Fase cuatro: sacar a mi madre de casa. Cuando llegué estaba pasando la aspiradora por la capilla de la funeraria, así que escondí la pistola en el coche, entré en la oficina sin que se diera cuenta y cerré la puerta.
—Eh, Lauren.
Mi hermana apartó la mirada del ordenador de la oficina con sorpresa y sonrió.
—Eh, John. Qué pronto has vuelto.
—Hoy sólo teníamos medio día —dije mientras me dejaba caer sobre una silla—. Los profes tenían formación o algo así. No sé qué era.
—Me encantaban esos días —repuso Lauren y siguió tecleando.
—A mí también —dije. «Me pregunto cuándo habrá uno de verdad.»—. ¿Qué tal te va?
—Otro día más en la funeraria —dijo sin despegar la mirada de la pantalla; las teclas hacían un ruido furioso bajo sus dedos—. Estoy acabando la documentación de tu amiga Rachel. Creo que llegará mañana.
Respiré hondo y saqué el aire soplando poco a poco.
—Para lo que me sirve a mí… Con la última chica, mamá no me dejó ni ayudar.
Lauren hizo una mueca.
—Son tus amigas, ¿no? ¿No te parece muy macabro?
—No es macabro —repliqué—. Es un trabajo, ya está. Tratamos a los muertos con respeto y les proporcionamos la mejor despedida posible. Además, mamá no me aparta porque sea una amiga muerta, sino porque se trata de una chica muerta de dieciséis años y sin ropa.
—Oficialmente, eso es lo más espeluznante que te he oído decir —dijo Lauren. Dejó de teclear, hizo una mueca, después otra y se estremeció, como si acabase de comer algo asqueroso—. En serio, puajjj.
Sonreí.
—Ya tengo una novia que está viva, ¿para qué quiero una muerta?
Lauren se tapó los oídos.
—No te escucho.
Yo sonreí aún más, disfrutando de cada instante del tormento. Me quedé en silencio y al final Lauren se quitó las manos de las orejas.
Me recosté en la silla.
—De hecho, la que me preocupa es mamá, no yo —dije—. Creo que todo este asunto la está afectando de verdad.
—Ya, ya sé a qué te refieres. Últimamente ha estado muy tristona.
—Creo que deberíamos hacer algo.
Lauren se inclinó hacia delante sobre el escritorio.
—Estoy intrigada; ¿qué has pensado?
—¿Por qué no la llevas al cine?
Lauren echó la cabeza atrás y sacó la lengua.
—Mátame.
—En serio, siempre está intentando hacer cosas contigo. Con que le preguntes si quiere que paséis un rato juntas, se echará a llorar.
—No intentes dorarme la píldora.
—Necesita un descanso —dije—. Sabes que es una buena idea.
—También le gusta mucho hacer cosas contigo —replicó Lauren—. ¿Por qué no la llevas a algún lado?
—A mí ya me ve todos los días, y eso no sólo significa que salir contigo una noche sería más especial: significa que me debes una.
Lauren sonrió y se cruzó de brazos.
—¿Y cómo sé yo que no intentas deshacerte de ella con algún fin nefando?
Sonreí.
—¿En qué líos quieres que me meta? La chica muerta no llegará hasta mañana.
—¡Ah! —dijo y me tiró un bolígrafo—. ¡Te he dicho que pares!
—Esta noche ponen una película en el cine que quiere ver desde hace tiempo —dije—. Una histórica. Salís a cenar y después vais al cine: más fácil, imposible.
—Te olvidas de que hay que hablar —dijo Lauren—. ¿Cuánto rato crees que aguantaremos sin pelearnos?
—Por eso lo de la peli es tan buena idea: se supone que hay que estar callado.
Lauren agachó la cabeza y se frotó las sienes.
—Vale, tienes razón: es una buena idea. Cuenta conmigo. Pero ahora eres tú el que me debe una.
—¿Qué te parece si prometo no hacer más chistes necrófilos?
Levantó la mirada con cara de estar haciendo cuentas mentalmente y después hizo una mueca. «Acaba de entender qué significa “necrófilo”.»
—De acuerdo —dijo y me sacó la lengua—. Pero ¡exigiré que lo cumplas!
—Eres la mejor.
—Lo sé. Ahora márchate y deja que acabe esto.
No podía empezar a preparar nada hasta que se marchasen las mujeres, así que empleé mi tiempo investigando a Harry Poole en internet: no encontré nada sobre ningún periodista que se llamase así. Margaret se fue a las cuatro y finalmente mi madre y Lauren se marcharon a las seis y media. El plan era cenar en El Toro, uno de los pocos restaurantes de verdad, sin barra ni comida para llevar, que había en Clayton; después iban a ir a ver un peliculón histórico y romántico sobre extranjeros con problemas personales. No volverían hasta medianoche como muy pronto.
Lo primero que tuve que hacer fue bloquear todas las salidas a la escalera; en cuanto el Manitas entrase, no debía volver a salir. Saqué del quicio la puerta de mi cuarto y la de mi madre, y las apoyé contra la salida del apartamento que había en el salón. Después desenchufé el frigorífico y lo empujé hasta esta puerta, para que no se movieran de sitio; además, luego puse un sofá a cada lado. Cuando salí al tejado de la funeraria por la ventana de la habitación de mi madre y me dejé caer desde el tejado al suelo, ya eran las siete de la tarde.
La puerta interior que había a los pies de la escalera estaba al final de un estrecho pasillo de unos seis metros de largo que llevaba a la parte trasera de la funeraria. Me pasé media hora construyendo una barricada de pesados ataúdes de roble de la sala de exposición. Los encajé al milímetro: esa puerta no podría abrirla nadie. Eran las siete y media.
Yo podía salir y entrar por la puerta trasera que había en la sala de embalsamamiento, así que, rápidamente, escribí una nota a Harry Poole con la que pretendía dirigirle a la entrada lateral y la pegué a una de las puertas principales de cristal que daban a la calle. Entonces metí el coche marcha atrás en el lateral del edificio, lo dejé unos treinta metros más allá de la puerta, y apagué el motor. Coloqué el retrovisor del revés y me tumbé en el suelo. Tenía una especie de visión periscópica del lateral del edificio y desde allí podía vigilar toda la zona sin que nadie me viese. Eran las ocho menos cuarto.
Todo lo que me quedaba por hacer era esperar.
El cielo se oscureció y el aire se enfrió, y yo me eché a temblar, escondido en un rincón bajo el salpicadero del coche. Las ocho en punto. Tenía hambre. No pasaba nada, pero no me atrevía a moverme por si el Manitas estaba ahí fuera, vigilando e investigando la casa antes de lanzarse de cabeza a una situación desconocida. En el piso de arriba las luces estaban encendidas y el exterior de la casa parecía completamente normal. Que mi coche estuviera en el lateral no era sospechoso en absoluto. No había nada que pudiese espantar al demonio.
Eran las ocho y cuarto.
Miraba el espejo fijamente, vigilando. Tenía el teléfono móvil apagado, la calle estaba vacía y todo estaba en silencio. Respiraba lentamente, procurando no moverme ni hacer ruido. A mi lado, en el suelo, tenía las armas: la pistola del padre de Max, cargada y lista para entrar en combate; un rollo de cinta americana y la manguera de color verde desteñido del jardín. Estaba listo.
Las ocho y veinte.
El tiempo pasaba con una lentitud desesperante y empecé a pensar en Marci: en su aspecto, su olor, la sensación que tuve cuando apretó su cuerpo contra el mío la noche del baile. Cerré los ojos y recordé sus labios, suaves y firmes al mismo tiempo, que apretó contra los míos con avidez, maravillosamente. ¿Qué significaba ella para mí? ¿Qué sentía por ella, si es que sentía algo?
Todo el mundo hablaba de amor y yo no tenía ni idea de qué significaba.
Quería volver a besar a Marci, a abrazarla, a tocarla y a sentirla cerca de mí, pero eso no era amor. Como mucho, lujuria. Aunque también disfrutaba hablando con ella y eso no tenía nada de lujurioso. Era inteligente y divertida, y le interesaban las mismas cosas que a mí. Me gustaba observarla, escucharla, saber qué pensaba del mundo que la rodeaba. ¿Qué era eso? ¿Amistad, amor? Pasaba mucho tiempo con ella y eso me gustaba, pero cuando no estábamos juntos no la echaba de menos, a menos que tengamos en cuenta los sueños en los que la embalsamaba. Ella era muy agradable, pero no me era imprescindible; podía formar parte de mi vida cuando la necesitaba y después la olvidaba por completo si estaba haciendo otra cosa. Era como encender y apagar el televisor.
Pero incluso mientras pensaba todo eso, sabía que no era del todo cierto. Sí que la echaba de menos: añoraba bailar. Aquel baile en el ayuntamiento —no el beso, sino cuando bailamos— tenía algo que no podía sacarme de la cabeza. La manera en que ella se movía o cómo lo hacía yo… la manera en que nos movíamos juntos, en perfecta sincronía, como si los dos conociésemos los pasos. No es que fuese un baile difícil, porque simplemente dábamos pasos adelante y atrás, adelante y atrás, pero estábamos… juntos. Unidos. No era la ardiente y rabiosa conexión que producían la violencia o el miedo, pero ahí estaba, fuerte y resistente. Conexión.
Por el rabillo del ojo vi que algo se movía y miré el espejo. Un coche había aparcado junto a la acera. Había llegado con las luces apagadas y de dentro no había salido nadie. Miré el reloj: las nueve menos diez. ¿Era él? Rápidamente miré las ventanas de mi coche y de pronto me di cuenta de lo limitado que era mi campo de visión: casi no veía nada. Volví a mirar el espejo y observé el coche mientras esperaba que ocurriese algo. Pasaron diez minutos, con el recién llegado y yo quietos como estatuas. Cuando faltaba un minuto para las nueve se abrió la puerta del coche y salió una silueta negra, apenas visible contra la casa de los Crowley, que estaba detrás de ella. La silueta abrió el maletero, sacó una bolsa de deporte grande y se acercó a la fachada de la funeraria.
«Hola, Manitas.»
La silueta desapareció tras la esquina y yo aguanté la respiración mientras imaginaba a aquella persona leyendo la nota que había colgado en la puerta de entrada, con miedo de que diese media vuelta y saliese corriendo. Pero apareció de nuevo, caminando hacia la puerta lateral. Solté aire sin hacer ruido y preparé la llave del coche. Echó un vistazo a su alrededor, llamó a la puerta y esperó, pero ésta permaneció cerrada. Las luces del piso de arriba estaban encendidas y la nota decía que llamase a la puerta de dentro. Volvió a mirar a su alrededor una vez más antes de abrir la puerta y entrar. Yo me incorporé rápidamente y metí la llave en el contacto. «Dale tiempo de llegar arriba. Cuatro, tres, dos uno.» Giré la llave, el motor se puso en marcha con un rugido y pisé el acelerador. El coche saltó como un depredador ansioso por atrapar una presa y matar, y yo lo conduje contra la funeraria, directo hacia la puerta que estaba medio abierta. Uno de los retrovisores se rompió al chocar contra la pared y salió volando hacia atrás y, entonces, el guardabarros se estrelló contra la puerta abierta y la cerró con un gran estruendo. Pisé el freno con los dos pies y mantuve el volante recto hasta que el coche se detuvo. Miré hacia atrás: la puerta estaba totalmente bloqueada, atrapada por el maletero del coche.
«El otro demonio aparecerá en cualquier momento.» Puse el freno de mano, agarré la pistola, la manguera y la cinta americana y salí corriendo hacia el maletero. Nada ni nadie me atacó. Oí un grito que venía de dentro y un golpe sordo contra la puerta. Me arrodillé, embutí un extremo de la manguera en el tubo de escape y la sellé con cinta.
—¡Eh! ¡Abre!
La voz sonaba amortiguada por la puerta de madera. Me tumbé en el suelo y me arrastré por debajo del coche intentando no rozar el chasis de metal que vibraba encima de mí. Corté otro pedazo de cinta, metí el otro extremo de la manguera en el espacio que quedaba en la base de la puerta y lo enganché allí. Sin hacer caso de sus gritos, desenrollé otro pedazo, lo corté con los dientes y tapé el resto del espacio que quedaba. «Ya está.» Dejé caer el rollo de cinta, salí arrastrándome de debajo del coche, agarré la pistola y miré como un loco a mi alrededor.
No había nada.
«¿Dónde está Nadie?»