El cadáver de Marci estaba acurrucado en un rincón del baño del piso de arriba, con las rodillas pegadas al pecho y los brazos colgando dentro de la bañera. Había sangre por todas partes: en las paredes, el espejo, el suelo y el techo; en la bañera ésta formaba un largo y espeso río, y el lavamanos estaba lleno de agua tibia de color rosa. Entré con cuidado, evitando pisar las salpicaduras y charcos más grandes.
—¡Rápido! —gritó el padre de Marci al micro de la emisora y su voz retumbó por todo el pasillo—. Quiero a todas las ambulancias de la ciudad en mi casa dentro de cinco minutos o, que Dios me ayude, me pondré a… —Se oyó el crujido de la emisora—. ¡No me contestes! ¡Tu hija no está tirada en un charco de sangre!
La señora Jensen se encontraba en otra parte de la casa, llorando en silencio. Supuse que los otros críos estarían con ella.
Estiré la mano y toqué el brazo de Marci: estaba frío y sin vida. Lo giré un poco, vi la raja de intenso color rojo y lo solté. Las articulaciones ofrecieron suficiente resistencia como para llamarme la atención: el rígor mortis no empezaba, como muy pronto, hasta tres horas después de la muerte y yo había hablado con ella hacía tan sólo dos horas y media. No debería haber empezado a ponerse rígida a menos que hubiese muerto apenas unos minutos después de colgar, y eso ya era forzar un poco la situación. Me erguí, retrocedí un paso y miré la sangre de las paredes. En el espejo había una grieta que dos días antes no estaba allí.
«Esta vez no se puede decir que no hay señales de forcejeo. Bien por ti, Marci.»
Di otro paso atrás y me quedé en el pasillo, contemplando en silencio la escena. Me sentía como una piedra: frío y duro. «¿Me está afectando? ¿Debería hacerlo?» Ni la sangre ni la muerte me habían afectado nunca, pero tampoco me había sentido… así. «Quizá esté cansado. O enfadado.» Pero no se trataba simplemente de eso. Me sentía hueco y vacío, como hacía mucho tiempo que no me pasaba. Era una estatua. Una gárgola. Un ladrillo de la pared, parte del paisaje, un puñado de tierra. Estaba muerto. «No soy nada.»
—Eso —dije en voz baja.
La cosa que había en el suelo ya no era Marci. Ella era todo vida y energía; un torbellino de actividad, palabras y luz. Era una sonrisa y una broma, perspicacia reveladora, un destello de lógica ingeniosa. Pero aquello del suelo era… carne y pelo. Era un cuerpo que nadie volvería a abrazar, envuelto en una ropa que nadie se volvería a poner. La parte de ella que había sido Marci había desaparecido y allí no quedaba más que muerte y silencio.
Oí pasos en el pasillo y sentí que alguien me posaba una mano en el hombro. «El agente Jensen.»
—Ya vienen.
—¿Es usted? —pregunté.
—¿Eh?
Me volví hacia él y al girarme me quité la mano de encima.
—Dígamelo directamente. ¿Usted es Nadie? Porque si lo es, podemos acabar con esto ahora mismo.
—Eh… —dijo y volvió a buscarme el hombro—. Cálmate, John. Sé que esto es duro, pero tienes que tranquilizarte. Podemos supe…
—Yo no quiero superarlo, quiero que se acabe. Y ahora dígame, porque no estoy de humor para más juegos: ¿es usted Nadie?
—John, estás diciendo cosas sin sentido. Vamos a sentarnos un momento.
—Nada tiene sentido. —Lo miré fijamente, observándolo, vigilando su rostro en busca de señales, de cualquier reacción que me diese la pista que necesitaba—. Si es usted, me lo puede decir. Lo puede gritar a los cuatro vientos porque yo ya lo sé, ya lo sé todo. —Jensen se quedó en silencio—. ¡Dígamelo, maldita sea!
—Tranquilo —dijo alzando la otra mano—, tranquilo. Respira hondo. Respira bien hondo.
Tenía los ojos bien abiertos y su boca era una línea recta con las comisuras ligeramente hacia abajo. «Inquietud. Preocupación. Tristeza. Las reacciones totalmente normales de un humano totalmente normal. No sabe de qué hablo. No es un demonio.» Respiré hondo y él asintió mientras me observaba atentamente.
—Dices que ya lo sabes. ¿Qué sabes sobre Marci?
—¿Sobre Marci?
Miré a la cosa en forma de Marci que estaba en una esquina, diminuta y rota. «¿Quién o qué la ha roto? ¿Dónde está esa cosa? ¿Y cómo puedo romperla yo?»
—No, yo no sé absolutamente nada. Pero voy a averiguarlo.
Volví a casa a la carrera, sin apenas frenar en los cruces; cuando giré bruscamente para entrar en el aparcamiento, estuve a punto de estrellarme contra una pared. Pisé el acelerador yendo hacia la parte trasera, di un volantazo y frené bruscamente delante de la puerta de atrás, la entrada de la sala de embalsamamiento. Salí tambaleándome del coche, dejé la puerta abierta de par en par y metí la llave en la cerradura de la funeraria. Cuando abrí la puerta de golpe, mi madre y Margaret levantaron la cabeza al mismo tiempo: dos gemelas idénticas con mascarillas y delantales azules que estaban arreglándole la expresión a Rachel, como dos niñas jugando con una muñeca.
—Fuera —dijo mi madre de forma cortante—. Sabes que te dije que no puedes ayudar con las chicas.
Sin hacer caso de lo que me decía, entré y cerré la puerta con llave.
Margaret negó con la cabeza.
—Te ha dicho que no, John. Ya hemos hablado varias veces de ello.
Fui directo a la mesa. El cadáver de Rachel estaba tendido ante mí como una muñeca gigante. Cogí el bisturí.
—John —dijo mi madre—, acabo de decirte…
—Cállate.
—¡John!
—¡Cállate! —rugí. Entonces, en voz más baja, dije—: Marci está muerta.
Se quedaron heladas, sin habla.
—Marci está muerta —repetí con mayor convencimiento—. Y lo que sea que mató a Rachel, la ha asesinado a ella del mismo modo. Podéis chillarme todo lo que queráis; llamad a la policía, me da lo mismo: este cadáver contiene respuestas y voy a encontrarlas.
Les lancé una mirada desafiante, retándolas a que se atreviesen a discutir conmigo. Mi madre se echó a llorar.
—No sabíamos lo de Marci —dijo Margaret y se acercó a mí—. Lo sentimos mucho. Creo que en realidad ninguno de nosotros está preparado para quedarse aquí, así que es mejor que esperemos.
—Apartaos —dije poniendo la mano sobre la mesa.
—No —dijo mi madre mientras rodeaba la mesa—. John, por favor, no lo hagas. Por favor, vamos arriba y…
La agarré de la muñeca y apreté tan fuerte que se me quedaron los nudillos blancos.
—Sal-de-en-medio.
Y la aparté de delante de mí.
—John, por favor —dijo entre lloros—. ¡No lo hagas! ¡No le hagas daño!
—¡Es una cosa! —grité y di un puñetazo sobre la mesa—. Esto no es una persona, no es un ser humano; ni siquiera es un animal. ¡Son pruebas! Es…
—Es algo que merece tu respeto —dijo mi madre.
La miré con auténtica rabia, con la fuerza del odio que hervía en mi interior, pero ella me aguantó la mirada sin ni siquiera parpadear. «No estás furioso con ella —me dije—, sino con el demonio. Encuéntralo, es lo único que importa.»
Asentí y respiré hondo.
—Vale. Con respeto. Pero no intentéis impedírmelo.
Margaret miró a mi madre con el ceño fruncido. Sin hacerles caso, miré el cuerpo. Estaba pálido, casi azulado; si Rachel había sangrado tanto como Marci, el cadáver tendría aún menos sangre de lo habitual. Contrastaba enormemente con la carnicería de hombres mayores que habíamos visto tanto últimamente: en lugar de carne amarillenta y arrugada, aquel cadáver era suave y blanco y prácticamente estaba intacto. Tenía los pechos y las caderas cubiertos con un par de toallas azules, pero la parte del vientre que se veía entre ambas zonas estaba plana y limpia. No le habían hecho la autopsia, no había ninguna incisión en forma de «Y» ni heridas de ningún tipo. Si no fuese por las dos grandes rajas de las muñecas y los tubos de embalsamar que mi madre y Margaret ya le habían insertado en las venas del cuello, el cadáver estaría inmaculado.
Cogí uno de los brazos para mirar la herida más de cerca y me sorprendí al ver que las articulaciones parecían resistirse al movimiento, como las de Marci. «Rachel lleva muerta demasiado tiempo para tener rígor mortis y Marci, demasiado poco. ¿Por qué están rígidas?» Moví el brazo para comprobar el endurecimiento del hombro, del codo, de la muñeca. Se movía lentamente, pero no había solidez; ofrecía la suficiente resistencia como para que me pareciese extraño. Al mover las piernas tuve la misma sensación pero, más allá de eso, no sabía qué hacer. Volví a posar la pierna sobre la mesa, la cogí de nuevo, solté una palabrota y la dejé. «No sé qué hacer.»
Una vez más, miré las heridas con atención; le cogí una mano y después la otra para observar las heridas, e hice presión con el bisturí. El forense las había limpiado muy bien y no vi nada fuera de lo común: un corte largo y limpio a lo largo del antebrazo que abría un tajo en la arteria de unos veinte centímetros. Llegaba justo más allá de la muñeca. Pensé que el pulso se toma en esa parte del cuerpo, y que una herida como aquélla sangraría sin control y por ella se vertería la vida a borbotones en cuestión de segundos.
«Se desangró, como Marci. ¿Por qué Nadie las mata así? ¿Qué consigue con eso? ¿Qué significa?»
Me obligué a frenar un poco, a pensar en la situación con mayor claridad. «¿Qué hizo la asesina que no necesitaba haber hecho?» Si lo que quería era matar, lo único que tenía que hacer era buscar a una persona y, sencillamente, acabar con ella; sin embargo, lo que hacía era concentrarse en chicas adolescentes, todas bastante guapas y que en general caían bastante bien. En realidad prácticamente se trataba de una progresión ascendente que empezaba en la discreta Jenny, pasando por Allison y Rachel, que eran más activas, hasta llegar a la dinamo social que era Marci. Cada una de las víctimas era un paso que la acercaba a mí, pero me pregunté si no sería algo más que eso: si el estilo de vida de las propias víctimas, su aspecto, su ropa, sus vidas no era también un factor. «¿Qué podría hacer que alguien quisiera matar a chicas jóvenes, atractivas y populares? ¿Deseo? ¿Era por celos?»
También merecía la pena tener en cuenta la herida: ¿por qué hacerlo pasar por un suicidio? ¿Y cómo conseguía que lo pareciera? Examiné el resto del cuerpo de Rachel en busca de heridas de defensa, pero no encontré nada. En las manos no tenía ningún rasguño ni corte, ningún cardenal en los brazos fruto del ataque o de la presión de otros dedos; no había rozaduras ni quemaduras que indicasen que hubiese estado atada con cuerdas ni con cualquier otra cosa. Todo apuntaba a que había participado de buen grado en su propia muerte: hasta los cortes de las muñecas eran demasiado limpios como para haberlos hecho sin calma ni precisión. «¿Es posible que Nadie las incapacite de algún modo? Es un demonio, así que puede hacer cualquier cosa: ¿las duerme, les controla la mente? Sin embargo, a juzgar por las salpicaduras de sangre que había por todo el baño, Marci sí que había opuesto resistencia. «Pero no sé con quién ha podido forcejear. No lo entiendo.»
Cogí el peine y recorrí el cuero cabelludo del cadáver buscando magulladuras o heridas. Nada. La base del cráneo también estaba intacta: ni cortes ni pinchazos. Ni siguiera el diminuto agujero de una aguja hipodérmica.
—Ayúdame a darle media vuelta —dije haciéndole una señal a mi madre para que se acercase.
Coloqué las manos debajo del hombro, pero mi madre me posó la mano en el brazo para detenerme.
—Ya lo hacemos nosotras. Cierra los ojos.
Le hizo un gesto con la cabeza a Margaret, que se separó de la pared y se acercó a la mesa lentamente. Se colocaron a la izquierda del cadáver y se quedaron quietas, mirándome. Yo cerré los ojos y oí el rumor de la ropa, el roce de los pies en el suelo, el suave repiqueteo de las uñas sobre la mesa de metal.
—Ya puedes mirar.
Abrí los ojos y vi que el cadáver yacía boca abajo con una toalla sobre las nalgas. Tenía la espalda negra y la piel descolorida, pero eso era habitual, ya que allí es donde se deposita la sangre. Toqué la espalda haciendo presión con los dedos, pasé las manos por encima buscando agujeros o cortes, pero no había nada. Suspiré y me apoyé sobre la mesa.
—Solamente queda un lugar donde mirar —dije— y apostaría todo mi dinero a que querréis hacerlo vosotras.
Mi madre me miró con los ojos mojados y enrojecidos.
—¿Crees que la violaron?
—No tengo ni idea. Seguramente no.
—Entonces nos negamos —dijo mi madre—. Y tú tampoco lo vas a hacer.
Levanté la mirada, frío y tranquilo.
—Os doy una oportunidad. Hacedlo vosotras o lo haré yo. Seguramente no habrá nada, pero me niego a dejar morir a más gente sólo porque gracias a vuestro sentido del decoro no descubrí una pista.
Nos miramos los unos a los otros, cada uno poniendo a prueba la voluntad de los otros dos, hasta que por fin mi madre refunfuñó y se acercó a la mesa.
—¿Qué quieres que busque?
—Cualquier cosa: daños, heridas, lo que sea. Algo que pueda decirnos quién la mató o por qué.
—Bien. Cierra los ojos.
Así lo hice y durante algunos minutos estuve oyendo cómo mi madre y Margaret movían la toalla, susurraban entre ellas, le daban la vuelta al cadáver y seguían hablando en voz muy baja.
«No hay nada —pensé—. Puede que no haya pruebas en los cadáveres: quizá se trate de control mental, simple y llanamente, sin pruebas físicas. Tal vez no pueda atraparla jamás.»
—Nada —dijo mi madre—. Tampoco hay nada.
Suspiré y me apoyé en la pared sintiendo cómo se me acababa la energía.
—En ese caso, hemos perdido. No sé qué más hacer.
Sentí una mano en el hombro y abrí los ojos para ver a mi madre de pie junto a mí.
—Descansa. —Me empujó suavemente hacia la silla y yo me desplomé en ella—. Tu novia acaba de morir, tu mejor amiga; necesitas hacerte a la idea de ello de algún modo. Es muy comprensible que no sepas qué hacer. Sonrió; era una sonrisa llena de dolor. Negó con la cabeza. Obviamente, la mayoría de la gente no elegiría hacerlo con una autopsia, pero yo sé que tienes muy buen corazón.
—Mi corazón no tiene nada que ver con esto.
—Descansa —repitió—. Tómate un momento y después subiremos arriba a comer algo. Margaret puede acabar sola. Esta mañana te has ido sin desayunar siquiera, es normal que te sientas débil.
Me quedé mirando el cadáver: lánguido y sin vida sobre la mesa, prácticamente desangrado y con los tubos de embalsamar colgando del hombro.
«Prácticamente desangrado… Sin embargo, tiene la espalda tan amoratada y ennegrecida como la de cualquier otro cadáver.»
De pronto me puse en pie.
—Enchufa la bomba.
Crucé la sala y descolgué el tubo de drenaje de la pared.
—No te preocupes —dijo mi madre—, eso puede esperar.
—No. —Inserté el tubo en el que salía del cuello de Rachel—. Tiene la espalda demasiado magullada para la cantidad de sangre que perdió. Y además tiene las extremidades rígidas. Tiene algo dentro. Hemos de sacarlo.
Normalmente el tubo iba a parar a un sumidero que había en el suelo, pero esa vez metí el extremo dentro de un cubo: quería recoger lo que saliese de dentro.
—No es más que el rígor mortis —dijo Margaret.
—Murió hace cinco días —corregí—: no es rígor mortis.
Las dos mujeres se miraron y yo fui hasta la estantería donde guardábamos los productos químicos para los embalsamamientos.
—Podéis quedaros ahí como un par de pasmarotes o podéis ayudarme; sea como sea, voy a embalsamarla ahora mismo.
Vacilaron un momento más y entonces se pusieron en marcha poco a poco: conectaron la bomba, mezclaron los coagulantes y tintes, y midieron la cantidad de formaldehído. Lo conectamos todo, sellamos las heridas de las muñecas con un vendaje muy prieto y pusimos la bomba en marcha. Estaba diseñada para utilizar el sistema circulatorio del cuerpo a fin de llenarlo de nuestro cóctel de productos a la vez que empujaba todo el icor hacia el exterior. Mi madre la ajustó con cuidado, buscando el ritmo perfecto, lo más parecido posible a los latidos del corazón. Estuvo toqueteando los mandos mucho más tiempo que de costumbre.
—Hay algo raro —dijo—. No consigo que entre el líquido.
—Después de perder tanta sangre las arterias estarán vacías —dijo Margaret—. Es posible que se hayan pegado.
—Algo las está bloqueando —dije con la mirada fija en el cubo—. Sube la presión y lo verás.
Mi madre hizo girar el potenciómetro y la bomba empezó a hacer más ruido; los latidos artificiales eran cada vez más seguidos. Pronto se movió el tubo de drenaje: se desvió ligeramente hacia un lado mientras se llenaba y presurizaba. Entonces una pasta espesa y oscura empezó a caer dentro del cubo, gota a gota.
«Negra y hecha como de ceniza, igual que Crowley y Forman.»
Mi madre ahogó un grito.
—¿Qué diantres es eso? —murmuró Margaret, boquiabierta, inclinada sobre el cubo.
Miré a mi madre. Ella me devolvió la mirada en silencio, con los ojos como platos. De pronto empecé a respirar con dificultad, me sentía agotado.
—Teníamos razón.
Se me quedó mirando un momento más y después negó con la cabeza, débilmente.
—¿Qué hacemos?
Margaret recogió un poco de aquella materia viscosa con un dedo; aún llevaba los guantes puestos; aquello estaba quemado y grasiento, como los residuos calcinados de una parrilla sucia.
—¿Cómo es que Ron no se dio cuenta de que el cuerpo estaba lleno de esta mierda?
—Porque asumieron que era un suicidio y no se molestaron en mirar. Con las otras chicas no os disteis cuenta porque subisteis la potencia y lo dejasteis caer directamente al sumidero.
—Parece aquello que solían encontrar en las escenas del crimen del asesino de Clayton —dijo Margaret.
—Exacto —acordé yo.
Me miró, y después a mi madre.
—¿Qué está pasando?
Metí el dedo enguantado en aquella porquería, me la acerqué y la observé de cerca. «Exactamente igual que Crowley y Forman.»
—Es un demonio —dije en voz baja—. O lo que queda de uno. Estaba viviendo dentro de ella. La estaba controlando.
—¿Un demonio? —preguntó Margaret. Abrió la boca para decir algo, pero sacudió la cabeza y la cerró. Un momento más tarde volvió a hablar—. ¿Qué hacemos?
—Llamar a la policía —dijo mi madre y apagó la bomba—, a la agente Ostler…
—No podemos —dije.
—… para que venga —continuó con decisión— y se lo enseñamos todo.
—No podemos. Ya te lo he dicho: no podemos fiarnos de nadie del FBI. Si Forman era un demonio, ¿quién nos dice que Ostler no lo es también?
—Tenemos que avisarles.
—¿A quién? —preguntó Margaret.
—A todos —dijo mi madre—. Si no podemos acudir a la policía, iremos a las noticias.
—Y nos echarán del pueblo de lo que se van a reír de nosotros.
—¡No podemos quedarnos aquí sin hacer nada! —gritó mi madre.
Volví a mirar aquella pasta viscosa y la imaginé dentro de las venas de Marci, controlando sus movimientos, obligándola a cortarse las venas mientras ella trataba en vano de impedírselo. «¿Cómo se le metió dentro? ¿Y por qué?» De pronto retumbó en mi cabeza la confesión que me había hecho Forman: «Nos definimos según lo que nos falta.»
«¿Qué le falta a Nadie? Un rostro, un nombre, una identidad. Un novio. Ropa bonita. Quiere una vida normal, por eso toma la de las chicas, como Crowley solía hacer, sólo que Nadie no las mata: se apodera de su mente, de su cuerpo y de su alma.»
Repasé los recuerdos de las últimas semanas intentando recuperar cualquier pista sobre las cosas que el demonio había hecho o dicho. «¿Cuánto tiempo llevaba dentro de ella? ¿Qué parte era en realidad Marci y qué parte el demonio? ¿El beso fue real? ¿Y el baile? Pero Rachel no había muerto hasta unas horas después del baile, así que como muy pronto entró en Marci a la mañana siguiente. Y esa noche Rachel estuvo actuando de forma muy extraña, hablando sobre… sobre Marci. Pensándolo bien, estuvo hablando sobre ella toda la noche alabándola y adulándola sin parar. Las últimas palabras que le oí decir era algo sobre que le gustaría ser… ¿qué? ¿Ser como Marci? ¿Ser Marci?
Me quedé helado. Marci había dicho exactamente lo mismo unas horas antes, antes de morir: «Ojalá pudiera ser…»
Estaba hablando de Brooke.