19

La cosa que estaba atrapada al otro lado aporreaba la puerta con más fuerza que antes y la hacía vibrar contra el coche. Yo me agaché y maldije que no hubiera alumbrado público en la calle. «No veo nada; el otro demonio podría estar en cualquier parte.» De pronto el ruido de la puerta cesó durante un momento y después se oyó un fuerte «ping» metálico. Me agaché detrás del coche con el corazón latiendo con fuerza y oí otro «ping» más. Provenía de mi coche; levanté la cabeza un instante para mirar y vi dos cráteres brillantes en el maletero: agujeros de bala. Miré la puerta de la casa: en el pomo había otros dos agujeros. Parecía como si intentase volarlo. «No he oído el disparo, solamente el impacto; debe de tener un silenciador.» Sacudió el pomo e hizo temblar la puerta, pero el coche no se movió ni un ápice. La cosa de dentro maldijo y un momento después oí un ruido fuerte y sordo, como si algo pesado hubiese impactado contra la puerta. «El hacha. No nos equivocamos en nada: lo predijimos todo a la perfección, hasta el último detalle.»

«Está completamente bajo mi poder.»

Me quedé agachado, esforzándome por escuchar cualquier otro ruido, cualquier pista que delatase la presencia del otro demonio. El vecindario estaba en silencio; hasta mi coche, cuyo motor rugía ávidamente, se oía más que el sonido amortiguado de los hachazos. El ritmo de los golpes decayó y oí una potente tos ronca. Algo chocó contra la parte interior de la puerta, algo grande y pesado, y después volvió con el hacha. Pero parecía más débil. Me acerqué con precaución y olisqueé los agujeros de bala que había junto al pomo. El olor era fuerte y acre, como el humo. «Ahí dentro debe de ser casi imposible respirar.»

Confundido, volví a echar un vistazo al vecindario.

—¿Dónde estás? —dije entre dientes.

Los golpes cesaron.

—¿Qué pasa? ¿Quién está ahí?

—¿Dónde está la otra? —exigí.

—¡Sácame de aquí!

—¿Dónde está ella? —pregunté de nuevo y me volví hacia la puerta—. ¿Dónde está Nadie?

—No… —Tosió—. No te entiendo.

—¿Ha venido alguien contigo?

—Por supuesto —respondió—. Vengo… vengo con el Señor. —Estrelló el puño contra la puerta una vez más, débilmente, y después oí el repiqueteo del hacha cayendo al suelo, seguido de una arcada y de tos—. Me estás matando. Sirviente… de Satán, déjame salir.

—Es monóxido de carbono —dije. Para los humanos era mortal, pero no tenía ni idea de qué podía hacerle a un demonio—. ¿Puede matarte?

—Nada puede matarme. —Le volvieron a dar arcadas—. Yo soy el… el elegido del Señor.

—Te estás muriendo —dije—. Si quieres salir de ahí, dime dónde está el otro demonio.

—Creía que estaba aquí —respondió, tan débilmente que apenas podía oírle—. El padre… Erikson, él destruye a… la gente. Creía que estaba aquí.

—No hablo de tus víctimas, sino de la persona con la que trabajas. Sé que ella está aquí porque fui yo quien la llamó, así que deja de fingir y dime dónde está.

—No hay… nadie… más.

—Escucha —dije acercándome más—. Yo maté a Forman y al que había aquí antes que él. También acabaré contigo; si creo que no me vas a decir lo que quiero saber, lo haré sin pensármelo dos veces.

—¿Clark… Forman? ¿El asesino de la casa de tortura?

No sabía que lo apodaran así, pero la descripción era bastante precisa.

—Sí. Y al asesino de Clayton.

—Pero yo he venido por eso —dijo; su voz sonaba más cerca de la puerta—. He venido a… salvaros de ellos. Si tú los mataste, entonces… estás en mi bando.

«Su bando.»

—No —le espeté—, no estoy en tu bando. Tú matas al primer idiota que te parece malvado. Yo acabo con demonios que son reales, seres hechos de verdadera maldad. Llevan miles de años matando, puede que más; alimentándose de los humanos como depredadores. Como parásitos. Yo no mato gente sin ton ni son: estoy salvándonos.

Volví a oír arcadas.

—Sí —dijo con voz ronca—. Tú los has visto. —Se echó a llorar—. Nadie más me creía, pensaban que era un asesino cualquiera; pero tú lo sabes. Tú sabes lo que son ellos en realidad y la verdad sobre nosotros.

Tuvo un nuevo acceso de tos y más arcadas. Creí que se iba a morir. Pero la tos mejoró y se detuvo, y su voz sonó más cercana que antes, como si estuviese pegando la cara a la puerta.

—Somos salvadores.

«Está loco —me dije—. Es un demente. Es un psicópata asesino en serie que diría cualquier cosa con tal de justificar sus actos…

»… Igual que estoy haciendo yo ahora mismo.»

Retrocedí un paso y bajé la pistola. Había llegado a la conclusión de que probablemente había otros cazadores de demonios en el mundo y de que el Manitas quizá hubiese matado a uno. «Nunca se me había ocurrido que él pudiese ser uno de ellos.» Volví a escudriñar en la oscuridad creyendo que un demonio iba a abalanzarse sobre mí desde las sombras. Al menos así sabría qué hacer. Pero el que había caído en la trampa… ¿era un demonio que cazaba demonios? ¿O es que no era ningún demonio? Quizá no fuese más que un humano normal, como yo, que había visto demasiadas cosas y se había jurado ponerles fin por cualquier medio.

Ya había matado a diez personas, puede que más; pero ¿era alguno de ellos un demonio de verdad?

—Tú has visto a los demonios —dije—. Descríbemelos.

Silencio.

—¡Descríbelos! —le ordené acercándome a la puerta. La única respuesta que recibí fue el olor fétido del humo.

«Maldita sea.»

Me quedé mirando la puerta, intentando recordar los ruidos que había oído. ¿Se había caído? ¿Seguía en pie? ¿Se había desmayado por culpa del gas o es que pretendía engañarme? Miré la pistola que yo mismo tenía en la mano mientras intentaba decidir si me atrevía a mover el coche. «No puede morirse aún —pensé—. Todavía tengo que hacerle muchas preguntas.»

Durante un breve instante lo vi mentalmente: un demonio descomunal envuelto en una nube de humo negro, esperando en silencio para eviscerarme en cuanto abriese la puerta. Vacilé, de pronto no me fiaba de la situación; pero entonces vi otra cosa: a mí atrapado en el armario de Forman, aporreando inútilmente las paredes reforzadas mientras él estaba al otro lado de la puerta con una pistola. Miré el arma que tenía en las manos con desconfianza, como si me hubiese traicionado.

Me lancé contra la parte trasera del coche, pero era demasiado pesado: mucho más que cualquier otro vehículo. Todo el peso que mantenía la puerta cerrada estaba jugando en mi contra y, por mucho que las ruedas ayudasen, solamente conseguí moverlo un par de centímetros. «El freno de mano está puesto —pensé y retrocedí un paso—. Tengo que entrar en el coche para moverlo, pero eso significa que me alejaré de la puerta. Si echa a correr, lo perderé.» Me quedé mirando la puerta y la manguera que salía del tubo de escape y solté una maldición. «Tengo que hacerlo.» Tiré de la manguera, la arranqué del tubo y apunté la pistola hacia la puerta. No hubo ningún movimiento. Seguía sin oírse ningún ruido dentro. Lentamente me acerqué a la puerta del conductor, que estaba abierta, me asomé dentro y quité el freno. Salí inmediatamente del vehículo dando un brinco y apunté de nuevo hacia la puerta.

Nada.

Dejé el arma con mucho cuidado en el techo del coche, apoyé las manos y el hombro en la parte interior de la puerta y empujé hacia delante. Incluso sin la marcha puesta, era endiabladamente pesado, pero hice toda la presión que pude, empezó a superar la inercia y comenzó a moverse centímetro a centímetro, palmo a palmo, hasta que la puerta de la casa quedó libre. Volví a agarrar la pistola y me acerqué con mucha cautela sin dejar de apuntar el cañón hacia la puerta. No hubo ningún movimiento, así que estiré la mano con mucho cuidado; el pomo estaba hecho pedazos y giraba libremente sin accionar el mecanismo para abrir. Tiré de él, lo sacudí y finalmente le di una patada. Oí que la madera crujía alrededor del mecanismo. Sujeté la pistola delante de mí como si fuera un símbolo sagrado, como si su mera presencia me protegiese del peligro y abrí la puerta.

Dentro había un hombre desplomado en el suelo; llevaba un traje marrón y guantes de cuero negro. Estaba tirado sobre las escaleras como un saco de cemento y a sus pies había una pistola negra y una bolsa de deporte abierta llena de plásticos; en una esquina estaba el hacha. Del espacio cerrado de la escalera salía un humo ligero y venenoso, y tuve que echarme hacia atrás, tosiendo.

—¿Estás muerto?

No contestó y yo me acerqué poco a poco, lo justo como para darle un golpecito con el pie. Tenía los ojos cerrados, pero se quejó y tosió y se volvió sobre el costado.

—Eh, ¿me oyes? —Volvió a moverse y me acordé de su pistola; di un brinco, le puse el pie encima y la arrastré afuera—. Eh —dije hablando más alto—, contesta a mis preguntas.

El Manitas tosió e intentó incorporarse, pero lo único que consiguió fue volver a desplomarse escaleras abajo. Gimió y apretó los ojos, entonces tendió la mano y se arrastró unos centímetros hacia fuera.

Yo di un paso atrás.

—No te muevas de ahí. ¿Puedes hablar?

—Sí… —dijo con la voz hecha jirones. Volvió a toser, esta vez con más determinación—. Sí.

—Has dicho que has visto demonios. Descríbelos.

—Son malvados. —Hablaba sin moverse, con la cara pegada al asfalto, tragando bocanadas de aire fresco con cada respiración—. Abusan de su poder y conducen a los inocentes al pecado. Deben ser… destruidos.

—Descríbelos físicamente —dije—. ¿Qué viste? ¿Garras, colmillos? A tus víctimas les clavas palos en la espalda para que tengan alas: ¿ellos también las tienen? ¿Qué has visto?

—No tienen alas —dijo sin aire—. Solamente en el mundo del más allá.

—¿Qué mundo?

—El cielo y el infierno. Allí adoptaremos las formas que nos pertenecen y viviremos para siempre en paz o para siempre atormentados.

Lo miré fijamente sintiendo que mi ira aumentaba por momentos. Tensé el dedo sobre el gatillo.

—¿Eso es? ¿Eso es todo? Tú no has visto nada. No eres un demonio ni un cazador, no eres más que otro asesino en serie, un lunático.

—Soy un…

—¡Cállate! —grité con desesperación irracional—. Tú no eres nada, estás delirando. Las cosas que yo he visto sí que son reales, ¡ellos son reales! —Blandí el arma frente a él—. Si no cazas demonios, ¿a qué has venido aquí?

—Aquí ha habido demasiadas muertes —dijo tendiendo la mano débilmente—. Estáis siendo castigados por vuestros pecados y he venido a salvaros, a arrancar la corrupción de vuestro seno.

Tenía el brazo tendido hacia mí y de pronto reparé en el guante, aunque el cuero negro apenas era visible en la oscuridad. Se me aceleró el pulso y sentí una oleada de esperanza.

—Las manos —me apresuré a decir—. Llevas guantes porque odias tus manos. Enséñame por qué.

—No.

—¡Quítatelos!

«¿Qué puede ser: garras, escamas? Tiene que haber algo; tiene que ser un demonio.»

Se tumbó sobre la espalda y me fulminó con una mirada de verdadero odio. Yo acerqué la pistola adonde estaba y él levantó las manos al tiempo que un gruñido salía de lo más profundo de su garganta.

Lentamente, se quitó un guante y dejó ver una mano pálida cubierta de tatuajes: símbolos, palabras, calaveras con cuernos, hasta una esvástica. Me quedé mirándola mientras intentaba encajar aquella mano en el perfil que había hecho. Él gimoteó sin hacer casi ruido. Se quitó el otro guante y se echó a llorar: emitió otro suave gemido, dejó caer los hombros y puso una expresión de profunda pena. De pronto se deshizo en sollozos. Tenía aquella mano tan tatuada como la primera.

—Perdóname, porque he pecado —dijo, antes de girarse sobre el costado y taparse la cara con las manos—. Perdóname, porque he pecado.

«Ésa es la fuente de su sentimiento de culpa —pensé y me eché atrás—. Mata por culpa de esas manos tatuadas: la señal de un pecado del que no se puede deshacer. Cada vez que mata sirve para pagar el precio del anterior pecado; libera al mundo de otro pecador, pero al asesinar vuelve a cometer otro pecado. Es una cadena de la que no puede escapar, y lleva hasta…»

—¿Quién fue el primero? —pregunté en voz baja.

—No —dijo con tono quejumbroso, balanceándose lentamente a un lado y otro.

—La primera persona que mataste —pregunté—, ¿quién era? Era un cura, ¿verdad? Un líder religioso, seguramente alguien que fue demasiado severo con sus castigos; quizá alguien que abusó de ti.

—No —repitió entre sollozos—. No, no, no… Yo no quería hacerlo.

—No importa —dije y me erguí. Tenía la pistola bien sujeta en la mano y sentía su poder: una varita mágica que iba a hacer desaparecer al asesino—. Has matado a mucha gente, llevas haciéndolo demasiado tiempo. Ésta es mi ciudad y me he propuesto librarla de parásitos como tú, ya sean demonios o no.

Le apunté a la cabeza y él intentó protegerse con los brazos, llorando lastimeramente. Era la imagen perfecta de la debilidad y la maldad: un asesino confundido que vivía de mentira en mentira, reducido a un montón de lágrimas porque no encontraba una víctima lo suficientemente mala para justificar el resto. Todos sus crímenes, todo aquel horror, todos sus pecados habían caído sobre él con el peso de un mundo y lo estaban aplastando, convirtiéndolo en nada. Aquello no estaba ocurriendo porque yo lo hubiese elegido. Yo simplemente era el mecanismo que el mundo había escogido para deshacerse de aquel cáncer.

Mantuve recta la pistola, pero no disparé.

«Debe morir —me dije—. Hay un millón de motivos por los que debería hacerlo y ni uno solo para dejarlo vivir. ¿Quién quiere a este infeliz en el mundo? ¿Quién llorará ante su tumba? ¿Quién se preocupará por saber dónde está? Yo ya he matado a otros dos y él no es mejor que ellos; podría ser incluso peor. El señor Crowley mataba para seguir con vida, pero este gusano ni siquiera tiene eso a su favor.»

El dedo que tenía apoyado sobre el gatillo no se movió.

Apreté los dientes, intentando convencerme de que era un demonio, un objeto que podía destrozar a placer. Pero en lugar de eso lo vi de forma totalmente diferente: no como humano, sino como si fuera yo mismo. «Él es como yo. Si continúo por este camino, acabaré así: asustado, débil y culpable, siempre escapando de todos mis actos, siempre desesperado por volver a hacerlo, una y otra vez.» Vi a Crowley y a Forman, ambos en la misma posición, tirados en el suelo, indefensos, mirándome fijamente mientras yo acababa con sus vidas. «Dos abatidos y uno más, que hacen tres.» Tres era un hechizo. Tres era un patrón. La definición legal decía que tres víctimas te convertían en un asesino en serie.

Y yo no soy un asesino en serie.

Bajé la pistola.

—Voy a llamar a la policía.

—No.

Saqué el móvil de Forman y lo abrí.

—No voy a matarte —dije—, yo no soy un asesino. La policía te arrestará, encontrarán todas las pruebas que necesitan y te meterán en prisión el resto de la vida.

—¡Me matarán!

—Yo no he dicho que el resto de tu vida fuese a durar mucho tiempo. —Marqué el número de emergencias y miré a mi alrededor, al coche, la pistola, la manguera y la complicada trampa que había preparado—. Tendré que explicar un montón de cosas.

El teléfono sonó y me lo puse al oído. «¿Qué puedo decir? ¿”Hola, he atrapado al Manitas en mi casa; vengan a por él antes de que lo mate”?» Volvió a sonar el teléfono…

Y el Manitas se me abalanzó sobre las piernas. Me tambaleé hacia atrás y perdí el equilibrio; mientras caía me di cuenta de que había soltado el móvil y el arma en un acto reflejo para protegerme de la caída. Estiré las manos hacia atrás intentando atrapar la pistola, que daba vueltas suspendida en el aire como si se hubiera parado el tiempo. No pude alcanzarla. Caí de espaldas como un peso muerto y me golpeé la cabeza contra el asfalto. Gemí de dolor y cerré los ojos mientras veía estrellas y rayos de luz. Oí un ruido metálico delante de mí y grité «¡la pistola!» para mis adentros, justo a tiempo de rodar a un lado una vez y otra, mientras oía cada vez el escalofriante susurro del silenciador y el roce áspero del metal en el asfalto. Pasé por encima de algo frío y metálico, lo agarré y le apunté.

Era el móvil.

—¿Crees que puedes amenazarme con eso? —dijo el Manitas con tono burlón.

Todo rastro de debilidad había desaparecido. Se alzó sobre mí como una pesadilla: el pelo de punta, la mirada salvaje, dientes al descubierto. Sostenía la pistola con ambas manos, temblorosas pero estables, y me apuntaba directamente a la cabeza.

—Parece que al final voy a poder destruir un demonio —afirmó.

«Tengo una oportunidad para asustarlo y que se marche.»

—Harry Poole —dije en voz alta—. Reportero de fuera de la ciudad. El hombre que hace unas semanas afirmaba tener un mensaje del Manitas resulta ser el Manitas en persona.

—Yo no soy el Manitas —dijo con una expresión de rabia incontenible—. Yo soy el brazo del Señor, la flecha que Él guarda en el carcaj, el rayo que acompaña a Su ira.

—Funeraria de Clayton —dije—. Jefferson, 724. —Muy lentamente me acerqué el móvil al oído—. ¿Ha tomado nota de todo?

El Manitas abrió los ojos desmesuradamente y volví a tender hacia él la mano con el teléfono.

—Tienen todos los datos. ¿Qué piensas hacer ahora?

Dio un paso atrás y otro adelante, y después se abalanzó sobre mí y me empujó. El móvil salió volando, cayó en el suelo y él le propinó un violento pisotón y lo hizo añicos con el talón. Se apartó de él y le disparó dos veces.

—Ya saben quién eres —dije mientras me incorporaba con mucho dolor—. Y también dónde estás. Calculo que tienes unos dos minutos para escapar. Cuando el año pasado llamé a la policía para que arrestaran al asesino de Clayton consiguieron acordonar todo el vecindario en menos de cuatro minutos.

—Me van a matar —dijo después de levantar la mirada del teléfono roto. Estaba lívido y el pánico le hacía abrir los ojos como si fuera un salvaje—. Me van a matar.

—Peor que eso —dije, obligándome a no hacer ningún caso de la pistola y recordar el perfil. «Tengo que atacarlo usando sus puntos débiles»—. Te juzgarán ante un desfile de policías y abogados y testigos y jueces. Hasta tus compañeros de prisión te juzgarán. Te mirarán y se reirán de ti. Dirán que eres malvado.

—Cállate.

—Los psicólogos te entrevistarán y dirán que eres esquizofrénico: no vale para alegar demencia en la defensa, pero sí para decirle al jurado que justificabas los crímenes con delirios sobre Dios. Habrá curas que testifiquen en el juicio y dirán que tu mensaje divino no es más que los desvaríos de un pecador.

—¡Cállate! —chilló y me clavó el cañón de la pistola en la cara.

—Te castigarán —dije intentando por todos los medios mantener la calma—. Si te marchas ahora, podrás escapar: los despistaré, te lo prometo; de un cazador de demonios a otro. Pero tienes que huir ya. Irán a por ti, y tu nombre y tu cara se verán por todo el país; pero si eres precavido podrás esconderte. Corre.

—Todo el país —dijo con la mirada perdida o fija en algún recuerdo, quizá—. Ella lo sabrá.

Fruncí el ceño sin saber muy bien qué decir a continuación. Asentí.

—Así es, ella lo sabrá.

—Ningún hombre me juzgará.

Se puso la pistola debajo de la barbilla. Un chorro rojo le salió de la cabeza al tiempo que se desmoronaba y caía al suelo como un muñeco roto.