14

El baile se celebraba en el ayuntamiento, en una gran sala con un suelo de mármol rodeado de hileras de pilares de madera tallada. Seguramente era demasiado pequeña para tanta gente, pero no había más para escoger: siempre que se necesitaba una sala mayor que la del ayuntamiento, se utilizaba el gimnasio del instituto; pero nadie quería hacer el baile allí. En vez de eso, los estudiantes preferían apiñarse en aquel espacio reducido, saltando y sacudiéndose al ritmo de la música, y retirarse a la fría oscuridad del exterior cuando en la sala había demasiada gente o ruido o hacía mucho calor.

Marci me cogió de la mano y se abrió paso entre el gentío, lo que nos separó prácticamente al instante de Brad y Rachel. Yo la seguí sujetando con fuerza su muñeca y pidiendo disculpas en silencio a todo con el que chocábamos por el camino. Casi todos sonrieron y saludaron a Marci, mientras se limitaban a saludarme con la mano. La gente se había acostumbrado a vernos juntos, pero eso no quería decir que supiesen cómo reaccionar; yo seguía siendo el chaval raro que vivía encima de la funeraria.

Cuando llegamos al centro de la sala, Marci se dio media vuelta, gritó con entusiasmo y se puso a bailar. Yo hice lo que pude por seguirla, que básicamente era ir cambiando el peso de mi cuerpo de un pie a otro. En aquel momento me di cuenta de que mi destino no era hacerme bailarín. También supe que, de todas las torturas que sufrí en la casa de la muerte del agente Forman, ninguna era comparable a la que supone un baile de instituto.

Marci se reía, intentaba enseñarme cómo moverme y después, al comprobar que seguía haciéndolo como el culo, se volvía a reír. Una persona con más empatía hubiese dicho: «Mira, al menos ella se divierte», pero yo estaba a punto de dar media vuelta y salir corriendo. Menos mal que la canción terminó y la gente dejó de bailar. Hubo un coro de vítores que venía del público entusiasta y entonces empezó otra canción, más lenta, una especie de blues. Marci se me acercó, me envolvió en sus brazos y empezó a balancearse suavemente.

—¿Sabes? —dijo—, esto suele ir mucho mejor si el chico también toca a la chica.

Miré a las parejas que nos rodeaban, me fijé en lo que hacían ellos y, tímidamente, le puse las manos en la cintura. Era suave y tenía una curva perfecta; la toqué con mucha delicadeza, como si ella fuese un globo y tuviese miedo de reventarlo. Se echó a reír y suspiró.

—¿Qué te parece tu primer baile?

—Hace unos segundos también iba a ser mi último baile, pero admito que esta parte es bastante agradable.

—¿A que sí? —dijo y se acercó un poco más.

Nos movimos atrás y adelante, sintiéndonos vacilantes e incómodos, pero también extasiadamente cómodos.

Estábamos muy cerca el uno del otro y aun así nos separaba todo un mundo. Raramente he sentido una conexión real con alguien, pero esas pocas veces se convirtieron en memorias muy fuertes: blandir un cuchillo ante mi madre, mirar a Brooke con sed de sangre en casa de Forman. Llevaba cada uno de esos acontecimientos como si fuesen una cicatriz en mi mente; violentos e intensos, como ir en un coche a la velocidad del rayo. Yo vivía escondido detrás de una cortina de bruma, sin emociones, separado del resto del mundo. Sin embargo, alguna que otra vez había conseguido atravesar esa cortina durante unos segundos; había sentido esa conexión, había compartido mis emociones con otra persona como si fuese un verdadero ser humano que tuviera empatía. Pero incluso esas experiencias eran limitadas: no por lo profundo de la emoción, sino por la falta de variedad. Solamente funcionaba con el miedo y el control.

Entonces Marci se movió ligeramente hacia un lado y empezó a girar; sin ni siquiera pensarlo, la seguí: un paso adelante con un pie, un paso atrás con el otro. Adelante con un pie, atrás con el otro. No hacían falta palabras: estábamos perfectamente coordinados. Quizá fuese una mera coincidencia o tal vez pensáramos lo mismo o puede que…

Quizá fuese mejor no pensar en absoluto.

Bailamos así durante una eternidad, en perfecta sincronía, moviéndonos, girando y balanceándonos con una armonía que me resultaba totalmente desconocida. «Esto es real.» La canción se acabó y yo seguía agarrado a Marci, desesperado por seguir, por aferrarme a aquella conexión como si fuese lo único que me unía a la humanidad.

Una machacona canción de música de baile se abrió paso como una explosión y la multitud rompió en vítores. Hicieron temblar el suelo con sus pasos y los gestos de las manos, y yo moví la cabeza en dirección a la mesa de refrescos que había a un lado de la sala.

—¿Te importa si nos saltamos ésta?

—¿Qué?

Me acerqué y al susurrarle al oído noté que el pelo me rozaba la cara.

—¿Tomamos algo?

—¡Vale!

Nos dirigimos hacia un lateral y nos resguardamos en un hueco donde el sonido era menos opresivo. Llegamos a la mesa de refrigerios justo cuando también apareció Rachel hecha un mar de lágrimas y se echó a los brazos de Marci.

—Rach, ¿qué pasa?

Rachel estaba demasiado afectada como para hablar y, mientras se serenaba, yo me concentré en el bol de ponche. Alargué la mano para coger el cucharón al mismo tiempo que lo cogía otra mano: pálida y esbelta, y flanqueada por un destello azulado que vi por el rabillo del ojo. Brooke. Levanté la mirada al mismo tiempo que lo hacía ella y nos miramos mutuamente durante un instante sin ninguna expresión en el rostro. Ella llenó el vaso, me ofreció el cucharón y desapareció entre el gentío.

—¡Toda la noche está siendo un desastre! —gritó Rachel mientras Marci chasqueaba la lengua y le susurraba cosas para consolarla—. Este vestido es horrible, me he manchado con la vinagreta de la ensalada y Brad ha estado toda la noche mirándote a ti.

—Venga, va —dijo Marci y la abrazó—. Eres preciosa y Brad no puede parar de mirarte.

—¿Estás segura?

—Claro que sí —contestó Marci—. Estás guapísima y él también, y le gustas desde el año pasado. Lo que te hace falta es salir a la pista y divertirte.

—Gracias —dijo Rachel entre lágrimas—. Ojalá yo fuese tan feliz o tan guapa como tú.

—En serio, Rachel, eres muy hermosa.

—Eres la mejor amiga del mundo. Ojalá yo pudiera ser…

Y entonces se marchó, se fundió con el gentío y Marci se acercó a mí.

—A veces no sé ni qué hacer con ella —suspiró—. Es un problema emocional con patas.

—Pero ¿sabes qué?, que no le falta razón. —Me volví hacia ella—. Siempre estás contenta, siempre estás… ahí, para los demás. La mayor parte del tiempo se me da bastante bien leer a la gente: les miro a la cara y puedo interpretar con exactitud lo que están pensando. Pero eso es todo; sé lo que siente la gente, pero no cómo debería reaccionar yo. Y tú puedes hacer lo mismo, sólo que después usas esos datos de forma productiva.

Marci sonrió, se acercó a mí y me cogió ambas manos.

—John Wayne Cleaver, haces los cumplidos más raros de todo el mundo.

—Tienes más empatía que nadie que yo conozca —dije—. Sabes exactamente cómo dirigirte a las personas, cómo conectar con ellas. Te parece raro porque para ti es fácil, pero para alguien como yo es…

«¿Cómo podría explicarle lo que ha hecho?»

—¿La gente como tú?

—Sí.

—Y, exactamente, ¿qué clase de persona eres tú?

Con los tacones que llevaba era casi tan alta como yo y, como estábamos tan cerca el uno del otro, teníamos los ojos a la misma altura, igual que los labios; nuestras narices prácticamente se tocaban. La miré a los ojos. «¿De verdad quiere saber lo que soy? ¿Me atreveré a decírselo?»

«No, no me atrevo. No puedo. Pero si lo averiguase por sí sola…»

—Tú eres la experta en cuestiones sociales —dije forzándome a sonreír—, ¿por qué no me dices tú qué clase de persona soy?

—Bueno —dijo sonriendo de oreja a oreja—, eres muy listo, pero también muy ecléctico. Te centras en las cosas que te interesan y pasas de todo lo demás.

Mientras ella hablaba, un movimiento me llamó la atención; no era nada en concreto, sino una oleada de actividad que se expandía entre la muchedumbre e iba acompañada de un vocerío que se oía por encima de la música. Me puse de puntillas para ver mejor y Marci se volvió con el ceño fruncido.

—Tienes una… ¿Qué está pasando?

Alguien gritó, pero no entendí las palabras. De repente alguien paró la música y, en mitad de aquel silencio repentino una chica chilló, aterrorizada.

—¡Alejaos de mí!

El grito fue como una señal para que el baile se sumiera en el caos. Todos los alumnos empezaron a chillar y a retroceder, a retirarse hacia las paredes. La muchedumbre nos empujó hacia atrás; la mesa de los refrigerios se inclinó y cayó al suelo con un gran estruendo, y un enjambre de bailarines aterrorizados llenaron el espacio que había dejado la mesa; pisaban el suelo mojado, impedían que aquellos que habían quedado atrapados detrás de la mesa pudiesen salir… Estaban desesperados por alejarse de… ¿de qué? Detrás de nosotros había un viejo radiador y me subí a él para poder ver mejor.

—Parecía la voz de Ashley —dijo Marci.

—Así es —confirmé mientras miraba por encima de las cabezas del gentío enloquecido.

Ashley Ohrn, una chica del instituto, caminaba por el centro de la sala con los ojos cerrados y apretados, sollozando con verdadera histeria. Encima del vestido de satén llevaba un arnés negro, una especie de red de cintas o tiras que le sujetaban al pecho seis bloques de color marrón. Era una imagen que había visto en cientos de películas, pero que ahora era terriblemente real y estaba a tan sólo quince metros de nosotros: bloques de explosivo plástico unidos con cables de colores chillones.

—Lleva una bomba.

—Ashley —gritó alguien—, ¿qué estás…?

—¡No me habléis! —increpó a voz en grito.

La gente que se había acumulado junto a las puertas huía poco a poco, pero al resto nos estaban empujando contra las paredes: en el centro se estaba formando un amplio círculo de terror con Ashley en el centro.

—¡Apartaos todos!

—¿Qué está pasando? —preguntó Marci.

—Ha venido a por mí —susurré.

«Nadie está aquí, pero no sabe quién soy; ha ido descartando a gente y ha descubierto que soy un adolescente, pero no tiene ni idea de quién. Ha robado el cuerpo de Ashley, no el del agente Jensen, y ha construido una bomba lo suficientemente potente como para matar a todos los adolescentes de Clayton.»

Ashley llegó al centro de la sala llorando con auténtica histeria. Marci me cogió del brazo, se subió al radiador conmigo y se apoyó precariamente contra la pared.

—Lo va a hacer —dije.

—Está aterrorizada —replicó Marci—. Si eso es una bomba, no se la ha colocado ella misma.

Miré la puerta y la noche oscura que esperaba más allá. «Marci tiene razón. Ashley no es la asesina, sino un mero títere. Nadie está ahí fuera, observando desde un lugar seguro.» Flexioné los dedos con frustración, envolviendo con ellos armas imaginarias. No tenía nada, no tenía forma de enfrentarme a ella. Ni siquiera sabía si sería capaz de llegar a la puerta, y la ventana que quedaba detrás de mí estaba demasiado alta para alcanzarla. Pensé en llamar a Nadie y suplicarle que abortase el ataque, pero el teléfono de Forman seguía bien escondido en casa. «No puedo hacer nada.»

La gigantesca ola de personas se estrelló contra nosotros; algunos alumnos que no dejaban de gritar quedaron aplastados contra la pared y estuvieron a punto de tirarnos de encima del radiador. Alguien estaba intentando subir por todos los medios; era un chico que se colgaba del brazo de Marci para hacerla bajar, así que le di un empujón para impedírselo.

—No puedo quedarme aquí mirando —dije con la mirada clavada en Ashley. Llevaba algo en las manos, lo apretaba con tanta fuerza que tenía los nudillos blancos—. Tengo que hacer algo.

—¿Estás loco? —preguntó Marci.

—Técnicamente, sí.

«Pero ¿qué puedo hacer?» De pronto alcancé a ver a Brooke en el lado opuesto del círculo; su expresión era de terror absoluto y yo me decidí a actuar.

—¿Llevas el móvil?

—¿Qué vas a hacer?

—Voy a poner fin a esto —dije—. ¿Tienes el móvil?

—¿Dónde voy a llevarlo con este vestido?

—Entonces busca a alguien que tenga uno —dije— y llama a la policía. No te muevas de aquí.

Me gritó algo pero en lugar de prestarle atención salté entre la muchedumbre y me abrí paso a empujones entre un mar de pisotones y caras desencajadas. La voz de Ashley se oía por encima de todo el griterío, ronca y mojada de tanto llorar.

—¡Lo siento! ¡Lo siento mucho!

—¡Dejadme pasar! —bramé, pero los únicos que estaban lo suficientemente lúcidos como para prestarme atención se limitaban a lanzarme insultos mientras intentaban alejarse y refugiarse en vano.

Luché contra la corriente de gente y finalmente conseguí abrirme paso tambaleándome dentro del círculo que se había formado alrededor de Ashley. Alumnos, profesores y acompañantes se apiñaban contra las cuatro paredes con verdaderas caras de terror.

—John, ¡apártate! —me increpó un profesor—. ¡Nos vas a matar a todos!

—No quiere matarnos a todos —dije. Las siguientes palabras se me quedaron atascadas en la garganta, pero me obligué a decirlas—: Esto no tiene por qué ocurrir.

—¡No soy yo! —chilló Ashley, con la voz casi quebrada—. ¡Juro que no soy yo!

—Lo sé —dije caminando lentamente hacia ella—. Ya sé que no eres tú; es la mujer que te ha puesto la bomba.

—¿Qué mujer?

Me quedé quieto.

—La mujer que te ha obligado a hacer esto.

—Era un hombre —dijo entre sollozos—, sólo un hombre. No he visto ninguna mujer.

«Entonces yo tenía razón: ha tomado el cuerpo de otra persona.»

—No pasa nada —dije y me acerqué un paso más—. Un hombre. ¿Qué te ha dicho?

—¡Aléjate! —dijo el director—. ¡No es seguro!

—¡Estoy bien! —grité—. Ashley no va a hacerle daño a nadie y nadie va a herirla a ella, ¿verdad?

Ella asintió y yo di otro paso adelante.

—¿Qué te ha dicho?

—Ha dicho… —Un sollozo interrumpió la frase. Ashley tragó saliva y continuó hablando—. Ha dicho que iba a apretar el botón y a matarnos a todos.

«Tiene que haber algún modo de salir de ésta.»

—¿Que nos va a matar pase lo que pase? —pregunté—. ¿Eso es todo lo que ha dicho?

—Dice que tengo que leer esta carta.

Levantó las manos. Tenía un pedazo de papel medio arrugado en la mano.

—Muy bien —dije y asentí aferrándome a un clavo ardiendo: «Si quiere que escuchemos algo es que no va a matarnos. No tendría sentido. Necesita que sigamos vivos para darnos su mensaje.» Asentí de nuevo—. Haz lo que te dijo. Léelo.

Ella se estremeció y oí el crujido del papel entre sus manos.

—«¿Por qué no escucha nadie?» —empezó diciendo.

«Eso es —pensé—. Ahora estamos escuchando. No nos mates.»

—«He intentado ser razonable. He intentado ser… —Tragó saliva—… amable. Vuestra ciudad está plagada de maldad y yo estoy intentando destruirla, pero lo único que hacéis es intentar combatirme a mí.»

«¿Soy yo el mal contra el que está luchando? —pensé—. Pero estos cuatro asesinatos parecen haber sido pensados para conducirme hasta ella, no para alejarme. No tiene sentido.»

—«Cuando yo… —Ashley sollozó y parpadeó para ver a través de las lágrimas— maté al… gran mentiroso, envié una carta al periódico y ellos se negaron a publicarla. Cuando maté al pederasta hablé con ellos directamente, pero aun así se negaron a compartir mis enseñanzas.»

Poco a poco me di cuenta. «Esto no tiene nada que ver conmigo. No es un plan ni un truco ni nada parecido: al Manitas realmente le importa su mensaje, más que cualquier otra cosa.»

—«Ésta es la gota que colma el vaso. —Ashley continuó leyendo e intentando luchar contra las lágrimas—. Habéis entendido la lección, pero le habéis dado la espalda. Habéis intentado proteger al adúltero. Pero yo soy misericordioso y por eso he dado muerte a aquel que os llevó por el mal camino.»

Ashley se deshizo en sollozos, demasiado asustada como para seguir leyendo, y yo di otro paso adelante.

—¿Ya está? —pregunté—. Ashley, mírame. Mírame. —Ella levantó la mirada y yo la miré a los ojos—. Dijo que si lo leías estarías a salvo —continué—. Tienes que acabarlo.

Ella asintió y volvió a mirar el papel.

—«Yo no quería poner en peligro a estos niños inocentes, pero es la única forma de que me escuchéis. Éste es el último aviso. Seguid el camino que os marca el Señor y allanadle el camino. Así seréis purificados… —Ashley se calló y me miró— por el fuego.»

La sala se quedó en silencio; nadie se atrevía a moverse ni a respirar, todos estaban esperando. Tan sólo pasó un segundo, pero pareció que duraba una hora. No hubo ninguna explosión.

—¿Ya está? —pregunté.

—Sí.

—¿Estás segura? ¿No hay nada más?

—Lo he leído todo, ¡te lo prometo!

Di otro paso adelante.

—Entonces quiero que sueltes el papel y te des media vuelta. —Estaba tan sólo a diez pasos de ella y seguí avanzando lentamente—. Vuélvete para que pueda desabrocharte el arnés.

Se dio media vuelta poco a poco, con mucho cuidado, como si esperase saltar por los aires en cualquier momento. Yo estaba a tres pasos de ella, dos, uno. El arnés no era más que una sencilla red hecha de tiras y hebillas de plástico que le colgaba holgadamente de los hombros y alrededor del pecho: ni siquiera se lo había apretado. Inspeccioné la primera hebilla con mucho cuidado en busca de cables o contactos de metal y, como no vi nada, fui apretando lentamente los dos salientes de plástico hasta que la hebilla se separó. No pasó nada. Abrí el siguiente cierre, luego el otro y después pasé la mano por el otro lado para coger el paquete de explosivos antes de abrir el último cierre.

«Aquí falla algo.»

No sabía nada de explosivos, pero había visto suficientes películas como para saber cómo se suponía que era un bloque de explosivo plástico: como una masa, un ladrillo de arcilla en el que clavabas los detonadores. Y aquéllos no se parecían en nada a lo que yo tenía en mente. Rodeé a Ashley para ponerme delante de ella y mirar los bloques un poco mejor.

—¿Qué haces? —preguntó.

—Silencio.

Daba por sentado que las sutiles diferencias que apreciaba entre las imágenes de Hollywood y la bomba que Ashley llevaba atada al pecho se debían a que las que había visto en la tele no eran muy precisas, pero entonces me di cuenta de que había mucho más. Vistas de cerca, las bombas eran muy diferentes: prácticamente parecían hechas a mano. «Casi falsas.» Cogí una esquina del papel que envolvía los bloques, metí el dedo por una pequeña grieta y lo rasgué.

—¡No! —gritó Ashley, pero no ocurrió nada.

El papel roto dejó al descubierto la textura de la madera, marcas de sierra y el sello de color rojo intenso del aserradero.

—Son de madera.

Retiré el papel de las demás y todas eran iguales: largos bloques de madera envueltos en papel. Los cables estaban sujetos con clavos que escondía el papel. No había explosivos ni batería ni detonador; no era más que un objeto de atrezo cuidadosamente diseñado para recordarnos los de las películas.

—Es falsa.

Ashley se apartó de mí y en un arrebato de frenesí se echó la mano a la espalda para abrir el último cierre. Se arrancó la falsa bomba y la sujetó en el aire con una mueca en la cara; después la dejó caer al suelo y retrocedió. Todos los que estaban en la sala ahogaron al mismo tiempo un grito. Los bloques de madera cayeron al suelo de mármol y el estruendo resonó por toda la sala. No ocurrió nada.

Di un brinco y agarré a Ashley por el brazo para susurrarle al oído con urgencia:

—¿Qué has visto ahí fuera? ¿Qué ha pasado?

—Era un hombre —dijo al tiempo que intentaba soltarse. Yo la sujeté con la fuerza de unas tenazas—. Tenía una pistola. Me dijo que si no me ponía el arnés, me dispararía; después me dijo que entrase aquí y leyese la carta porque si no me iba a hacer volar por los aires.

—¿Le viste la cara? ¿Puedes describírmelo?

—¡No! ¡No! —dijo entre sollozos—. Estaba muy oscuro y no vi nada, sólo una silueta. Era bajo, puede que midiese… metro y medio. ¡No sé!

—¿Y la voz? —exigí—. ¡Descríbeme la voz!

—No dijo nada. Lo tenía todo escrito en una nota. ¡Suéltame!

La muchedumbre se estaba abriendo por la parte de atrás y la policía empezaba a entrar. La solté justo cuando llegaron hasta nosotros; llamaron a una ambulancia y nos sacaron a los dos a la calle. Había más agentes dirigiendo el tráfico en la entrada, una puerta ancha de doble hoja, e intentando que todo el mundo saliera del edificio. La brigada de artificieros entró corriendo, pero yo negué con la cabeza.

—Es falsa —les grité—. No pensaba volar nada.

De pronto sentí que alguien me posaba la mano en el hombro. Me volví y vi al agente Jensen; Marci, que estaba justo detrás de él, se apresuró a venir a mi lado. Yo me eché atrás, pues de repente temía que quisiera matarme, pero el agente me mostró una bolsa de plástico transparente con una pequeña pistola que alguien había dejado tirada.

—Tampoco pensaba disparar a nadie. Hemos encontrado esto ahí fuera, entre las sombras; limpia como una patena, sin cargador y con la recámara vacía.

—¿Se ha dejado la pistola? —pregunté.

—Seguramente quería que la encontrásemos —dijo el agente Jensen—. Parece que le ha borrado todas las pruebas y después la ha dejado en un lugar donde sabía que la encontraríamos.

De pronto me sentí agotado y me apoyé en Marci.

—Quería que supiésemos que realmente se trataba de él. Apuesto lo que quiera a que el análisis balístico coincide con los cuatro asesinatos, pero a que no habrá ninguna prueba que nos revele su identidad —afirmé.

El agente Jensen asintió.

—Eso es exactamente lo mismo que he pensado. —Ladeó ligeramente la cabeza—. Esto se te da muy bien, ¿lo sabías?

Lo estudié con atención, evaluándolo, intentando compararlo con la descripción que me había dado Ashley de su atacante. Pero el agente era mucho más alto; no podía ser el asesino.

Sin embargo, ella estaba segura de que se trataba de un hombre. Eso quería decir que Nadie podía cambiar de forma o que…

… no era Nadie.

De pronto di un traspié; estaba totalmente agotado y Marci me cogió y me llevó hasta el césped.

—Necesitas sentarte un rato —dijo—. En cualquier momento vas a tener un bajón después de esa subida tan bestia de adrenalina y será mejor que no estés de pie cuando eso te pase.

—Estoy bien.

Aun así dejé que me llevara hasta un banco. Estaba oscuro y la única luz provenía de las sirenas de una docena de coches patrulla y camiones de bomberos. Las aceras estaban repletas de alumnos aterrorizados. Me temblaban las manos, así que Marci las puso sobre su regazo y me las sujetó con fuerza.

—No ha pronunciado una palabra —dije yo—. Le ha dado una nota y ya está. Eso significa que o bien no podía hablar o no quería hacerlo.

—Eres idiota —soltó Marci—. ¿Te das cuenta de que podías haber muerto?

—Esto es importante. Ninguna de las víctimas ha forcejeado con el Manitas y eso seguramente quiere decir que se gana su confianza. O sea, que casi no hay duda de que puede hablar. ¿Por qué lo hace con ellos pero no con Ashley?

—Olvídate de ello —dijo Marci—, sólo por esta noche.

—No —dije y la miré a los ojos—. Acaba de decir que va a seguir matando. Y resulta que el perfil que hemos hecho no vale para nada. No podemos dejarlo estar: tenemos que averiguar quién es él. O ella. Ni siquiera podemos estar seguros de eso.

Marci alargó la mano y me tocó la mejilla. Me acarició la cara y me atusó el pelo. De pronto me sentí incapaz de pensar en cualquier otra cosa.

—Eres un héroe, pero incluso los héroes necesitan descansar de vez en cuando.

—Podría tener una… «¿Qué iba a decir?» Un… un defecto del habla. Como el asesino de los senderos. Pero seguramente no es nada que, eh… le afecte demasiado. —Me estaba acariciando la cabeza y yo apenas lograba concentrarme—. Es probable que sólo sea un detalle que lo identifica, como un acento o algo así. No quería que Ashley le oyese hablar porque sabía que iba a seguir viva. Te apuesto lo que quieras a que el Manitas tiene algún acento característico.

—Eso es lo único que te preocupa, ¿verdad? —dijo Marci y se me acercó a la cara. Yo veía las luces azules y rojas reflejadas en su piel y ojos—. Ves algo que está mal y tienes que corregirlo, y al cuerno con las consecuencias.

—Pero es importante —repetí—. Él o ella o lo que quiera que sea seguirá matando hasta que yo se lo impida. —Miré las estrellas—. Y ahora resulta que he perdido dos meses en hacer un perfil que no sirve para predecir nada y estamos tan cerca de resolverlo como al principio.

—No tienes que solucionarlo todo tú solo —dijo Marci en un tono muy suave—. Sé que estás intentando dar lo mejor para que todo salga bien y eso es una de las cosas que me encantan de ti, pero no puedes dejar que te consuma vivo. El Manitas dejó pruebas y la policía las utilizará para seguirle la pista, a él o a ella. No tienes que hacerlo todo tú. —Sonrió sin apenas convicción—. No tienes que desfilar hacia el infierno cada vez que alguien abre las puertas.

Estudié su cara, catalogando cada línea y curva a las que ya me había acostumbrado. Respiré hondo y solté el aire como si fuese un veneno. «Cálmate», me dije. Me volví y miré hacia la calle. Los coches pasaban lentamente, procurando ver algo de lo que sucedía en medio de aquel caos.

—¿Sabes qué?, de pronto me he dado cuenta de una cosa horripilante: que tú y mi madre podríais llevaros muy bien.

—En ese caso, tienes suerte de estar rodeado de mujeres inteligentes —dijo—. Ya veo que tenemos mucho trabajo que hacer contigo.

Había dicho «tenemos». Me había visto comportarme como un imbécil, obsesionado, arriesgando la vida… y aun así había dicho «tenemos».

—No te marchas —dije.

Ella me dedicó una sonrisa traviesa.

—¿Estás de broma? Mi novio acaba de salvar a todo el instituto. ¡Es un héroe! Un héroe idiota e insensato, pero qué narices: es mío.

—Así que soy tuyo.

Observamos el caos que se desataba a nuestro alrededor, aunque, curiosamente, la hierba y la oscuridad nos separaban de todo lo demás. Había policías en la escalinata, interrogando a los testigos; había largas filas de alumnos que intentaban llegar hasta su coche y largas filas de vehículos intentando salir a la calle. Eché la cabeza atrás y miré las estrellas.

—¿Sabes qué? —dijo Marci—, aquí fuera hace algo de frío.

Sonreí mirando al cielo.

—Te arrepientes de llevar un vestido tan poco recatado, ¿eh?

Se rió y me dio un suave puñetazo en el hombro.

—No me estoy quejando, inútil; te estoy pidiendo que me rodees los hombros con el brazo. Te juro que lanzarte indirectas a ti es como lanzárselas a una piedra.

Levanté el brazo y la rodeé. Ella me apoyó la cabeza en el hombro. Su tacto era cálido, suave y perfecto.

—Bueno —dijo—, ¿qué te ha parecido tu primer baile?

—En general no ha estado mal.

—Entiendo que también ha sido tu primera amenaza de bomba.

Sonreí.

—Sip.

—¿Qué me dices de tu primer beso?

Me quedé sin palabras: el cerebro se me había convertido en una esfera repleta de ruido blanco.

—Todavía no ha pasado nada en ese aspecto, pero está siendo una noche perfecta para las primeras veces.

Ella levantó la cabeza hasta ponerla a la misma altura que la mía.

—Pues si es el primero, será mejor que sea un beso memorable.

Y así fue.