mano y me apoyé contra la pared; me había quedado sin fuerzas, tenía el cuerpo agotado. Me sentía como una cáscara, a punto de romperme, de que me arrastrase el viento.
«Vive en la sangre de Brooke. Cualquier cosa que le haga a ella dejará al demonio en libertad; Nadie saldrá y seguirá viviendo mientras el cuerpo de Brooke muere. —Otra arcada—. Quizá podría estrangularla; hay muchas maneras de matar sin verter ni una gota de sangre. Podría ahogarla, darle un golpe en la cabeza o atarla y tirarla al lago.»
Aporreé el suelo con los puños. «¡Deja de pensar en eso!» Pero no podía parar: la cabeza seguía dándome vueltas y más vueltas, repleta de ideas e imágenes; veía el cadáver de Brooke dar una sacudida y volver a la vida, forzado a moverse por el demonio que habitaba en sus venas. «No basta con matar a la anfitriona: tengo que acabar con el demonio que tiene dentro.»
Me hice un ovillo en el suelo, apreté los ojos y me tapé las orejas, pero esas ideas estaban ocurriendo dentro de mi cabeza y no tenía modo de bloquearlas.
«El fuego serviría. Si la meto en un fuego suficientemente grande, el demonio se quemará antes de conseguir escapar.
»Quizá haya alguna forma de salvarla. Una máquina de diálisis podría sacarle la sangre, filtrar el demonio y volver a inyectársela. O quizá no; la materia viscosa es demasiado espesa y la presión que haría falta para bombearla al exterior contra su voluntad seguramente mataría a la anfitriona. Y de todos modos, ¿cómo iba a conseguir una máquina de diálisis?»
La puerta de casa se abrió y oí que alguien entraba, sus pasos; se me aceleró el pulso y de pronto sentí una certeza total e irracional de que el demonio había venido a hablar conmigo con la cara y la voz de Brooke. Pero la cadencia de los pasos era la de mi madre; relajé los músculos, apoyé la cabeza en el frío suelo de baldosas y respiré hondo tratando de calmarme. Los pasos se dirigieron a la cocina; oí que abría el grifo y lo volvía a cerrar. Los pasos salieron parsimoniosamente al pasillo, desaparecieron con un crujido al llegar a la suavidad de la moqueta y después mi madre ahogó un grito junto a la puerta del baño.
—¡John!
Dejó caer el bolso y se arrodilló a mi lado; me tocó los hombros, me puso la mano en la frente y me tomó el pulso. Vi que miraba dentro del váter y apretaba los dientes, y después me cogió por debajo de los brazos y me levantó.
—Venga —dijo en voz baja—. No pasa nada, vamos a levantarte.
Me agarré a su brazo con una mano, me apoyé en la pared con la otra y dejé que me ayudase a ponerme en pie. Juntos nos tambaleamos hasta el salón, donde me tumbó en el sofá. Se sentó a mi lado, me apoyó la cabeza en el regazo y me alisó el pelo con la palma de la mano.
—Lo siento mucho, John. Siento mucho lo de Marci.
«¿Es cierto que ha ocurrido esta misma mañana?» No habían pasado ni siete horas desde que llamé a Marci y ya llevaba tanto tiempo muerta que me parecía que había transcurrido una eternidad. Me sentí viejo y cansado, como un neumático desgastado por los elementos, agrietado por los rayos del sol.
—Oí cómo entrabas en casa después de salir corriendo —dijo mi madre—. Creí que sería mejor dejarte a solas un rato, pero debería haber subido.
—No es solamente Marci —dije—. Has visto la sustancia negra del demonio, ¿verdad?
Pausa.
—Sí.
Cerré los ojos.
—Ha estado yendo de chica en chica, estaba dentro de todas las que se suicidaron. Y ahora ha entrado en… otra persona.
Mi madre se quedó callada otra vez.
—¿Qué vas a hacer?
—No lo sé. «Voy a matar a Brooke.». No lo sé —repetí—. Creía que lo que estaba haciendo era matar demonios, pero entonces me di cuenta de que acabar con ellos no era suficiente y que además tenía que salvar a personas y ahora… Ahora no puedo hacer ninguna de las dos cosas.
Sin embargo sabía que eso no era cierto: era consciente de que podía encontrar las fuerzas que necesitaba para matar al demonio. Ya no tenía la opción de salvar a Brooke, pero siempre podía matar. A veces tenía la sensación de que eso era lo único que se me daba bien.
—No quiero ser un asesino —afirmé.
Nos quedamos en silencio un minuto y después mi madre volvió a hablar.
—Lauren me ha contado lo de anoche. Que le dijiste que me sacase de casa.
Me presioné la frente con las yemas de los dedos, intentando deshacerme de un principio de dolor de cabeza, pero no funcionó.
—Ella no sabía por qué. No es culpa suya.
—Es verdad, no lo sabía; pero eso no le sirve de nada. Está destrozada pensando en lo que podría haberte pasado.
—Dadas las circunstancias, creo que ésa no es la mejor manera de expresarlo.
Mi madre suspiró.
—John, por favor; no puedes escudarte en chistes y tecnicismos. —Pausa—. ¿Mataste a ese hombre?
—No.
—¿Tenías planeado hacerlo?
—Sí.
Volvió a suspirar y sentí cómo el brazo que tenía encima del hombro se tensaba. La pierna donde tenía la cabeza apoyada también lo hizo. Cerré los ojos y me preparé para una pelea, aunque la siguiente pregunta la hizo en voz muy baja.
—¿Por qué no lo hiciste?
«Eso sí que no lo esperaba.»
—No quería hacerlo. Era… era un tío normal y corriente. Estaba mal de la cabeza, pero no era un demonio ni nada parecido.
—Era un sociópata —dijo mi madre.
—Era como yo dentro de veinte años, exactamente aquello en lo que me estoy convirtiendo. Por eso decidí que no quería hacerlo.
Mi madre se relajó y sentí que me caía una gota de líquido en la cara: una lágrima.
—Entonces —dijo—, ¿qué vas a hacer ahora?
—No lo sé.
—¿Sabes dentro de quién está… el demonio?
—Sí.
Hizo lo que pudo por reprimir un sollozo.
—¿De quién?
—De nadie. —«Pero ella ya ha adivinado de quién se trata», pensé—. No la conoces. —Me aparté de ella, me incorporé y miré hacia la pared—. No importa.
—Sólo quiero…
De pronto sonó el teléfono. Volví a sentir frío, temiendo la llamada como si ésta fuese mi propia muerte. Mi madre se levantó, cogió el teléfono y contestó.
—¿Sí? —Pausa—. Oh, hola, Brooke, me alegro de hablar contigo. Iba a… Oh, sí, está aquí, pero… —Me miró, frunció el ceño y volvió a la conversación—. Me temo que no está muy…
—¡Espera! —dije y di un brinco—. Ya lo cojo. Hablaré con ella.
—¿Estás seguro?
—Sí.
Se quedó quieta con el teléfono en la mano.
—Por favor —le supliqué.
Mi madre se llevó el teléfono a la oreja.
—Te lo paso.
Me dio el teléfono, yo me lo acerqué al oído y cerré los ojos.
—Hola.
—Hola, John. —La voz de Brooke, la boca de Brooke, el cuerpo de Brooke. Me hizo sentir náuseas—. Estaba pensando en mañana, intentando decidir adónde ir. ¿Has pensado algún plan en concreto?
Respiré hondo y me obligué a sonar normal. «Haz que esté contenta; sólo un día más, puede que dos. Ya se me ocurrirá algo, pero de momento tengo que hacer que esté feliz.»
Mi madre frunció el ceño.
—¿Seguro que estás bien?
—No te preocupes —dije y lentamente fui hasta mi cuarto por el pasillo—. No te preocupes por mí.
«No seré yo el que muera.»
El fuego era la única manera de conseguirlo. Era lo único que podía atrapar a Nadie y matarla con total garantía, sin margen de error ni oportunidad de escapar. «Tengo que hacerlo. Debo evitar que Nadie siga matando a una chica tras otra.» Brooke también iba a morir, pero iba a ser la última. Nadie no iba a poder sacrificar el cuerpo de ninguna otra chica más para alimentar su propia búsqueda imposible de la perfección.
El fuego era ideal. Era la encarnación de la destrucción e, incluso en el caso de que Nadie fuese capaz de regenerarse como Crowley, un buen fuego podía destruirla a medida que ella se regeneraba, podía hacerlo más deprisa y vencer. La mataría antes de que tuviese ocasión de escapar del cuerpo. Lo único que tenía que hacer era conseguir un buen fuego o un buen lugar donde provocarlo y después hacer que Brooke se acercase lo suficiente para empujarla dentro. Pero ¿cómo hacerlo sin levantar sospechas? ¿Dónde podía llevar mi plan a cabo sin que nadie nos viese ni intentase salvarla?
«Quizá vivir con Nadie no sería tan terrible. Puede que incluso llegase a ser feliz; yo podría hacerla feliz para siempre, mantenerla dentro de ese cuerpo, y podríamos cazar a los demonios tal como ella me propuso.» Si sopesaba el valor de las vidas según una escala puramente objetiva, Nadie y yo podríamos salvar a cientos, puede que miles, con sólo matar un puñado de demonios. Los Forman de este mundo, los líderes de ese comité infernal, eran la presa principal; quizá Nadie se suicidase unas cuantas veces más, pero ¿qué significaba eso en comparación con miles de personas, miles de familias? Yo no tenía ni idea de cuántos demonios más había pululando por el mundo, y cuántas de las muertes, asesinatos y ataques de los que oía hablar a diario eran obra de este diminuto subconjunto de la población. Nunca envejecían, así que si yo no les paraba los pies, podían seguir matando durante toda la eternidad. Yo estaba dispuesto a pasarme la vida impidiéndoselo: ¿no era posible que la anfitriona de Nadie pensase lo mismo? ¿No era justo intercambiar la vida de una chica, o puede que dos, cinco o diez, para salvar millones?
«Me siento así porque he tomado una decisión —pensé—. Pero las chicas que Nadie mata no tienen esa opción. Brooke no escogió las cartas que le han tocado en este asunto y, de tener la oportunidad, tampoco elegiría estar donde está.» Ella hablaba de salvar personas, no de matarlas; ella había dicho que el mundo necesitaba más gente que se ayudase entre sí. Y, sin embargo, ¿cómo podía yo pensar lo mismo si para ayudar a una persona era necesario que matase a otra?
«Brooke no tuvo elección, pero si la hubiera tenido, ¿qué habría escogido?» Ella no decidiría convertirse en una asesina. Y mucho menos escogería que la quemasen viva. Apreté las palmas de las manos contra los ojos y lo hice tan fuerte que me dolieron. Pensé en Marci, muerta y fría. Pensé en Brooke, atrapada y enmudecida mientras un demonio manejaba su cuerpo como si fuera una marioneta. Y en cuestión de semanas ella también iba a estar muerta. Me acordé de Forman y Crowley, de cuando se estaban muriendo tirados en el suelo; pensé en sus víctimas, sus familias; en los ojos sin vida de Max, reflejando la luz mortecina del televisor. Pensé en mi padre, que llevaba la mitad de mi vida desaparecido: perfectamente vivo y ausente.
«¿Por qué se marcha la gente?»
Llevaba un año persiguiendo asesinos en serie, metiéndome dentro de sus cabezas para ver qué pensaban y cómo. Me había planteado prácticamente todas las preguntas que uno se pueda imaginar sin importar lo truculentas o espeluznantes que fuesen y, sin embargo, esta cuestión me resultaba demasiado difícil para planteármela.
«¿Por qué se marcha la gente?»
Los suicidios me habían afectado tanto porque eran voluntarios, o al menos eso creíamos. Ahora que sabía que alguien nos estaba arrebatando a estas jóvenes en lugar de que ellas se marchasen por propia voluntad, me resultaban más fáciles de aceptar. Por mucho que me siguiesen afectando, tenían sentido y al menos podía encontrarles un lugar en mi cabeza. De algún modo extraño, saber que Marci había muerto luchando por su vida me daba ánimos; hacía que la vida pareciese más fuerte, que merecía la pena vivir. Si alguien podía renunciar a la vida con tanta facilidad, ¿qué valor tenía?
Miré el teléfono, contento de que estuviera en silencio. Brooke llevaba una hora sin llamar. Cogí el auricular, me quedé mirando los números un momento y marqué el cero.
—¿Con qué número desea que le conecte?
—¿Puede buscar un número de Nueva York?
La última vez que habíamos sabido algo de mi padre había sido hacía casi un año, cuando nos había enviado los regalos de Navidad. No había dirección de remitente, pero el matasellos era de la ciudad de Nueva York.
—Un momento, por favor.
La línea se quedó en silencio y después empezó a sonar una melodía fácil y muy animada. Miré la pared sin hacer caso de la música hasta que paró y una voz diferente empezó a hablarme.
—¿Con qué número desea que le conecte?
—Nueva York, por favor.
—¿Ciudad de Nueva York?
—Sí.
—¿Qué nombre?
—Sam Cleaver —dije—. Puede que esté por Samuel.
Pausa.
—Me temo que no aparece ningún abonado por ese nombre.
—Ninguno.
—No, señor.
—¿No hay ningún Sam Cleaver en toda la ciudad de Nueva York? Pero si hay ocho millones de personas…
—Ninguno con ese nombre, señor.
Silencio.
—¿Le gustaría intentarlo con otro, señor?
—Pruebe con S. Cleaver.
—Me sale una Sharon, pero nada más. ¿Tiene la persona a la que busca un segundo nombre? Quizá aparezca con ése.
—No —dije mirando la pared fijamente—. Gracias.
—Gracias por llamar a informa…
Colgué y dejé caer el teléfono sobre la cama, a mi lado. Miré a mi alrededor y vi las paredes, las ventanas, las puertas; pero no entendía nada. Mis ojos fueron a dar con el teléfono: lo cogí y lo lancé contra la puerta del armario; rebotó contra la madera. Cayó al suelo, pero yo me levanté de un salto, lo cogí y empecé a golpear la puerta con todas mis fuerzas, una y otra vez, hasta que la madera se astilló y se hundió. Se me estaban clavando las astillas, pero di un golpe más y después lancé el teléfono contra la otra pared. Tenía la mano dolorida, salpicada de gotas de sangre. Toqué una de ellas con un dedo, suavemente, y después pasé la mano por la pared, donde quedó una ligera mancha de sangre.
«Fuego. Es la única manera.»