—Hola, John —saludó el agente Jensen, que estaba sentado al otro lado de la mesa—. Ya conoces al agente Moore. Y ella es Cathy Ostler, del FBI. Ya sé que has contestado muchas preguntas, pero quieren hacerte unas pocas más.
«El cuerpo del Manitas no se ha desintegrado —pensé—. Al final no era un demonio, así que en alguna parte de Clayton tiene que haber uno de verdad. Pero ¿dónde?»
—Hola —dije. La agente Ostler se sentó y Moore se apoyó en la mesa.
—Bueno —dijo Ostler—, parece que ha sido una noche movidita.
—Supongo que podría decirse que sí.
—No cabe duda —dijo ella—. A las diez de la noche recibimos una llamada de un asesino en serie que está muerto y escuchamos la confesión de otro. Cuando llegamos a la escena nos encontramos con un fugitivo de la otra punta del país que está en busca y captura, y resulta que está muerto a los pies de un adolescente que ha estado involucrado en las muertes de una, dos, tres, cuatro personas más. Llamarlo «una noche movidita» no es decir mucho.
—¿Me está acusando de algo?
—¿Has hecho algo?
—Bueno, al parecer he sido testigo de demasiados crímenes. ¿Cuántas veces tengo que estar a punto de morir antes de que asuman que no soy culpable de nada? ¿Hay un límite legal establecido o se lo inventan sobre la marcha?
—Nadie te está acusando de nada —dijo el agente Jensen, que me miraba con el ceño fruncido.
«Me está advirtiendo de que vigile lo que digo.»
—Pero tú mismo admitirás que tu relación con este último ataque es mucho más complicada de explicar que con los otros dos.
—En realidad, no —dije con la esperanza de que mi actitud confiada diese más solidez a mi historia—. El Manitas pensaba que ciertos líderes de la comunidad estaban conduciendo al resto al pecado y por eso los mató. Eso lo admitió en su propia carta. Entonces todos los noticiarios me hicieron parecer un héroe por salvar a los chavales del baile y llegó a la conclusión de que yo era una de las figuras «malas» de la comunidad. Así que vino a por mí. Fin de la historia.
—¿Y la barricada que hay en el salón de tu casa? —preguntó el agente Moore.
Había tenido el tiempo suficiente para esconder la pistola y la manguera del tubo de escape antes de que llegase la policía, pero no para ocultar las barricadas, así que intenté ofrecer una explicación.
—Estaba solo —dije— y vi a un hombre sentado dentro de un coche, delante de mi casa. Me asusté: vi un extraño y me pareció peligroso, ya sabe. En ese momento me pareció buena idea.
—Si tanto miedo tenías —preguntó la agente Ostler—, ¿por qué saliste por la ventana para enfrentarte con él?
—Salí por la ventana para escapar de él. No dejaba de llamar a la puerta y pensé que iba a conseguir entrar. Creía que podía huir con el coche antes de que me encontrase, pero seguramente oyó el motor.
—Claro que sí —dijo la agente—. También debe de haber sido el pistolero más rápido del mundo, porque se las arregló para pegarle dos tiros al coche en movimiento; dos tiros que están muy cerca el uno del otro. Los agujeros de bala están separados por sólo un par de centímetros.
—Iba muy despacio. Creí que si ponía punto muerto y lo empujaba hasta la calle no me oiría.
—Pero lo hizo.
—Resulta que es difícil manejar el volante mientras vas corriendo y empujando el coche, así que choqué contra el edificio. Este último año he tenido muy, muy mala suerte.
La agente Ostler me miró fijamente y en silencio, como un halcón; el agente Jensen la observaba con el ceño fruncido. El agente Moore negó con la cabeza y habló.
—Todo lo que nos has dicho tiene cierto sentido —dijo—, dependiendo, obviamente, de lo que diga el análisis forense. Lo único de lo que aún no estamos seguros y que quizá tú nos puedas aclarar es…
—¿Cuánto tiempo pensabas quedarte con el teléfono del agente Forman? —ladró Ostler.
Se me daba muy bien fingir ser inocente.
—¿Qué?
—El teléfono con el que llamaste al número de emergencias —dijo—. La ocultación de pruebas de un caso anterior no sólo supone haber cometido una media docena de delitos graves, sino que coloca todo el caso y tu participación en él en tela de juicio. ¿Qué hacías con su móvil?
—Me temo que no sé de qué me está hablando.
—No me hagas ponerme en plan oficial —dijo con dureza—, porque puedo hacer que esta reunión de colegas termine ahora mismo y acabemos tratando el asunto como un caso federal, que es lo que es.
El agente Jensen levantó la mano para calmarla y se volvió hacia mí.
—Simplemente dinos de dónde sacaste el teléfono con el que nos has llamado esta noche.
—Yo no os he llamado —dije—. Fue él. ¿Ese teléfono era de Forman?
Se quedaron mirándome fijamente.
—Porque eso me parece espeluznante —dije—. ¿Podría ser el cómplice que estabais buscando?
—¿Llamó a la policía para delatarse a sí mismo? —preguntó la agente Ostler con los brazos cruzados.
—Supongo que querría entregarse —respondí—. O al menos confesar ante las autoridades antes de pegarse un tiro.
El agente Jensen suspiró y Moore se inclinó hacia delante.
—Primero has dicho que tenía la intención de matarte y ahora que en lugar de eso se suicidó. ¿Qué ha pasado para que cambiase de opinión?
—No lo sé —dije con el rostro vacío de expresión—. A lo mejor tengo ese efecto sobre las personas.
La agente Ostler me fulminó con la mirada.
—Estoy autorizada para ponerte bajo custodia policial si tengo motivos para pensar que estás en peligro. Créeme si te digo que el tipo de custodia que tengo en mente sería bastante difícil de diferenciar de la cárcel.
—No se va a escapar —dijo el agente Jensen; tenía los ojos cerrados y se estaba frotando las sienes—. Yo respondo por él.
—¿Estás seguro? —preguntó ella.
—Se quedará en Clayton, colaborará en todos los interrogatorios y ayudará a la investigación de todas las formas que le sean posibles. —Me miró como lanzándome una indirecta—. ¿Verdad, John?
—Por supuesto —asentí—. Lo que haga falta.
—De acuerdo —dijo la agente Ostler—. Puedes irte, pero te aseguro que voy a vigilarte de muy cerca.
—John, ¡estás bien!
Mi madre cruzó el vestíbulo de la comisaría corriendo y me atrapó en un abrazo tan fuerte que estuvo a punto de aplastarme. Yo agité los brazos, le di un par de palmaditas en la espalda y conseguí despegarme de ella lo suficiente como para poder respirar.
—Estaba muy preocupada por ti. No me puedo creer que estés bien.
—Estoy bien —dije y me aparté un poco más—. Déjame respirar un poco.
—No debería haber salido —dijo—. No lo haré nunca más.
—No, por favor. Que un asesino demente no justifique tantas atenciones o me volveré loco.
—Ya van tres asesinos dementes, estoy segura de que eres consciente de ello.
Se agachó para mirarme a los ojos, aunque no necesitaba agacharse mucho.
—Dime que no tuviste nada que ver con todo esto —dijo—. Dime ahora mismo que ha sido un ataque no provocado.
La miré con un rostro cargado de inocencia.
—Nunca había visto a ese hombre. Ni siquiera sabía que existía.
—¿Me lo juras?
—Te lo juro.
Miré detrás de ella y vi a Lauren con los brazos cruzados y la cara tensa y pálida; tenía miedo, pero también estaba enfadada. «Sabe que yo planeé esto. Y también que la engañé para que se llevase a mamá por ahí. ¿Se lo dirá a la policía?»
Cuando salimos de la comisaría eran casi las dos de la madrugada, y era bastante más tarde cuando mi madre por fin se quedó dormida. Yo estaba inquieto y no paraba de dar vueltas en la cama sin poder dormir. A las tres seguía sin pegar ojo. Salí de casa a hurtadillas y me adentré en el bosque, buscando en la oscuridad la pistola del padre de Max. Seguía allí, a unos cincuenta metros de la linde, perdida entre los árboles; nadie la había tocado, ni siquiera se imaginaban que estuviese allí. Le quité unas manchas de tierra con la mano, la sopesé y después me agaché y la enterré más profundamente. La agente Ostler sospechaba demasiado de mí, así que no podía permitir que me encontrase con una pistola, por mucho que fuese una que nadie había disparado. Volví a la funeraria, entré por la puerta trasera y pasé la siguiente hora guardando los ataúdes e imaginando la presencia de cien asesinos diferentes: silenciosos, invisibles, imparables. «¿Dónde está Nadie?»
A las cuatro y media no fui capaz de soportar más la espera y marqué el número del móvil de Marci desde el teléfono de la cocina. Sonó siete veces antes de que saltara el contestador; colgué, conté hasta tres y volví a marcar. Contestó cuando sonaba por sexta vez.
—¿John?
—¿Estás bien?
—John, son las cuatro y media de la mañana.
—¿Estás bien?
—Sí, estoy… Estoy bien. ¿Qué pasa?
—Quédate muy quieta y escucha con mucha atención. ¿Oyes algo?
—¿De qué hablas?
—Hazlo.
Pausa.
—Oigo el descalcificador de agua en el sótano.
—¿Nada más? ¿Estás segura?
—Nada más —dijo; ya sonaba más despierta—. Ahora dime qué pasa. ¿Hay algo en mi casa?
—No lo sé. No sé si hay modo de saberlo.
—John, ¿estás… borracho? Lo que dices no tiene sentido.
—Estoy preocupado por ti. Es una experiencia nueva, así que no se me da muy bien. Mira por la ventana.
—John, me estás asustando. Dime qué pasa de una vez.
Respiré hondo.
—Creo que va a ir a por ti.
—¿El Manitas?
—El Manitas murió anoche; vino a mi casa, me largó un sermón y después se descerrajó un tiro en la cabeza.
—La hostia…
—Pero creo que hay otro —dije—. Uno del que no hemos hablado.
—¿Dices que te ha atacado?
—Yo estoy bien. Escucha: preocúpate por ti misma. Enciende la luz, enciende todas las luces de la casa y ve a la habitación de tus padres.
—¿De qué servirá eso?
—Este asesino no te hará nada si hay testigos… o quizá no pueda hacerte nada delante de otras personas. No lo sé. Siempre se las arregla para que parezca un suicidio.
Marci ahogó un grito.
—Y creo que…
«Nunca le he hablado de los demonios: con todo lo que le he contado, ése es el único secreto que le he guardado a Marci. ¿Me atrevo a contárselo? Sinceramente, creo que no tengo otra opción.»
—Esto va a sonar extraño —dije—, pero tienes que confiar en mí. Creo que este nuevo asesino podría ser sobrenatural. —Esperé a que se echara a reír o se burlara de mí, pero guardó absoluto silencio, así que continué—: El asesino de Clayton y el agente Forman eran… algo. Criaturas, demonios: no lo sé. Te lo digo porque creo que el nuevo asesino es lo mismo que ellos y no sé si viene a por ti o… No lo sé. Pero quiero que estés a salvo.
Hubo un largo silencio.
—¿Marci?
—Tu estuviste ahí —dijo lentamente—, en su casa.
—Sí, por eso lo sé. Sé que parece una auténtica locura, pero debes confiar en mí.
—Y Brooke también estuvo allí.
—Yo… —«Qué comentario tan extraño», pensé—. Sí, ella también.
—¿Ella también lo vio?
—¿Al demonio? No lo sé. No creo.
—Ella no tendría miedo ahora; no con las cosas que le han pasado y teniéndote a ti para ayudarla.
—Marci, estás… —Hice una pausa—. ¿Estás bien? ¿Has encendido todas las luces como te he dicho?
—Perdona —dijo—, estaba pensando. A veces me gustaría ser… —Pausa—. Vale, ya he encendido las luces.
—Ve a la habitación de tus padres —dije—. Quédate allí hasta que se despierte todo el mundo; ahora mismo es el lugar más seguro. Yo iré a verte a las siete.
—Gracias. —Pausa—. John, te quiero.
«Amor. Al final todo tiene que ver con el amor. Me pregunto si yo también la quiero.»
—Estaré allí a las siete —dije y colgué.
Cuando llegué a su casa a las siete menos diez, Marci ya estaba muerta.