17

Media hora más tarde le dije adiós a mi madre y salí de casa, pero en lugar de ir al instituto, aparqué a media manzana de la casa del padre Erikson y esperé, vigilando. Tal como me había prometido, salió un rato después con una maleta, entró en su coche y se marchó. Esperé unos minutos más por precaución y finalmente entré con el coche hasta la casa y me dirigí al jardín trasero. Normalmente intentaría entrar con más disimulo y sutileza, pero en cuanto él llamase a la policía, ya no habría ningún problema: cualquier cosa que yo hiciese en la casa se la imputarían al Manitas. Le di una patada a una de las ventanas del sótano, metí la mano con cuidado para abrirla desde dentro y me deslicé por ella.

El sótano del cura era sorprendentemente prosaico; no tenía ninguna extraña parafernalia religiosa, sólo montones de muebles viejos y cajas llenas de revistas de aviones. Al subir las escaleras vi que la casa estaba tan ordenada y en buen estado como la noche en la que estuve allí.

Si el Manitas pensaba atacar al cura, no iba a dejar nada al azar: tenía que saber que su víctima estaría en casa y necesitaba asegurarse de que iba a confiar en él lo suficiente como para dejarle entrar en casa. Dicho de otro modo, tenía que llamar con antelación y concertar una cita. Todo lo que yo tenía que hacer era asegurarme de que esa llamada me llegase a mí. Con un par de guantes puestos, levanté el auricular del teléfono y pulsé el botón del buzón de voz; el sistema me pidió una contraseña y yo marqué la que solía haber por defecto: 1234. No funcionó. «Mierda.» Para prepararlo todo necesitaba que él hablase directamente conmigo. «No sé si me atrevo a quedarme aquí todo el día. No quiero que nadie me vea y mucho menos la policía. ¿Qué hará si llama y le sale el contestador? —Sonreí y negué con la cabeza—. No se atreverá a dejar una grabación de su voz. Hay algo, un acento quizá, como ya había pensado, que lo asusta tanto que le impidió abrir la boca el día del baile.» Seguro que iba a buscar otro número y llamar a la iglesia. Puede que allí tuviese más suerte.

Colgando de una hilera de clavos que había en la cocina encontré un juego de llaves; supuse que eran las de la iglesia. Las cogí todas y fui en coche hasta allí. El aparcamiento estaba vacío, así que fui directamente a la parte de atrás y probé las llaves. Una de ellas abrió la puerta y, para recordar cuál era, la guardé en un bolsillo diferente a las demás. La iglesia era grande y estaba vacía y en silencio; por los ondulados ventanales de colores entraba una luz amarillenta. Recorrí el edificio sin prisa, asomando la cabeza dentro de aulas y armarios, hasta que por fin encontré la oficina del cura y probé el resto de las llaves. Una de ellas abrió la puerta, así que la deslicé en el mismo bolsillo que la otra y entré.

La oficina era muy modesta; la única decoración era una serie de cuadros y estatuas de Jesús, aunque en una pared colgaba un calendario en el que se veían más fotos de aviones. Consideré la opción de esperar en la capilla, pero no sabía quién más podía tener una llave y aparecer por allí a lo largo del día. No quería interrupciones ni espectadores. Cogí el teléfono de la oficina, pulsé el botón del buzón de voz y volví a probar la misma contraseña de antes. Esa vez funcionó y estuve a punto de echarme a reír. «Supongo que no se imagina que alguien vaya a entrar por la fuerza en una iglesia.» Escuché las opciones del contestador con atención hasta que apareció la de desviar llamadas e introduje el número del móvil de Forman. Confirmé el desvío y salí de allí.

Estaba listo para la llamada del demonio, pero aún no sabía cuál era su manera de trabajar, por lo que tenía que estar preparado para cualquier cosa. Entré en el coche y fui a casa de Max para la tercera fase: robar una pistola.

El teléfono sonó mientras conducía.

Miré el identificador de llamada; no reconocí el número y tampoco estaba en la memoria. Parecía un teléfono local. Respondí con mucha precaución.

—¿Sí?

Silencio.

—Disculpe —dijo una voz de señora mayor—, creía que éste era el número de la iglesia de Santa María.

«¿Es una señora mayor de verdad o es el Manitas fingiendo? ¿Podría ser Nadie llamando de su parte?»

—Sí, sí, es la iglesia —contesté rápidamente. «Tengo que hacer que siga hablando»—. ¿Puedo ayudarla en algo?

—Bueno —dijo lentamente—. ¿Está el padre Erikson?

—¿De parte de quién, por favor?

—Soy Fran, del círculo de costura; él ya me conoce.

«No sé si fiarme de ella. ¿Se haría pasar el Manitas por Fran, del círculo de costura? ¿Cómo podría hacerlo? ¿Y cómo podría siquiera saber que existe? —Negué con la cabeza—. Creo que la llamada es real.»

—Le diré que ha llamado —dije—, muchas gracias.

Colgué y giré hacia la calle de Max. Su coche seguía delante de la casa, así que me paré a pensar. No podía forzar una cerradura para entrar en su casa estando él dentro.

Miré la hora: eran las diez y media. No había motivos para que se hubiese quedado en casa a menos que estuviese enfermo, cosa que quería decir que tampoco saldría pronto. Si quería entrar, tenía que hablar con él. Aparqué, fui hasta la puerta y llamé con los nudillos.

Max abrió la puerta, me vio y frunció el ceño. Llevaba un abrigo largo de color negro que le quedaba un poco largo de mangas y le escondía las manos.

—¿Qué quieres?

—¿Qué tal estás? —pregunté.

—¿Dónde está tu novia?

—Supongo que en clase. Yo paso de ir.

—Sí —dijo y apretó los ojos—. ¿Qué quieres?

—He venido a saludar. ¿Cómo es que no estás en clase?

—¿Y tú?

—Por nada en especial.

Miró detrás de mí, hacia el coche, a la calle.

—¿Estás con Marci?

—No.

—¿Por qué no?

Miré hacia la calle.

—¿Eso es bueno o malo?

Se encogió ligeramente de hombros y dijo que no con la cabeza. Tenía la mirada vacía.

—¿Puedo entrar?

Me miró con desprecio, o al menos lo intentó, pero enseguida suspiró, se hizo a un lado y abrió la puerta del todo. Entré y Max, dejando la puerta abierta, se fue al sofá. Cerré yo.

—¿Estás bien? —pregunté.

—¿Qué más te da?

—Creía que te alegrarías de verme: no hemos hecho nada en el último par de meses.

—¡Hurra! —dijo mientras se dejaba caer sobre el sofá—. Mi mejor amigo ya no pasa de mí.

—No estaba pasando de ti.

—Gracias, oh maravilloso y fantástico John, por descender de tu lugar en el Olimpo para hablar conmigo. Mis disculpas por no haberme echado a dar saltos de alegría al verte.

—Tampoco hace falta que te lo tomes así.

—Te pido disculpas.

—Mira, simplemente se me ha ocurrido venir a saludar. No hace falta que montes un drama.

—¿Dónde has estado estos dos meses? ¿Qué estabas haciendo?

—Estaba con Marci.

—Estabas yendo por ahí con un montón de tías buenas y ni una vez se te ocurrió pensar que a mí también me gustaría pasar el rato con ellas. Hemos comido juntos durante seis putos años y de repente Marci menea las tetas delante de ti y resulta que yo tengo la peste.

—¿Todo esto es por Marci?

—Sí —dijo con aire de desprecio—, es por Marci.

Ponía ese tono y esa cara muy a menudo, aunque con bastante menos mala leche. Reconocí que estaba siendo sarcástico, lo que quería decir que había algo más, pero no tenía ni idea de qué podía tratarse.

—Claro —dije apoyado en la puerta—, porque tú no hubieses hecho lo mismo.

—Lo que tú digas. —Se quedó mirando el televisor un instante, donde ponían una película de acción con muchos gritos y tiros, y de pronto se levantó—. Tengo que ir a cagar.

Entró en el baño, puso el ventilador en marcha y cerró la puerta.

Yo conté hasta cinco porque creía que en cualquier momento iba a abrir la puerta y gritar cualquier otra cosa, pero no pasó nada. En silencio, me escabullí por el pasillo hasta la habitación de su madre y me puse a buscar las pistolas. Sabía que su padre solía guardar una en el armario, pero en la estantería de arriba no había nada y dentro de la cómoda que había debajo de la ropa colgada sólo había calcetines y ropa interior. Rápidamente me acerqué a la mesita de noche y, como no encontré nada, busqué debajo de la cama. Allí tampoco había nada.

De pronto la puerta principal se abrió y me quedé helado.

—Max, ¿estás en casa?

Era Audrey, su hermana pequeña; tenía ocho años y yo había asumido que estaría en el colegio. Max seguía en el baño y no contestó: con el ventilador en marcha era posible que no la hubiese oído. Estaba dirigiéndome al pasillo, pero entonces di un pequeño brinco hacia atrás al oír que los pasos se acercaban. Me escondí detrás de la puerta y aguanté la respiración; Audrey pasó de largo, entró en su habitación y cerró la puerta. Salí corriendo de puntillas para no hacer ruido y fui hasta el salón; llegué a la puerta justo cuando Max salía del baño.

Me miró con una expresión casi vacía.

—¿Te has quedado ahí de pie todo el rato?

Intenté pensar una respuesta, pero Max vio la mochila de su hermana en el suelo y gritó:

—¡Audrey!

—¿Qué? —La voz de la niña sonaba amortiguada por la puerta.

—¿Qué haces en casa?

—¿Y qué haces tú en casa?

—No hemos ido a clase y más te vale que no digas nada.

—¿Tú y quién más?

Max me miró y después miró pasillo abajo, totalmente desconcertado.

—John y yo, idiota. ¿Por qué has vuelto a casa?

—Estoy enferma; la enfermera me ha enviado de vuelta a casa.

—Calla ya, mentirosa. La enfermera siempre llama a mamá.

—Mamá me ha dicho que la espere aquí.

—¿Va a venir pronto?

—No.

Max se quedó mirando en dirección al pasillo como si estuviese pensando qué decir; después le dio una patada a la mochila de su hermana y entró en la cocina totalmente indignado.

—En esta casa de mierda nunca hay comida.

«¿Qué hago ahora? —pensé—. No puedo buscar una pistola con él a mi lado y tampoco puedo dejarlo aquí y ponerme a recorrer la casa.» Seguí a Max a la cocina y me senté a la mesa, pero él volvió a salir de ella con una bolsa de snacks de maíz en la mano.

—Venga —gruñó.

Sopesé mis opciones: las escaleras del sótano estaban allí mismo y desde donde él estaba sentado en el sofá no podía verme; podía bajar a hurtadillas y echar un vistazo, aunque, ¿cuánto tiempo podría pasar antes de que viniese a buscarme? Vacilé sin saber qué hacer y entonces oí que Audrey abría la puerta de su habitación; después oí pasos en el pasillo. Entró en el baño y cerró la puerta.

Sonreí. «Perfecto.» Salí al pasillo.

—Eh, Max, ¿te importa si uso el baño?

—Por mí bien.

—Pero ha entrado Audrey.

—Pues usa el de abajo, ni que fuera yo tu carcelero…

Asentí y caminé lentamente hacia las escaleras, procurando no parecer emocionado. En cuanto estuve abajo empecé a abrir puertas: la habitación de Max, el baño, la caldera, un trastero…

«Un momento: la caldera.» Volví a abrir la puerta del cuarto donde estaba y encendí la bombilla que colgaba del techo, pero la luz era pálida y débil. Bloques y cilindros gigantes se elevaban en la oscuridad; una caldera, un calentador de agua y un descalcificador, todos ellos rodeados de una red de tuberías y tubos que se retorcían por todas partes. En una esquina alcancé a ver un objeto largo y de color negro que brillaba con un resplandor metálico en la tenue luz. Una caja fuerte para guardar armas.

Me acerqué a ella agachándome por debajo de las tuberías de la parte superior. La caja era negra y de un material rugoso; parecía hierro forjado, pero estaba seguro de que era acero reforzado. Tenía un ribete rojo como la sangre y una manecilla plateada y lustrosa en mitad de la puerta. Encima, dentro de una especie de anilla metálica, había un teclado numérico.

«Mierda.»

Moví la manija, pero estaba cerrada. Miré el teclado de cerca como si fuese a revelarme el secreto de cómo anular las medidas de seguridad, pero ni qué decir tiene que no había nada. «El que estaba pirado por las armas era el padre de Max, no su madre —pensé—. Tengo que meterme en la mente de él, como si estuviera haciendo un perfil. —Pausa—. No: debo introducirme en la mente de ella; es la que está al mando. ¿Le preocupan las armas? No, lo que le importa son sus hijos. No las tiene bajo llave porque tenga miedo de que vengan a robárselas, sino para asegurarse de que Audrey no se pega un tiro sin querer. No tiene tiempo de ocuparse de pistolas que nunca utiliza y eso significa que no ha memorizado la combinación, lo que a su vez quiere decir que la tiene apuntada por algún lado. Y podría estar cerca de aquí.» Miré en el suelo, detrás de la caja fuerte, en las estanterías que había a cada lado, pero no encontré nada que me sirviese de ayuda. «¿Dónde guardaría yo una combinación de una caja fuerte para que no la encontrase una cría de ocho años? —De pronto me di cuenta y sonreí—. Encima de una caja fuerte muy alta.» Acerqué un cubo con cuidado de no hacer ningún ruido y me subí encima para llegar a la parte de arriba…

El móvil sonó, me sobresalté y di un traspié hacia atrás desde encima del cubo. Me apoyé contra la pared, recuperé el aliento y el teléfono volvió a sonar. Lo saqué del bolsillo y vi que el aparato no reconocía el número. «Otra señora mayor.» No pensaba responder, pero volvió a sonar y empezó a preocuparme que Max pudiese oír el ruido. Finalmente contesté.

—¿Sí?

—Hola —dijo una voz de hombre—. ¿Es la catedral de Santa María?

—Sí, pero… —dije, pero de pronto me quedé callado. Había algo en aquella voz… era amable y alegre, eso lo pude identificar con facilidad, pero había algo más.

«¿Qué es? Odio tener que interpretar voces por teléfono.»

—Sí —continué lentamente. Necesitaba escucharle hablar otra vez—. ¿Puedo ayudarle en algo?

—Sí, seguro que sí —dijo e identifiqué el acento de la costa Este, de Boston, quizá, o de Nueva York. No conocía bien los acentos, pero no cabía duda de que él tenía uno.

«Tal y como predije cuando el Manitas se negó a hablarle a Ashley.»

—Estoy buscando al padre Erikson —dijo.

«El acento no es de Georgia —pensé—, pero tiene sentido: explica por qué nadie sospechó cuando le oyeron hablar.» Nadie, excepto yo. ¿Me estoy volviendo paranoico o es que el perfil que hice está resultando ser más acertado de lo que creía?»

—Me temo que ahora mismo no se puede poner —dije mientras pensaba en la manera de lograr que siguiese hablando—. Pero yo soy su asistente, ¿cómo podría ayudarle?

«¿Los curas católicos tienen asistentes?»

—¿Tiene un asistente? —preguntó la voz.

«Mierda: debe de ser que no.»

—Es una congregación muy grande —dijo—. Me pidió que le ayudase a coordinar asuntos, llevarle la agenda y… cosas así.

Soy mucho mejor mentiroso cuando tengo tiempo de prepararme.

—Ya veo —dijo el hombre—. ¿Tiene idea de cuándo podría hablar con él?

—Eso depende del tema que quiera tratar —dije mientras me volvía a subir al cubo—. ¿Por qué no me dice qué desea? Veré si puedo ayudarle.

Esta vez conseguí ver la parte superior de la caja y me alegré de encontrar un pedazo de papel rayado de color amarillo, como arrancado de un bloc de notas, pegado con celo. Había una serie de números escritos con letra fluida de mujer.

«¡Sí!»

—Ya veo —repitió—. Bueno, resulta que soy un reportero; estuve en Georgia cubriendo los asesinatos del Manitas y cuando se trasladó aquí lo seguí para estar al tanto de todo. La carta del padre Erikson que ha salido en el periódico de esta mañana me ha gustado mucho y querría saber si accedería a que lo entrevistase.

«Un reportero —pensé—. Podría ser totalmente cierto o la tapadera perfecta para un asesino. Es la excusa perfecta para hablar con las cuatro víctimas y con ella podría conseguir que confiasen en él al instante: les pide una entrevista, le dejan entrar en su casa y en cuanto le dan la espalda, les dispara.» Es más, hacerse pasar por reportero significaba que a la hora de difundir a su mensaje, ya tenía cierto terreno ganado. El Manitas mencionaba en la carta del baile que había intentado hablar con un reportero después de que no se publicara su primera carta; ¿habló con un periodista de verdad o se limitó a llevar la carta en persona afirmando que el asesino se había puesto en contacto con él?»

Tenía que averiguar más cosas sobre él y merecía la pena darle una oportunidad.

—¿Ha estado trabajando con el periódico local? —pregunté.

—Así es, señor.

—Por casualidad, ¿no sabrá con qué reportero habló el Manitas?

La voz tosió.

—De hecho, contactó conmigo. Debió de pensar que tenía más influencia de la que tengo, supongo.

—Supongo que sí —dije.

«Tenía que ser el Manitas: ¡parecía tan obvio! Pero no, solamente lo pensaba yo porque llevaba dos meses intentando meterme en su cabeza. Ninguna de sus palabras hasta entonces podían hacer sospechar a nadie.»

Era mi demonio: había llegado la hora de tender la trampa. Leí los números que había en el pedazo de papel, los pulsé en el panel numérico de la caja y sonreí cuando ésta se abrió con un clic.

—Creo que el padre estará encantado de hablar con usted —dije mientras bajaba al suelo y abría la caja. Estaba llena de rifles, pistolas, escopetas y un montón de munición para cada una. Bingo—. ¿Le parece bien hoy mismo o es demasiado pronto?

—En absoluto, hoy está bien —contestó—; aunque me temo que no estaré disponible hasta bastante tarde. ¿Le parece bien alrededor de las nueve?

«Después de anochecer, claro.»

—Muy bien. Solamente hay un problema: el padre Erikson ha recibido varias llamadas similares hoy y tanta atención le tiene preocupado. Cree que el Manitas podría intentar atacarlo como represalia por la carta. Si no le importa, le gustaría reunirse en privado en un lugar donde nadie más pueda encontrarlo.

«Eso debería gustarle a este tipo.»

Pausa.

—Eso… me parece muy buena idea.

«Sí, ya me lo parecía.»

—Tiene una llave de la funeraria —dije—, porque les ayuda a cuidar de la capilla. La funeraria y su familia no estarán en casa esta noche, así que, si le parece bien reunirse con él allí, ése sería el lugar más adecuado.

—Supongo… que sí.

Intenté interpretar su voz: ¿estaba molesto? ¿Sospechaba? ¿Estaba contento? Ojalá pudiera verle la cara.

—Recuerde —continué— que no debe contárselo a nadie. Ni a un alma. Ahora mismo las únicas personas que saben esto somos usted, el padre y yo. Está intentando no llamar la atención en absoluto y no conviene que nadie más sepa dónde está.

«Ahora veremos si yo le preocupo como posible único testigo.»

—Comprendo —dijo—. Tiene sentido, la verdad. No se lo contaré a nadie. Y usted… ¿estará con nosotros esta noche?

«Te leo como si fueras un libro abierto —pensé sonriendo para mis adentros—. No tienes ni idea de dónde te estás metiendo.»

—No tenía intención —dije con mucha precaución—. ¿Cree que me necesitarán?

—Me parece que será lo mejor —dijo el reportero—. ¿Por qué no viene también?

—Cuente con ello. Nos vemos a las nueve.

—Hasta luego.

—Espere —dije antes de que colgase—. Me temo que no he entendido su nombre.

—Oh, Harry —dijo el reportero—. Harry Poole.

—Perfecto. Nos vemos esta noche, señor Poole.

Ya llevaba abajo demasiado tiempo, seguro que a Max ya le parecía raro. En una cajita que había junto a la puerta encontré un silenciador que probé en todas las pistolas que había hasta encontrar la única en la que encajaba. Lo acoplé al arma y me la metí debajo del cinturón; después me llené los bolsillos de diferentes tipos de munición para asegurarme de que tenía las que necesitaba. Los pantalones me colgaban con el peso de los bolsillos, pero la camiseta era bastante larga y los cubría sin problemas. Cerré la caja fuerte, después ajusté la puerta del cuarto de la caldera y tiré de la cadena antes de subir las escaleras, por si acaso Max estaba escuchando.

—Has estado ahí un buen rato —dijo sin despegar la mirada del televisor.

—Sí. —Me apoyé en la pared para intentar esconder el bulto que formaba la pistola—. Tengo que irme.

Sin dejar de mirar la tele, se metió otro snack de maíz en la boca, masticó y tragó.

—Ya me extrañaba —dijo.

—Nos vemos por ahí.

—Seguro que sí.

Abrí la puerta, salí afuera y me detuve para dar media vuelta y mirar hacia atrás. El salón estaba en penumbra, iluminado por la luz tenue y grisácea del televisor, que difuminaba los rasgos de Max y le hacía parecer agotado y demacrado. Movía la mandíbula mecánicamente y tenía los ojos oscurecidos, casi sin vida. Cerré la puerta.

Max se había cansado de la vida, había renunciado a ella. Ya no me resultaba tan extraño imaginar que alguien quisiera poner fin a la suya propia.