—No te muevas —dijo mi madre mientras me colocaba la pajarita—. Podrías estarte quietecito y ponerme las cosas más fáciles, ¿no?
—Lo serían aún más si me dejaras tranquilo —dije apartándome de ella por quinta vez—. Ya está bien así.
—Está torcida. Por el amor de Dios, deja que te la arregle para la foto; no tardaré ni veinte segundos. Después te la puedes poner tan torcida como quieras.
Se me había acabado la paciencia, así que me di media vuelta y fui hasta el frigorífico, donde mi madre había guardado el broche de flores que me había comprado.
—No quiero que me hagas fotos.
—Pero ¡tienes que hacerte al menos una! —dijo, persiguiéndome por toda la casa—. ¡Es el primer baile de mi niño! —Le lancé una mirada fulminante—. Quiero decir que es el primer baile de este joven tan guapo que tengo por hijo. Tienes que hacerte una foto, la necesito.
—¿Para no mirarla jamás y borrar la tarjeta de memoria por accidente?
—Eso solamente me ocurrió una vez —dijo muy seria—. Y no, es para enseñársela a todo el mundo.
—¿A todo el mundo? ¿Quién es «todo el mundo»? ¿Todos los amigos que no tenemos o toda la familia que no está aquí con nosotros? Lauren salió de trabajar hace una hora y no se ha molestado en subir; Margaret ni siquiera ha venido a la funeraria, así que no creo que les interese mucho la foto. Y si mi padre quería verme el día de mi primer baile, perdió la oportunidad hace ya unos años. —Alguien llamó con los nudillos a la puerta y me dio la ocasión perfecta para apartar la mirada de la expresión de pasmo de mi madre—. Creo que vienen a buscarme.
Abrí la puerta y allí estaba Brad Nielson, la cita de Rachel, de pie en el rellano.
—Ah, bien —dijo—. No estaba seguro de si ésta era la puerta correcta. Tenía miedo de que se abriera y detrás hubiera un montón de cadáveres o algo así.
—La funeraria está abajo. Y ahora mismo no tenemos ningún muerto.
—Está bien saberlo —dijo y saludó cortésmente a mi madre con la mano—. Hola, señora Cleaver, ¿cómo está?
«¿Cómo es posible que no sepa si ha muerto alguien recientemente en Clayton? —pensé—. Es lo único interesante que ocurre por aquí.»
—Hola, Bradley —dijo mi madre. Había recuperado la compostura después de mi arrebato de ira, así que levantó la cámara—. Poneos juntos.
—No, mamá —repliqué—; nada de fotos.
—Pero ya ha llegado tu amigo —dijo y nos hizo una señal con la mano para que nos juntásemos—. ¡Una sonrisa!
—No hace falta que me hagas una foto con… —El fogonazo del flash— otro chico. Fantástico, mamá, muchas gracias. Envíasela a papá y dile que nuestra relación va en serio.
—¡Genial! —dijo Brad—. No te preocupes, tío, en el baile sacan fotos; ya nos harán alguna. ¿Qué tal está tu padre?
—Muy bien —contesté—. Ahora mismo es mi progenitor favorito.
Empujé a Brad hacia el rellano, salí de casa, cerré la puerta y lo conduje escaleras abajo, hacia la puerta lateral, y por fin nos envolvió la brisa nocturna. Era la última semana de septiembre y, a última hora de la tarde, el aire ya refrescaba y oscurecía antes. Entramos en el coche de Brad —el suyo era el mejor de los cuatro— y fuimos a buscar a las chicas.
—Ha pasado mucho tiempo, ¿verdad? —dijo Brad. Yo me volví para mirarlo.
—¿Mucho tiempo desde qué?
—Desde la última vez que hicimos algo juntos. En primaria solíamos ir juntos a todas partes. ¿Qué fue de aquello?
—No lo sé…
—¿Qué juego era aquel al que solíamos jugar con la cosa ésa, en el parque? Esa cosa grande, de madera…
—No me acuerdo.
—No, era algo que te inventaste tú, con la rampa de los neumáticos: numerábamos los agujeros, como en el billar, y después había que saltar dentro de uno en concreto.
Se echó a reír y de pronto me volvió la memoria: borrosa y distante, como si le hubiese ocurrido a otra persona. Críos en el patio, riendo y chillando y saltando y cayéndose, jugando todo el día sin preocuparse por nada en absoluto.
—Me cuesta creer que fuésemos nosotros —dije mientras miraba los coches, las casas y la gente que íbamos dejando atrás.
«El de ahora es un mundo diferente, más oscuro. Está lleno de demonios; demonios vivientes y reales que quieren matarnos a todos. Me cuesta creer que aún pueda haber gente con tan pocas preocupaciones.»
—Ya, te entiendo —dijo Brad—. Antes fingíamos que hacíamos cosas y ahora las hacemos de verdad: tenemos un trabajo, practicamos deportes, vamos a clase. O sea, está claro que antes ya hacíamos todo eso, pero ahora esas cosas significan algo; ahora no jugamos al fútbol americano en la calle, sino en un campo grande con luces, comentaristas y todo el pueblo mirándonos.
Miré por la ventana sin comprenderlo del todo bien. Había otras casas, diferentes de las que había visto un minuto antes, y también otros coches y otra gente, pero aun así parecían iguales. Manzanas y manzanas, kilómetros y kilómetros, siempre iguales. «Luces y comentaristas. ¿De verdad que tu ambición solamente alcanza hasta ahí?»
—¡Y las chicas! —dijo Brad y dio un palmada en el volante—. Te parece que nosotros hemos cambiado, pero madre mía… Me acuerdo de cuando Rachel llevaba coletas y las rodillas peladas, y le gritaba al profe de gimnasia cada vez que jugábamos al fútbol. Y Marci era hippy o algo así; era como una cría salvaje, hasta que un día ¡bingo! Las niñas desaparecen y, de pronto, unas mujeres preciosas salen de la nada.
Todo el mundo crece. Pensé en Kendra, la hermana pequeña de Marci, que tenía cuatro años y el pelo encrespado; ella también iba a crecer y convertirse en una joven mujer. Su cuerpo iba a desarrollarse, se iba a hacer más guapa. Iba a ser la novia de alguien; la obsesión de alguien; su víctima. Tan mayor, sexy y muerta.
—Sí —dije—, así es como a veces funcionan las cosas.
—La casa de Rachel está ahí —dijo señalando la calle por la que estábamos girando.
Aparcó y corrió hasta la puerta mientras yo me metía en el asiento trasero. Unos minutos más tarde Brad acompañó a Rachel hasta el coche, le abrió la puerta, la ayudó a entrar y después la cerró. Yo observaba con atención, preparándome para hacer lo mismo.
—Hola, John —dijo volviéndose un poco para saludarme con la mano desde el asiento del copiloto—. ¡Qué elegante!
—Hola —dije.
Empezaba a recordar lo mucho que odiaba relacionarme con gente; cuanto más grande era el grupo, peor. Este baile iba a ser una tortura.
Llegamos a casa de Marci y yo fui hasta la puerta con el broche de flores, que llevaba guardado en una caja de plástico. Como de costumbre, la puerta estaba abierta y llamé con los nudillos a la puerta mosquitera. Al instante se oyó un golpe seguido de un estruendo: sus hermanos habían saltado del sofá y corrían por el pasillo para verme. La casa se llenó de gritos de «¡Marci! ¡Ha venido John!» y la entrada se abarrotó de críos.
—Mi hermana está muy guapa —dijo Kendra—. Te va a gustar mucho, pero mi madre dice que no es muy recatada.
—¡Fuera! ¡Volved adentro! —dijo Marci, que venía por el pasillo.
Llevaba un vestido largo de color verde oscuro; cuando los niños pasaron corriendo junto a ella de camino a la sala donde tenían el televisor, se le levantó la falda ligeramente. La parte inferior del vestido tenía vuelo y brillaba suavemente en la tenue luz del pasillo, mientras que la superior era un elegante corsé bordado. Llevaba los hombros desnudos y más escote del que esperaba después del discurso que me había dado el otro día. Abrió la puerta y me hizo pasar.
—Será mejor que entres, mi madre quiere hacernos unas fotos.
—Todo el mundo querrá hacerte fotos —dije—. Estás increíble.
—Gracias.
—Pensé que ibas conmigo porque así no tendrías que enseñar el… —señalé la zona con un gesto muy general—. Ya sabes.
—El vestido lo compré en verano; ¿cómo iba a saber entonces que acabaría yendo con un verdadero caballero? Además, lo encontré de oferta en internet.
Le mostré el broche.
—Está muy bien, pero no me queda mucho sitio para colocarlo. Además, creo que si tu padre me ve intentando ponértelo, me descerrajará un tiro.
—Ya lo hago yo —dijo y me cogió la caja de camino a la cocina—. Pero eso significa que tú tendrás que ponerte tu propia flor en el ojal.
Sacó una cajita pequeña de la nevera con una flor dentro y me la dio, así que cada uno se puso la suya mientras su madre se reía y nos hacía fotos. Posamos, nos dimos la mano, me esforcé mucho por sonreír y por fin pudimos escapar e ir al coche. Brad metió primera y nos marchamos.
Cenamos en el mejor restaurante de Clayton: una brasería que, precisamente porque era el restaurante más agradable del pueblo, estaba hasta los topes de chavales de instituto con esmóquines de alquiler y una explosión multicolor de satén. Marci lo había planeado con antelación y había reservado una mesa, seguramente el mismo día que compró el vestido.
Yo llevaba varios meses siendo vegetariano, procurando evitar pensar en animales muertos en general y en humanos muertos en particular. En cuanto encontré un propósito en la vida y me centré en matar demonios, pude relajar el cumplimiento de alguna de las normas; por eso pensé que no pasaría nada si comía carne en alguna ocasión especial. Repasé la carta y pedí un chuletón porterhouse, mi corte favorito. Brad quiso lo mismo y Marci y Rachel pidieron un par de ensaladas.
—Estoy enamorada de tu vestido —dijo Rachel acercándose a Marci, aunque se detuvo justo antes de tocarla—. Es mucho mejor que esta cosa tan aburrida que llevo yo.
—¡A mí me gusta mucho! —dijo Brad—. Estás muy guapa.
—Gracias —dijo Rachel y sonrió brevemente—, eres un encanto.
La sonrisa duró un instante y, aunque Rachel estaba vuelta hacia él, alcancé a ver algo… extraño, aunque desapareció en un abrir y cerrar de ojos. «¿Ha dicho Brad algo inapropiado? —me pregunté—. En una situación como ésta, hasta hacer cumplidos es complicado. Odio las normas sociales.»
—¿Os habéis enterado de lo del sheriff? —preguntó Brad.
Marci y yo intercambiamos miradas en silencio; aún no habíamos tenido ocasión de hablar del tema, aunque yo llevaba toda la semana elaborando mis propias teorías. El demonio había vuelto a romper el patrón de una forma en la que no habíamos pensado y eso me asustaba: quería decir que yo no sabía tanto como creía y para mí ésa era una situación demasiado peligrosa. Estaba desesperado por averiguar más cosas y que Brad sacase el tema me puso eufórico.
—No hablemos del tema —dijo Marci lanzándome una mirada de aviso.
Me recosté en la silla y suspiré, escuchando cómo la conversación derivaba a una sarta de cotilleos sobre el resto de los chavales del restaurante.
Brooke también estaba allí, sentada en una mesa al fondo del local; llevaba un vestido azul cielo y una chaquetilla de satén a juego, y la melena hecha una montaña de rizos sobre la cabeza. Estaba radiante. Estaba sentada al lado de Mike Larsen y de pronto me di cuenta de que yo lo odiaba con verdadera pasión.
Una troupe de camareros nos trajo los platos y mis tres compañeros se pusieron a comer. Yo me quedé mirando lo que había pedido y de pronto me sentí un poco mareado. La carne estaba roja y jugosa; al punto, tal como yo la había pedido. Pero mirándome desde el centro del chuletón había un hueso. Formaba parte de una vértebra, perfectamente cortada y normal, pero lo único que yo veía era el desfile de muñecas cortadas que había pasado por la funeraria. Carne roja y jugosa que rodeaba una perfecta columna central de hueso.
«No pasa nada —me dije—, come y ya está.» Clavé el tenedor y vi cómo el jugo de la carne se escapaba por los agujeros; levanté el cuchillo y de pronto tenía a Mike Larsen en el plato, muerto y ensangrentado: un montón de comida sin importancia que esperaba ser masticada y tragada. No sentí náuseas ni el sabor de la bilis en la garganta. Sabía que pensar algo así no estaba bien, pero a mí no me lo parecía. Para mí era una cosa como otra cualquiera. Así solía pensar antes, cuando no tenía el control de mis pensamientos.
Mis viejos pensamientos y antiguos hábitos estaban volviendo uno a uno; mi lado oscuro, la parte de mí que llamaba Mr. Monster se estaba despertando. El enfado y la discusión con mi madre, las sospechas paranoicas sobre Marci, el impulso de matarla aquella noche en su habitación. Estaba volviendo a ocurrir, pero ¿por qué? ¿No bastaba con ir a la caza de un demonio? ¿No valía con que estuviese planeando matar?
«Claro que no —susurré en las cavernosas profundidades de mi mente—. No quiero pensar en matar: quiero matar. Soy una criatura hecha para la acción. Pensar en ello nunca será suficiente.»
La sala se oscureció y sentí que me ardía la piel.
«No debería estar aquí. Tengo que atrapar a un demonio y, sin embargo, estoy aquí malgastando mi tiempo y, de paso, la vida de los demás en una estúpida cena antes de ir a un estúpido baile. Soy un idiota. Un bobo. Estoy aquí sentado sin hacer nada mientras Nadie nos imparte una terrible lección y deja una estela de muertos. Tengo que entrar en acción. Tengo que encontrarla y matarla. Es la única manera de hacer que pare.
»Pero, entonces, ¿qué? ¿Quién vendrá después de Nadie y cuánta gente morirá antes de que encuentre al nuevo demonio?»
Aparté el plato de comida.
—¿Estás bien? —preguntó Marci.
—Me parece que no me lo voy a poder comer —dije. «Creo que ni siquiera puedo soportar que esté sobre la mesa.» Le hice un gesto a uno de los camareros—. ¿Puede llevárselo?
—¿Hay algún problema, señor?
«Si les echo la culpa esquivaré las preguntas incómodas.»
—Sí. Lo he pedido al punto y está demasiado hecho.
—Por supuesto, señor. Haré que el chef le prepare otro inmediatamente.
—De hecho —dije mirando a Marci—, la ensalada tiene muy buena pinta. ¿Podría traerme una en lugar del chuletón?
—Cómo no, señor. ¿La quiere con pollo a la brasa?
—No, gracias. Sin carne.