16

Estimado director:

El asesino conocido como el Manitas ha anunciado a nuestra comunidad que ha venido a purificar la ciudad, a salvar la población de Clayton de los hombres malvados cuyo objetivo es conducirla a la tentación y al pecado. Permítame que lo ponga en duda: ¡nada más lejos de la verdad! ¿Acaso debemos creer que un asesino que mata a sangre fría es un dechado de virtudes? ¿Pretende este pecador impenitente que lo aceptemos como guía espiritual? La Biblia nos dice: «Por sus frutos los conoceréis», y los frutos del Manitas están inequívocamente cargados de maldad. Él es un monstruo, un pecador vil, mucho peor que los hombres honrados a los que dice haber dado un justo castigo. Lo mejor que podemos hacer es no hacer ningún caso de él.

Al propio Manitas me gustaría decirle algo: vuelve al redil. Los pecados que has cometido desaparecerán; la pesada carga que tanto te abruma se aligerará. El proceso será largo y difícil, pero si te dejas guiar por los que sirven al Señor, podrás volver a ser puro.

No busques cobijo entre los falsos profetas. Confía en la Iglesia y sus líderes. No dejaremos que te pierdas.

Atentamente,

PADRE BRIAN ERIKSON

—¿Estás lista?

Marci sonrió y abrió la puerta.

—Sin duda. ¿Qué te parece la camisa?

Llevaba una camisa negra de mangas cortas y abullonadas; asentí.

—Sí, está muy bien. Ya te la había visto.

—Tengo tantas que es difícil seguirles la pista —dijo entre risas.

—Me alegro de que te sientas mejor.

—Estoy genial —dijo ella—. Me encuentro perfectamente. —Marci sonrió—. ¿Adónde vamos?

—No hace falta que vayamos a ninguna parte —dije encogiéndome de hombros.

Empezaba a hacer demasiado fresco como para ir en bici, caminar o cualquiera de las otras cosas que a Marci le gustaban. Habíamos pasado los dos últimos días en su casa, viendo la tele y jugando a las cartas, y a mí ya me parecía bien. El periódico aún no había publicado mi carta y estaba demasiado nervioso como para hacer cualquier otra cosa.

—No aguanto más aquí dentro —dijo ella—. Necesito salir: volver a ver el exterior.

—Me parece bien. ¿Hay alguna parte en particular que quieras ver?

—Primero, algo de comer —dijo mientras me seguía hacia el coche—. Algo grasiento y asqueroso. Lo que comemos en casa es demasiado sano.

Yo me reí mientras entraba en el coche.

—Friendly Burger —dijo mientras se abrochaba el cinturón de seguridad—. Hace tiempo que no voy.

Asentí y arranqué el coche. El Friendly Burger era uno de aquellos sitios que solamente se encuentran en las ciudades pequeñas: una hamburguesería donde los dueños, los trabajadores y los clientes eran todos del lugar. El cartel era una silueta gigante de madera de una hamburguesa sonriente con un par de brazos y los pulgares hacia arriba. Se veía desde manzanas de distancia.

—¿Sabes que es lo que más me gusta de este sitio? —preguntó Marci asintiendo en cuanto lo tuvimos a la vista—. Que no tiene franquicias.

—¿Y por eso te encanta?

—Significa que es el único que existe. Puedes ir a cualquier parte del mundo y verás que allí hay un McDonald’s. Pero solamente hay un Friendly Burger y está aquí. Es completamente único.

—¿Así que lo que lo convierte en fabuloso es que nadie más quiere uno en su ciudad?

—Oh, todo el mundo quiere uno; al menos, todos los que han estado aquí. Lo que los convierte en fabulosos es que se niegan a vender.

Entramos en el aparcamiento y dejamos el coche debajo del cartel.

—¿Sabes?, hay algo que siempre he querido saber sobre este sitio —dije y señalé el cartel—. ¿Crees que una hamburguesa levantaría el pulgar si supiese que te la vas a comer?

—Puede que ésa sea la culminación de las aspiraciones de una hamburguesa: que te la comas. Debe de ser como su cielo particular.

—Pero ¿y si hubiese algo que se comiese a los humanos? ¿Qué dirías si abriesen una cadena de restaurantes donde se pudiesen comer hamburguesas de humanos? ¿Posarías sonriendo y saludando para un cartel donde le dirías a todo el mundo lo contenta que estabas de que te fuesen a comer?

—Si fuese una franquicia, no —dijo con una pequeña sonrisa—. Solamente poso para los sitios que venden hamburguesas de humano que además son únicos.

—Al menos tienes principios.

—Dejemos de antropomorfizar la comida; prefiero comérmela. Tengo seis cereales en el estómago que han formado una piedra y necesito un poco de grasa y ketchup para deshacerla.

Entramos y nos pusimos en la cola. El local estaba bastante concurrido para ser martes por la tarde y, hasta que nos tocó, pasamos el rato charlando con varias personas que Marci conocía. Bueno, ella hablaba; yo simplemente estaba a su lado, cogido de su mano. No hizo falta mirar la carta porque no había cambiado en cinco años.

—Eh, John.

Levanté la mirada sorprendido y vi a Brooke detrás del mostrador con un gorrito de papel de Friendly Burger. Ya nos tocaba, así que nos acercamos.

—Hola, Marci —dijo Brooke—. ¿Qué tal?

—Muy bien —dijo boquiabierta—. No sabía que trabajabas aquí.

—Sólo llevo un par de semanas. Desde que empezó el instituto, creo. He pasado el verano en los parques, con el equipo de jardineros, así que en otoño me he tenido que buscar otra cosa.

—Genial —dijo Marci—. ¿Y te gusta trabajar aquí?

—Depende de lo que haga —dijo, y se rió mirando hacia arriba con cierta vergüenza—. Lo de atender a la gente no está mal, pero tarde o temprano a alguien le toca limpiar las máquinas de refrescos. —De pronto abrió mucho los ojos—. O sea, que las limpiamos cada día, claro, pero no me gusta tener que hacerlo yo. Lo siento, ha sonado asqueroso.

—No importa —dijo Marci y se inclinó hacia delante como para hacer una confidencia—. ¿Hay algo que no deberíamos pedir?

—Por supuesto que no —dijo Brooke en voz alta y mirando por encima del hombro; después señaló los nuggets de pollo de la carta que había en el mostrador.

Marci enarcó la ceja y Brooke asintió.

—Entonces pediremos dos hamburguesas Friendly Burger —dijo Marci—. ¿Quieres queso, John?

—La verdad es que prefiero la de pescado; no…

Marci se quedó mirándome, pero después se rió y negó con la cabeza.

—Claro, perdona: lo de la carne. Una hamburguesa Friendly Burger y un filete de pescado Friendly. Y unas patatas y la bebida para compartir.

Brooke anotó el pedido en un pequeño bloc de espiral, arrancó la página y lo marcó en la caja registradora. Saqué la cartera y busqué los billetes; ella me dijo el total, le di el dinero y abrió la caja para darme el cambio.

—Tiene gracia, ¿no? —dijo ella mientras contaba las monedas.

—¿Eh?

—La última vez que nos vimos aquí estábamos en el mismo lado del mostrador y ahora yo he cruzado al otro.

Marci volvió a cogerme de la mano, un poco más fuerte que antes, y las colocó sobre el mostrador.

—¿Tuvisteis una cita aquí?

—No hay muchos sitios más adonde ir —respondí.

—Sí —dijo Brooke—. Fue… —De pronto se le ensombreció la cara—. Fue la noche que Forman… —Miró por todo el local, que estaba lleno—. Bueno, supongo que ya sabes a qué me refiero. —Se quedó repentinamente en silencio y me devolvió el cambio—. El número setenta y ocho.

Marci y yo nos apartamos del mostrador a esperar el pedido y Brooke ofreció una amplia sonrisa a la siguiente pareja de la cola. Parecía contenta y animada, ansiosa por hablar con la gente, y estaba guapa incluso con aquella espantosa camisa de Friendly Burger.

Marci me rodeó la cintura con los brazos. Yo la miré sorprendido y vi que miraba a Brooke.

—Qué raro que haya mencionado la última cita que tuvisteis.

—Ella es así —dije—. Habla sin pensar. Si supiese que te ha molestado se sentiría fatal.

—Puede que sí —dijo Marci; entonces se volvió hacia mí y me sonrió, y ocupó todo mi campo de visión—. Pero ahora te tengo yo, ¿no?

Le devolví la sonrisa, disfrutando de la cercanía.

—Sin lugar a dudas.

Nos entregaron el pedido y buscamos la mesa más limpia que había. Marci puso un montón enorme de ketchup en el centro de la bandeja y lo removió distraídamente con un manojo de patatas.

—¿Cómo era él? —preguntó mientras miraba el ketchup fijamente.

—¿Quién?

—Clark Forman. Yo lo vi alguna vez, claro, pero no lo conocía. No como tú; ni como Brooke.

—Ella solamente pasó allí unas horas —dije mirando cómo jugaba con el ketchup; era rojo e intenso, como sangre espesa—, y la mayor parte de ese tiempo Forman ya estaba muerto. De todos modos, yo estuve allí dos días, creo, y tampoco diría que lo conocía. Sabía algunas cosas sobre él, eso es verdad; lo suficiente como para escapar.

—Era horrible —dijo escupiendo las palabras como si tuviesen un sabor muy desagradable—. Era un monstruo y merece la muerte, da igual cómo era. —Levantó la mirada y la clavó en mis ojos—. Todavía me cuesta creer que tuvieses que pasar por todo aquello.

La miré intentando leer su expresión: amargura y enfado, pero también ternura. Levantó la mano y alargó el brazo para tocar el mío. «¿Es afecto o está siendo posesiva?» Eché un breve vistazo hacia el otro lado del local, en dirección al mostrador donde Brooke estaba hablando con un cliente; una mirada cortísima, de una fracción de segundo. Marci me apretó el brazo.

—En casa de Forman —dije intentando que se olvidara de Brooke—, pasé casi todo el tiempo encerrado. La primera noche estuve solo, y después me quedé en el sótano un día y una noche.

—Debe de haber sido aterrador.

—Supongo que sí —dije—. Pero creo que estaba más enfadado que asustado. No soy tan emocional como las chicas; cuando los demás estaban traumatizados, yo fui capaz de pensar y encontrar la manera de salir de allí.

—Y por eso eres mejor que el resto —dijo con total convicción.

—¿Mejor?

—Tú los salvaste a todos, ¿verdad?

—Sí.

Ella asintió y volvió a mirar el ketchup. Lo removió, se metió las patatas en la boca, masticó y tragó.

—¿Qué tal van los planes para salvar a todo el mundo del Manitas?

Ladeé la cabeza, confundido. «Supongo que ya ha superado lo que fuese que le impedía hablar del tema después del baile.»

—Bien. Si todo va como espero, quizá no vuelva a matar.

Ella levantó la cabeza para mirarme.

—¿Suelen salir las cosas como tú esperas?

Yo negué con la cabeza.

—Nunca me ha pasado.

El miércoles por la mañana me volví a levantar pronto y esperé junto a la ventana a que llegase el repartidor de periódicos. Llegó a las seis y lo lanzó más o menos en dirección a la funeraria; yo salí corriendo a cogerlo. Hacía frío. Una vez dentro le arranqué la goma, lo abrí sobre la mesa de la cocina y busqué las páginas de opinión. Ahí estaba, encabezando la sección de «Cartas al director»: la misiva que le había escrito al Manitas y que había atribuido al padre Erikson. «La han publicado.» Tenía miedo de que no lo hicieran por ser demasiado controvertida o de que llamasen a Erikson antes de incluirla; pero no, la habían aceptado tal cual y, creyendo que se trataba de un mensaje de esperanza en tiempos difíciles, la habían impreso.

Todo el mundo la iba a interpretar de ese modo, excepto el Manitas. Para él era como si alguien hiciese sonar la campana para ir a cenar.

«Tengo que llamar a Erikson», pensé, pero me obligué a tener paciencia. Si quería que me creyese, tenía que ser convincente: si le llamaba demasiado pronto podría hacerle sospechar que la carta la había escrito yo y así nunca accedería a mi plan. Me quedé sentado sin hacer nada, después di vueltas por la habitación y por último encendí el televisor, vi qué ponían en todos los canales y lo apagué. «¿Y si el Manitas ha visto la carta tan pronto como yo y decide matar a Erikson ahora, sin esperar a que caiga la noche?» Las dos semanas ya habían pasado. Si realmente iba a esperar quince días como de costumbre, tenía que atacar aquella misma noche: el miércoles. Por otro lado, si volvía a la pauta anterior, quizá esperase hasta el jueves; pero si decidía atacar antes, como ya había hecho en otra ocasión, yo ya llegaba tarde, pues seguramente habría matado a alguien la noche anterior. Volví a encender el televisor y busqué un canal donde estuvieran dando las noticias, pero no dijeron nada de un nuevo cadáver. Lo apagué y seguí dando vueltas por mi cuarto.

La espera fue una agonía.

Finalmente, a las ocho de la mañana, cuando mi madre empezó a dar señales de vida, me llevé el teléfono a la habitación, cerré la puerta y marqué el número de la casa del cura. Lo cogió al segundo tono.

—¿Sí?

«Empieza el espectáculo.»

—Padre Erikson, ¿está bien?

—¿Quién es?

—Soy yo, John Cleaver. El chico que habla de demonios.

—Oh. —Pausa—. ¿Necesitas algo?

—Necesitaba saber si estaba bien —dije procurando que mi tono reflejase cierta urgencia—. Acabo de leer su carta en el periódico y pensé que le había pasado algo.

—¿Qué carta?

—Su carta al director; la acabo de leer. No sé qué le pasaba por la cabeza cuando la escribió, pero el Manitas se va a cabrear de lo lindo.

—Yo no he escrito ninguna carta al director.

—Claro que sí. La tengo delante: «El asesino conocido como el Manitas ha anunciado a nuestra comunidad que ha venido a purificar la ciudad.» No me cabe duda de que el periódico pensó que no tenía nada de malo, pero…

—Eso no lo he escrito yo. ¿Sale mi nombre?

—Padre Brian Erikson. Es usted, ¿verdad?

—Es mi nombre, pero no la he escrito yo. —Pausa—. ¿Qué más dice?

—Entonces, ¿quién puede haberla escrito? —pregunté.

—No tengo ni idea —dijo, y a través del teléfono oí que se cerraba una puerta—. ¿Qué más dice?

—Un montón de cosas pensadas para hacer que el Manitas monte en cólera, incluyendo su odio por la autoridad y su obsesión por la religión. Usted sabe que se va a poner como loco. Hasta lo ha llamado pecador.

—Ya te he dicho que no he sido yo.

Volví a oír la puerta.

—Deje que se la lea.

—No hace falta, tengo el periódico aquí mismo. —Oí el crujido del papel, seguido de un largo silencio. Al cabo de de uno o dos minutos, volvió a hablar—. John, tengo que colgar. He de llamar al periódico y…

—¡No! —dije—. Tiene que salir de aquí.

—¿Salir?

—¿No ve lo que esto significa? Por mucho que usted no haya escrito la carta, el Manitas cree que sí, lo que prácticamente garantiza que usted será su próximo objetivo.

—Pero…

—Y si usted no la ha escrito, alguien lo ha hecho con la intención de ponerlo en su punto de mira. Eso significa que hay dos personas que quieren verlo muerto.

Pausa.

—¿Cómo puedes estar tan seguro?

—Vuélvala a leer —dije mientras miraba mi copia—. El Manitas está obsesionado con la religión y con las figuras con autoridad; él mismo afirmó en la carta que envió al baile que ha venido a purificar la ciudad matando a los que nos hacen salirnos del buen camino. Eso sugiere un profundo sentimiento de culpa que viene de su experiencia con la religión; es el abecé de los perfiles criminales. La carta le restriega ese sentimiento de culpa por la cara, es más: lo hace en nombre de un líder religioso y eso es mucho peor. Y después está la manera en que usted hace alarde de su superioridad y le dice a toda la comunidad que no haga caso de su mensaje. Pero el Manitas cree que éste es tan importante que amenazó a todo el instituto con una bomba: decirle a la gente que no le haga caso y que le siga a usted es como pedir directamente que lo maten.

Silencio.

—La carta utiliza las palabras del mismo Manitas en su contra —continué—, con expresiones como «puedes ser purificado» y «no dejaremos que te pierdas».

«También habla de las manos del asesino», pensé. Seguramente eso era lo que más le iba a molestar de toda la carta, pero no quería decírselo a Erikson, pues no había manera de explicar la importancia de ese hecho sin revelarle todo lo que yo sabía. Solamente serviría para que sospechase de mí.

—Básicamente —continué—, usted ha atacado todo aquello en lo que él cree; desprecia todo lo que está intentando hacer y remueve sus heridas emocionales, las que seguramente lo convirtieron en un asesino.

—Pero yo no he escrito la carta…

—¡No importa quién lo haya hecho! —dije un poco demasiado alto. Intentaba parecer desesperado y esperaba estar consiguiéndolo—. No importa quién la ha escrito —repetí en voz más baja—, sino que lleva su nombre, y eso es lo que verá el asesino. Ya puede decir lo que quiera, pero usted es la siguiente víctima.

Silencio.

—¿Y si no lee los periódicos?

—Ha escrito dos cartas al director: sí que los lee.

Más silencio.

—De acuerdo —dijo por fin—. Tienes razón. Pero si consigo que el periódico publique una rectificación…

—Entonces usted parecerá un cobarde que se arrepiente de lo que ha dicho.

—En ese caso, tengo que llamar a la policía.

—¿Para que muera otro agente más? —pregunté—. Hace dos semanas intenté avisar a la policía después de que usted y yo averiguásemos la conexión con la religión. A raíz de mi llamada intentaron proteger a William Astrup. El asesino se enteró y, como castigo, mató al sheriff. Que nosotros sepamos, podría ser incluso un policía. ¿Quiere que alguien muera para protegerlo a usted?

—¿Qué más puedo hacer? No puedo quedarme esperando a que venga a matarme.

«Allá vamos.»

—Puede marcharse —dije—. Puede hacer las maletas y salir de la ciudad para visitar a algún familiar o tomarse esas vacaciones que hace tiempo que necesita. Cualquier cosa. Si no está aquí, no podrá matarlo; y si tampoco hay agentes protegiéndolo, tampoco podrá cargárselos a ellos.

—¿Y mis vecinos?

—Mientras no les diga nada, son inocentes; y el Manitas se esfuerza por que éstos estén a salvo. Piense en el baile del instituto: la bomba era falsa y la pistola ni siquiera estaba cargada.

—Los protege hasta que monta en cólera —dijo él—. Entonces se convierten en objetivos fruto de la oportunidad. Atacó al asistente del alcalde simplemente porque también estaba allí.

—Pero no lo mató. Solamente lo atacó porque formaba parte de su plan. Es demasiado meticuloso para elegir víctimas sólo porque se han cruzado en su camino. Si no puede acabar con usted en el terreno que él mismo ha preparado, no matará a nadie.

—¿Realmente piensas eso?

«No.»

—Por supuesto —mentí—. Es un hombre muy cuidadoso y organizado.

—Entonces me seguirá —dijo— y me atrapará cuando esté saliendo de la ciudad.

—No si se marcha ahora mismo. No son más que las ocho y puede que ni siquiera haya leído el periódico. Váyase ahora que aún puede y vuelva dentro de una semana, cuando ya sea seguro.

Pausa.

—No estaré a salvo hasta que lo hayan atrapado —dijo el cura—. Me marcho, pero esta noche llamaré a la policía y les pediré que vigilen el vecindario. Si me busca por aquí, quizá lo encuentren. Si no se lo digo demasiado tarde, no tendrán tiempo de vigilarlo y averiguar cuáles son sus planes.

«¡No! Quiero usar su casa como trampa.» Sin embargo, su idea tenía sentido y no se me ocurría cómo convencerle de lo contrario sin que sospechase.

—Buena idea.

«Quizá pueda usar la funeraria: está en las afueras, en una calle sin farolas… Pero tendría que librarme de mi madre.»

—Y tú, John, quiero que me prometas que no te meterás en todo esto.

—Claro.

—¿Claro que me lo prometerás o claro que te involucrarás?

«Menudo tío tan listo, el cura.»

—Prometo que no me entrometeré —mentí. Si me diesen una moneda por cada vez que había roto una promesa solemne…

—Muy bien —dijo—. Por si acaso, le diré a la policía que te vigilen.

—¿No se fía de mí?

—Me marcho de la ciudad porque tú me lo has recomendado —respondió—. Creo que eso deja bien claro si me fío o no. Me alegro de que me hayas llamado para avisarme, pero quiero asegurarme de que estarás a salvo.

—Gracias —dije dando golpecitos a la libreta donde había escrito el primer borrador de la carta—. Le prometo que me mantendré al margen.

Colgamos y eché un vistazo en la funeraria en busca de un buen sitio para retener a una persona. Los lugares más obvios eran demasiado evidentes: no podía decirle que entrase en el armario y esperar que me obedeciese. Tenía que ser un lugar en el que fuese a meterse igualmente; eso reducía las posibilidades a la entrada, pero las puertas principales eran de cristal y escapar a través de ellas sería demasiado sencillo.

Por otro lado, la entrada lateral era perfecta. Había una puerta de robusta madera que daba a unas escaleras; desde allí se accedía a la funeraria mediante otra de madera maciza o a nuestra vivienda por una tercera puerta. Tenía que bloquear esas dos puertas para impedirle el paso a un demonio desesperado y armado con un hacha pequeña, pero podía hacerlo. El plan podía funcionar.

Había llegado el momento de pasar a la segunda fase.