15

La mañana siguiente dormí hasta más tarde de lo normal, soñé con Marci y finalmente salí de la cama a las diez. Mi madre no estaba en casa, así que encendí el televisor; como no ponían nada, lo apagué. Me preparé un bol de cereales y, justo cuando me estaba sentando a desayunar, sonó el timbre. No le hice caso, pero se oyó una vez más y después otra. Me levanté con pereza de la silla, fui hasta la puerta, bajé las escaleras hasta la entrada y la abrí. Brooke ya se marchaba.

—Eh —dije y de pronto me di cuenta de que llevaba un pijama arrugado y el cabello enmarañado por culpa de la espuma para el pelo.

Ella se dio media vuelta.

—Hola.

Iba vestida con sencillez, con unos vaqueros y una camisa de manga larga. Se quedó un momento parada y en silencio, moviendo los pies.

—Acabo de enterarme de lo de Rachel y quería decirte que lo siento mucho.

—¿Rachel?

Brooke, que ya estaba pálida, se quedó lívida.

—No te has enterado.

No era una pregunta, sino un arrebato de comprensión repentina; y en aquel instante, al leer sus ojos, su cara y su postura, recibí el mismo impacto. Sabía exactamente lo que iba a decir.

—Se ha suicidado —dije.

Brooke asintió. Maldita sea.

Di un paso atrás; sentí que la cabeza se me vaciaba de sangre y se me quedaba ligera e inútil. Una cosa hueca y sin valor llena de ruido estático. Las paredes se volvieron oscuras y oprimentes, el sol era demasiado brillante y frío.

—Estuvo toda la noche hecha un desastre: lloraba y estaba deprimida, pero no creí que pudiese llegar hasta este punto. No tenía ni idea. —Me aparté de la puerta y, al ver la pared tan cerca, le di un puñetazo con rabia—. ¿Por qué? —Mi grito se convirtió en un rugido, alto y ronco, que me arañó la garganta y me la dejó en carne viva.

—Siento habértelo dicho yo —dijo Brooke, que continuaba en el umbral—. Sé que últimamente pasabas mucho tiempo con ella y he pensado que debía venir para ver si podía hacer algo… John, lo siento mucho.

—¿Por qué siguen suicidándose? —exigí—. Todo lo que hacemos, lo que arriesgamos, no es… ¡no sirve para nada! Ni siquiera hemos podido detener a los asesinos. Todos siguen ahí fuera, matando a quien les apetece y no podemos hacer nada. ¡No sé siquiera por qué lo intentamos!

Me dejé caer sobre un escalón y al aterrizar me hice daño; saboreé el dolor, el hecho de poder concentrarme en él. Apreté los dientes y volví a darle un puñetazo a la pared; la aporreé hasta que la mano, enrojecida, me palpitaba de dolor. Brooke se metió las manos en los bolsillos y después las volvió a sacar. Luego se apoyó en el quicio de la puerta.

—¿Quieres hablar?

—¿Qué más da? Nadie me escucha cuando lo hago.

—Yo sí.

La miré, estaba enmarcada por la puerta.

—Pero tú crees que soy un friqui.

Se encogió de hombros, incómoda.

—Hasta los friquis necesitan hablar de vez en cuando. Si te soy sincera, a mí también me hace falta.

Me levanté lentamente frotándome la mano y le hice un gesto penoso a la pared, como queriendo decir que no era nada y que olvidase que aquello había ocurrido.

—Entonces, sube a casa —dije—. Los cereales se me están quedando blandos.

Subí las escaleras y ella me siguió. Me senté a desayunar e hice un gesto en dirección al armario.

—Ahí hay boles, si quieres.

—Gracias.

Se preparó un bol de cereales y se sentó delante de mí a aplastar los copos dentro de la leche con la cuchara.

—¿Conocías mucho a Rachel?

Dije que no con la cabeza.

—Creo que no conozco mucho a nadie. —Me metí una cucharada en la boca, mastiqué y tragué—. Supongo que es la mejor amiga de Marci, pero nunca hacíamos nada con ella.

Brooke sonrió.

—Me parece que ahora el mejor amigo de Marci eres tú. —Sonrió y después se estremeció—. Perdón, quería decir que lo eras incluso antes de que su otra mejor amiga muriese. Lo siento, ha sonado fatal.

Me encogí de hombros.

—Es difícil hacer que un suicidio suene peor de lo que ya es. Puedes decir lo que quieras.

—Yo no sé si tengo mejores amigos —dijo Brooke mirando los cereales. Aún no había probado bocado—. Aunque conocía bastante a Rachel. Siempre nos hemos llevado bien. —Sonrió y levantó la mirada—. Me acuerdo de un día que hicimos una fiesta de pijamas en su casa y jugamos a decir quiénes eran los chicos que nos gustaban. Ella nombró a Brad. —Volvió a bajar la mirada—. Me alegro de que pudiesen ir juntos al baile antes de que ella muriese, aunque solamente fuese una vez.

Yo fruncí el ceño.

—No es que haya muerto: no le ha caído un meteorito encima ni nada por el estilo. No ha sido un desastre natural ni un ataque ni un accidente. Se ha suicidado. Estaba ahí, absolutamente viva, y de pronto pensó: «¿Sabes qué?, voy a poner fin a mi vida» y ahora ya no está. ¿Qué le pasa a una persona por la cabeza para hacer eso?

Brooke negó con la cabeza, tenía los ojos húmedos.

—No lo sé.

—Mi madre hablaba el otro día de marcharnos —dije—. Obviamente, no podemos; porque los tiempos peligrosos, momentos como éste en que se pasa miedo, son los únicos que nos permiten ganarnos la vida en un agujero como éste. Hemos de encargarnos de los muertos. Ahora tendremos que ocuparnos de Rachel. Pero a veces me gustaría poder marcharme de aquí. Salir a la autopista y conducir y conducir hasta que ya ni me acuerde de este lugar. Hasta que llegue a un sitio que esté bien. —Me eché a reír, pero era una risa débil y forzada—. Aunque supongo que cualquier parte será igual de horrible.

Brooke tenía la mirada perdida y los ojos húmedos. Removí un poco los cereales, le di un golpecito al bol con la cuchara y la dejé sobre la mesa.

—Creía que podía poner fin a todo esto.

Brooke me miró.

—Creía que podía agitar una varita mágica —continué—, o blandir un cuchillo o lo que sea y hacer que se terminasen los asesinatos, que se acabase la tristeza; que nadie más tuviese que morir. Nadie tendría que marcharse a ninguna parte. Pero eso no pasa. La gente siempre se va y no importa si alguien les pega un tiro o una puñalada, si los atropella un camión o si se los lleva el cáncer o la edad: nunca dejará de ocurrir.

—Todo el mundo muere —dijo Brooke—. El problema es que no todos lo hacen cuando les toca.

—¿Cómo puedes saber cuándo les toca?

Se encogió de hombros.

—No lo sabes. Creo que lo único que puedes hacer es ayudar a los demás tanto como puedas y, aunque solamente les consigas un día más, ya es uno del cual no iban a disfrutar.

—¿Y crees que un día más puede hacer que algo cambie?

—No lo sé. Supongo que puedes hacer muchas cosas en un día, pero creo que en realidad le importa más al que ayuda, ¿sabes? Cuando le echas una mano a alguien, aunque sólo sea un día, eso significa que eres la clase de persona que ayuda a los demás. —Volvió a levantar la vista—. Y yo pienso que el mundo necesita más gente así.

La puerta de fuera se cerró de golpe y el sonido llegó amortiguado por las paredes que había entre la entrada y nosotros. A continuación se oyeron pasos en las escaleras y después otro golpe, al tiempo que se abría la puerta de arriba y mi madre entraba con los brazos cargados con la compra.

—John, ¿me ayudas con…? Oh, Brooke. —Se quedó parada, con la boca abierta—. No… no sabía que habías venido. ¿Qué pasa?

Brooke se secó las lagrimas con las mangas de la camisa.

—Hola, señora Cleaver. Estábamos charlando. ¿Necesita ayuda con la compra?

Mi madre pasó junto a nosotros mientras nos miraba a los dos, sorprendida.

—No, no te preocupes. Puedo cargarlo yo sola. —Dejó las bolsas sobre la encimera—. ¿Estáis bien? Has llorado. —Dio un paso adelante—. Los dos habéis llorado.

—Rachel Farnsworth se ha suicidado —dije.

A mi madre se le quedaron los ojos como platos.

—No.

—Anoche —dije—; supongo que fue después del baile. Brooke acaba de venir a decírmelo.

—Lo siento —dijo Brooke.

—¿No fuiste con ella al baile? —preguntó mi madre mientras se sentaba. Tenía las manos por encima de la mesa, flotando, como si quisiera acercarse y agarrar las mías, pero no lo hizo—. ¿Estaba bien?

—La verdad es que pareció deprimida toda la noche —respondí—. Después de que llegase la policía no la volví a ver. Brad la llevó a casa y Marci se fue con su padre.

—¿Has hablado con Marci?

Miré a Brooke, que hizo una mueca e inspiró aire entre los dientes. Conocía esa expresión: se sentía culpable.

Yo negué con la cabeza.

—Todavía no.

—Tengo que irme —dijo Brooke y se puso en pie—. No pretendía robar todo tu tiempo. Me voy y así podrás llamarla.

—Adiós, Brooke —dijo mi madre—. Gracias por venir.

—Sí —respondió ella y me miró.

Yo no dije nada, así que se marchó.

—¿Estás seguro de que te encuentras bien? Pareces afectado y normalmente las muertes no te impresionan. ¿Te pasa algo?

—No estoy triste porque esté muerta —dije levantándome de la silla—, sino porque no puedo hacer nada al respecto.

Cogí el bol de cereales y lo llevé a la cocina, vacié los restos en el fregadero y lo aclaré con un chorro de agua. Sostuve el cuenco en el aire un instante, inmóvil, y después lo posé con cuidado sobre la encimera. Dejé la cuchara a su lado con cuidado, me quedé mirándola y después la moví un poquito hacia la izquierda hasta que quedó paralela al bol. Estaban perfectamente colocados, como para la foto de un anuncio.

—¿John?

—No es normal —dije. Recoloqué la cuchara para que estuviese más cerca del bol.

—¿La cuchara?

—El suicidio. No es normal. Hay algo… raro.

—¿El qué?

—¿Te parece que lo sé? —Volví a tocar la cuchara y la moví de modo casi imperceptible. Miré más allá, hacia el todo y la nada—. Es demasiado perfecto.

—¿El suicidio es perfecto?

—Se ha cortado las muñecas —dije—. Igual que Allison Hill e igual que Jenny Zeller. Pero ¿por qué?

—Es una forma muy habitual de suicidarse —replicó mi madre—. No quiere decir que estén relacionados.

Levanté la mirada repentinamente, con los ojos bien abiertos.

—Pero lo están, ¿verdad?

—Yo no he dicho eso.

—Pero sabes que es verdad. Todos somos conscientes de ello, lo que pasa es que aún no lo hemos reconocido. Demasiados suicidios, demasiado parecidos entre ellos. —De pronto estaba tan enfadado que dejé caer la mano con fuerza sobre la encimera—. ¡Maldita sea! ¡Alguien ha salido a matar todo lo que se le pone por delante! ¡Lo está haciendo delante de nuestras propias narices y nadie se ha parado a pensar en ello!

—John, son suicidios. Lo han hecho ellas mismas.

—No, no es cierto —dije. De pronto mi cabeza había vuelto a la vida con cientos de posibilidades que se arremolinaban en su interior. «¡Es tan obvio!»—. Se supone que debemos pensar que se están matando ellas solas, pero no es así. El Manitas no es el único asesino que hay ahora en la ciudad.

—¿Crees que la policía no lo ha pensado? —preguntó mi madre—. Si en alguna de esas muertes hay algo que huela a asesinato, te garantizo que lo estarán investigando.

—Pero es que no hay pruebas —dije y me acerqué a ella—. Al menos no del tipo que la policía sabe reconocer. Es un demonio.

Me miró fijamente, en silencio. Sentí que el corazón me golpeaba el pecho con una mezcla de miedo y emoción. «¡Ha de ser esto! Anoche, en el baile, sabía que tenía que haber otro asesino; sabía que no podía ser el Manitas y ahora resulta que lleva todo este tiempo sin esconderse lo más mínimo.»

—No me digas que no te das cuenta —empecé a decir, pero ella me interrumpió.

—Sí que lo veo —dijo, con la cara blanca—. No quiero, pero me doy cuenta. Es como una ilusión óptica, que la miras una y otra vez… y una vez la has visto… ya no puedes dejar de verla.

—Somos los únicos que podemos detenerlo. Somos los únicos que saben lo suficiente como para hacer algo. —Salí corriendo al pasillo—. Tengo que vestirme para ir a casa de Marci.

—¡Espera! —gritó mi madre—. ¡Hemos de hablar de esto!

—Eso es lo que voy a hacer.

—No —dijo—. Me refiero a ti y a mí, juntos. —Mi madre me siguió al pasillo—. No tienes que meter a Marci en este asunto. Estoy intentando ayudarte y… estoy aquí, contigo.

—Sí. Lo sé.

Entré en mi cuarto y cerré la puerta.

—Marci, ha venido John.

Estaba en el pasillo de casa de los Jensen mientras la madre de Marci llamaba a la puerta de su habitación. Déjà vu. No hubo respuesta, así que volvió a llamar.

—Marci, ¿estás ahí?

—No quiero ver a nadie —dijo Marci suavemente. Tenía la voz quebrada y débil.

—¿Ni siquiera a John?

—A nadie —repitió Marci y su madre me miró sin saber qué hacer.

—Lo siento, John: lleva así toda la mañana. Pero no te preocupes, pronto saldrá. ¿Quieres un poco de pan?

—No, gracias —dije con cuidado de no hacer ninguna mueca—. Dígale que…

Me quedé callado, desesperado por hablar de los asesinos. «¡Hay dos —quería gritar—. Siempre han sido dos y no nos dimos cuenta!». Pero su madre estaba delante y no podía decir nada que pareciese estúpido.

—¡Marci! ¡Tenemos que hablar! —grité.

—Hoy no, John —respondió ella desde dentro—. ¿No puedes dejarlo estar?

Su madre me sonrió con tristeza.

—Lo siento, John. Ya sabes cómo se pone.

Respiré hondo.

—Sí, lo sé. Dígale que me llame. No sé si…

—Necesita estar sola un rato —dijo su madre mientras me conducía hacia la planta baja—, pero no pasará mucho tiempo hasta que vuelva a necesitarte. No te preocupes, te llamará aunque yo no se lo diga. —Llegamos a la cocina y cogió un par de guantes sucios de cuero—. Tengo que esparcir el compost antes de que refresque más. ¿Estás seguro de que no quieres comer nada?

—Estoy bien —le aseguré—. No hace falta que me acompañe.

Asintió y salió por la puerta de atrás mientras yo caminaba lentamente por el oscuro pasillo en dirección a la puerta. Ya hacía el frío suficiente para que finalmente tuviesen la puerta de la calle cerrada; era la primera vez que la veía así. Puse la mano en el pomo y me quedé helado al escuchar el ruido de una emisora, que provenía de la habitación de al lado.

—Agente Jensen, ¿está ahí?

Era la emisora de la policía. Oí el crujido de una silla y después el de un periódico; enseguida habló el padre de Marci.

—Sí, Steph, estoy aquí.

«Stephanie —pensé—, de la comisaría.»

—Nos acaba de llamar uno de los rastreadores, que estaba cerca del lago. Han encontrado otra fogata con huesos y unos guantes quemados. Al parecer los restos de los guantes son más grandes que los que encontramos cuando lo de Coleman. Moore quiere que vaya a echar un vistazo.

«Interesante», pensé y me acerqué un poco más sin hacer ruido.

—¿Los restos son de hace mucho? —preguntó el agente Jensen.

—De hace bastante —dijo Stephanie—. Es más probable que sean del pastor Olsen que del sheriff, suponiendo que no sean falsos. En cualquier caso, métalo todo en bolsas y tráigalo. Veremos si coincide con algo.

—De acuerdo, Steph. Hasta ahora.

—Hasta luego.

Oí un tintineo suave de hebillas, seguramente el agente Jensen se estaba poniendo el cinturón de policía. No podía abrir la puerta sin que me oyese y no quería que se enterase de que había estado escuchándolo a escondidas, así que salí del pasillo y me metí en el estudio, aguantando la respiración. Las pisadas de Jensen hicieron crujir las tablas del suelo, llegaron al vestíbulo y entonces se oyó el chirrido de las bisagras de la puerta. Salió afuera y la puerta se cerró de golpe detrás de él. Yo respiré, esperé unos segundos, me acerqué a una ventana y lo miré mientras caminaba hacia el coche, entraba en él y se marchaba.

«¿Por qué destruye las manos el Manitas?», me pregunté. Abrí la puerta y fui hasta mi coche. Hacía frío y me puse a temblar, pensando que debería haber traído una chaqueta. Me volví para mirar la ventana de Marci, pero la persiana estaba bajada del todo. «Le dije a ella que todo estaba perdido, que el perfil que habíamos hecho no servía para nada, pero me equivoqué. Acertamos con lo de los mensajes religiosos y con lo de que Astrup iba a ser el siguiente. Lo que pasa es que no nos lo tomamos suficientemente en serio y no nos dimos cuenta de que si le fastidiábamos el plan al Manitas, iba a vengarse. Meier no murió porque cometiésemos errores en nuestro perfil; murió porque lo hicimos bien pero lo aplicamos mal.» Temblando, le di la espalda a la casa y subí al coche.

«Dos asesinos: el Manitas y los suicidios. —Respiré hondo, intentando concentrarme—. Dos demonios; tiene sentido que Nadie haya traído refuerzos. Yo le había dicho que la mataría: venir sola hubiese sido una estupidez. Así que, en vez de hacer eso, ha cogido por banda a su amigo el Manitas y lo ha traído con ella para distraerme mientras ella cazaba. ¿Por qué no me he dado cuenta antes?»

Sacudí la cabeza.

«Todo lo que creía saber sobre Nadie, todo el perfil, pertenecía en realidad al Manitas. Eso me coloca en la casilla de salida en lo que respecta a Nadie, pero el perfil del Manitas sigue siendo correcto. Si lo encuentro, él me llevará a ella. Necesito centrarme.»

El timbre sonó tres veces antes de que me levantase a ver quién era. Abrí la puerta y me quedé helado.

Era el padre Erikson.

—Hola, John.

«¡Me ha encontrado!» El corazón me dio un vuelco y miré desesperadamente por la ventana, como si pensara que de pronto mi casa iba a ser asaltada por un enjambre de policías. Pero no había nada ni nadie. Retrocedí un paso y me preparé para salir corriendo.

—Menuda escena la que se montó en el baile —dijo—. Me han contado que tú salvaste la situación.

Así que se trataba de eso: mi actuación en el baile. Todo el instituto me vio hablando con Ashley. Es normal que saliese en las noticias, pero estaba tan distraído con Brooke, Rachel y Marci que ni siquiera se me había ocurrido poner la tele. Miré el televisor apagado, deseoso de encenderlo para ver qué decían, pero ya era media tarde: las noticias del mediodía habían terminado y aún faltaban horas para las de la noche. Suspiré.

—Así que ha atado cabos, ¿no? Hay muchos chavales que se llaman John, ¿sabe? No tenía por qué ser yo.

—No, no tenías por qué, pero era bastante probable. Me imaginé que serías tú y por eso he venido.

«Entonces no lo sabía seguro hasta que yo…»

—No te preocupes —dijo como si me hubiera leído el pensamiento—, he reconocido el coche. Habría sabido que eras tú aunque no hubieses abierto la puerta.

Asentí con expresión de tranquilidad, pero por dentro estaba aterrorizado. «Si al padre Erikson le basta ver las noticias para atar cabos y encontrarme, ¿quién más podría venir a por mí? ¿Nadie? La policía se esforzó mucho para que no se supiera lo de Forman, me pregunto si acabo de cargarme todo su trabajo.»

Alejé esa idea de mi cabeza y miré al cura. «Ocúpate de él primero.»

—¿Qué quiere?

—Me mentiste sobre la orientadora. En el hospital solamente hay una y ella no te conoce.

Me encogí de hombros.

—Bueno, sirvió para que usted se quedara tranquilo. Y menos mal, porque si me llega a denunciar y no puedo ir al baile, ¿qué habría pasado anoche?

—Según he oído, no hubiese pasado nada. La bomba era falsa. Evidentemente, eso no te hace menos valiente, pero sí que tu intento de desactivarla parezca mucho menos importante.

Sonreí.

—Tiene razón. ¿Piensa denunciarme ahora? ¿Va a entregar al héroe del baile?

—No… —Negó con la cabeza—. ¿Está tu padre en casa?

—No.

—¿Cuándo volverá?

—Llevo nueve años haciéndome esa pregunta.

El cura asintió, como si eso explicase algún asunto importante.

—¿Y tu madre?

—Ha salido a hacer la compra.

Volvió a asentir.

—¿Sabes?, no estoy seguro de entenderte, John. En la iglesia hablo con mucha gente con problemas y todos mienten de vez en cuando, todos rompen las promesas que hacen, pero tú… Tú eres la primera persona que conozco que me miente a la cara, es capaz de meterme el miedo en el cuerpo y después arriesga su propia vida para ayudar a alguien.

—Soy un pozo de sorpresas.

—No cabe duda —asintió—. Al menos parece que tu teoría sobre el Manitas es acertada.

Se apoyó nerviosamente en un pie y después en el otro, y miró por encima de mi hombro, hacia el interior del apartamento.

—¿Por qué ha venido?

Asintió lentamente.

—Por la misma razón que antes. Quiero que hables con mi amiga.

—Porque cree que voy a hacerle daño a alguien.

—Creo que te iría bien hablar con una terapeuta.

Solté una carcajada vacía y débil.

—¿Cuántas vidas tengo que salvar para que deje de pensar que soy uno de los malos?

—John, habíamos hecho un trato…

—Pues lo cancelo —dije con firmeza.

«Ha llegado la hora de acabar con esto —pensé—. Actúa con contundencia, no le des margen para discutir.»

—Vaya a la policía y dígales que hace dos semanas le hablé de matar a alguien. Le preguntarán por qué no les informó antes y cuando la única excusa que pueda esgrimir a su favor es que yo le pedí que no lo hiciera, creerán que es un idiota. Le preguntarán si tiene alguna prueba más allá de su propia palabra y, ¿sabe qué?, no las tiene. Le preguntarán si está al tanto de que John Cleaver arriesgó la vida para salvar un edificio lleno de gente y, oficialmente, usted se habrá quedado sin opciones. —Me crucé de brazos—. A la policía le caigo muy bien, pero si se va a sentir mejor, adelante: inténtelo.

Lo observé con atención y una expresión impasible. «¿Ha funcionado? ¿Se lo ha tragado? Si decide desafiarme y acude a la policía, me podría meter en un buen lío.» Lo único que me quedaba era esperar que mi confianza lo hubiese convencido.

Me observó en silencio desde el rellano. Un momento después asintió.

—Ya veo. —Hizo una pausa—. Ya veo.

Me miró a los ojos con las comisuras de los labios hacia abajo y la mirada apagada. Tristeza.

—Ten cuidado, John. Te estás adentrando en un terreno muy peligroso, seguramente mucho más de lo que yo pueda imaginar. Si necesitas algo, llámame, por favor.

No respondí.

Se dio media vuelta y se fue.

El cadáver del sheriff Meier llegó a la funeraria unos días después, el lunes por la tarde. Yo llegué de clase justo cuando mi madre y Margaret empezaban a trabajar en él. Me lavé y me uní a ellas, y las ayudé a lavar el cuerpo, a fijar la expresión, a tapar las heridas con vaselina. Mientras trabajábamos pensaba en Nadie e intentaba recomponer todas las pistas que tenía sobre ella. «Mata a chicas jóvenes. Hace que parezca un suicidio…» Ya está, eso era todo. No sabía nada más. En la escena no había huellas, únicamente las de la chica; no había señales de forcejeo ni nada que hiciese pensar que las muertes no eran simples suicidios. Supuse que cabía la posibilidad de que la policía supiese algo que no habían revelado, pero seguramente cualquier prueba que mantuvieran en secreto seguiría indicando un suicidio. De otro modo, el agente Jensen estaría mucho más pendiente de su hija.

Mientras realizaba las diferentes tareas con el cadáver, intenté varias veces darle la vuelta para ocuparme de la espalda; sin embargo, todas las veces mi madre encontraba algo que había que hacer antes: aún tenía el pelo sucio y había que repetir el lavado; el cordel de la boca estaba demasiado prieto y hacía que la nariz quedase con un gesto demasiado poco natural. No era cierto, estaba perfectamente. Pero mi madre intentaba ganar tiempo.

—Tarde o temprano tendremos que darle la vuelta —dije—. No podemos embalsamarlo hasta que sellemos la espalda.

—Lo sé —dijo con una mueca—. Es que no sé si podré soportarlo. Estoy bastante insensibilizada, pero… ¿Cuántas heridas tenía David Coleman en la espalda? ¿Y cuántas más tendrá este cadáver?

Me encogí de hombros.

—No hay vuelta de hoja.

Ella suspiró y negó con la cabeza.

—Venga, vamos allá.

Nos pusimos a la izquierda del cadáver, lo levantamos y lo colocamos boca abajo con mucho cuidado. La sorpresa nos dejó boquiabiertos y helados, pero enseguida nos inclinamos para verlo más de cerca. Tenía la espalda destrozada, aunque ni mucho menos tan mal como la de Coleman. Me puse a contar y mi madre cogió la documentación, que estaba en el mostrador.

—Veintidós, veintitrés…

—Treinta y cuatro —dijo al tiempo que levantaba la vista del papel—. Menos incluso que Robinson.

—Y el pastor Olsen tenía treinta y dos —apunté—. Todos más o menos igual, excepto Coleman. ¿Qué tiene él de diferente?

—Eso no nos importa —dijo rápidamente mi madre; cerró la carpeta y la dejó a un lado—. Nosotros estamos aquí para asegurarnos de que el sheriff Meier tenga tan buen aspecto durante el funeral como en vida, nada más. No vamos a investigar nada.

—Pero es importante.

—No para nosotros —dijo de nuevo y cogió un tarro de vaselina—. Demos las gracias porque no esté tan mal como creíamos y no hablemos más del tema.

Me disponía a seguir protestando, pero me fulminó con la mirada y callé. Margaret nos miró desde la mesa auxiliar donde estaba y, sin decir nada, siguió con la tarea de limpiar los órganos de la bolsa. Cerré la boca y me puse a trabajar en los agujeros de la espalda.

«Tres víctimas, todas prácticamente idénticas, con una en medio que rompe el patrón. No solamente por los ojos, sino también por las heridas de la espalda: no se trataba de una tendencia que estaba empeorando, sino de un pico anómalo. ¿Cómo encaja eso? ¿Qué significa?»

Mientras rellenaba las heridas de arma blanca con pedazos de algodón, revisé los hechos intentando dar algún sentido a aquel caos. «El Manitas mata, se enfada y se desquita con la espalda. En el caso de Coleman, algo hizo que se enfadara mucho más que con los otros. ¿El qué?»

La primera respuesta obvia era el pecado de Coleman: era el único a quien había matado por ver pornografía, específicamente con menores, cosa que podía tener un significado especial para el asesino. ¿Tenía algún trauma de la infancia o la adolescencia? ¿Abusaron de él cuando era niño o lo maltrataron? Aunque de todos modos estábamos hablando de un demonio que no tenía edad, no de un humano. ¿Acaso tenían los demonios una infancia en la que acumular traumas? Eso si es que podían traumatizarse.

Cuanto más pensaba en ello, menos probable me parecía. El Manitas ya había reaccionado a la pornografía sacándole los ojos a Coleman y lo había hecho con la misma frialdad y pericia con que había extirpado las manos y la lengua. La rabia que se adivinaba en la espalda de Coleman era independiente, la había desatado algo completamente diferente. Por extraño que pareciese, tuve que contemplar la posibilidad de que las dos anomalías en el cadáver de Coleman no tuviesen nada que ver la una con la otra: algo lo enfureció de tal manera que perdió el control como nunca antes. «¿Ha sido alguna fuerza externa? ¿Algún detalle de su vida personal?» Perplejo, sacudí la cabeza. Ni siquiera sabía si tenía vida personal.

Acabamos de rellenar las heridas, las cubrimos de vaselina y después las tapamos con esparadrapo. Finalmente, le dimos la vuelta al cadáver. Mi madre preparó el líquido de embalsamar y yo le practiqué una incisión junto a la clavícula con un bisturí, y con ayuda de un gancho le saqué una vena. La abrimos, insertamos los tubos y pusimos la bomba en marcha.

Unas semanas antes, sentados en la oficina de la funeraria durante el funeral del alcalde, Marci y yo habíamos hablado sobre las heridas de la espalda. Nuestra hipótesis era que la causa de aquella ira era el hecho en sí de matar. El propio acto de dar muerte le enfurece; entonces, ¿por qué mata?

«Sabemos el motivo por el que mata —pensé—. Quiere castigar a los culpables, pero ¿qué le despierta ese deseo? ¿Cuál es el mecanismo que gira en su cabeza y dice: “Ha llegado el momento de matar”?» Todas las víctimas habían aparecido a intervalos de quince días, excepto la última: domingo, lunes, martes y martes. ¿Significaban algo los días de la semana o solamente importaba el tiempo que pasaba entre ellos? ¿Había cometido el último asesinato un día antes o se trataba más de una coincidencia que de un patrón?

Miré el calendario que colgaba de la pared: un póster grande de una playa con los doce meses impresos en pequeños bloques en la parte inferior. Mi madre me miró y seguramente adivinó que yo pensaba en los asesinatos, pero no le hice ningún caso y me acerqué a la pared, me quité los guantes de goma y señalé cada una de las fechas con el dedo. «8 de agosto, 23 de agosto, 7 de septiembre, 21 de septiembre.» Ningún dato que no conociese ya, así que me puse a buscar otras fechas; cogí un bolígrafo de la mesa y fui señalando todo lo que se me ocurría. «Aquí fue el ataque del día del baile. Este día despidieron a Coleman. Aquí es cuando encontraron las manos del pastor y aquí las del alcalde…»

El sábado 4 de septiembre quemó las manos del alcalde y casi lo pillan. Eso fue tan sólo tres días antes de que convirtiese la espalda de Coleman en carne picada para hacer hamburguesas. Era la relación más estrecha que había entre todas las fechas que había marcado.

Me quedé mirando el calendario fijamente con la cabeza trabajando a toda velocidad. No podía creer que no me hubiese dado cuenta antes. «Casi lo pillan, ¿es eso lo que le hizo enfurecer?» Pero no; el Manitas había escrito cartas al periódico y después había obligado a Ashley a leer otra el día del baile. Lo que le enfadaba no era que se encontrasen pruebas, así que tenía que ser otra cosa. Algún otro aspecto relacionado con la quema de las manos. «¿Qué hizo que no necesitaba haber hecho?» No tenía motivos para salir corriendo. Podía haberse quedado junto al fuego y saludar a los excursionistas cuando éstos pasasen por su lado y nadie habría sospechado nada. El único motivo por el que vieron los pedazos de carne es porque se acercaron al fuego y lo removieron, y si actuaron así fue porque encontraron sospechoso que alguien echara a correr. No hacía falta huir, pero lo hizo. ¿Por qué?

Al final todo era cuestión de culpa: huyó porque no quería que nadie viese lo que había hecho. Se sentía culpable, estaba avergonzado. Mataba porque sus víctimas eran pecadores, pero el asesinato también era un pecado y él lo sabía. Eso era lo que lo enfurecía lo suficiente como para apuñalar a los cadáveres treinta veces y lo que le obligaba a salir al campo y quemar las manos como un ritual purificador…

«Un ritual.»

«¿Y si no había terminado?»

Los ataques del Manitas mostraban un comportamiento de marcado componente ritual: el sumo cuidado con que los planeaba, la precisión con la que mataba y la forma en que colocaba los cadáveres para que todo el mundo los viera. ¿Y si el ritual iba más allá del momento del asesinato e incluía una ceremonia de destrucción de los restos de la víctima? Lo había hecho con el pastor y con Coleman; con el alcalde Robinson lo había intentado, pero los excursionistas se habían topado con él y lo habían ahuyentado antes de acabar el rito. Usaba esta parte final para redimirse de toda culpa y aplacar su rabia, y al no poder contar con aquella válvula emocional, lo más probable es que la rabia se acumulase sin control hasta que se desquitó con el señor Coleman con una furia brutal. Sesenta y cuatro puñaladas. Tenía sentido.

O casi. Según lo que había dicho el agente Jensen, las manos y la lengua del alcalde fueron destruidas por el fuego: en realidad sólo quedaban huesos calcinados y pedazos de algo que en su día fue carne. ¿Qué más le quedaba por hacer? ¿Una oración que no tuvo ocasión de recitar? ¿Una maldición que no había pronunciado? ¿Qué tuvo de diferente el ritual de aquel día?

«Los guantes.»

Stephanie había dicho algo de unos guantes: restos de unos guantes que había incinerado en el fuego junto con las manos de Coleman y las del pastor. Cuando encontraron las manos del alcalde, en la hoguera no había ningún guante. Ésa era la pieza que faltaba: la diferencia que había convertido el siguiente ataque en tan violento. No había podido quemar los guantes. Pero ¿qué significaban? Los llevaba cuando mataba, así que eran una prueba, aunque un rito como aquél suponía mucho más que el simple hecho de deshacerse de ciertas pruebas. Destruía las manos de las víctimas porque representaban los pecados de los que eran culpables; si equiparaba las manos con el pecado, no era ninguna exageración pensar que los guantes representaban las suyas propias y también sus pecados. Una y otra vez, asesinato tras asesinato. ¿Qué decía al final de la carta? «La ciudad será purificada por medio del fuego.» Usaba el fuego para lavar sus pecados y esa vez no había conseguido hacerlo. A pesar de sus bravatas y superioridad moral, en el fondo sabía que era tan culpable como el resto. Puede que más.

«Y ése es el punto débil de su armadura.»

Me aparté del calendario y miré rápidamente a mi alrededor. Margaret seguía en una esquina, limpiando los órganos extirpados, y mi madre estaba toqueteando la bomba. Levantó la vista, cruzamos un par de miradas y volvió a concentrarse en la bomba con los labios apretados. El sonido de la bomba de embalsamar llenó la sala como un latido rítmico y yo respiré hondo. «Ya le tengo —pensé—. He descifrado su código y ahora sé cómo piensa.» Sin embargo, aún no conocía cuáles eran sus poderes demoníacos, aunque el hecho de que utilizara armas normales y corrientes me hacía sospechar que no tenía garras ni una fuerza extraordinaria ni nada por el estilo. Aún era posible que Nadie sí poseyera estas habilidades, pues apenas sabía nada de ella; eso quería decir que debía andarme con mucho cuidado en lo que a ella se refería. Seguramente trabajaban juntos: él estaba creando un espectáculo para atraer mi atención, y en cuanto yo creyese que ya lo había cogido, Nadie saldría de la nada y me atacaría por la espalda. Tenía que encontrar la manera de separarlos. «Necesito tenderles una trampa. Ahora conozco mejor al Manitas; puedo atraerlo hacia mí y atraparlo como a una rata.» En cuanto lo tuviese a buen recaudo, podría enfrentarme a un demonio primero y al otro después.

«Fase uno: tengo que hacer que se enfade mucho, muchísimo.»