Volví a casa por el camino más largo, mirando constantemente por encima del hombro para ver si alguien me seguía. Dondequiera que mirase, veía algún movimiento por el rabillo del ojo: formas y sombras que sabía que me observaban, que querían darme caza. Pero en cuanto me volvía, desaparecían. «He hablado demasiado.» Me sentía nervioso, tenía náuseas y no podía parar de temblar. Aparqué a varias manzanas de casa, entré en el jardín trasero de un desconocido y salté la valla para adentrarme en el bosque. Aquello era una orgía de oscuridad; las sombras y siluetas apenas se distinguían de la sofocante negrura de la noche. Esperé y observé a mi alrededor; escuché con absoluta concentración, pero nadie me había seguido. Estaba solo. Me abrí paso entre los árboles a tientas; a un lado tenía casas a oscuras y al otro, una extensión interminable de bosque. Finalmente llegué al aparcamiento de la funeraria. Nadie me esperaba: no había coches de policía ni monstruos cubiertos de babas. Eran casi las dos de la mañana. Entré en casa, cerré bien la puerta y caí rendido en la cama.
La teoría religiosa tenía sentido: los tres asesinatos podían haber sido obra de alguien que se hubiese autoproclamado un vengador sagrado. Pero ¿por qué iba a querer Nadie, un demonio, castigar a los pecadores? No había venido a Clayton por gusto, pues yo la había llamado y había venido a cazarme. Cualquier cosa que ella hiciese tenía que tener sentido observada a través de esa lente.
¿Acaso me veía a mí también como un pecador? Había matado a dos de sus amigos…
Principalmente cabían dos posibilidades: o bien se trataba de un complejo plan para averiguar quién era yo y llevar a cabo su venganza, o bien estaba pasando el rato mientras me buscaba a través de otros medios. A todos los demonios que había conocido hasta el momento les faltaba algo: carecían de identidad, de cuerpo o de emociones. Mataban porque eso les ayudaba a rellenar esos huecos, aunque solamente fuese durante poco tiempo. Aquel demonio no mataba a gente porque fuesen pecadores, sino porque convencerse de que lo eran hacía que el asesinato cobrase un sentido vital en su mente. Era la única manera que ella tenía de tapar los agujeros que tenía en el alma.
Necesitaba saber qué significaba para ella la culpabilidad de las víctimas y eso implicaba que tenía que saber exactamente de qué los consideraba culpables. El señor Coleman lo era de haber mirado pornografía en la que participaban menores, así que lo mató y le extirpó los ojos: los órganos que cometieron la ofensa. Hasta ahí todo estaba relativamente claro y sencillo. Pero ¿qué habían hecho las otras dos víctimas?
Al pastor Olsen y al alcalde Robinson no les había quitado nada, aparte de las manos y la lengua. Estos dos elementos parecían ser una especie de punto de partida; podía ser que se llevase las manos y la lengua de todos los pecadores, independientemente del crimen que hubiese cometido cada uno, y que se llevase algo más de los que eran especialmente malvados.
Era fácil adivinar lo que significaba la lengua: representaba lo que la gente decía. Pero ¿qué había dicho el pastor para desatar la cólera del Manitas? ¿Y el alcalde? En ese sentido, ninguna de las tres víctimas tenía mucho en común con las otras dos: uno hablaba de religión, otro sobre política y el último enseñaba matemáticas en un instituto. El alcalde y el maestro quizá coincidiesen en el tema de la economía, pero el pastor no, eso seguro; a menos que hubiese dado un sermón sobre la oferta y la demanda o algo así.
«Sermonear. Predicar y enseñar.»
Puede que la coincidencia no tuviese nada que ver con lo que decían, sino con su público: los tres ocupaban puestos con cierta autoridad. Las tres víctimas eran hombres que se ganaban la vida hablando con la gente. Hacían planes para los demás, los guiaban. El alcalde no era un maestro en el sentido que lo eran el pastor y el señor Coleman, pero sí tenía una influencia enorme sobre todo el pueblo. En resumidas cuentas, los tres hombres eran líderes.
Eso convertía al padre Erikson en un objetivo claro —a él y a cualquier otro pastor o maestro de la localidad—, pero de momento estaban bien. El demonio no mataba indiscriminadamente y el simple hecho de colocar los cadáveres con tanto cuidado implicaba que intentaba enseñarnos algún tipo de lección. Tenía un mensaje que darnos y quería que le hiciésemos caso y lo entendiésemos. Con los primeros asesinatos no habíamos comprendido lo que quería decirnos, así que ahora iba con más cuidado; por eso «firmó» el cadáver del alcalde con unas alas de plástico ensangrentadas y se representó a sí misma como el ángel de la muerte; también por eso había hecho la lección mucho más clara al arrancarle los ojos a Coleman. Eso quería decir que la próxima víctima sería un personaje similar al señor Coleman: un líder de la comunidad con un pasado sórdido, para que a nadie se le escapase el significado. Todo lo que yo tenía que hacer era encontrar el candidato con más probabilidades de ser el próximo y esperar, listo para pillar a Nadie a punto de matar. La idea era perfecta.
Y, sin embargo, no lo era.
El padre Erikson me había diseccionado; había anulado la cuidadosa sarta de mentiras que yo había ideado para protegerme a mí mismo de la verdad: que en realidad yo era un asesino, que no era mejor que cualquier otro. Pero no podía dejarlo; simplemente, no tenía forma ni recursos para dar media vuelta y alejarme de todo aquello. Si no le paraba los pies a Nadie, ella iba a continuar matando, cosa que me convertiría a mí en responsable de los asesinatos. Y yo me negaba a ser responsable de la muerte de personas inocentes.
Si conseguía averiguar quién era el próximo objetivo y detenía a Nadie antes de que llegase al lugar, iba a salvar vidas. Eso si todo salía a la perfección, cosa que no solía ocurrir. Sin embargo, si encontraba la manera de involucrar a la policía, ellos podrían entrar en acción antes y proteger al objetivo. De ese modo, yo no tendría que matar…
«Pero quiero matar.»
No. Paso a paso. Encuentro el objetivo, hablo con la policía y después averiguo si yo estaba en lo cierto o no, sin poner a nadie en peligro. Entonces, la vez siguiente, lo haré yo mismo. Estaré preparado. Puedo matar al demonio.
Si ella se mantenía fiel a su patrón, la próxima muerte se iba a producir dos semanas después: la noche del miércoles veintidós o el jueves veintitrés por la mañana. Parecía que había tiempo más que suficiente para seleccionar un pecador, pero no era así.
En el condado de Clayton había una cantidad espantosa de pecadores.
La tarde siguiente, aparqué delante de casa de los Jensen y apagué el motor, pero estaba demasiado nervioso para entrar. El padre de Marci era el único agente a quien conocía en persona, así que si la idea era presentarle el plan a la policía, tenía que ser a través de él. Ya habíamos hablado antes: él era consciente de que yo sabía del tema y además se fiaba de mis opiniones. No obstante, si Marci me odiaba tanto como yo creía —o si simplemente había dejado de caerle bien—, mis posibilidades de hablar con él se reducían prácticamente a cero.
Todo ello sin tener en cuenta la posibilidad que aún me rondaba la cabeza de que él fuese el demonio. Sólo porque yo hubiese descubierto la razón por la que mataba el demonio, no quería decir que supiese quién era; y si Nadie era capaz de robar cuerpos e identidades igual que Crowley, en realidad podía tratarse de cualquiera. Aun así, por mucho que el agente Jensen fuese un demonio, si es que lo era, todavía no me había matado. Ahora que yo era consciente de que tenía de quien sospechar, yo podía andarme con los ojos bien abiertos y mantenerme un paso por delante. La única manera de descubrir su plan, si es que tenía alguno, era observarlo tanto como pudiese. Respiré hondo y salí del coche.
Era un día más fresco de lo habitual y cuando subía las escaleras para llamar a la puerta con los nudillos sentí un escalofrío. La puerta de dentro estaba abierta como de costumbre y a través de la mosquitera se filtraba un aire cálido. Oí los ruidos habituales de la familia de Marci: el televisor encendido, los niños gritando, pisadas en la escalera y correteos por el pasillo. Esperé un momento y al instante apareció Marci detrás de la mosquitera. No le vi expresión alguna.
—Hola —dijo.
—Hola.
A pesar de todo el rato que llevaba preparándome para esta visita —planificando la charla que iba a tener con el agente Jensen y la estrategia de huida si al final él resultaba ser un demonio—, no tenía ni idea de qué decirle a Marci. Una vez más me quedé quieto, sintiéndome como un robot, buscando en su cara una señal a la que aferrarme y que me indicase cómo comportarme. Pero ella miraba hacia un lado, apartando la mirada de mi cara.
Me acordé de que había estado llorando, de lo triste que estaba, e intenté obligarme a empatizar a base de fuerza de voluntad. Fue inútil. Al final tuve que recurrir a mi viejo truco: fingir. ¿Qué le diría una persona normal a una amiga triste?
—¿Estás bien? —pregunté.
Sonó bastante torpe, demasiado alto y directo. Observé con atención para ver si había alguna respuesta por su parte y ella asintió.
—Sí. ¿Y tú?
Se volvió hacia mí y me miró a los ojos. Los tenía rojos de llorar; no había venido a clase en todo el día, así que me pregunté si llevaba llorando desde anoche.
—Yo estoy bien.
«¿Qué diría una persona normal?» Aquello no se me daba bien y, al igual que la primera vez que nos sentamos en la cocina a hablar, supe que con ella no podía fingir. No podía ser otra persona. Respiré hondo.
—Mira —dije—, no tengo mucha mano con las personas. No sé hablar con ellas ni… reaccionar, y mucho menos consolarlas. Sé que anoche estabas muy triste y ojalá hubiese podido hacer algo para ayudarte pero… no pude. Lo siento.
Se echó a llorar de nuevo.
—No, no —dijo negando con la cabeza y me preparé para lo peor—. Anoche estaba hecha un desastre. Estaba histérica, no fue culpa tuya. —Hizo una pausa—. Tal y como te traté, no creía que fueses a venir de nuevo.
Ésa no era la reacción que yo esperaba.
Apoyó una mano sobre la puerta mosquitera.
—¿Quieres pasar?
Vacilé una fracción de segundo.
—Vale.
Ella empujó la puerta mosquitera para que se abriese y, cuando me disponía a entrar, me atrapó en un abrazo mientras aún tenía un pie en el aire. Me envolvió entre sus brazos y escondió la cara en el hueco de mi cuello. Sus lágrimas me mojaron la piel y sentí cómo su pecho chocaba con el mío y los rápidos latidos de su corazón.
—No te odio —susurró—. Siento mucho que pensases eso.
Lentamente la rodeé con los brazos y la toqué con cierta vacilación. Las veces que yo había abrazado a alguien en los últimos ocho años se podían contar con los dedos de una mano: no tenía ni idea de qué hacer. Le di un par de palmaditas antes de dejar los brazos quietos y abrazarla, sin más.
—Lo siento —dijo. Se sorbió la nariz y se apartó—. Si me descuido te voy a llenar de mocos. Entra.
El teléfono sonó dos veces antes de que el padre Erikson contestase.
—¿Sí?
—No llame a la policía.
Yo estaba en la cabina que había junto al bar de carretera y ni me había molestado en disimular mi voz.
—¿Quién…? ¿John?
—Sí.
—John, hicimos un trato. O hablas con esa persona o llamo a la policía. No puedo dejarlo pasar.
Lo tenía todo pensado de antemano, había planeado todos mis movimientos para despistarlo.
—¿Cree que estoy loco?
Hizo una pausa.
—Sólo es una terapeuta, John, no una psiquiatra. Te ayudará a solucionar algunas cosas.
Una mujer. Ya había buscado a todos los terapeutas y psicólogos del pueblo y de los tres que había encontrado, dos eran mujeres: Mary Adams, que ayudaba a la gente a recuperarse en el hospital, y Pat Richardson, la orientadora del instituto. ¿De cuál de las dos sería amigo?
—No me estoy echando atrás, sólo… Es que no quiero que nadie piense que estoy loco, ¿sabe? —Intentaba sonar avergonzado y sincero, pero fingir emociones nunca se me había dado bien. Me pregunté si se lo estaba tragando—. Nunca he ido a terapia; estoy un poco asustado.
—No tienes nada que temer —dijo, y yo intenté interpretar el tono. ¿Tranquilizador? ¿Impaciente? Realmente odiaba tener que hablar por teléfono, pero en ocasiones era la única forma segura de hacerlo: no podía verme ni tocarme y no tenía ni idea de dónde estaba—. Es muy discreta; nadie te verá hablando con ella, nadie que te conozca.
Sonreí. «Eso significa que no es la del instituto.» Dada su especialidad, la doctora Adams del hospital era una opción algo extraña, pero el plan podía funcionar.
—Por favor —dije—, sé que no era el trato que habíamos hecho, pero… hice caso de lo que me aconsejó y tengo cita con una orientadora del hospital. No se me ocurría a qué otro sitio podía acudir. Por favor, permítame hablar con ella sin llamar a la policía.
Se quedó callado y yo sabía que lo estaba pensando. Él sabía que yo era muy voluble y, si él creía que yo iba a ver a la terapeuta a la que me quería presentar, ¿por qué seguir insistiendo con el tema? Con ese plan no iba a conseguir quitármelo de encima para siempre, pero sí iba a conseguir algo más de tiempo, al menos una semana.
Eso si se lo tragaba.
—¿Padre?
—Sí, John. Me parece bien.
Cerré los ojos y respiré hondo.
—Gracias.
—Si necesitas cualquier otra cosa —dijo—, si quieres que volvamos a hablar, estoy a tu disposición.
—Gracias, padre. Es muy amable.
Y colgué.
Por muy sociópata que fuese, sabía que volver a mencionar al Manitas los primeros días después de la reconciliación con Marci era una estupidez. Lo que hicimos fue estar tirados en el sofá viendo la tele, juntos y en silencio, mientras yo me mordía la lengua e intentaba no hablar de asesinos, cadáveres y vengadores sagrados. Finalmente, un sábado lluvioso en que estábamos jugando al póquer en su habitación, no pude resistir más y posé la mano de cartas sobre la cama.
—Llevamos toda la semana sin hablar del Manitas.
—Gracias a Dios —dijo y señaló mis cartas—. ¿Vas o no?
—En serio: creo que lo he descubierto.
Marci frunció el ceño.
—¿Sabes quién es?
—No, pero creo que sé por qué mata. Y creo que podemos adivinar quién será el próximo.
Miró las cartas en silencio durante un buen rato. Finalmente, negó con la cabeza.
—No, no quiero.
—¿Qué?
—No quiero volver a eso. Me supera, es demasiado cercano. No quiero ser responsable de otra muerte.
—Pero precisamente por eso debemos hacerlo —dije—, para que no haya más muertos.
—Pero es que seguirá habiéndolos. No somos más que un par de críos de dieciséis años: no podemos detener a un asesino. No deberíamos ni intentarlo: tendríamos que dejar que la policía hiciese su trabajo y nosotros, el nuestro. No se trata de un juego.
—¿Quieres saber por qué lo del señor Coleman fue culpa nuestra?
—Por el amor de Dios, no.
—Porque el Manitas castiga a los pecadores —dije—. Nosotros pusimos a uno a la vista de todos y eso lo convirtió en su objetivo. Pero no le vale cualquiera; tienen que ser pecadores que ocupen puestos de cierta autoridad, líderes de la comunidad como pastores, profesores y funcionarios del gobierno.
—John…
—Cada ataque es peor que el anterior —dije—. ¿Te acuerdas de las treinta y siete puñaladas que tenía el alcalde Robinson en la espalda? Pues Coleman tenía sesenta y cuatro.
—Por favor, basta ya.
—Sesenta y cuatro —repetí—. Y dentro de semana y media se nos habrá acabado el tiempo y ella nos librará de otro pecador, alguien importante, una figura pública. Así todo el mundo entenderá el mensaje. Pero ahora que hemos resuelto el rompecabezas podemos encontrar a la próxima víctima antes de que la mate. —La miré a los ojos fija e intensamente, y ella me devolvió la mirada—. Marci, por favor: tienes que ayudarme.
Me lanzó una mirada cargada de dureza. Intenté adivinar lo que pensaba. ¿Iba a cooperar conmigo o a rechazarme?
—Es imposible —dijo—. ¿Cómo vamos a saber a quién considera un pecador ese engendro?
«Eso significa que se lo está pensando. No descarta la idea del todo. ¡Más madera!»
—Podría tratarse de otro pastor o de un profesor —afirmé—; a lo mejor, el director del instituto.
De pronto se quedó blanca.
—Podría ser un poli.
Asentí.
—Cualquiera con cierta autoridad vale, aunque solamente si tiene algún tipo de oscuro pasado; no tiene que ser un secreto, sino algo que todo el mundo sepa. Tu padre debería estar totalmente a salvo.
Continuó mirándome fijamente con su boca convertida en una estrecha línea de color rosa. El ceño le proyectaba una sombra sobre los ojos y su mirada era lúgubre.
—El sheriff Meier debería estar a salvo —dijo—. Mick Herrman, Craig Moore; a ellos tampoco debería pasarles nada. —Me quedé en silencio y ella entrecerró los ojos, como si forzara la vista—. ¿Lo ves? Por eso no quería empezar con este tema; no me gusta pensar en las cosas malas que hayan podido hacer y no quiero sentirme culpable si me olvido de algún hecho terrible y alguien muere por culpa de ello.
—¿Qué me dices de…?
—Ellingford —dijo de pronto y abrió los ojos—. Larry Ellingford. Era un agente a quien le hicieron una inspección hace dos años por abuso de autoridad; estaba poniendo multas falsas por exceso de velocidad a gente que no le caía bien. Aunque no sé si sigue aquí; hace mucho que no sé nada de él.
—Muy bien. ¿Se te ocurre alguien más?
—¿Por qué estoy haciendo yo todo el trabajo?
—Vale —asentí—. ¿Qué me dices de la señorita Troyer, la subdirectora del insti? Por aquel asunto que se decía el año pasado de que había amañado los resultados de la elección al comité de estudiantes.
—¿Crees que eso sería suficiente? —preguntó ella—. Si el Manitas mata a alguien por eso, nadie está a salvo.
—Estoy en plena lluvia de ideas. Digo todo lo que se me ocurre.
Ella hizo una pausa y de pronto enarcó la ceja.
—¿Y Curt Halsey?
Un torrente de ideas se me pasó por la cabeza, tropezando las unas con las otras intentando llegar la primera. «Si hay alguien que se merezca que lo mate un demonio…»
—¿Te refieres al tipo que quemó la casa de Forman?
—¿Por qué no? —preguntó—. Es sospechoso de homicidio, un pecado bastante gordo.
—También está bajo custodia policial —dije—. Ella no podría ni acercarse a él. Además, considerarlo como un líder de la comunidad es estirar un poco los requisitos que debe cumplir el candidato.
—La gente cree que mató a Forman. Se está llevando todo el mérito, como si fuera un héroe; si la verdad saliese a la luz, se te concedería a ti.
—Cierto. Eso nos deja tres posibilidades: uno que podría haberse mudado, otra que sólo es un pecador en el sentido más amplio de la palabra y un tercero que está en la cárcel. No es una lista muy útil.
—Suficiente para esta noche —dijo, antes de coger sus cartas y desplegarlas como un abanico—. Se acabó pensar en todo eso por hoy. ¿Vas o no?
La miré, pero ella me devolvió la mirada y ladeó la cabeza con una expresión que quería decir: «Intenta llevarme la contraria.» Asentí, cogí las cartas y las desplegué.
—Dame todos tus cuatros.
—Te has equivocado de juego —replicó con tono severo, pero poco a poco se le fue dibujando una sonrisa en la cara y finalmente se rió—. Asumo que no vas. Gano yo. —Arrastró el montón de M&M’s que había en la moqueta hacia otro montón mucho más grande que tenía junto a las piernas—. Aún te quedan unos cuantos. Baraja y así acabaré de librarte de todos.
—Los vas a compartir conmigo igualmente.
—No me provoques, listillo.
Recogí las cartas y barajé; mientras tanto, hacía una lista mental de los nombres de posibles víctimas.
El lunes por la noche sonó el teléfono mientras cenábamos. La pantalla del aparato decía «Jensen».
—¿Sí?
—John —dijo Marci a toda prisa—, ¿estás viendo las noticias?
—Ahora mismo, no.
—No importa; no sé ni si ha salido aún.
—¿Qué?
—¿Puedes venir?
—Un momento, que no te entiendo.
—Han detenido a William Astrup —dijo—. La emisora de mi padre estaba encendida y lo he oído desde el pasillo; lo han arrestado en Springdale por estar tratando con una prostituta.
Fruncí el ceño. Springdale —el valle de la primavera— a pesar de su alegre nombre, el barrio más pobre de todo el condado de Clayton: una larguísima cadena de bloques de apartamentos que se extendía por todo el centro de la ciudad. Era exactamente la clase de lugar donde ir a buscar a una prostituta, pero no el tipo de sitio donde alguien esperaría encontrar a un líder de la comunidad.
—¿Quién es William Astrup? —pregunté—. ¿También es policía?
—¿De verdad no sabes quién es? Es el dueño del aserradero, el hombre más rico del condado y el que emplea a más gente. El resto de los empresarios ni se le acerca. ¿Cómo es posible que no lo sepas?
—La verdad es que estoy asombrado de que tú sí lo sepas. ¿Cómo sabes quién es el propietario del aserradero?
—Ven a casa, ¿vale? —dijo—. Es nuestra próxima víctima, tiene que serlo, y no quiero decírselo a mi padre sin ti.
Marci tenía razón: parecía la víctima ideal del Manitas y tan sólo quedaban unos días. Pero por ridículo que pareciese, no era capaz de quitarme una idea de la cabeza: que el agente Jensen podía ser un demonio. ¿Debía ir y contarle todo el plan? Me detuve un momento e intenté analizar la situación. Si él era el demonio, entonces seguro que tenía un plan mucho mayor del cual yo no tenía ni idea; por lo tanto, meterme en su vida era la mejor manera de descubrirlo. Y si al final resultaba que no lo era, él podría salvar a la víctima mientras yo me escabullía en la oscuridad y dejaba al demonio fuera de combate.
Por un instante pensé en no decirle nada en absoluto para estar completamente seguro de que nadie iba a interferir en la trampa que le iba a tender a Nadie. Si la víctima no sospechaba nada y la policía se mantenía al margen, el tal William Astrup podía ser el cebo perfecto. Pero ya era demasiado tarde: al involucrar a Marci en todo aquel asunto, también había arrastrado con ella su sentido de la ética. Ella quería proteger a la víctima y se iba a encargar de que así fuese, lo dijera yo o no.
—No tardo ni un minuto —dije.
—Hasta ahora.
Colgamos los dos y me di media vuelta para salir.
—¿Le ha pasado algo a William Astrup? —preguntó mi madre.
—¿Es que soy el único que no conoce a este tipo?
—¿Qué pasa?
—Nada —dije—. Tengo que ir corriendo a casa de Marci.
—¿Puedes acabarte primero la cena?
—No.
Bajé las escaleras, salí por la puerta lateral y fui en coche a toda prisa hasta la casa de Marci. Al llegar allí me crucé con su padre, que se dirigía al coche patrulla con ella pisándole los talones.
—Aquí está —le decía al tiempo que yo salía del coche—. Escúchale un momento.
—Venga, deprisa —dijo mirándome—. Al parecer tienes algo que contarme sobre el Manitas.
—Sí —dije. Se me agolpaban las ideas y estaba esforzándome por ponerlas en orden—. Tiene que… quiero decir que… —No estaba listo para explicar todo aquello. Me gustaba tomarme mi tiempo y planear las cosas en lugar de precipitarme a ciegas—. Va a intentar matar a William Astrup.
El agente Jensen entrecerró los ojos.
—¿Por qué dices eso?
—Porque los objetivos de la asesina son líderes de la comunidad que, según ella, han obrado mal —dije—. El Manitas es una vengadora sagrada; no se trata de un perfil muy común de asesino en serie, pero le prometo que en este caso va en serio. Intenta salvarnos, enseñarnos algo, purificarnos o lo que sea. Y el arresto de un hombre rico y poderoso como Astrup es exactamente el tipo de cosa que le llama la atención.
—Un momento. ¿Cómo sabes…? —Me observó unos instantes y después gruñó entre dientes y se volvió hacia Marci—. Marci Elizabeth Jensen, ¿otra vez has estado escuchando cosas que no son de tu incumbencia?
—No tuve ni que intentarlo, sonó muy alto.
—Te he dicho cien veces que no puedes entrometerte en mi trabajo. Este asunto es muy serio. Si la gente se entera de que lo hemos arrestado…
—Llegará a oídos del público igualmente —dije—. Astrup es demasiado importante, la gente se enterará y después el Manitas intentará matarlo. Si sigue su propio patrón, lo hará el miércoles por la noche, dentro de dos días. Tiene que fiarse de mí; encaja en el perfil a la perfección.
—Si encaja en el perfil —replicó el agente Jensen—, el FBI ya estará al tanto de ello.
—En ese caso nadie pensará nada raro cuando sugiera que lo protejan. Escuche, el Manitas seguramente se queda despierto por las noches rezando por que alguien tan importante como William Astrup cometa un error tan gordo como éste. El mensaje que intenta enviarnos quedaría muy claro si lo matase; y si a Coleman le arrancó los ojos por mirar pornografía, no hace falta que le diga qué le cortará a Astrup por buscar los servicios de una prostituta.
—Ay —dijo Marci.
—¿También sabes lo de los ojos? —dijo el agente Jensen con tono severo, y se volvió hacia Marci.
—¡Eso me lo dijiste tú mismo!
—Mire —dije—, sé que no tiene ningún motivo para confiar en nosotros, pero… —De pronto me quedé callado, sin saber muy bien qué decir. «Si no protege a Astrup de ninguna forma, veré exactamente qué le hace el demonio y cómo. Y si tengo suerte, identificaré un punto débil y hallaré la manera de matar a Nadie allí mismo, sin tener que esperar más tiempo ni seguir especulando.» Sin embargo, no quería que Marci pensase que me estaba echando atrás—. Usted sabe que seguramente pagará la fianza directamente y no podrá retenerlo, pero aun así podría ponerle protección o algo parecido. Quizá. No sé.
«¿Qué estoy haciendo? Necesito aprender más cosas sobre Nadie y, sin embargo, me dedico a sabotear la mejor oportunidad que tengo de hacerlo para salvarle la vida a un criminal. ¿O hago esto porque tengo miedo de lo que Marci pueda pensar de mí? ¿Qué es lo que realmente importa ahora?»
El agente Jensen me lanzó una mirada intensa. Era obvio que estaba pensando en mis palabras.
—¿Qué pasa con la prostituta? —preguntó—. ¿Ella no te preocupa?
—Al Manitas no le importa. Solamente quiere a la figura con autoridad.
Volvió a hacer una pausa.
—No puedo ir a la comisaría y decirles que mi hija y su novio han resuelto el caso del Manitas.
—Entonces diles que lo has resuelto tú —replicó Marci—, pero sobre todo díselo.
«¡No! ¡Ha estado a punto de negarse y lo has estropeado!»
Nos miró a los dos y después suspiró.
—Vale, lo diré, pero no os garantizo nada. Y a cambio de eso —afirmó señalándonos muy serio con el dedo— vosotros dos no diréis ni pío sobre este asunto, dejaréis de escuchar cosas en la emisora por casualidad y no os volveréis a meter en este asunto nunca más. ¿Queda claro?
—Alto y claro —asintió Marci.
Subimos a la acera y el agente Jensen entró en el coche. Antes de salir nos miró una última vez y Marci lo saludó con la mano mientras se marchaba.
—Gracias por venir —dijo y me dio dos palmaditas en el pecho antes de volverse hacia la casa. Yo la seguí, maldiciéndome en silencio por haberlo convencido, y poco a poco nos acercamos a las escaleras—. No sabes cuánto me alegro de librarme de este asunto.
—Sí —contesté.
Ya estaba pensando qué piezas mover a continuación. Necesitaba encontrar la manera de vigilar a Astrup para ver quién contactaba con él y cómo reaccionaban a la presencia de la policía. Pero ¿cómo podía acercarme lo suficiente?
—Marci —gritó su madre desde la puerta—, te llaman por teléfono.
—¿Quién es?
—Otra vez Rachel.
—Madre mía —refunfuñó Marci y después gritó—: dile que estoy ocupada, que la llamaré más tarde.
La señora Jensen se metió en la casa y Marci sacudió la cabeza.
—¡Esa chica no me deja en paz! «¿Qué te vas a poner para el baile? ¿Con quién vas a ir? ¿Podemos ir en grupo? ¿Qué dieta hago para que me quepa el vestido?» Me está volviendo loca…
No le estaba prestando demasiada atención porque estaba demasiado preocupado con mis planes, pero aun así asentí y procuré que pareciese que la escuchaba.
—¿Va a ir a un baile? Qué bien.
«Las víctimas mueren sin oponer resistencia, normalmente en sus propios hogares, lo que significa que dejan entrar al asesino por voluntad propia. Eso generalmente significa que el asesino es alguien a quien conocen, pero en un caso como éste, con tantas víctimas, debe de tratarse de otra cosa. Sea cual sea el disfraz o la tapadera que Nadie utiliza, diría que no es nada amenazadora y que seguramente sea algo familiar para todos a quienes ha matado.»
—Sí, va a haber un baile —dijo Marci pronunciando cada sílaba—. El baile de principio de curso, ¿no te suena? Es un pequeño acontecimiento social que tiene lugar este viernes…
—Ah, sí, lo de principio de curso. Hay carteles por el instituto y tal.
«Todo este tiempo he asumido que Nadie puede cambiar de cara y cuerpo igual que hacía Crowley, pero éste solamente podía si mataba a alguien: les robaba el cuerpo, literalmente. El Manitas no roba cuerpos y, además, destruye los pedazos que se lleva. ¿Qué hace para ocultarse?»
—Rachel va a ir con Brad —dijo Marci— y habíamos pensado ir en grupo, aunque yo todavía no tengo con quién ir.
Eso me distrajo de mis pensamientos.
—¿No? Pero si tú eres… Pensaba que alguien te lo habría pedido ya hace semanas.
Marci me miraba boquiabierta, como si no supiese qué decir. Me di cuenta de que había dicho algo estúpido e intenté remediarlo.
—Quiero decir que eres… alucinante —dije—. Todo el mundo te quiere muchísimo y creo que tienes más amigos que ninguna otra persona que yo haya conocido. ¿Cómo puede ser que no te lo haya pedido nadie?
—La verdad es que… —dijo tratando de encontrar las palabras adecuadas— me lo han pedido cinco personas. Cinco. Y les he dicho que no a todos.
—¿No quieres ir?
—Pues la verdad es que me gustaría bastante poder ir.
La miré con los ojos bien abiertos, esperando una explicación. «Qué raras son las chicas.» Me miró un instante y entonces entrecerró los ojos con aire resignado y levantó la mirada hacia el cielo estrellado.
—¿Es que tengo que hacerlo yo todo?
Y entonces me di cuenta: quería que se lo pidiera yo.
—Yo…
—¿Sí? —dijo volviéndose hacia mí—. ¿Querías decirme algo?
—¿Vas a…?
—¿Funcionan los engranajes dentro de esa cabezota que tienes?
—Espera.
—Oh, sí, ya llevo un tiempo esperando.
—¿De verdad que quieres…? —No acabé la frase.
—… ir. —Me estaba haciendo de apuntador.
—… ir… al baile de principio de curso…
—… con… —dijo ella.
—… migo? —concluí la frase.
—Me asombra todo lo que ha hecho falta para que me lo pidieras.
—Estoy confundido —dije.
—Es obvio. Deja que te lo explique: primero, sí, me encantaría ir al baile contigo; muchas gracias por pedírmelo. En segundo lugar, ¿qué narices te pasa?
—¿Qué?
—Vienes todos los días y pasas horas conmigo, es obvio que yo te gusto y que tú me gustas a mí y, sinceramente, no pasamos el suficiente tiempo separados para que tú hayas tenido tiempo de pedirle a otra que vaya contigo al baile y mucho menos de flirtear lo suficiente como para que quieras preguntárselo. ¿Cuánto tiempo más pensabas esperar si yo no hubiese sacado el tema?
—Yo… es que… no soy mucho de ir a bailes.
—¿Te refieres a que no me lo ibas a pedir? —preguntó—. ¿Llevo todo este tiempo esperando y a ti ni siquiera se te había ocurrido?
—Lo… ¿siento?
—No cabe duda de que eres el tío más raro que he conocido en mi vida.
Respiré hondo.
—Exactamente —dije—. Es que lo soy, el tío más raro que has conocido. Soy lo contrario de ti. Tú tienes un montón de amigos y yo no tengo ninguno; tú eres guapa y yo tengo un aspecto un poco raro; tú eres popular, interesante y divertida y yo… yo trabajo en la funeraria. Estoy obsesionado con la muerte y para divertirme estudio asesinos en serie. Los tipos como yo no van a los bailes y si lo hacemos alguna vez, no es con chicas como tú.
No creía que fuese a tener que explicar lo mal que estaba. ¿Es que no se daba cuenta de ello la gente con sólo mirarme?
Marci parecía estupefacta.
—¿De verdad piensas eso de ti mismo? ¿Y de mí?
—¿Que eres guapa?
—Que estoy por encima de ti. Que soy… demasiado buena para ti. Escucha, John, ¿cómo te digo esto? —Se lamió los labios—. Las chicas no son idiotas, ¿vale? Sabemos cuándo le gustamos a un chico y normalmente también sabemos por qué. Sí, sabemos que somos atractivas y sí, cuando un chico nos mira, nos damos cuenta de ello. Ni te imaginas la cantidad de conversaciones que he tenido este último mes con la frente de un tío porque no dejaba de mirarme las tetas. Y sí, admito que alguna vez las utilizo para conseguir la atención de alguien. Lo he hecho contigo, pero tú eres el primer chico heterosexual desde sexto curso con quien no ha funcionado. El primero que no me las mira. —Se encogió de hombros y miró en dirección a la calle—. Por primera vez en años, un chico está más interesado en hablar conmigo que en mirarme la delantera.
—Pero es que estoy… —¿Cómo se lo podía explicar?—. Sólo sigo mis normas. Intento tratarte como a una persona. Con respeto.
«La alternativa es tratarte como a los cadáveres de la funeraria, como si fueras un muñeco con el que puedo jugar y no me atrevo a permitirme algo así.»
—Con respeto —repitió—. John, una de las cosas más especiales que tienes es que no te das cuenta de lo poco común que es eso.
No sabía qué decir, así que continué en silencio. Nos quedamos sentados un momento, mientras el cielo se volvía anaranjado a medida que se ponía el sol. Un instante después, hablé con vacilación.
—Entonces, ¿eso significa que estamos saliendo?
Marci se echó a reír.
—¡No me fastidies! ¿Cómo eres tan palurdo?
—¿Cómo quieres que sepa estas cosas si no me las dices?
—Hasta mi padre ha dicho que eras mi novio antes de marcharse. Todo el mundo cree que estamos saliendo; no tengo ni idea de cómo no te has dado cuenta.
—Vaya —dije—. Novio, ¿eh?
Recogió las rodillas, apoyó la cabeza encima y me miró de costado.
—Sip.
—Y eso significa que tú eres mi novia.
—Así es.
Me quedé callado un momento.
—Entonces tendría que ponerte un mote hortera como «cariñito» o «pastelillo».
—Creo que no hace falta llegar a tanto.
—¿Qué te parece «azucarillo mío»?
—Vuelve a llamarme eso —dijo entre risas— y me buscaré otra pareja para el baile tan deprisa que te quedarás con cara de tonto. He rechazado a cinco, no te olvides de eso. Cinco.
—Cinco —repetí.
«¿Y por qué has elegido al único que ha soñado con matarte?»
Dejé que Marci se encargara de los planes para el baile y yo me ocupé de los planes para atrapar a Nadie. Fui hasta casa de William Astrup y me puse a investigar: la policía no lo había soltado todavía y la noticia no se había hecho pública, así que su casa estaba vacía y pude recorrer el jardín a placer. Junto a la puerta de entrada había un gran seto; y la trasera, que daba al bosque, estaba rodeada de un montón de sitios en los que esconderse. ¿Cuál sería mejor? Suponiendo que Nadie no fuese completamente invisible —cosa que, dado su nombre, podía tener sentido—, lo lógico es que apareciese oculta tras algún tipo de fachada inofensiva. ¿Repartidora de pizza? ¿De paquetes? «Hola, se me ha estropeado el coche y no me funciona el teléfono, ¿puedo utilizar el suyo?» Fuera lo que fuese, lo que era casi seguro es que iba a acudir a la puerta principal. Ésa era la parte que debía vigilar.
Inspeccioné el seto de delante: si era necesario, podía esconderme allí durante horas y permanecer completamente oculto. Si tuviera una pistola podría sentarme allí a esperar y disparar a la primera persona que apareciese con una bolsa de cadáveres; eso suponiendo que las balas pudiesen herir a Nadie. Con Crowley no servían de nada, aunque éste era más físico y brutal. Nadie era una asesina mucho más refinada que utilizaba herramientas y se tomaba su tiempo. Quizá no fuese capaz de regenerarse ni de cambiar de forma, pues es obvio que Forman no podía.
Una pistola podía ser útil, sobre todo una con silenciador. Podía dispararle incluso antes de que llamase al timbre y desaparecer con la misma rapidez, y las pruebas del crimen se derretirían y desaparecerían. Un manchurrón de ceniza en el porche de la casa. Sí, podía hacerlo, siempre y cuando la policía no se entrometiera. Me pregunté si el agente Jensen había creído todo lo que le habíamos dicho, si nos había tomado en serio.
Pero todo ello se quedaría en simples especulaciones si el Manitas no se enteraba de que habían arrestado a Astrup y no lo escogía como próxima víctima. Fui hasta el centro e hice una llamada anónima al periódico desde una cabina. El lunes por la noche salió en las noticias y el martes ya lo sabía todo el mundo; había conseguido colocar el cebo. Lo único que me faltaba era la pistola. Pensé en robar una de casa de Marci, porque sabía que el agente Jensen tenía varias, pero lo descarté de inmediato. No soy tan tonto como para robarle una pistola a un policía. Por otro lado, Max era otra cosa; su padre tenía una colección enorme y como estaba muerto ya no las usaba nadie. Nadie se iba a enterar jamás de que faltaba una.
Me levanté el miércoles por la mañana listo para visitar a Max y robarle un arma; mientras desayunaba, puse las noticias. El titular me sentó como una patada en el estómago: la asesina había actuado antes de lo que esperaba. William Astrup se encontraba bien, el muerto era el sheriff Meier. Le había cortado las manos y la lengua, y había clavado su cadáver al césped con un par de palos que se alzaban como dos alas.