El padre Erikson vivía en un chalé de ladrillo de una sola planta, en la zona este de Clayton. Abrió la puerta cubierto con un grueso albornoz por encima de la ropa; era de color azul oscuro y tenía un logo de Disney en una esquina.
—¿Hola? —dijo.
—Hola. ¿Le importa si hablamos?
—¿Y tú eres…? —Me observó durante unos segundos—. Espera, ya te reconozco. Eres el chaval que me hizo preguntas sobre los demonios.
—Sí. ¿Podemos hablar?
—¿De dónde has sacado mi dirección?
—Se llama internet —dije—. Escuche: necesito hablar y necesito que sea ahora. ¿Puedo entrar?
—Eh… claro. Pasa. ¿Saben tus padres que has venido?
—Por supuesto —mentí—. Nunca voy a ninguna parte sin decírselo antes a papá.
—Bien, eso está… muy bien.
No estaba seguro de que se lo hubiese tragado. Cuando entré, cerró la puerta y señaló el sofá. En televisión ponían alguna especie de culebrón, pero yo no entendía lo que decían.
—Estoy intentando aprender español —dijo, antes de coger el mando a distancia y apagar el televisor.
Yo me senté en el sofá y él se acomodó en un sillón reclinable que ya estaba bastante desgastado.
—Después de hablar contigo la última vez, pregunté en el periódico por el becario del instituto. Al parecer te llamas Kristen.
—En realidad no estoy haciendo prácticas.
—Eso ya lo había supuesto. ¿Cómo te llamas?
Hice una pausa.
—John.
—¿Quieres explicarme qué estás haciendo?
—Han matado al señor Coleman. Era un profesor del instituto.
—Y un miembro de mi congregación —dijo el pastor—. Una tragedia terrible.
—¿Por qué todo el mundo cree que es tan terrible que ese hombre haya muerto? —pregunté—. Era un pederasta; una persona repugnante. Cuando lo despidieron, la gente solamente decía que era un hombre horripilante y que teníamos suerte de haberlo expulsado del instituto. Y ahora que alguien lo ha eliminado de nuestras vidas por completo, ¿resulta que es un drama?
—No hablaba de su muerte —dijo el cura—, aunque eso también ha sido una tragedia. Me refería a su vida.
—Creo que está abusando de la palabra «tragedia».
—Puede que sí —dijo y se encogió de hombros—, pero creo que tú estás exagerando la maldad de David Coleman. Sí, es cierto que cometió pecados y sí, merece ser castigado; pero también hizo muchas cosas buenas que merecen ser elogiadas. Era muy buen profesor y muy buen amigo. Nadie es totalmente bueno ni malo.
—De acuerdo, era un hombre fantástico. Da igual. No he venido por eso: intento averiguar quién lo mató.
—Y como antes, crees que ha sido un demonio.
Asentí. El cura se lo estaba tomando con sorprendente calma. Debía de tratar con mucha gente rara en la iglesia.
—¿Por qué vienes a mí con este asunto? —preguntó.
—Porque intento encontrar a este demonio y pararle los pies, y para eso necesito ayuda. Usted es la única persona que conozco que admite creer en la existencia de criaturas paranormales. Y también porque usted es cura y, si yo se lo pido, tiene que tratar esta conversación como un asunto confidencial.
Enarcó una ceja.
—¿Por qué dices eso?
—Se lo repito: se llama internet. En serio… Como clérigo católico, su iglesia lo obliga a tratar las conversaciones privadas de la forma más confidencial posible. No es legalmente vinculante como en el caso de los psicólogos, pero un buen clérigo, como supongo que lo será usted, accedería a mi petición de buena fe.
Se quedó callado, observándome, como si se estuviera haciendo una composición mental de mí.
—Eres un desconocido que sale vete a saber de dónde, menor de edad, estás obsesionado con un asesino y convencido de la existencia de monstruos mitológicos. Si soy tan buen cura como dices, debería llevarte a un orientador.
—Conviértase en mi orientador.
—No estoy preparado para hacer de…
—Escuche —dije mientras me ponía en pie—, júreme ahora mismo que guardará el secreto o me largo de aquí. Quiere ayudarme, ¿verdad? Pues así es como puede hacerlo.
Me miró, mientras pensaba, y finalmente asintió.
—Siempre y cuando no te considere una amenaza inmediata para nadie y me permitas presentarte a una terapeuta que conozco, no le hablaré a nadie de esta conversación.
Lo miré fijamente. Él se levantó y me ofreció la mano.
—Te lo prometo solemnemente.
Lo miré a la cara: la boca convertida en una delgada línea, los ojos abiertos, la mandíbula ligeramente apretada. Estaba diciendo la verdad. Le estreché la mano.
—Gracias.
—Gracias —respondió.
Volvimos a sentarnos.
—De acuerdo —dije—. Hasta ahora este demonio ha seguido criterios muy estrictos a la hora de escoger a sus víctimas; si nos fijamos en las dos primeras de Clayton y las siete u ocho anteriores, las de Georgia, resulta que el patrón es sumamente consistente. Se trata de hombres de mediana edad, casados y miembros respetables de su comunidad. El pastor Olsen; el alcalde Robinson; Steve Diamond, que era policía en Athens; Jack Humphrey, algún tipo de líder religioso de Macon; y los otros siguen así. Todos se ajustan al patrón, excepto Coleman: él era más joven, era soltero y la comunidad lo odiaba; además, cuando lo mató estaba desempleado. El resto de las víctimas tenían buenos trabajos, puestos estables.
—Puede que se convirtiese en un objetivo antes de perder el empleo —dijo Erikson—. Sólo hace unos días que lo echaron.
—Es posible —asentí—, porque está claro que ella planea los ataques muy bien y quizá no haya tenido tiempo de encontrar otra víctima. Pero aún hay más diferencias. Resulta que esta vez el demonio le hizo algo en los ojos, cosa que ella no había hecho nunca antes. No existe ningún precedente de esto; y lo que quiero decir con eso es que seguramente sí lo hay, pero no sabemos lo suficiente para identificarlo.
El cura se inclinó hacia delante y frunció el ceño.
—¿Por qué dices que el asesino, el demonio, es una mujer?
—Por la costumbre. Le juro que ya no tengo ni idea de qué sexo tiene esta cosa. Es muy posible que este demonio en concreto sea capaz de cambiar de forma y adquirir el aspecto de cualquiera, así que, si le soy sincero, la persona que buscamos podría ser hombre o mujer, e incluso alguien a quien conozcamos.
—Posesión demoníaca.
—Más o menos, sí.
El cura se echó hacia delante en el asiento y me miró a los ojos.
—Aquí es donde yo empiezo a ponerme nervioso, porque ya no estás hablando solamente de cazar un demonio: estás hablando de cazar a un miembro de la comunidad.
—A alguien que tiene el aspecto de un miembro de nuestra comunidad.
—No —dijo el cura—, no puedes pensar así. Has venido a verme porque crees que soy una especie de experto en demonios, así que escúchame: si a alguien lo posee un demonio, la persona original sigue ahí dentro. Así es como funcionan. A los demonios hay que expulsarlos, no matarlos, y ése es un proceso muy largo y delicado que está diseñado para proteger al anfitrión humano.
—¿Quiere hacer un exorcismo?
—No, no quiero —dijo negando con la cabeza—. No tengo la formación necesaria y no estoy seguro de que sea necesario. Pero lo que intento decirte es que lo más probable es que eso que tú crees que es un demonio no sea más que un tipo normal y corriente, como tú y como yo, y que no esté ocurriendo nada paranormal.
Solté una risotada seca mientras recordaba el día que Forman se convirtió en un montón de ceniza.
—En este caso, tendrá que fiarse de lo que le digo.
—Pero no me fío de ti —dijo—. He pasado contigo media hora, como mucho, y que yo sepa, el nombre que me has dado podría ser falso. Vienes aquí, hablas de cazar demonios y no tengo manera de saber si hablas en serio o en broma, o si estás completamente loco.
—Necesito que me ayude…
—En eso estoy de acuerdo —dijo—, pero estoy seguro de que hablamos de distintos tipos de ayuda.
Nos miramos el uno al otro, resueltos y en silencio; me hervía la sangre de rabia. «¿Por qué no respondía a mis preguntas?» Sus manos abarcaban todo el apoyabrazos del sillón; de tanto apretar se le habían quedado los nudillos blancos y le temblaban los brazos ligeramente, por eso supe que el pastor tenía miedo. Creía que yo era peligroso. Y aun así, se había enfrentado a mí, estando solo en su casa y sin manera de defenderse. Si en realidad yo fuese tan peligroso como él creía, podría haberlo matado allí mismo.
«Quizá debería hacerlo. Puede que sea un demonio.»
La idea no había acabado de formarse en mi cabeza y ya sabía que era una estupidez. Era imposible que él fuese el demonio, igual que tampoco podía serlo Marci. Estaba desesperado; quería abandonar la caza y matar algo o a alguien: veía demonios en todas las sombras, detrás de cada rostro, mirándome a través de cada par de ojos.
«Ojos.» Los ojos debían de tener algún significado. Cuando una asesina cambiaba sus métodos, siempre significaba algo. Pero el padre Erikson no me iba a ayudar a averiguarlo. Nadie quería ayudarme a pararle los pies a los demonios: solamente querían salvarme de mí mismo. «¡Yo no soy la mayor amenaza en esta situación!»
Sin embargo, el cura estaba convencido de ello. Y no sabía cómo me apellidaba.
Podía utilizar esto a mi favor.
Había ocurrido lo mismo con mi antiguo terapeuta, el doctor Neblin. Empezábamos a hablar del malo y siempre acabábamos haciéndolo de mí. Gente como Max o Marci se interesaban de verdad por ese tipo de cosas, pero los adultos siempre asumían que les estaba hablando de mí mismo; que las situaciones que describía eran una especie de complicadas metáforas sobre mis sentimientos. Neblin, el cura, mi madre… Ésa era toda la ayuda que me querían prestar. Así que, ¿por qué no dejar al cura que lo hiciese?
—Digamos que soy tan peligroso como usted cree —afirmé y me incliné hacia delante. «Mantén una actitud imponente; aunque sólo digas cosas para ganar tiempo, al menos él sigue hablando»—. Digamos, por el bien de esta discusión, que yo soy el Manitas.
—No creo que tú seas el Manitas.
—Fínjalo. Vamos a ver: ¿qué quiere decirme?
Entrecerró los ojos.
—¿Qué?
—Acabo de matar a tres personas. ¿Por qué?
—No… no sé por qué.
—Acabo de arrancarle los ojos a un hombre, cosa que nunca había hecho antes. ¿Por qué razón?
—¿Por qué me haces estas preguntas?
—Ha dicho que quería ayudarme, ¿verdad? Pues, venga, hágalo. Psicoanalíceme. Ofrézcame los sabios consejos de la Biblia. —Apreté el puño; empezaba a ponerme nervioso, pero traté de mantener la calma—. Un asesino en serie le ha pedido ayuda; maldita sea, ¡ayúdelo!
—Yo… —Hizo una pausa—. Tendrás que darme más datos.
—¿Sobre qué?
—Si eres un asesino, ¿por qué estás aquí?
—¿En su casa?
—En Clayton.
Asentí. «Buena pregunta. Puede que esto funcione.»
—Estoy buscando a alguien.
Tragó saliva.
—¿A alguien en particular?
—Sí. Pero no sé quién es. Alguien del pueblo ha hecho algo que me ha enfadado mucho y he venido a encontrarlo.
—¿Qué fue lo que esta… persona misteriosa hizo para que te enfadases?
«¿De quién cree que estoy hablando?»
—Eso no le importa —dije con cautela—. Sé que existe, pero nada más.
—Entonces, ¿por qué matas? —preguntó.
—Dígamelo usted.
—Estás… —Hizo otra pausa—. Estás enviando un mensaje. Las personas que matas y el modo en que lo haces son mensajes para el hombre que buscas; de algún modo, representan aquello que te enfureció tanto como para venir a buscarlo.
—Muy bien —asentí—. Pero recuerde que antes de venir aquí maté a ocho personas en Georgia, utilizando siempre el mismo método.
—En ese caso, si las muertes son mensajes —dijo el cura—, entonces el asesino, o sea tú, está enviando el mismo mensaje aquí que antes.
«Interesante —pensé—. Y si los mensajes de ahora van dirigidos a un cazademonios, o sea a mí, ¿significa eso que los de antes eran para otro cazademonios de Georgia? Los demonios existen desde hace muchísimo tiempo: es imposible que yo sea el primer humano que los haya descubierto.»
—¿Quiere decir que el hecho de que les falten las manos y la lengua es una amenaza? —pregunté siguiendo lo que yo estaba pensando.
—¿Tú crees que lo son?
—Tiene sentido. Es como una especie de «Esto es lo que te voy a hacer si te encuentro», más o menos.
—¿Aún estamos hablando de ti?
—¿Le resulta más cómodo?
—No me siento cómodo de ninguna de las maneras.
—En ese caso, da igual —dije—. Siga hablando. Si los cuerpos mutilados son amenazas, ¿por qué cambiar el patrón después de diez cadáveres y empezar a arrancarles los ojos?
—¿Qué les hizo exactamente en los ojos? —preguntó el cura—. En las noticias no han dicho nada de eso —calló de pronto y volvió a hablar con un volumen más bajo—: ¿Cómo te has enterado?
—Soy el Manitas.
—No eres el Manitas, pero sí eres… algo. ¿Qué me estás ocultando?
—¿Cree que soy peligroso?
—No me cabe duda de que lo eres.
—¿Soy un peligro para usted?
Se quedó callado y me observó a través de los ojos entrecerrados. Un momento después, sacudió la cabeza.
—Sólo si crees que soy la persona que buscas.
—Es el demonio el que busca a alguien, no yo.
—Y tú buscas al demonio, o lo que quiera que sea; y cuando encuentres a la persona en la que crees que está, que Dios lo ayude. Eres un chico muy centrado, no te lo negaré, pero también eres como una pistola cargada. La tienes amartillada y estás apuntando. En cuanto el objetivo se cruce contigo, lo destruirás. —Se echó hacia delante—. Te lo suplico: ten cuidado a quién apuntas. Si escoges un objetivo equivocado, habrás tirado la vida por la borda.
Me acordé de Marci, tumbada totalmente indefensa sobre su cama; me acordé de Brooke, encadenada a la mesa de Forman. Pensé en mi madre, alejándose de la punta del cuchillo; en cien madres diferentes lanzando el teléfono contra la pared, chillándome que deje de llamar, abrazándose aterrorizadas a sus hijos, en la oscuridad.
—Entonces, ayúdeme —susurré—. No puedo hacer esto yo solo.
—Entonces, no lo hagas.
—No puedo pararlo. —Cerré los ojos y gruñí apretando los dientes—. Aunque yo me detenga, ella seguirá adelante. O muere ella o lo haremos todos. ¿Por qué nadie se da cuenta de ello?
—Si tu ojo te fuere ocasión de caer… —susurró el cura.
«Tu ojo.» Levanté la mirada con rapidez.
—¿Qué?
—Es parte del Evangelio. «Si tu ojo te fuere ocasión de caer, sácalo y échalo de ti.» Mateo, capítulo quinto, versículo veintinueve.
Sentí el cosquilleo de la anticipación. «Esto es importante.»
—Continúe.
—Es una metáfora —dijo—. «Más te conviene que se pierda uno de tus miembros, que no que todo tu cuerpo sea arrojado al infierno.»
Hice una pausa para deconstruir la afirmación.
—Quiere decir que una parte puede estropear el conjunto, así que es mejor deshacerse de ella que permitir que se corrompa todo.
—Exacto —dijo él—. Si se saca de contexto, ese fragmento podría entenderse como una justificación del asesinato.
—¿Hay más? —pregunté—. Me refiero a los Evangelios, ¿dicen algo más?
—Sí —dijo el cura y levantó la cabeza para mirarme con expresión de sorpresa y los ojos bien abiertos—. Así es. El siguiente versículo dice lo mismo, pero sobre las manos.
—La hostia…
Se puso en pie, con la mirada perdida.
—Esto es real.
—Entonces, estábamos en lo cierto con lo del mensaje —dije—, pero lo que no habíamos entendido era su naturaleza: creíamos que era un anuncio, «Aquí estoy, vengo a por ti», pero se trata de una lección. Coleman murió porque era un pecador; miró algo que no debía y por eso perdió los ojos. Lo eliminaron por el bien común.
—Pero el resto no lo eran —dijo el cura—. ¿Por qué los mató?
—Usted mismo lo ha dicho: nadie es blanco o negro del todo. Los mató porque… por cosas que dijeron, supongo. Por eso les cortó la lengua. Y después las manos por lo que habían tocado o habían hecho.
El padre Erikson me miró con recelo.
—Realmente te crees todo esto, ¿verdad? Piensas que toda esta gente tiene que morir para que el resto nos salvemos.
—Yo… —negué con la cabeza—. No soy yo, es el Manitas.
—Pero tú has dicho lo mismo.
—Era un ejercicio para hacerle pensar —dije—. Evidentemente, no digo que debamos matar a nadie.
—Pero sí has dicho que deberíamos matar al Manitas —dijo y se acercó lentamente hacia mí—. Y antes, al llegar, también has dicho lo mismo: que no deberíamos sentirnos mal por la muerte de David Coleman. Has dicho que estábamos mejor sin él y que deberíamos alegrarnos de que lo hayan matado.
—Oiga… —callé, desconcertado—. Yo soy el bueno. Intento detener a un asesino.
—Matando. Tanto si lo consigues como si no, en nuestra comunidad seguirá habiendo un asesino.
«¡No!»
—¡Yo no soy un asesino! —grité—. ¡No soy una amenaza para ningún miembro de esta comunidad! ¡Intento ayudar a la gente!
—¿Y no crees que el Manitas se dice lo mismo?
Me abalancé hacia él con un rugido.
—¡Deje de repetirlo!
Él se mantuvo imperturbable y yo me detuve a centímetros de su cara. Me obligué a respirar de forma regular; luché por evitar que el gruñido salvaje que nacía en mi garganta saliese de mi interior. Aguanté su mirada un momento más y después me di media vuelta y caminé rápidamente hacia la puerta.
—¿Qué piensas hacer? —gritó con tono grave y triste.
Me detuve con la mano en el pomo de la puerta.
—Nos hemos hecho una promesa —dijo él—. Mantén tu parte y yo mantendré la mía.
Me volví hacia él e intenté leer su rostro. «Es imposible que me deje marchar. —Lo miré a los ojos—. Sabe que puedo poner a todos los que me rodean en peligro. ¿Va a dejar que me marche sin más?»
Él no se movió y yo tampoco.
—¿Has dicho que te llamas John?
Asentí.
—John, quiero ayudarte. Me gustaría que hablaras con una persona que conozco.
—Una terapeuta.
—Sí.
Miré la puerta fugazmente y volví a mirarlo a él.
—Si me marcho ahora mismo, lo único que tiene es mi palabra.
—¿Eres de fiar?
Hice una pausa.
—No.
—Entonces dime cómo te llamas.
—¿Para que me pueda delatar?
—Para ponerme en contacto contigo y presentaros.
La mera idea me puso nervioso. «Tengo que seguir manteniendo el anonimato.» Sentí acidez de estómago y me apoyé sobre los talones, listo para echar a correr. El cura no se movió.
«¿Puedo fiarme de él?»
Lo miré a los ojos.
—¿Y si lo amenazo?
—Yo no soy ese demonio y lo sabes. No me vas a hacer ningún daño.
—¿Y si salgo corriendo?
—En ese caso seré un buen ciudadano e iré a la policía para hablarles sobre el joven que me ha contado que quiere matar a una mujer del pueblo.
Respiré hondo. «Mátalo y ya está. Hazlo ahora que no se lo espera; lánzalo contra la pared y pártele el cuello contra la silla. Escóndelo en el sótano. Nadie se enterará.»
—Deme una semana —susurré—. Sólo una semana.
—Acabas de decir que no me puedo fiar de ti.
Lo miré a los ojos.
—Puede fiarse de mí durante una semana.
Se quedó callado un momento; los ojos le brillaban mientras pensaba. Finalmente, asintió.
—Una semana y después vuelves aquí. Pero si le haces daño a alguien, te juro por Dios que el tormento no se acabará en esta vida.
Respiré.
—Una semana.
Abrí la puerta y desaparecí en la oscuridad.